CAPÍTULO III

La casa de los padres de Gaya es un buen caserón bien amueblado, aunque también muy recargado. Una de esas chozas construidas de modo que recuperen toda la luz del día, cuando es de día, naturalmente, y esto por medio de un montón dé esquinas, de verandas y de paredes de vidrio. Esta solidez, este espesor se explican porque, a fin de cuentas, Washington no es California y en invierno hace falta un poco de protección. Por suerte, conozco el camino y sospecho que Gaya se habrá subido a su habitación del primero. Apoyo el pie en el escalón y veo que baja el fulano antes mencionado. A estas horas, los criados ya duermen y los padres de Gaya se han concedido un descanso, seguro que bien merecido, pues al empezar la velada, ha habido abundancia y profusión de viejos despojos de todo tipo. De todos modos, no deja de ser divertido que este fulano, nunca visto por mi parte, tenga tanta intimidad con Gaya para acompañarla a su habitación. Me importa un rábano que la acompañe a su habitación, pero me extraña no haberlo visto nunca. Justo al pasar por mi lado, tropiezo y nos agarramos.

—¡Perdón! —digo, coqueta y dulce.

—Lo siento —dice el fulano.

Me dedica una mirada precisa, escrutadora y completamente helada.

—He tropezado en un escalón —digo.

—Ya veo —dice.

—No conozco la casa… Y, además, he bebido un poquito…

—Hace mal —me dice—. Hay cosas mucho más bonitas.

—No sé cuáles —replico, muy distinguida—. A mí, beber me fascina.

—Como quiera —dice.

Se calla. Está claro que quiere marcharse. Aun así, estoy la mar de pícara con mi vestidito.

—Bueno…, adiós —dice.

Y se va, sin más. Le llamo.

—¿Está arriba Gaya?

Se detiene.

—No —dice—. Creo que está en la cocina. Tenía hambre. Es por ahí.

Me indica el camino. Sin equivocación posible, también sabe dónde está la cocina. Y esto sí que es deporte. En casa de Gaya, para encontrar la cocina, hay que llevar al menos diez años. Pero, carajo, ¿no parece maquillaje lo que luce éste en la mejilla? Sin embargo, va de smoking.

—Gracias —digo.

Simulo tomar esta dirección, pero cuando veo que entra en la sala donde baila la gente, me lanzo a la escalera y subo de cuatro en cuatro. Entro sin llamar. Hay una cierta penumbra, están encendidas todas las bombillas del cuarto de baño y la puerta entreabierta deja pasar luz suficiente para leer un libro sin gafas de sol. Me tropiezo con Gaya sentada en una silla, la expresión groggy, una sonrisa estúpida en los labios. Está pálida, tiene las fosas nasales muy prietas.

—¡Gaya! —digo con mi voz normal—. ¿Te encuentras mal?

Me mira a través de la niebla.

—Quién…, quién es… —dice.

—Francis —digo—. Francis Deacon.

—¡Es Flo!… —suspira—. Flo con la voz de Francis…, esta vez, no me ha robado. Es de la buena.

Se echa a reír, con una risa que pone enfermo.

—Gaya…, ¿qué te pasa? —digo.

—No me ha robado —repite, pastosa.

Me acerco a Gaya y le suelto un par de tortas, por ver si corta. Echo un vistazo al lavabo. No, no está enferma. No ha bebido. No huele a nada. Ni a alcohol, ni a marihuana.

—Déjame en paz —dice Gaya.

La miro de cerca. Tiene la nariz encogida y unos ojillos que casi no se ven. La pupila totalmente cerrada. Ya me voy haciendo una idea. Miro a mi alrededor. Nada. Lleva desabrochado uno de los puños. La arremango. Enterado, tía.

De momento, no hay nada que hacer. Meterla en cama. Dejar que digiera su dosis. Morfina o lo que sea.

—Pues eso es lo que tiene en el brazo. Una buena decena de puntitos rojos, marrones o negros según su grado de antigüedad. Hay uno muy reciente. Aún corre por la piel una gotita de sangre.

Ya ves. Una chica de diecisiete años. Igual de proporcionada que la Venus de Milo, pero con brazos —quizá no sea algo que os guste, pero es que entonces seguro que tampoco os gusta una buena yegua bien plantada—. Una chica con unos muslos, unos pechos y un cuerpo de los que no abundan, y una cara bonita de eslava, algo chata, con los ojos oblicuos y los cabellos rubios muy rizados. Y para colmo, una chica que puede vivir a su antojo. Tiene diecisiete años; es como es y hace colección de pinchazos de morfina, suministrados por un tipejo que se parece a un chulo de baja estofa… y que además va maquillado. Como lo oís. Si es que son unas burras. La agarro y la pongo en pie.

—Anda, ven, tonta del culo —le digo.

Me da igual que ahora entre alguien. No os olvidéis de que voy vestido de mujer…, no hay nada raro en ver que una vieja amiga acuesta a otra vieja amiga porque ésta ha pimplado un poco más de la cuenta.

Si todo se limitara a eso. Gaya, nena, te voy a venir a ver uno de estos días, y te prometo que te acordarás del rapapolvo. Le quito la blusa de seda y el chaleco pequeño y ajustado —ya no sé qué nombre recibe esta prenda en Francia—. La muy burra se ha sujetado los pechos con una venda para que ocupen menos sitio. Porras…, como si yo tuviera algo que objetar. Los míos son falsos. La despojo de sus calzones de terciopelo y de sus medias de seda. Ya la tenemos en plan recluta listo para la revisión. Titubea y he de sostenerla para que no se rompa las narices. Se ve que aún no está muy acostumbrada.

Retiro la colcha y la meto en la cama tal cual.

—Ñas ñoches, Flo… —dice.

Y dale. Mañana jurará que fue Flo la que la acostó.

La beso en el pecho de la derecha, con fuerza para que le quede una buena marca de pintura de labios. Seguro que cuando la descubra al despertar, se va a atragantar. No insisto porque por muy inconsciente que esté, no sería óbice para que le hiciera algunas carantoñas. Pero, pensándolo bien, no vale la pena. La Flo auténtica me está esperando fuera, y ésta se halla en todos sus cabales. Con Gaya, en su actual estado, sería como hacerlo con una silla. Y, además, llevo este vestido que me estorba y vaya facha la mía si a alguien se le ocurriera entrar.

Y en fin, porras, me horrorizan los drogados, sean quienes sean, Gaya o cualquier otro.