CAPÍTULO V

Hace ya una semana que ocurrió todo esto, hoy me despierto, noto un aire primaveral, en pleno mes de julio, y no resulta tan inverosímil como parece, pues la primavera es una cualidad y no hay motivo para que no surja en cualquier época del año un día de primavera. He recibido algunas cartas. Vamos a ver. La primera me propone unos cursillos de psicoanálisis a un precio ridículamente ventajoso. La segunda me recuerda que la escuela de detectives de Wichita, Kansas, no tiene rival en el mundo entero, y la tercera es una participación de boda. ¿Quién se casa? Mi buena amiga Gaya… Y el afortunado esposo es un tal Richard Walcott.

Bueno, bueno, bueno. Pesco el teléfono. Gaya está en su casa.

—¿Oye? ¿Gaya? Francis Deacon al aparato.

—¡Oh, Francis! —dice.

Es lo único que dice, con voz agridulce.

—¿Te casas, Gaya?

—Ya…, ya te explicaré, Francis —dice—, pero no por teléfono.

—Vale —digo—. ¿Estás levantada?

—Yo…, sí…, pero…

—Voy a verte ahora mismo —digo—, y me explicarás.

No veo por qué no he de ocuparme un poco de Gaya y de su boda si me lo pide el corazón, ¿eh? Siempre he pensado que sería yo quien le encontrara un marido a Gaya. Conque me enoja un poco no haber oído hablar nunca del tal Richard Walcott. Y ante todo, me gustaría ver qué pinta tiene este Richard Walcott. Porque si dejo que sean los padres de Gaya los que se encarguen del matrimonio de su hija, va a resultar un auténtico crimen; es un tema que no les interesa en absoluto ni al uno ni al otro, y además nunca están aquí. Y ahora, vais a comprobar la astuta utilidad de estas reflexiones: no os habéis dado cuenta de nada y yo, mientras tanto, ya me he vestido.

Hay que hacerlo así.

Bajo, coche, carretera, parada, escalera.

—Hola, Gaya.

—Francis —dice.

Nos encontramos en su habitación, decorada con la loca simplicidad tan propia de la niña, toda de blanco y oro, y hay un metro de moqueta en el suelo —un metro de espesor—, por supuesto.

—¿Quién es Richard Walcott? —le pregunto.

—No le conoces, Francis.

Está sentada delante de su tocador, en un cachivache de alambre dorado y satén crema curiosamente ramplón. Se limpia las uñas con una piel de cefo cubierta de cromo. No puede perjudicar ni a unas ni al otro.

—¿Cuándo me lo presentas? —pregunto.

—Francis —me dice mirándome—, ¿qué más te da?

También yo la miro y ella desvía la vista. No parece que Gaya, hoy, esté muy sincera. A ver si resulta que el potrillo, con lo bueno que era, se ha enviciado. Me acerco.

—Deja que te vea la mano, princesa —digo. Le subo la manga, ostensiblemente, y le beso la muñeca, justo en la zona donde aún quedan rastros de pinchazos. Después, le bajo otra vez la manga y le devuelvo el brazo.

—Si le quieres, muñeca, me parece perfecto —digo volviéndola a mirar fijamente a las retinas—. Vístete, que iremos a buscar a Richard y comeremos juntos.

—Es que… tengo que…, tenía que comer con él y uno de sus amigos…

—El amigo del novio, supongo —digo.

Gaya asiente.

—Pues, bueno, perfecto —repito—. Me presentas como el amigo de la novia y entre los cuatro nos tomamos un refrigerio. Hale, andando.

La cojo por los sobacos y la pongo en pie, luego la despojo de su voluptuosa bata, que arrojo de cualquier modo. Gaya parece inquieta, un poco como si fuera a llorar y a cantarme las cuarenta…, pero se sosiega.

En un atuendo así, esta chica es todo un espectáculo.

—¿En qué cajón tienes los sujetadores? —le pregunto.

—Nunca los uso —replica, ofendida—. ¿Crees que me hacen falta?

—Ni hablar —digo—. Pero unas cositas como ésas hay que guardarlas con mimo. Deberías llevarlas entre rejas.

Se ríe.

—Francis —me dice—, me caes muy bien.

Parece un poco más relajada. La ayudo a vestirse, tal cual, en plan amigo. Esto es lo bonito con Gaya; de vez en cuando, se porta como un compañero de verdad. No estoy enamorado de ella, pero no me haría ninguna gracia que la convirtieran en una zorra o algo peor.

Le cuento cantidad de chismes y no cesa de reírse. Se cepilla la rizada cabellera delante de un espejo que ocupa todo el espacio existente entre las dos ventanas, se pone un poco de pintura en los labios, y nada más, coge un bolso y los guantes y se detiene en seco ante la puerta de su habitación.

—Aún no es hora de comer —dice.

—Da igual —contesto—. De todos modos, vamos a dar una vuelta.

Vacila.

—¿Me prometes que no te harás el gracioso, Francis?

—¿Gracioso yo? —digo, con toda franqueza e inocencia—. Quiero llevarte a dar una vuelta y estaremos aquí a la hora precisa para que te encuentres con tu novio. Lo juro.

Ahuyenta con un gesto del brazo todas sus zozobras y se precipita escaleras abajo. En dos zancadas, cruzamos el pórtico y salta al interior del coche justo en el mismo momento en que arranco.

—Vamos a comernos unas ostras y beber leche en cualquiera de esos chiringuitos que hay por la carretera —digo.

Dicho sea entre nosotros, creo que una cura de leche no le sentaría mal. Desintoxica, al parecer. Y abunda en vitaminas. Y está bajo control del gobierno.

—¿Por qué te casas, Gaya?

Se encoge de hombros.

—Habla de otra cosa, Francis. No puedes entenderlo.

Le paso un brazo por los hombros.

—Si tantas ganas tienes, Gaya de mi alma —le digo—, yo podría servir para eso, ¿no? No soy tan repugnante.

Gaya me apoya la cabeza en el hombro. Pone voz de niñita. Buena chica, esta Gaya. Una burra integral, pero porque es joven, ya se calmará.

—Francis —dice—, ni yo misma me aclaro en todo esto. Habla de otra cosa…, no tiene importancia. Ya se arreglará.

Está bonita la carretera, hay cantidad de flores y coches, lo que demuestra que ésta es una mañana primaveral, nuevo argumento en apoyo de mi desarrollo preliminar.

Pasamos dos horas simpáticas de verdad en un tugurio muy sencillo donde me cobran seis veces menos de lo que me hubiesen cobrado en el Jager de Washington, y, a pesar de mis nuevas tentativas, sigo sin poder sacar nada de Gaya. Es más hermética que una caja del Banco Federal, el que logre hacerla hablar será mucho más listo que yo; y esto me lleva a la conclusión de que es imposible, pues no me gusta nada pensar que existe alguien más listo que yo.

De todos modos, a medida que corre el tiempo, Gaya va perdiendo su euforia. Se mira el reloj, se pone nerviosa, también me mira a mí y sin ternura. Supongo que se le acerca la hora de la dosis… Como soy un tipo amable y encantador, subimos al coche. Cuanto más nos acercamos a la ciudad, más se hunde en un estado tranquilo y febril a la vez. Su excitación es artificial, y resulta desagradable de ver.

—Oriéntame —digo.

—Ya sabes dónde es —contesta—. Estamos citados en el Potomac.

—¿En el club?

—Sí —dice.

Entiendo. El Potomac Boat Club se halla, como su nombre indica, a orillas del Potomac, en pleno centro de Washington, junto al puente Francis Scott Key. Se trata de un club pequeño y muy snob, y el truco de una barca me parece muy apropiado para cosas de droga.

—¿Comemos allí? —digo.

—Nos damos un paseo en barca y luego comemos —dice.

—Perfecto —digo.

Piso el acelerador. Por poco no embisto a un tranvía. Sería una lástima, pues los tranvías de Washington no tienen igual… Son enormes y absolutamente silenciosos, y si algún día viajáis a un caserío que se llama Bélgica (dicen que en Europa), comprenderéis por qué soy partidario de que el mundo conserve tranvías como los de Washington. Y ya hemos llegado al Potomac. Aparco el coche, bajamos, sigo a Gaya, anda aprisa, como si quisiera perderme de vista; lo malo es que yo también conozco el Potomac Club.

Se reúne con dos tipos instalados en una mesa del bar. Casi me trago las muelas al verlos.

Pues uno de los dos es el que vi bajar de la habitación de Gaya. El tipo maquillado. ¿Quéee? ¿Ese es el novio? No…, la presentación puntualiza. Richard Walcott es el otro. Bueno, no sé si éste también se maquilla, pero os garantizo que es un… Y de envergadura. Una auténtica loca de primera categoría. Me cuesta contener la risa. Presentaciones. No estrecho la mano que me tienden, debe de estar pringada de cosmético. Y qué voces tienen… Unas mariconas, unas auténticas mariconas. ¡No querrá Gaya casarse con esto!…

Al poco rato, Gaya se levanta, impaciente, y todos la seguimos hasta el Chriscraft rojo y blanco que se balancea junto al pontón. El sol pega fuerte y arranca destellos del agua que deslumbran. Compadezco a los peces. ¡Qué vida!

En el momento de embarcar, Gaya se vuelve hacia mí.

—Francis, cariño —dice—, me he olvidado el bolso en el bar. ¿Quieres ir a buscarlo?

Y ya está. Método infalible para embaucar a un hombre. Y el bueno de Francis va en busca del bolso mientras la pequeña Gaya se larga para que le pinchen la morfina.

—Voy, Gaya.

De momento, no quiero estropicios. Regreso al bar. Sobre la mesa no hay nada.

—Mi amiga se ha olvidado el bolso —le digo al barman—. ¿No lo ha visto usted? Ya sabe, esa chica alta y rubia de hace un rato.

Me observa. Parece que se está pitorreando de mí.

—Su amiga llevaba el bolso al salir —dice—. Me ha pedido cerillas y las ha guardado dentro. Un bolso de ante negro y rojo.

—Sí —digo—. Disculpe. Habrá sido una broma.

Salgo corriendo y cuando llego, el Chriscraft se pierde en la lejanía.

Muy bien. La próxima vez, me tocará jugar a mí. Y la próxima vez es ahora. Pues, de repente, distingo ante mí la silueta de mi hermano. Ritchie. Con Joan y Ann, que son dos nenas muy majas. A esto se le llama la venganza del destino. Qué queréis que os diga, uno también es snob.

—¿Tienes tu barca, Ritchie?

—Sí —dice—. De ahí vengo. Acabo de dejarla en el garaje.

—Bien, te la voy a coger —digo—. La llave de tu box.

Me la tiende.

—Vigila la tensión arterial, Francis —me dice—. Estás congestionado. No vayas a caerte al agua en ese estado.

—Gracias, hombre… —le digo sin volverme, largándome aprisa hacia el box.

El Chriscraft rojo y blanco acaba de desaparecer detrás de la isla de las Tres Hermanas. Pero la barca de Ritchie va un poquitín más rápida… Se la compró a un loco que se distraía utilizándola de trampolín, o para cruzar barreras de ladrillos, y toda una gama de amenidades de esta índole. En diez vueltas de hélice habré alcanzado a Gaya.

Aún está caliente el motor y arranca al primer tiento. Entre paréntesis, la barca de mi hermano se llama Kane Junior, nadie ha sabido nunca por qué, ni a mí se me ha ocurrido preguntárselo a alguien. Me sitúo detrás del volante y doy marcha. Y qué marcha. Tengo la sensación de desvencijar el asiento, por el impulso de la arrancada…

No es que precisamente vaya vestido para lo que me dispongo a hacer, en realidad. ¡Ah!…, en la caja de delante hay ropa de agua que me va a sentar como un guante. Sin soltar la dirección, la cojo y me la pongo como puedo. Bueno, esto ya es otra cosa. Sigo acelerando. Dejo atrás la isla mediante un viraje estupendo. ¿Dónde está el Chris? ¡Hombre!…, allí parado… Se vuelve a poner en marcha. Parece que regresa. Se habrán detenido para que Gaya pudiera atizarse el pinchazo.

Se me ocurre que un buen chapuzón no puede perjudicar a las dos mariquitas y enfilo. Cuidadosamente. Ya os he dicho que el tipo que le vendió la canoa a Ritchie se divertía atravesando barreras de ladrillos. Y, a fin de cuentas, un Chriscraft ni siquiera está hecho de ladrillos.

Lo cogeré por delante. Así tendrán tiempo de salir nadando.

Quizás haya espectadores que no acaben de ver el chiste, pero más vale prescindir de las contingencias… A todo gas, el casco se yergue por encima del agua. A diez metros del Chriscraft, desconecto.

Rrrrraaaassss…, se abren las planchas y demás avíos, casi me estrello contra el sollado y recojo agua suficiente para que se ahoguen quince patos. El Chriscraft comienza a escorar hacia delante. Mi dulce Gaya anda por ahí chapaleando, y Walcott también, y el otro hermano igual. Bueno…, un poco de urbanidad. Arranco otra vez, me separo del Craft dando marcha atrás y efectúo un rodeo para repescar a Gaya.

Seguro que le habré cortado a medias los efectos del pinchazo…, me lanza una mirada de ferocidad poco común…, engancho por donde puedo y suelto el bulto en cubierta. Faltan los del maquillaje, pero que se aguanten. No están lejos de la orilla. Una orilla llena de piedras, de esas que se clavan.

También corre por aquí una lancha gris de la policía fluvial. Habrán oído algo. De todos modos, no se va a enterar de nada. En estos momentos, el Chriscraft se estará arrastrando por los cenagosos fondos de nuestro Potomac nacional.

—Hombre, Gaya —digo—. Mira que dar esquinazo a los amigos…

Me replica con una indecencia que no puedo repetir.

—Desnúdate —dijo—. Y ponte esta chaqueta.

—Llévame, Francis —dice, prietos los dientes—. Llévame en seguida al club. Y no me vuelvas a hablar en tu vida.

La agarro por los cabellos y la obligo a mirarme. La canoa se mueve un poco. Un poco demasiado. Conque sujeto a Gaya contra el suelo.

—Te voy a decir una cosa, Gaya —prosigo—. Haces mal en tratar con ese hatajo de depravados. No sé de dónde sale tu novio, pero es un mal bicho. Acaba con todo eso y te dejaré en paz. No tienes edad para drogarte y, si te gustan las sensaciones, más te valdría llamarme por teléfono cuando no tengas nada que hacer.

Se ríe burlona, de modo que me ofendo.

—Déjame tranquila —dice—. Que yo sepa, no estamos casados y ya soy mayorcita para andar por mi cuenta. Ocúpate de tus asuntos.

A todo esto, llego al pontón y, a escasa velocidad, me dirijo hacia el box de Ritchie.

—Encontrarás ropa en el armario metálico de abajo —le digo—. Vístete y ven. Te acompañaré a casa. Tus compinches aún tienen baño para largo y no los volverás a ver antes de ocho días, que es lo que tardarán en emplastarse la jeta.

Gaya se levanta y sale. No parece andar con firmeza, de modo que me apresuro a sostenerla, pero la muy burra me ha engañado, pues no bien piso el muelle, se agacha, me coge de una pierna y me lanza a las procelosas aguas, y tan procelosas como que tienen más aceite que el que necesita el Queen Elizabeth para ir de Nueva York a Londres.

Cuando me extirpo de este pringue, me noto un chichón en la cocorota que va creciendo a ojos vistas, como un globito; saco la conclusión de que me he golpeado al caer, y empiezo a desnudarme para cambiar de ropa. Por suerte, Ritchie tiene casi mi misma talla, con la excepción de que lleva lentes, circunstancia que en todo caso no me aflige. En el lavabo hay un pedazo de jabón, no se puede considerar ningún lujo; me desprendo de mi crema de belleza al fuel, bueno, de la mayor parte, y encuentro unos pantalones viejos y un jersey. Llevo los zapatos empapados, en fin…, me los quito, los vacío, retuerzo mis calcetines, y me lo vuelvo a poner todo otra vez. Ah, el confort. Salgo y me dirijo al bar del club. Me bebo un buen café con mucho azúcar, me siento muy en forma.

Salgo. Ahí está mi coche. Gaya se ha esfumado.

Qué sencillo es vivir… ¡No! Mala pécora. Los cuatro neumáticos están desinflados.