De todos modos, no os creáis que el soponcio me dure lo suficiente como para que os podáis permitir el lujo de ir a tomar un trago al bar de la esquina. No. Además, me han vaciado una botella de Seven-up en el cuello, y os aseguro que sirve para despertarme. Deben de ser las burbujas.
Estoy abajo. Hay un amasijo en el suelo. Es el energúmeno pelirrojo. Parece que se ha hecho daño al caer. No se mueve apenas.
También veo a Ted Le May sujetándose un brazo, a Walcott sangrando por la nariz y a Gaya que no dice nada.
El otro, el rubiales, tiene problemas en la mandíbula y me mira con cara de malas pulgas.
Yo, por mi parte, tengo el tiesto hecho puré y estoy atado a una silla. Anticuado sistema.
—Francis —dice Gaya—, ¿dónde has metido los diez mil dólares?
—¿Cuáles? —pregunto.
Vaya, me duele al hablar.
—Los que estaban en su bolso, marrano.
Añade una coz en las napias.
Bueno, pues él se lo ha buscado, le escupo en un ojo. No puedo hacer más. Parece que no le gusta y recibo otro obsequio en la cara, pero da igual, yo lo que quiero es proceder también al reparto.
—¿Qué le pasa al monstruo? —pregunto.
—Está un poco pachucho —dice Walcott—, igual que tú dentro de poco.
—¡Oh! —digo—. No es posible. Al fin y al cabo, eres demasiado lindo para hacerme daño.
—Francis —dice Gaya—, ¿dónde has metido los diez mil dólares?
Parece enloquecida. Como si fuera a sufrir un ataque.
—Yo no los he cogido —digo— y, en todo caso, como voy a morir dentro de poco, no me fastidies ahora con esas mezquindades de dinero.
¡Bing! Me llega un silletazo a la mejilla derecha. Cerdo. Ha sido Le May. Creo que me ha roto el hueso. Suelto un escupitajo colorado. Duele.
—En cualquier caso, te voy a decir una cosa —declaro—. Y es que si desaparezco, te vas a perder los diez mil dólares que quería darte como regalo de boda.
Ya está. Lo estaba echando a faltar. Un zapatazo en plena jeta, y con todo un pie dentro. El pie de Walcott. Bendita sea la moda de las suelas finas. Figuraos lo que hubiera sido si estuviéramos en una estación de esquí.
Aun así, echo tanta sangre que haría las delicias de las carnicerías Kosher. Como siga así, ya sólo serviré para que me descuarticen como a un buey.
Gaya se interpone:
—Dejadlo.
—Que te crees tú eso —dice Richard—. Este cerdo tiene la cabeza dura.
—Me da igual que le peguéis —dice Gaya—, pero quiero que me devuelva mi dinero.
Pobre niña. Da asco oírla, pero está tan en manos de estos chorizos que la compadezco. Tiene que andar muy obsesionada con su droga.
—Gaya —digo—, sácame de aquí y mañana mismo tendrás diez mil dólares en casa. No sé de qué dinero se trata, pero éramos amigos y, en el fondo, no es culpa tuya que exista una banda de majaderos como estas tres locas.
¡Crac! No falla. Ya no saben dónde pegar, y así me salvo. Dentro de poco, si buscan un rincón intacto, tendrán que aporrearse mutuamente.
Cada vez me cuesta más hablar y me cogen vómitos. No me quedan muchos humos, pero hago un último intento.
—Gaya —digo—, no pienso pedir nada a estas tres mierdas. Si puedes conseguir algo, hazlo. De lo contrario, mi hermano contará lo que ya le he dicho del asunto.
Me avergüenza mezclar a Ritchie en el jaleo, porque no tiene nada que ver, porque ha estudiado y porque yo mismo me metí en el lío. Y también porque no me gustaría que le ocurriese algo, pues le tengo afecto. Pero no me quedan más bazas. Estas tres me han cogido tanta tirria que están a punto de perder diez mil dólares por el solo afán de vengarse.
Se interrumpe la descarga. Gaya se ha puesto a hablarles. Ya casi no me entero de nada. Me detestan. Me levanto, me tambaleo. Retroceden y me da risa, pero no mucha, pues vuelvo a caer sentado y además si me río, tengo la impresión de que se me abre la boca en tres direcciones a la vez.
Resumiendo, vaya paliza. Me gustaría, sin embargo, que se despertara el monstruo pelirrojo. ¡Le pegué bien!…
—¡No te muevas! —me dice Walcott.
Le miro. Tiene una pipa en la mano. Me atrevería a correr el riesgo, seguro que dispara peor que un ciego…, pero prefiero no hacerlo, si apuntaba mal sería capaz de tocarme.
—Gracias, Gaya —digo, para que los otros se piquen.
—No me des las gracias, Francis. Me has hecho más daño de lo que crees, y hubiese dejado que te suprimieran…, pero me hace demasiada falta ese dinero.
—¿Estás segura de que no te lo han birlado?
Hago mal en chulear. Los silletazos se repiten. Sólo que ahora ya llevo cinco minutos en pie y se me ha ido el hormigueo. El último mamporro procede de Ted Le May…, de un salto me lo trinco y lo utilizo como escudo contra Walcott. Anda, a ver si ahora tiras, panoli.
A Ted no le hace ninguna gracia. Se retuerce, pero le tengo bien sujeto. De reojo, vigilo al tercero, al rubiales, y advierto que en este momento empieza a moverse el pelirrojo. Bueno, no ha muerto, esto es todo lo que quería saber…, aunque tampoco conviene que ahora se apresure a intervenir. Aferró a Ted por la cintura y el cuello, le arreo un tirón para que sufra y luego, con toda mi fuerza, lo impulso contra Richard. Suena un disparo y a continuación un berrido. Se la ha ganado el rubiales, en mitad de una nalga, perfecto; carajo, la mole pelirroja se está despabilando cada vez más…, me largo escalera arriba. De camino, grito:
—Mañana tendrás tu dinero, Gaya. Palabra.
Llego arriba, por segunda vez, que es la buena. Ahí está mi coche… Lo cojo a escape. De hecho, no me di cuenta de que pasaba por la puerta… Se ve que antes llegué a cargármela, sin duda alguna. Le doy al pedal… Salgo en tercera porque llevo prisa… ¡Uf!…