CAPÍTULO IX

Naturalmente, con pasta, todo se remedia, hasta un Cadillac incrustado en una exhibición de embutidos, y al día siguiente me olvido del follón. Han podido comprobar que no conducía borracho y he explicado el accidente por una porquería que se me metió en el ojo justo cuando cogía la curva. Creo que mi viejo tiene guita en la compañía de seguros, y esto siempre arregla las cosas. Lo que no se arregla es lo que me sirve de cráneo, tiene más chichones que otra cosa y cuando me pongo el sombrero, el efecto es sorprendente, para mí y para los que miran. En suma, como no necesito llevar sombrero en mi habitación, me consuelo y miro a mi hermano Ritchie, empeñado en aprender a prepararme highball. Nunca vi a nadie más torpe que Ritchie; cuando pienso que estudió medicina, me coge el tembleque por los enfermos. Espero que se haga psiquiatra, hasta los más lerdos se las saben apañar en esta rama, basta con despabilarse para estar más chalao que el más chalao de todos los enfermos que haya que tratar. Ritchie logra culminar al fin su delicada operación y me tiende un vaso. Me derramo la mitad por la camisa. Yo, al menos, tengo una excusa, llevo un solomillo de una libra sobre el ojo derecho y ya sabe todo el mundo que la visión de un solo ojo te hace perder el sentido de las distancias. En todo caso, me parece inoportuno que un hermano menor se permita chotearse del mayor de manera tan sórdida.

—Ritchie —digo—, el día que te rompas la cara como tu hermanito, no te hará tanta gracia.

—No tengo motivos para que ocurra —contesta.

—Bueno, yo, en tu lugar, Ritchie, no estaría tan seguro. Lo siento, pero te he metido en un lío. Fue un momento de despiste.

No parece que le impresione mucho Ritchie, en el fondo, es un tipo macanudo. Le cuento todo el asunto y abre unos ojos por los que cabría el Potomac entero.

—En resumen —concluye—, me van a dejar en paz hasta esta noche, pues esperan que mande los diez mil dólares a Gaya. Creo que las vamos a pasar moradas. Tú y yo.

—¿Y qué hacemos con los diez mil dólares? —pregunta mi hermano.

Vale, es rápido de entendederas.

—Los aprovechamos para buscarnos otra casa —digo—. Y para comprar todo esto. Pues, por un lado, hay que instalarse, y por el otro, camuflarse.

Le tiendo una lista que he redactado mientras él andaba liado con el whisky y el agua. Esta vez sí que se le van a caer las gafas de la azotea con un ruido metálico.

—¿Qué quieres hacer con esto? —dice—. ¿Tienes que mantener fulanas?

—Es para nosotros —digo.

—¿Cómo? Faldas, sujetadores y…, oh, Francis, te estás pasando… Nunca me atreveré a pedir esto en una tienda.

—Llévate contigo a alguna de tus amigas —digo—. A partir de mañana, me llamo Diana y tú Griselda. Naturalmente, puedes buscarte otro nombre.

—Francis, estás chiflado —exclama—. Te sacudieron demasiado la sesera.

—Caramba —digo—, no preferirás que te encuentren cortado a rodajas. Escucha. Esa gentuza son todos unos maricones y unas lesbianas. Si la tal Louise Walcott dirige de verdad la banda, ya puedes apostarte la camisa a que no tenemos ninguna posibilidad de enterarnos de nada mientras sigamos siendo hombres normales. O sea, que, puestos a entrar en el juego, prefiero disfrazarme de bollera. De vez en cuando, a lo mejor nos cae algún premio.

Reflexionó durante cinco minutos.

—En el fondo —dijo—, quizá tengas razón… Pero, hombre, ¿tú me ves a mí pidiendo pechos de goma en una tienda?

Se sonrojó hasta las orejas. Vaya, por Dios, qué verdes están estos estudiantes de medicina.

—Píratelas —digo—, y preocúpate un poco porque ésos, estoy seguro, no pierden el tiempo. Telefonea a Ann, que te ayude.

—¿Puedo preguntarte por qué quieres meterte en los líos de Gaya? —dijo antes de irse.

—Es una amiga —contesto—, y me molesta ver que se ha vuelto tan gili.

—Pero no es asunto tuyo. ¿Y si avisaras a la policía?

—¿Te parecería bien? —pregunto.

—¡Oh! Me caen muy gordos —dice Ritchie—. Pero es fantástico ver que te ocupes de ella de esta manera.

Me observa, dubitativo, y sale encogiéndose de hombros. Aun así, Ritchie es un buen chico. Y también es una suerte que haya vuelto la moda del pelo corto. No obstante, lo más divertido es que toco empezara con el baile de disfraces en casa de Gaya. Me miro las piernas. Aún no les ha crecido el pelo, menos mal…

Y al final, me parto de risa yo solo, pensando en la cara de Ritchie cuando el chino de mamá le depile los suyos. Me las arreglo para permanecer impasible mientras me río, pues es lo que corresponde a un sioux y además resulta más aconsejable para el cráneo.

Entonces suena el teléfono. Siempre ocurre igual, este instrumento de tortura te destroza los mejores momentos. Descuelgo refunfuñando.

—Diga —contesto—. Aquí yo mismo.

—¿Francis Deacon? —inquiere una voz.

A ésta la conozco. Es una tal Louise Walcott.

—¿Quién está al aparato? —digo—. ¿El presidente?

—Déjese de chorradas —continúa—. Louise Walcott al aparato. Y llamo desde una cabina, o sea que nada de bofia, ¿eh? Esos diez mil dólares ¿para cuándo son?

—La cosa está en marcha —digo.

—¿La cosa estará aquí esta tarde, antes de las cinco? —pregunta—. Porque si no, nos mudamos.

—Qué mala pécora —digo.

Y me acuerdo de los diez mil dólares…, pues, carajo, si aún están en el coche…, sujetos con esparadrapo al eje de dirección.

—No malgaste la saliva —dice Louise—. Si esto es todo lo que tiene que decirme, se lo puede meter donde le quepa. Si no, vamos al grano. Ya le ha costado un coche, y podemos llegar a más.

—No pasa de ser un coche contra un Chriscraft —digo—. Aún salgo ganando. Y tengo los diez pápiros. No hay que olvidarlo.

Vaya, parece que está echando humo. Me reprimo las ganas de echarme a reír por miedo a que me duela la cabeza como antes.

—Chulillo indecente —me espeta—, procura no pifiarla o te calentaremos el culo.

—No corro ningún riesgo —digo—. Soy heterosexual.

Cuelga de sopetón. Maldición, los diez mil dólares, me había olvidado totalmente. Nada de bromas…, estoy de acuerdo en ayudar a que Gaya salga del fregado, pero no con mi propia pasta. Bueno. Tengo que vestirme de forma más conveniente e ir en busca de esos pápiros de a metro.

Me doy prisa. Me duele todo, sin duda alguna. No me duele tanto. La forma es posible. Aún puedo soltar uno o dos pares. No obstante, debo evitar reflexiones intensas.

De todos modos, me fastidia haber liado a Ritchie. Le debo una compensación. Vuelvo a descolgar el teléfono y compongo el número del chino.

—¿Oiga? Aquí Francis Deacon. ¿Puede venir a casa? Tengo trabajo para usted.

Farfulla no sé qué desde el otro extremo. ¡Pícaro Wu Chang! ¡Ah, estos chinos…!

—Sí —contesto—, es otro baile de disfraces. A mí no, a mi hermano. Si no me encuentra al llegar, entre y espere. Le dejo la llave debajo de la moqueta del último escalón. Venga a las dos.

Bien. Ya tenemos una cosa solucionada, y me voy a partir de risa cuando vea la cara de Ritchie. Cojo el sombrero y bajo. Pasa un taxi. Lo paro. Me toca a mí. Pero, bueno, ¿adónde voy?

Me doy cuenta de pronto que no tengo ni idea de lo que puedan haber hecho con mi coche. Bueno, ahora lo sabremos.

—Párese al primer policía que vea —le digo al chófer.

—Eso ni hablar —contesta—. Mi taxi, no.

—Pero si sólo le quiero pedir una información —digo—. Hasta quizá la sepa usted. Ayer estrellé mi coche contra una charcutería, por culpa de un platillo volante que se me metió en el ojo. Supongo que no lo habrán dejado ahí, porque perturbaba un poco la circulación. ¿Sabe usted adónde los llevan?

—Eso —me dice el chófer— no tengo ni puñetera idea. Pero quizás haya algún guripa que lo sepa.

—Pues por eso le pedía que me parara delante del primer policía —replico.

—Sí, pero es que a mí no me gustan —dice el chófer.

—Bueno —contesto—. Vete al cuerno y párame aquí, que bajo.

—Pero si aún no he arrancado, ¿no se ha dado cuenta? —dice el chófer.

—¡Muy bien! Así te ahorras el gasto de la carrera —digo.

Y llamo a otro taxi que pasa. Éste ni se para. Mejor. Iré a pie. Es muy probable que haya bofias en esta ciudad, cada vez que me salto un semáforo en rojo, salen media docena pisándome los talones.

¡Ah! Ahí va uno.

—Señor agente —digo—, querría saber adónde mandan los coches accidentados.

—¿Ha sufrido usted un accidente? —dice, sacándose el bloc.

—Sí —contesto—. Ayer, me estrellé contra una charcutería.

—¿Dónde? —dice.

—No tiene la menor importancia —digo—, el coche ya no seguirá allí. Querría saber adónde los mandan después.

—¿Y de qué le va a servir? —pregunta—. Supongo que ya no funciona.

—Esto —digo— es asunto mío.

—¿Han pagado los del seguro? —pregunta.

—Sí —digo.

—Entonces ya ha perdido el coche —dice—. ¿Iba usted bebido?

—No —replico—. Fue una porquería que se me metió en el ojo.

—Ya… —dice guardándose el bloc—. Eso es lo que dicen todos los trompas.

—Váyase al cuerno —respondo cortésmente, y me largo.

Qué raza de c…, no hace falta decirlo.

No llego ni a hacer dos metros cuando creo percibir un temblor de tierra. Levanto la vista. No… No hay nada que se mueva. El que se mueve soy yo. Bueno, lo que pasa, más exactamente, es que me está sacudiendo el bofia.

—¿Qué ha dicho cuando se iba? —pregunta.

Soy una persona muy cargada de paciencia, no sé si os lo he hecho notar. Si le he dicho a este bofia váyase al cuerno, es porque lo pensaba, ¿qué tiene de malo? A mí me parece que no hay nada mejor que la franqueza.

—Escuche —digo—, me ha tratado usted de trompa y le he contestado lo que le he contestado. Fue usted el que empezó, ¿no? Pues cierre el pico y olvídeme porque se le podría caer el pelo. Practique este deporte donde quiera, pero no en Washington. Aparte de que yo sólo bebo agua mineral.

Esta vez ya ni rechista. Cielos, qué cara pone. Se me va a llevar a comisaría, como si lo viera. No. Masculla algo y deja que me vaya.

Ahora un teléfono.

Entro en una cabina y llamo a mi agente de seguros. Me contesta una secretaria.

—Aquí Deacon —digo—. Ayer mi coche sufrió un accidente. Mi número es tal y cual.

—¿Dónde? —dice.

—No se preocupe —digo—, lo del seguro ya está arreglado. De hecho, por qué se lo voy a ocultar, me metí en una charcutería.

—Una perfumería hubiese sido mejor —dice—. A mí me hubiera gustado más.

—Llámeme uno de estos días —le digo— y a ver si entre los dos lo solucionamos. Pero yo lo que ahora quiero saber es dónde está el coche.

—No se quedaría en la charcutería, ¿verdad? —dice.

—Seguro que no —contesto—. Le repugnan los embutidos. Sólo le doy crema de anchoas.

Se desternilla. Tiene razón. Soy un desternillador.

—No tengo ni idea de adónde los mandan —me dice—. Es probable que la grúa se lo llevara a un garaje antes de meterlo en algún solar.

—¿Ah, sí? —digo—. ¿Y qué garaje?

—¡Ah! Tío, pides demasiado —dice—. Sólo aquí la compañía ya tiene trescientos garajes asegurados, o sea que, como comprenderás…, localiza a tu agente, él te informará.

—Pero si nunca está ahí en todo el día —contesto—, y es muy urgente. Me he dejado un montón de papeles de negocios en ese coche.

—¡Ah! Pues yo no sé —me dice—. De todos modos, puedes llamarme por lo del perfume. Pregunta por Dorothy Shearing.

—De acuerdo, Dot —contesto—. Hasta pronto, gracias.

Bueno, mi agente no es el único que puede informarme, pero apuesto cincuenta contra uno a que no lo cazo en todo el día. Y ya son la una. Ritchie estará aquí hacia las dos. Wu Chang también. ¿Qué puedo hacer? No me interesa ver a mi hermano antes de que pase por las manos del chino, porque tendría ganas de decírselo y entonces sí que me quedaba sin cabeza.

Bueno, de todos modos pruebo. Llamo a mi agente. Me contesta una secretaria, una más, simplemente. Le repito todo el rollo.

Ésta tampoco sabe. Cree que me apuro demasiado, que el experto ya verá el coche, si no lo ha hecho ya, y que no hace falta que me preocupe de lo demás, pues los del seguro ya han solucionado el caso; a fin de cuentas, no me he cargado a nadie y el asunto no tiene importancia.

En esto reconozco la mano de mi progenitor. Con su manía de arreglarlo todo, les habrá dicho que trataran el caso como si fuera para él.

Pero, maldición, he de encontrar ese coche.

Abro el listín por la sección Talleres de reparación. No es posible. Hay al menos ciento cincuenta.

No veo ninguna solución. Estoy frito.

Y ni hablar de pedirle diez mil dólares al papá para dárselos a esa guarra de Louise Walcott.

Lo malo es que, a partir de las cinco, más vale que Ritchie y yo nos hayamos mudado.

Bueno. Por hoy, me olvido del coche. No le demos más vueltas.

Lo que sí es urgente… es encontrar casa. Como si esto también fuera fácil…

En fin…, andando…