Cuando los policías nos encontraron en el bosque, David y yo estábamos a tan sólo una hora de camino de la prisión. Tres días, tres días dando vueltas alrededor de Beau-Bassin, eso era lo que habíamos hecho. David estaba muerto y yo tenía poliomielitis. No trasladaron su cuerpo a la cárcel, lo enterraron aquí, en Saint-Martin, en el cementerio judío. La prisión de Beau-Bassin estaba en cuarentena, pues la epidemia de polio se extendía por toda la isla. Los policías querían enviarme al hospital del Norte, pero mi madre les suplicó que no lo hicieran y ellos se limitaron a entregarme a ella. Fue mi madre quien me contó todo esto. Mi memoria se detuvo en ese lindero fresco y umbrío, entre los helechos y la penumbra, mientras gritaba con David a cuestas.
Mi madre me dio masajes durante dos meses con hierbas, aceites y no sé qué más. Me hizo beber infusiones y tisanas. En cuanto salía el sol, se ponía a elaborar sus mezclas de aceites y hierbas en el cuenco de cobre estañado, y uno de mis primeros recuerdos tras la muerte de David es el tintineo regular de la cuchara golpeando el fondo del recipiente. En el mes de mayo de 1945, tres enfermeros con bata blanca vinieron a buscarme. Iban de pueblo en pueblo recogiendo a los niños que habían sobrevivido a la polio para ponerles un aparato ortopédico en los pies. Mi madre me escondió en el cobertizo, ahí donde habíamos ocultado a David, e hizo como que no entendía lo que le decían. Volvieron al día siguiente, y luego, algo después, lo dejaron estar, ¿para qué insistirle a una pobre familia?
Me quedé un año entero en casa, tumbado la mayor parte del día, llorando a veces durante horas. Mi padre no me volvió a dirigir la palabra. Esto es algo que pocos pueden creer, pero lo cierto es que no volvió a hablarme hasta que murió en 1960. Cuando quería comunicarme algo, lo hacía a través de mi madre. El director de la cárcel lo había despedido cuando encontraron a David conmigo, y ahora trabajaba como ayudante de un hojalatero en un taller del pueblo. Cuando volvía, traía consigo un olor metálico que te hacía rechinar los dientes. A veces le levantaba la mano a mi madre, y yo, desde la cama, gritaba como nunca había pensado que pudiera hacerlo hasta que aparecía en mi cuarto, con la mano alzada, dispuesto a hundirme ese grito en la garganta. Pero a mí tampoco volvió a pegarme. Ahora, yo sólo disponía de ese truco para proteger a mi madre. Y él se detenía al verme, no sé por qué le causaba yo ese efecto desde mi fuga. Soltaba dos o tres palabrotas, daba unas palmadas y se iba. Fue un año espantoso para mí, y no me avergüenza reconocer que cada mañana rezaba para que me muriera. Tenía diez años.
Pero nada me ocurrió. Por el contrario, me curé de la poliomielitis y no llevo ningún aparato; aunque tengo la pierna izquierda atrofiada y cojeo ligeramente, de joven pude correr muy rápido. Recuerdo que en los años setenta un diario publicó un artículo sobre la epidemia de polio de 1945 y me hicieron una entrevista al respecto. En ese artículo, el periodista hablaba de mí como de un «milagro», pero no creo que supiera hasta qué punto tenía razón.
En la actualidad, a veces me cruzo con personas de mi edad que llevan en el pie ese artilugio de plataforma, negro y monstruoso, y yo las contemplo con ternura y un poco de culpabilidad. No me atrevo a decirles que también yo contraje la poliomielitis, pero tuve la suerte de tener una madre que me quería más que a nada en el mundo y que era un poco hechicera.
Mi madre no sabía leer ni escribir, y cuando hacía falta, apoyaba el pulgar sin vergüenza alguna en una almohadilla de tinta para firmar algún papel. Cada vez que creo estar lleno de certezas, pienso en eso, en esa huella azul, y vuelvo al sitio que me corresponde. Hacia el final de su vida, esa madre que no sabía leer ni escribir quiso irse a vivir a una residencia en Albion, en la costa noroeste. Era un lugar blanco de sol, muy caluroso, en el que había que entornar los ojos para contemplar el mar. A mí no me gustaba la idea de que mi madre viviese allá, aunque no sabría decir exactamente por qué, tal vez por lo mucho que había insistido ella, tal vez porque así me arrebataba el único deber que me quedaba, ahora que mi hijo era mayor y que yo había enviudado: ocuparme de ella como ella se ocupó de mí.
A decir verdad, se trataba de un lugar muy agradable. Estaba situado entre casuarinas y grandes plátanos, tenía un tejado rojo que se veía de lejos, una enorme antena parabólica para ver cien canales de televisión, flores por todas partes, tanta calma que casi se podía oír el ruido de los rayos de sol al calentar las paredes, parecía un hotel. Mi madre disponía de un pequeño apartamento, ¡nada que ver con lo que había tenido en Mapou y en Beau-Bassin! Creo que le encantó el cambio, esa nueva vida con amigas para hablar de naderías, un picnic semanal organizado en el otro extremo de la isla, juegos de naipes por la tarde, clases de yoga para los más valientes y tele por la noche, antes de dormirse con la ventana abierta. Cuando yo me iba, después de cada visita, le daba un beso y la miraba fijamente a los ojos mientras le preguntaba si quería volver a casa; y siempre me decía a mí mismo que si veía la menor duda ensombreciendo sus ojos, el menor gesto, le haría la maleta en el acto. Pero no, ella me cogía del brazo y me empujaba, tronchándose de risa, hacia la puerta. Invariablemente, al llegar al patio, me volvía hacia su apartamento y ahí estaba ella, en el balcón, sonriendo, con una mano haciendo de visera y la otra saludándome, y se me encogía el corazón de una manera brutal. Volvía a verla en nuestra casa del bosque, con los hombros erguidos como si esperara una nueva sesión de golpes, volvía a verla con sus mejunjes, sus pociones y sus fórmulas mágicas. Volvía a verla caer, deslomada por mi padre, y sentía de nuevo su peso en mis manos, repentinamente. Volvía a verla con la cotorra roja y oía su carcajada ante David. Pensaba de nuevo en esos largos meses en los que, de día y de noche, me frotaba las piernas para curarme. Y ahí, esa mujercita sonriente en el balcón, a pleno sol, era ella y al mismo tiempo no lo era; y, en el camino de regreso, siempre acababa llorando, llorando por la ilusión de esa tranquilidad final, llorando por esas cosas que llegan demasiado tarde como para poder borrarlo todo.
¿Pensaría mi madre, durante sus últimos años, en la muerte como yo pienso en ella ahora? Como ese gran torbellino que ha ido llevando a cabo su misión a mi alrededor, lentamente, tragándose uno a uno a Anil, Vinod, David, mi padre, mi mujer, mi madre.
Un día le pregunté si sabía quiénes eran las personas de la cárcel de Beau-Bassin. Me respondió que la gente decía que se trataba de emigrantes europeos cuyo barco se había quedado varado en la isla mientras iban hacia Australia.
—¿El no te explicó nada?
Ese pronombre, «él», llegó muy tarde a las conversaciones entre mi madre y yo. Antes creo que le llamaba «padre», pero nunca «papá».
—No. Él no me hablaba de su trabajo.
—¿Sabías que en esos momentos había una guerra en Europa?
—Sí, lo sabía. En Mapou había hombres que se habían alistado en el ejército. Se ganaban mejor la vida con un fusil que con la hoz de cortar caña, ¿sabes? Tenían ropa, tenían comida y podían enviarle dinero a la familia.
—¿Así que estabas al corriente de la guerra? ¿Y por qué no me lo dijiste nunca?
—Pues no sé. No se me ocurrió.
Yo había pronunciado mi última frase de manera un tanto abrupta, aunque luego lo lamenté, pues era evidente que ella tenía otras cosas en que pensar: en sus dos hijos muertos, en un marido violento, en ese hijo pequeño, taciturno y agreste.
Cuando la cárcel de Beau-Bassin se vació, cuando por fin volví al colegio, nunca hablé con nadie de David. Nunca hice preguntas, nunca conté lo que me había pasado, nunca grité de dolor, me limité a levantarme y a seguir con mi vida. Cuando mi madre me preguntó adonde pensaba ir con David, le respondí: a Mapou para ver a Anil. Ella me dijo amablemente una frase reservada a los niños, Anil está en el cielo, y me hizo prometer que no volvería a irme de esa manera. Yo ya no quería ver de nuevo a Anil porque, por extraño que pudiera parecer, ahora que David se había ido, tenía la sensación de que Anil también estaba muerto y enterrado.
Cuando iba a la escuela y caminaba en el frescor de la mañana, mientras el rocío brillaba en la hierba y reinaba el silencio, yo notaba el vacío en mi interior. Recuperé la costumbre de colarme en agujeros, a hundir la cabeza en la tierra, a camuflarme entre los arbustos y a subirme a los árboles para esconderme. Me acercaba a la prisión y me tiraba horas vigilando aquel patio vacío, sucio y abandonado. Sólo ahí, en el lugar en que vi a David por primera vez, sólo ahí me permitía llorar. Al igual que la cárcel de Beau-Bassin, también mi vida estaba vacía y volví a hablar solo, a contarles cosas a mis hermanos, a David. Cuando cerraba los ojos, Anil, Vinod, David y yo formábamos una fraternidad indivisible, y a veces, en sueños, parte de mi cabello era rubio.
Pasó el tiempo. Mientras el bosque se espesaba de nuevo cada invierno y los frutos se llenaban de zumo cada verano, yo crecía. A veces sacaba del escondite del armario la cadena de David. Me la ponía alrededor de los dedos como si fuera un rosario, cerraba los ojos y regresaba a mí la certeza de mi amistad con David.
En 1950, yo tenía quince años y había obtenido aquella famosa beca de la que la señorita Elsa le había hablado a mi madre. Desde hacía un año, le sacaba a mi padre una cabeza; por las mañanas sentía una especie de cólera reprimida, pero no le decía nada a mi madre. Ella daba vueltas a mi alrededor, la pobre, preparándome el té, el bocadillo, estaba orgullosa de mí, ya no tenía tanto miedo, me veía partir y yo ni le dedicaba una mirada. Por el camino, a veces, cogía una piedra y la lanzaba a lo lejos, al frente o al bosque, y luego cogía otra, y una tercera, y una cuarta, y no paraba de tirar piedras mientras la cólera me subía a los ojos, pegaba un grito con cada pedrada, un grito a medio camino entre el sollozo y el gruñido propio del esfuerzo, hasta que me quedaba sin piedras. Si me daba por recoger un palo, cualquier palo, uno de esos gestos automáticos que todos hacemos al andar, me acordaba de pronto y rompía el bastón contra un árbol, contra el suelo, lo destrozaba y lo machacaba hasta que se me deshacía en la mano dejándomela llena de astillas y arañazos. En el colegio, me encogía de hombros, no hablaba, daba miedo con la manera que tenía de apretar la mandíbula y contener la respiración hasta que las venas del cuello y de la frente se me hinchaban. A veces, los puños me picaban y tenía que aplastarlos contra una mesa, una pared, un tronco de árbol o, una o dos veces, contra la cara de alguien. Aplacaba la tristeza y los recuerdos con la ira. En las escasas ocasiones en que me paraba a pensar en lo que hacía, en lo que me estaba convirtiendo —esa manera que tenía de no mirar a mi madre, de caminar a zancadas, de girar la cabeza con rapidez, de gesticular con brusquedad, de dejarme ir, de apretar los puños, de no hablar, de pegar a ciegas—, era plenamente consciente de a quién me parecía. Y ese pensamiento, esa evidencia de que, a fin de cuentas, yo no era más que el hijo de mi padre, me daba ganas de suicidarme y me hacía lamentar, una vez más, que de todos esos hombres buenos y justos en que se habrían convertido Anil, Vinod y David sólo yo hubiera sobrevivido. Estoy convencido de que habría acabado haciendo alguna tontería, no sé exactamente qué, zurrarle la badana a alguien en serio, pegarme con mi padre, arrojarme al mar, qué más da, seguro que podría haber acabado muy mal, como suele decirse en estos casos.
Pero tuvo lugar aquel curso de historia. Yo tenía quince años y, durante una semana, de diez a doce de la mañana, el profesor, un tipo algo pedante con nombre de flor, aunque no recuerdo exactamente cuál, nos habló de la Segunda Guerra Mundial. Estábamos en 1950 y, por increíble que hoy pueda parecer, era la primera vez que yo oía hablar de ella. El hombre había desplegado un gran mapa con flechitas clavadas para indicar los asaltos, las invasiones, los desembarcos. Luego habló de los judíos. ¿Cómo explicar lo que sentí cuando aquel profesor se puso a hablar de pogromos, de estrellas amarillas, de campos de exterminio, de cámaras de gas? Estaba horrorizado ante lo que descubría y, al mismo tiempo, por primera vez en muchos años, me sentía feliz: David había regresado. Me levantaba por la mañana pensando en mi amigo. Pensaba en la manera en que realizaba sus saltos de longitud, en el modo que tenía de caminar de soslayo. Eso me entristecía, pero también me hacía sonreír y olvidarme de tirar piedras, romper palos y meterme con los demás alumnos. Pensaba de nuevo en mis noches en la cárcel, en los cantos de la prisión, en mi madre y en la cotorra, y todos esos recuerdos me hacían compañía.
Esperaba que el profesor hablase de una vez de quienes estaban en Beau-Bassin y de los que mi madre me dijo que habían tomado un barco. ¿Y si en alguna parte, aquí mismo, había sucedido aquello de lo que hablaba el profesor? Esas cosas horribles, esas chimeneas como las de Mapou en las que, en vez de cañas crepitando en el fuego, había hombres, mujeres y niños. Me retorcía en la silla de puro nerviosismo. El viernes, cuando el profesor anunció que la semana siguiente hablaría de Napoleón Bonaparte, levanté la mano. Debo decir que en esa época los alumnos no hablaban mucho, sólo cuando se les preguntaba algo.
—Dime, Raj.
—Señor, ¿podría hablar de los judíos que llegaron aquí?
—¿Perdón?
—¿Sería tan amable de hablarnos de los judíos que llegaron aquí?
—Pero si aquí no hubo judíos. ¿De dónde sacas eso? ¿Cómo crees que podrían haber venido desde Europa? ¿Nadando?
No sé quién empezó a reírse primero, cosa que, a fin de cuentas, carece de importancia. Me volví a sentar mientras la clase y hasta el profesor se partían de risa. Que los demás se burlaran de mí durante mucho tiempo, que a la siguiente semana el profesor me preguntara, con gran regocijo del alumnado, si creía que Napoleón había estado en la isla, todo eso no tenía ninguna importancia. Lo relevante era que mi cólera había desaparecido, que finalmente el pequeño Raj que yo había sido no estaba del todo muerto; que digan lo que quieran, que crean lo que les plazca, nunca nadie me quitará la íntima convicción de que, en cierta medida, David regresó para devolverme al recto camino, y que él fue, a lo largo de mi vida, mi ángel de la guarda.
Tuve que esperar hasta 1973 para saber cómo llegaron a la isla los judíos de Beau-Bassin.
Yo era un hombre feliz en esos tiempos. Después del instituto, seguí una formación de tres años para convertirme en maestro. El pequeño Raj se había dormido apaciblemente en mi corazón, había comprado una caja roja en la que había metido la cadena de David, y mi mujer —la única persona a la que le había contado esta historia— la guardaba junto a las joyas que le habían regalado para nuestra boda. En 1973 yo era joven y fuerte, los años de Mapou y Beau-Bassin habían hecho de mí, finalmente, o así lo espero, un hombre justo, honrado y trabajador. Me ocupaba de mi hijo, de mi mujer y de mi madre, tenía una casita rodeada de flores y árboles frutales y, cuando volvía de noche, tras haber enseñado a leer y a escribir a los niños durante todo el día, mi familia me estaba esperando con ganas de verme. Qué magnífica época aquella, cuando tenía la sensación de servir para algo y de que mi amor alimentaba mi casa, a mi mujer, a mi hijo, a mi madre. En esos momentos, cuando era feliz, cuando era fuerte y joven, me quebré como una rama seca y apolillada al descubrir por fin la verdadera historia de David.
Vivíamos en un pueblecito al este del país, todos aquellos a los que amaba y que aún vivían me rodeaban y tenía la impresión de que mis años de infelicidad habían quedado atrás. Mi padre había muerto en 1960, y recuerdo que cuando lo incineramos se me llenaron los ojos de lágrimas y me pregunté cómo era posible llorar por alguien que me había pegado y hecho sufrir tanto.
Era un domingo y a mí, en esa época, me encantaban los domingos. Por la mañana, desayunábamos juntos y tomábamos queso y mermelada. Mi mujer rallaba el queso y a mí me parecía que mi hijo y yo teníamos la misma edad, pues nos quedábamos mirando ese pequeño montículo de color amarillo pálido con los ojos redondos de deseo. Mi madre se servía viruta a viruta, lo cual aún hoy me hace sonreír, pues la veo de nuevo introduciéndose en la boca ceremoniosamente cada trocito ínfimo de queso. A continuación, mientras mi mujer y mi madre preparaban un copioso almuerzo, yo me llevaba a mi hijo al centro del pueblo, que estaba a unos dos kilómetros, para comprar el periódico. Eso también era digno de destacar. Le daba la mano por el camino y los vecinos me saludaban con respeto porque yo era un maestro de escuela. Atravesábamos un campo de caña, seguíamos una carretera bordeada de flores y dejábamos atrás otras casas hasta llegar al centro del pueblo. Ahí había un quincallero, un mecánico de bicicletas y un colmado que vendía un poco de todo: tabaco, alcohol, legumbres, conservas, caramelos y el periódico. El dueño sólo encargaba diez ejemplares y los ponía en una vitrina, bien a la vista, como si se tratara de productos de lujo. Mi hijo y yo nos tomábamos nuestro tiempo para llegar hasta allí porque nos parábamos a menudo para hablar con otros aldeanos y porque, como si fuera un médico, todo el mundo tenía algo que decirme. Al final de todas las conversaciones, antes de llegar al colmado, me decían: A comprar el diario, ¿verdad? Y al regresar: ¡Ya ha pillado el diario!
Mi hijo elegía un caramelo, un chicle o un refresco y se tiraba un buen rato para decidirse, y como era domingo, yo le dejaba tranquilo, charlaba con los clientes en el mostrador y todo era muy agradable. Por el camino cogía flores silvestres para mi mujer, y creo que yo era el único hombre de nuestro pueblo que hacía algo así en esos tiempos. Cuando volvíamos, la comida estaba casi lista, mi mujer se ruborizaba mientras ponía las flores en un jarrón —¿pensaba tal vez en aquella primera cita en el puerto?— y almorzábamos. Yo leía el periódico nada más acabar, en la tumbona de mimbre, bajo el enorme mango. Había en el aire una atmósfera particular y me sentía contento de estar vivo. Fue ahí, bajo un mango, donde descubrí cómo habían venido a parar a la isla todos esos judíos. Era un artículo breve en la página seis en el que se hablaba de una pequeña ceremonia en el cementerio de Saint-Martin.
El viernes por la mañana, el cementerio judío de Saint-Martin vivió una agitación muy poco habitual. Una delegación compuesta por unas diez personas y procedente de Estados Unidos se congregó ante las tumbas de los 127 judíos muertos en el exilio en Mauricio durante la Segunda Guerra Mundial. Formando parte de dicha delegación había cuatro antiguos exiliados que, veintiocho años después de haber abandonado el país, volvían a poner los pies en esta tierra que odiaron durante tanto tiempo.
Es un pedazo de la historia mundial que, a día de hoy, sigue siendo desconocido. En efecto, pese a su lejanía de Europa, la isla Mauricio tuvo un papel en la Segunda Guerra Mundial. El 26 de diciembre de 1940, el «Atlantic» llega a Port-Louis con cerca de 1.500 judíos a bordo. Entre ellos hay austríacos, polacos y checos que, desde el otoño de 1939, huyen del nazismo. Algunos embarcaron en Bratislava, otros en Tulcea, en Rumania. Todos quieren llegar a Palestina, que está bajo mandato británico. Desgraciadamente, al llegar al puerto de Haifa y carecer de documentos de inmigración en regla, son considerados tan sólo como inmigrantes ilegales por el British Foreign Office y el British Colonial Office. El «Atlantic» es rechazado y los judíos son deportados a la isla Mauricio, que entonces era colonia británica. Se interna a los judíos en la cárcel de Beau-Bassin hasta agosto de 1945; y durante esos cuatro años de exilio, 127 de ellos morirán y serán enterrados en Saint-Martin.
En el transcurso de la emotiva ceremonia, en la que se colocó un ramito de flores sobre cada tumba, una antigua exiliada, Hannah, nacida en Praga en 1925, nos dedicó unas palabras en presencia de la delegación y de algunos curiosos. «Nos pasamos cuatro años encerrados en Beau-Bassin y no entendíamos por qué estábamos en la cárcel, en un país tan alejado de todo. Nadie sabía de nuestra existencia, éramos unos apestados, nuestra vida cotidiana era penosa y no teníamos ningún derecho a salir. Cada día, sólo soñábamos con una cosa: llegar a Eretz. Cuando por fin partimos en 1945, juré, al igual que muchos de los detenidos, que nunca volvería a poner los pies en Mauricio. Pero aquí estoy hoy, pensando en mis amigos del “Atlantic” y en todos los judíos que no tuvieron la suerte de sobrevivir».
Acto seguido, la delegación fue recibida por el ministro de Asuntos Exteriores, quien garantizó a los presentes el buen mantenimiento del cementerio y la próxima formación de un comité para salvaguardar el recuerdo de los judíos detenidos en Mauricio. Lamentablemente, nunca conoceremos todos los detalles de este episodio dramático de la historia porque los expedientes del Foreign Office siguen siendo confidenciales.
La sangre me azotaba cada vez más las sienes a medida que iba leyendo el artículo. Recuerdo haber hundido la cabeza entre las manos y haber llorado como no lo había hecho en años. Y cuando quise levantarme de la tumbona para lavarme la cara, me derrumbé como un tronco abatido por un ciclón, pues mi corazón no era lo suficientemente fuerte como para soportar semejante descarga de recuerdos.
A partir de ese momento, nunca he dejado de buscar a David en libros, documentales y archivos para intentar entrever cómo vivió esos años terribles. Una voz, unas palabras, una emoción que habría podido ser la suya, la de un niño embarcado a los cinco años, junto a sus padres, en un barco cargado de refugiados de camino a Palestina. ¿Cuándo y cómo murieron sus padres? ¿Quién le cogió en brazos para consolarle en ese momento? ¿Quién cuidó de él? Lo ignoro.
Mientras hundo la caja roja que contiene su estrella entre el granito negro de su tumba y la tierra, vuelvo a ver a ese niño rubio, sus magníficos saltos de longitud, su rostro benévolo que se recorta contra el cielo y el follaje de los árboles, veo a la cotorra roja sobre sus cabellos dorados y me digo que ahora mismo le voy a contar a mi hijo la historia de David, para que también él la recuerde.