CAPÍTULO VI

Después de mucho baño, mucha loción, mucha friega, mucha toalla y mucha flema tumbado en el sofá, me dedico a pensar y pienso que de todos modos esta historia de reventarme los neumáticos no es tan grave. Me ha retrasado media hora, pero siempre andamos sobrados de alguna media hora, sobre todo cuando no damos golpe; conque, a fin de cuentas, si ha servido para que Gaya se desahogara, me lo tomo como una pequeña compensación que le debía.

Me pongo a releer una novela policíaca de las suaves, pues en once páginas apenas lleva cinco asesinatos solamente, y suena el teléfono. Estiro el brazo y descuelgo.

—¿Francis? Aquí Gaya.

—Anda —digo—. ¿Me llamas para venderme cámaras de aire?

Se ríe.

—No, Francis. Lo siento… Estaba muy nerviosa…

Pues el día que le dé por enfadarse será divertidísimo. Más vale que me busque un coche blindado.

—Francis… Quiero salir esta noche…, ¿querrías acompañarme? Paso por tu casa…, me gustaría…, ejem…, que nos reconciliáramos.

Me sorprende, teniendo en cuenta cómo la dejé. Pero al fin y al cabo…, se hallaba bajo los efectos de aquella marranada. Fijamos la hora y cuelgo…, y me gustaría saber qué se esconde detrás de todo esto. Mato el tiempo a base de mucho whisky con limón, es una buena manera de matarlo. Me visto…, cuántas veces me habré vestido hoy. Estoy lindísimo con mi smoking azul oscuro, nadie me tomaría por el horrible espantajo que horas atrás chorreaba aceite.

Cojo mi sombrero idóneo y me asomo al exterior. Un minuto antes de la hora prevista.

Un minuto después, en punto, Gaya frena ante mí en su descapotable; alcanzo el borde y salto a su lado sin abrir la portezuela. Es un truco que os recomiendo; sólo se te fastidian las pantorrillas las diez primeras veces, y a la que hace once se te puede rasgar el pantalón si se engancha en la manija, pero el efecto está garantizado.

—¿Adónde vamos? —digo.

—Al Fawn’s —contesta.

—¿Por qué no? —digo.

Está más feliz que unas pascuas. De vez en cuando, me mira de reojo y nos echamos a reír al mismo tiempo. Cualquiera nos daría tres años. De menos.

Va circulando por un sinfín de calles aunque, a bulto, logro identificar el sitio, sobre todo cuando pasamos por Thomas Circle, esquina Vermont Avenue y Massachusetts. Bajamos de nuevo hacia el sur, pero seguimos en N. W. y al fin se detiene ante una fachada anodina que da a Farragut Square. Como es ella la que lleva la iniciativa, me pego a sus talones. Entramos en una sala vacía, lo bueno está en el sótano, bajamos por una escalera mal iluminada y ya hemos llegado.

Sorpresa, pero menos. Miro a la gente que ocupa una especie de bar snob, con estuco, hierro forjado, materia plástica y proyectores, y lo veo todo claro. Es curioso lo claro que lo veo todo. Si al menos una de las damiselas presentes se ha acostado alguna vez con un hombre, entonces yo soy una medusa; y si estos mozalbetes incordian al sexo opuesto, Washington vendía palomitas de maíz. Tortis y maricas, éste es el público… y me siento incómodo. Debo decir, además, que en total sólo hay tres hombres por una docena de mujeres…, o, en fin, de lo que sea, que ya me diréis cómo llamamos a estas pájaras.

Reaparición de Richard Walcott y reaparición de su acólito —¿os he dicho que se llamaba Ted Le May? Qué nombre más bonito, ¿eh?…, y le cae que ni pintado—. El tercer «hombre» es lo más rubiales que he visto en mi vida, y alto y corpulento. ¡Puaj! Será más fofo que una babosa.

En cuanto a las chicas…, ya sabéis de qué va. Y, naturalmente, algunas llevan gafas para dar el toque final. Lo que no acabo de entender es cómo la policía no cierra un antro como éste. En Washington resulta un poco sorprendente.

Bah…, sobran las preguntas. Protecciones.

El Walcott me sonríe amablemente, no parece enfadado. Supongo que tenía el Chriscraft asegurado. O no sería suyo. O estará fingiendo. Me siento. ¿Por qué demonios esta burra de Gaya me ha traído aquí? Se sienta a mi lado. Entre ella y yo, su bolso. De pronto, me doy cuenta de que está abierto y echo un vistazo mientras una mujer horripilante nos trae unas copas.

El bolso de Gaya contiene un pequeño fajo de billetes…, pero billetes gordos.

No hace falta mirar dos veces. Lleva diez mil dólares en papiros de a metro.

Con suma indiferencia, hago lo que hay que hacer y, al momento, ya lo tengo en el bolsillo. Ahora necesito un pretexto para salir cinco minutos a tomar el fresco. Me levanto y pongo cara de disponerme a salir.

—¿Adónde vas, Francis? —dice Gaya, asiéndome del brazo.

—Me he dejado la cartera en el coche —digo.

—¿Pero vuelves?

—¡Claro!

—Le acompaño… —propone uno de los chicos.

—Le digo que ahora vuelvo…

En dos zancadas, estoy fuera. Hurgo un rato en mi caja de herramientas, después bajo el capó, y ya está. Liquidado.

Otra vez dirección sótano. Gaya parecía muy fastidiada de que me fuera. Ahí sigue y me ve llegar con cierto alivio.

¿Para qué serían esos diez mil dólares? Sin duda, para pagar la remesa siguiente. ¿O para sofocar algún chantaje?

¿De dónde ha sacado Gaya esos diez mil dólares?

Están todos de palique. Una tertulia de lo más arrastrado, charlando de todo salvo de lo que pueda tener un interés para gente normal. Mira, mira, el rubiales ha cambiado de sitio. Ahora lo tengo pegadito a mí, un poco hacia atrás.

Es la monda. Se nota una cierta tensión en el aire.

Ahora hablan de barcas, y del Potomac. Y de chapuzones en el Potomac. Y de un Chriscraft rojo y blanco.

Y la verdad es que Richard Walcott me mira con unos ojos muy raros. Y lo que es Ted Le May, ya ha renunciado a sus finos modales. No me cabe la menor duda. Estos dos me tienen un poco de manía.

—Por eso —concluye Richard— le hemos pedido a Gaya que le trajera aquí; y le agradecemos que lo haya hecho.

—Perdone —digo—, pero no acabo de entender sus motivos. A usted, un simple Chriscraft ni le va ni le viene…, con toda la droga que vende…

Suelto estas palabras como por casualidad, pero se ve que provocan malas vibraciones.

En cambio, lo que me sueltan en el cráneo no es ninguna casualidad. Me había olvidado del rubiales. ¿Lo habrá hecho adrede? Ni idea, pero me ha dado justo en el chichón que me hice esta mañana al caer después de mi travesura.

Ya me figuraba yo que este tunante tenía los músculos de mantequilla. Encajo, y basta. Y simplemente por distraerme un poco, levanto la mesa y se la estrello en la cara de Walcott. La verdad es que es un tipo que no me gusta. Compruebo satisfecho que le aterriza en mitad de las napias. No tendrá más remedio que pasar por el instituto de belleza.

El bar se ha vaciado de sopetón. Estoy yo solo contra toda la pandilla.

Tengo a Gaya a mi izquierda. A mi derecha, el rubiales se ha quedado un poco aturdido por un buen puntapié en la barbilla. Parece que me empeñe en corregirles el rostro.

Agarro el bolso de Gaya. Finto y me lanzo escalera arriba. Se requiere algo más que tres bujarras para acabar con el pequeño Francis.

Ya. Lo malo es que en lo alto de la escalera me espera un nuevo energúmeno.

Un tipo horrible. Pelirrojo, con el cráneo en punta; peludo, parecido a un oso; pesa al menos doscientos kilos y lleva mala uva; se nota por sus ojillos de cerdo hundidos en su propia grasa.

Recibo varios taburetazos en las costillas. Nada serio. Lo serio es el monstruo de arriba. Hay que elegir.

Elijo. Vuelvo a bajar la escalera. Finta. Me doy vuelta de repente, arrojo el bolso por encima del monstruo y me deslizo entre sus piernas cuando éste se decide a bajar. Dios…, no lograré pasar. El tipo tiene unos muslos como patas de elefante. ¡Ay! Empujo…, ya pasa, ya pasó. Y encima cobra. Oigo un gemido, el monstruo se habrá tropezado con su amigo Ted.

¡Ah! Arriba otra vez. Y entonces, un leve contratiempo. Todo lo que se asemeja a una puerta parece cerrado herméticamente.

Recojo el bolso. Vamos a ver esta puerta. ¡No! Hay algo más urgente. Agarro algunas sillas y las facturo escalera abajo, pues no sé por qué me figuro que hay gente con intención de subir. Todo sucede muy aprisa, conque sobran comentarios. Como si hubiera ocasión de aburrirse.

Empuño un pesado taburete de roble y golpeo la cerradura de fuera. Cerradura barata. Ya cede.

Y también mi cráneo. Me da un soponcio.