Al ver cómo maniobraba Wu Chang, con toda objetividad, no me quedó más remedio que admitir que más valía caer en manos de un especialista.
—¿No dejará marcas? —pregunté a Wu Chang señalando la zona enrojecida de mi primer intento.
—Qué va —contestó Wu Chang—. Todo lo demás se va a poner igual de rojo antes de cinco minutos, y dentro de una hora ya se habrá ido.
Me miró, pero no había modo de saber lo que pensaba. Estos chinos, como no los conozcas, no te enteras.
—Voy a un baile de disfraces —le expliqué—. Y he de llevar medias.
—Lo arreglaremos en seguida —dijo.
Extendía la cera, arrancaba, con gesto raudo y preciso, los pelos pringados y colocaba de nuevo la barra sobre una lamparilla de gas —¿os imagináis un pavo cuando lo flamean?—. Pues igual estaban mis pantorrillas.
Liquidó el asunto en media hora. Le di las gracias, le pagué y salí. Me picaba un poco, no mucho. Noté en el bolsillo el bulto duro del tarrito de crema que me había dado Wu Chang para untarme las piernas. Subí aprisa hasta mi segundo piso y me volví al tocador.
No voy a entrar en detalles de cómo me puse, pero cuando me miré al espejo del cuarto de baño (ya recordaréis que acababa de cargarme el del dormitorio) tuve la impresión de que si no me aguantaba, iba a pasar un mal rato. Me enamoré de mí mismo —tal cual…—, hijos, si hubieseis visto cómo me miraba esa chica, con mis propios ojos…, con todo lo que hay que tener —en la cintura, en los pechos (y de calidad, que mi madre no compra chucherías)—, y luciendo una estampa que hubiera chalao a los más duros del Bowery.
Le echo un vistazo al reloj. Al fin y al cabo, me he tirado tres horas y media. Depilación de los pelos, uno a uno, los polvos —ahora entiendo por qué la burra de Gaya siempre me hace esperar…—. Bueno, en realidad va la mar de rápido, si queréis que os diga lo que pienso.
Ya estoy en la calle. Espero que nadie se extrañe de ver que me subo a mi coche, pues, en serio, no es que precisamente me parezca a Francis Deacon… Ahora, ya se me ha pasado el cabreo contra Gaya —sé de fuente segura que se va a vestir de paje—, pero con todo el pecho que tiene, ya me diréis quién no se va a dar cuenta. Yo, en cambio, apuesto a que me gustará ver si alguien me reconoce, hasta le daría doscientos dólares, como si los tuviera.
El viejo Cadillac de papá —es de hace dos años, me lo regaló cuando se compró el nuevo— me lleva hacia Chevy Chase. Doblo por Grafton y cojo Dorset Avenue. Barrio de ricos —mis padres también tienen una propiedad por estos andurriales—. Yo, en cambio, prefiero vivir en la ciudad. Doblo a la derecha, me meto por uno de esos caminos privados. Al menos hay sesenta coches aparcados delante de la casa de Gaya, algunos en el jardín. Me enchufo entre el Rolls del chico de la embajada británica, Cecil, y un viejo Olds 1915; será seguramente el de John Payne —mira que llamarse John Payne—. ¡Y qué cochazo. Señor!
Bajo. Hay un Chrysler blanco y enorme que llega un segundo después de mí y el chico, cuando me ve, me lanza un guiño con los faros; como si estuviera en el ajo. Tranquilo, que no se me cae la peluca, puedes fisgarme desde cualquier ángulo.
Me recojo las faldas con delicadeza y subo los tres escalones del pórtico. Está lleno de luces y ruido, y suena una música. Una música que además es repugnante. Es que Gaya nunca tuvo ni idea; le basta con que sea dulzona.
Hago mi aparición. Hay toda una pandilla ahí dentro, y al menos quince rufianes sicilianos; eso, lo hubiera jurado. Oportunidad de lucir camisa muy escotada y calzones ceñidos para que las niñas noten, primero, que tienes pelo en el tórax (o que no tienes) y segundo, que el niño Jesús no se olvidó de ti a la hora de repartir encantos naturales (o que se olvidó; también es una ventaja, pues hay chicas que se asustan con eso).
Conque, de golpe, empino el busto hacia delante y mis pechos falsos me tensan la seda de la blusa con riesgo de reventarla. Están bien hechos, se ven las puntas en relieve. No falla; un Robin Hood alto y memo se acerca a invitarme, le tiemblan las manos. Resulta muy molesto que te lleve otro chico. Le causo un impacto terrible, debe de ser por el Soir d’Amour de mamá, me he vaciado el frasco entero en la cabeza. El chico casi se desmaya de sopetón. Por suerte, se acaba el disco. Distingo a Gaya, junto al buffet, me está mirando con muy mal ojo. Va de pajecillo, ya me habían informado bien. Y tiene a su lado a un Lil’Abner enorme, y al otro lado un Supermán que pesará seguro treinta y cinco kilos…; hay tipos bastante engreídos. Os repito que a Gaya no le hace ninguna gracia verme; la cuestión es que cosecho un cierto éxito; y la pobre no sabe de quién se trata. Me le acerco. He encontrado la forma de hablar: una voz grave y velada, un poco ronca. Voy a fingir que soy una de esas viejas amigas de siempre.
—¡Hola, Gaya!… ¿Qué tal?
—Bien… —dijo—. ¿Quién eres? No te conozco.
—A ti, en cambio —repliqué—, se te conoce en seguida. No hay manera de confundirte con un hombre.
Quizá me estoy pasando. ¿Cómo se hablarán las niñas entre sí? No atino a saberlo. En el fondo, seguro que a veces se dicen atrocidades; en todo caso, no parece que se pique.
—Pues mira que tú, Flo, bonita, ni siquiera te has querido arriesgar —me dice Gaya mirándome el pecho con un mohín de falso desdén.
Me río, muy halagado(a). O sea, que soy «Flo».
—¡Oh…! —exclamo—. Lo he probado todo, pero no he logrado aplastarlos…, ¿sabes?, tenía ganas de vestirme de bandido siciliano…, pero creo que abultan mucho.
—Pues yo lo he conseguido —dice Gaya secamente.
El energúmeno disfrazado de Lil’Abner me coge por el talle.
—¿Cómo es eso? —me susurra, cerciorándose de que Gaya no nos oye—. ¿Eres Florence Harman? Vaya, vaya.
—Sí —digo—. No me vendas.
—Ya… Yo soy Dic Harman —me dice apretando fuerte—, y un cuerno, voy a bailar con mi hermana. Además…
Se sonroja…
—Florence…, no baila tan bien como tú. Y eso que te le pareces.
—¿Dónde está tu hermana? —pregunto.
Pues que corra por ahí una niña que se parezca a lo que soy en estos momentos, seguro que me interesa. El tal Harman se encoge de hombros. Ahora ya lo identifico. Es uno de los tíos del equipo de rugby de la Universidad, ya me lo presentaron una vez en casa de Gaya.
—Florence es una estúpida —va y dice—. Ha hecho la misma estupidez que Gaya. Se ha vestido de chico. Y te juro que… —y paf, le cuesta tragar saliva—. En fin —prosigue—, que se nota…, ejem…, igual que tú…
Me vuelvo a reír, divertida y en plan zorra.
—¿Qué sabes tú? —digo—. A lo mejor soy un chico.
Se me pone tierno y me aprieta. Vaya, qué desagradable que un hombre se ponga tierno y te apriete. Raspa y huele a crema de afeitar. Vivan las chicas.
—¿De qué va Florence? —digo.
—Quería disfrazarse de Tarzán —dice.
Esta vez, el sonrojo se le vuelve escarlata.
—Logré disuadirla. Va de señor francés, Luis XIV o Luis XV, no entiendo nada de todos esos números. Con tacones altos. Mírala, allí está. La pelirroja. Con un antifaz de terciopelo.
El pobre Dic tiene cara de estar pasándolo horriblemente mal.
—Qué horror —me dice—. Invita a bailar a todas las chicas. Cree que la toman por un hombre.
—¿Y Gaya no la ha reconocido? —digo—. Me ha confundido con ella.
—Se ha teñido —dice Dick—. Y con el antifaz no es fácil. ¿Puedo pedirte el próximo baile?
—Prefiero que me presentes a tu hermana —digo con la mayor dulzura posible—. Me gustan mucho las chicas.
Me observa, francamente aterrado, rebosante de censura. ¡Uf, qué idiota puede llegar a ser un hombre! Le oprimo el hombro tiernamente.
—Por favor, Dick. Me llamo Frances.
A regañadientes, se encamina hacia su hermana. Parece que a Flo le encanta ver que caigo en su trampa. Seguro que le ha soltado un trepe a su hermano, pues éste regresa y dice:
—Mi hermano Johnny. Johnny, ésta es Frances. Le gustaría conocerte.
—Celebro encontrarla… —me dice Flo-Johnny mirándome con ternura.
Nos estrechamos la mano. Al verla, comprendo por qué Dick no aprecia su disfraz masculino. Hijos, los pechos falsos de mi madre no son nada al lado de estos suyos de verdad. Lo curioso es que parece emocionarse por mis encantos. Otra más que cree ser una nueva Safo. Es la monda. Qué decepción más terrible va a tener en la práctica.
Bailo una vez con ella y, tras darle pruebas de mi interés, la dejo para aceptar la invitación de media docena de chicos…, éstos de verdad. Gaya está furiosa. Me rodean demasiados, para su gusto… Hasta le pega una bronca al pobre Dick Harman. Sigue creyendo que soy la hermana Flo y el infeliz no se atreve a desengañarla. La verdadera Flo-Johnny me sigue a la pista y cada vez que me invita un chico, me pone mala cara… Yo me divierto como un loco y, de vez en cuando, adopto unas posturas culonas, cogidas sin reparos de nuestra querida Betty Hutton, ella sí que sabe lo que es menear las cachas en un estilo 1890. Por fin, hacia las tres de la madrugada. Flo consigue echarme el guante. Ya hay varias parejas sólidamente constituidas, y otras a punto de romperse por culpa de una ebriedad parcial. Gaya ya ha perdido toda esperanza de que la crean un hombre. Está bailando con un tipo bastante birria; no va disfrazado. No lo conozco y me pregunto qué le habrá visto Gaya. Mientras Flo se aprieta contra mí y procura inculcarme su emoción mediante discretas alusiones, vigilo a Gaya por el rabillo del ojo. Se diría que el tipo la tiene totalmente en su poder; cuando él le habla, ella baja los ojos y asiente con un mohín de bebé azotado. Qué raro.
—Vaya —me dice Flo—, conque te da igual lo que digo, ¿eh?
—¡Perdón! —exclamo, pues estaba pensando en otra cosa.
—Te he preguntado si querías que te acompañara, has preguntado por qué, y te he dicho por qué.
—¿Por qué? —repetí.
—Porque me gustas mucho… físicamente —me dice Flo-Johnny.
Me río, pero para mis adentros. Por fuera, cultivo una expresión turbada.
—No digas estas cosas —digo—. ¿No te das cuenta de que sé muy bien que eres una chica?
Estas palabras le excitan aún más.
—Lo sabías, ¿eh…? —dice.
Y su mano acaricia suavemente uno de mis opulentos atributos…, uno de los atributos de mi mamá, debería decir.
—Sí —digo bajando la vista para alzarla en seguida.
Intento adoptar una fisonomía voluptuosa. Os juro que es trabajo fino. Sobre todo teniendo ganas, como yo, de soltar el trapo hasta reventar.
—¿Y… qué contestas a mi pregunta? —dice respirando más aprisa.
La miro. Es una chica soberbia, a pesar de la idiotez de su disfraz. Tiene ojos zafiro y una boca carnosa con los dientes más bonitos del mundo, un óvalo con agujeritos, un cuello bien torneado…, las piernas son de primera calidad. En cuanto a lo demás, esta estupidez de traje Luis XV lo disimula todo. Francamente…, quedará defraudada en sus impuros deseos, pero ya sabré consolarla…
—Me parece bien que me acompañes a casa —digo—, pero no puedo irme ahora. Aún debo esperar un ratito. ¿Quieres que nos encontremos en la puerta del jardín dentro de veinte minutos?
—¡Claro! —susurra ella, sin aliento.
Se acaba el disco.
—Hasta pronto —digo estrechándole la mano con ternura.
Y después me largo a escape hacia la puerta que da al vestíbulo, por donde acaba de desaparecer Gaya con su bailarín.
Un tipo que no recuerdo, ya os lo he dicho. Quiero ver la cosa de cerca.