Nos pasamos la vida intentando leer las líneas de la naturaleza. Creo que los hombres siempre se han comportado así, buscando respuestas, señales, avisos, castigos y recompensas procedentes del más allá. Cuando desperté a la mañana siguiente, el cielo se abría con un azul pálido y casi lechoso por encima de nosotros, el rocío brillaba en las ramas, los pájaros habían vuelto y piaban en el vergel, una luz dorada cual aureola nos envolvía en un calor suave y me parecía que el canto de David me había acompañado mientras dormía, en mis sueños, contribuyendo a crear esa mañana maravillosa. David estaba a mi derecha, y su silencio indicaba que se dedicaba a la contemplación, al igual que yo, que estaba absorbiendo la frescura y las promesas de este nuevo amanecer. Me acordé del valle y del pueblo de allá abajo y me sentí dispuesto para una jornada de marcha. ¿Acaso no era esa maravillosa mañana la señal de nuestra renovación? Si hubiera tenido el más mínimo presentimiento del espantoso día que íbamos a vivir, si hubiera atisbado la menor advertencia —un cuervo acechándonos, una nube negra enturbiando el cielo, un jabalí salvaje gruñendo entre los árboles, un viento maligno borrando todas las brillantes estrellas del rocío—, habría encontrado un escondrijo y cavado a mano una zanja y, con David a mi lado, me habría ovillado, hecho una bola y, oculto en silencio, como antes, habría esperado, rezando, a que la desgracia pasara sin vernos. Pero no hubo nada de eso: el cielo se mantenía puro, los pájaros revoloteaban entre los árboles, las hojas se agitaban bajo la suave brisa, haciendo temblar la luz. Pensé de repente en mi madre, y el corazón me dolió como una hoja de sensitiva al ser tocada. Durante esos días, me obligué a domar los pensamientos que me acercaban demasiado a mi madre. Sabía que pensar en ella equivaldría a pensar en mi padre, en lo que este era capaz de hacer, en lo que pasaba en nuestra casa al fondo del bosque desde que yo me había fugado llevándome a David. O David o mi madre. O David o el regreso a casa.
Me convencí a mí mismo y me repetí a lo largo del día que llegaría a Mapou, que Anil estaría allí y que mi madre se nos uniría, que David sería como un hermano para nosotros y como un hijo para nuestra madre, y que volveríamos a ser tres hermanos y las cosas irían mejor. Ahora sé que ese plan era ridículo, que se basaba en algunas palabras de David que yo creía haber oído porque el corazón ansia milagros, pero entonces, durante esas horas de la huida, no había para mí nada más real y tangible.
Para deshacerme de los pensamientos sobre mi madre y lo mucho que la echaba de menos, me levanté de un salto y me dio un calambre terrible a lo largo de la espalda y de la nuca. No se trataba realmente de un dolor, más bien parecía que me habían cargado un tronco a la espalda y que me había levantado con ese peso encima. Se me cortó el resuello y caí de rodillas. David también se había incorporado, pero seguía apoyado en el árbol, con los labios blancos y vacíos de sangre, y sus ojos brillantes me miraban mientras extendía el brazo hacia mí. No sé si era una llamada de socorro o si quería sostenerme. Dejé pasar unos largos minutos antes de volver a levantarme, y luego di algunos pasos para desentumecer la parte trasera de mi cuerpo. Respiré a pleno pulmón, moví los brazos y, al cabo de un momento, el peso se aligeró sin llegar a desaparecer del todo. Comimos unas rodajas de piña y bebimos agua. Con la bolsa de nuevo llena con una botella de agua fresca y algo de fruta, iniciamos nuestro descenso hacia el valle.
David caminaba con dificultad, pero iba avanzando. Yo encontré una caña cerca del vergel y David la utilizó como bastón. Pensé que igual era una rama de alcanforero como la de Anil, y eso me dio ánimos, pues me lo tomé como una señal de que mi hermano nos esperaba, de que el viaje iba a resultar agradable.
El trayecto hacia el valle era interminable. Sin embargo, la dirección era la correcta, no nos podíamos equivocar. Resbalábamos sobre los guijarros, más malintencionados que los de la víspera, más numerosos, ¿cómo era posible? Creo que caminamos durante una hora antes de avistar el valle, y en ese momento tuve que combatir las ganas de tumbarme, de quitarme de encima un rato el yunque que llevaba a la espalda, que me aplastaba la nuca y me encerraba la cabeza en un yelmo.
Me pareció que el pueblo estaba bastante cerca, así que cogimos sin pensarlo el sendero que serpenteaba en el valle, a la derecha. David respiraba con dificultad, estaba ardiendo y con la transpiración sus cabellos parecían menos rubios, aplastados como estaban contra la frente y el cráneo. Llevaba desde la noche anterior haciéndole la misma pregunta: ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Estás bien? A veces decía que sí, a veces asentía con la cabeza, a veces se contentaba con sonreír, pero entonces, justo antes de bajar hacia la población, negó con la cabeza lentamente, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda.
—No.
Le costaba mantener los ojos abiertos, como si le molestara la luz del día. Fue en ese momento cuando empecé a asustarme. No dije nada más y anduvimos cogidos del brazo hasta que el camino se hiciera más plano y menos rocoso. Había una pequeña bajada y mi cuerpo de plomo le llevaba la contraria a mis recuerdos: no, yo no podía haber sido ese crío rápido y ágil al que le encantaban esas bajadas en las que si aceleras como es debido y miras siempre hacia delante para prevenir los obstáculos, parece como que te salen alas. Había cruzado el brazo con el de David. Sentía un escalofrío regular bajo su piel y eso me impresionaba más que un simple temblor. Se me antojaron muy lejanos los tiempos en que David tomaba carrerilla y saltaba en el aire moviendo las piernas como un campeón. Volvía a ver su rostro en pleno salto, ese rostro que sólo me miraba a mí, y comprendí entonces, desde el fondo de mi alma, que ese tipo de alegría sencilla y sin problemas se había acabado para nosotros.
Voy a intentar describir con exactitud el lugar en el que nos detuvimos. Es importante porque se trata del sitio en el que David cerró los ojos. No sé si murió allí o más tarde, cuando lo llevaba a la espalda. No lo sé y, francamente, no lo quiero saber, pues ciertas cosas resultan tan dolorosas que más vale no removerlas. E incluso cuando uno es tan viejo como yo, cuando se es consciente de toda la tristeza que se acumula en una vida y uno cree que ya almacena suficientes arrugas y vagos recuerdos como para pensar que está preparado para todo, más vale no saber nada.
No habíamos hecho mucho camino, es cierto, pero fue como entrar en un universo paralelo, en un lugar muy diferente de aquel del que veníamos. Había árboles grandes con troncos inmensos y raíces que salían de la tierra hasta formar montículos cubiertos de musgo. En algunos troncos crecían helechos largos, verdes y estilizados. La luz atravesaba el follaje espeso y caía a nuestro alrededor en forma de láminas. Su clara efervescencia rodeaba el lugar, y tal vez fue por eso por lo que esos árboles grandes y pesados, esas raíces expuestas como excrecencias sobrenaturales y esos helechos que crecían sobre la corteza no nos asustaron. David se acercó a un árbol, frotó un helecho entre los dedos, pasó lentamente la mano sobre la húmeda corteza y, por último, apoyó todo su cuerpo contra el árbol, como si lo abrazara. Nunca había visto a nadie comportarse así, pero no hice el menor ruido ni el más mínimo movimiento, pues temía estropear algo sagrado. Yo le contemplaba, con sus brazos alrededor del tronco, sus piernas pálidas y temblorosas que le salían del pantalón corto como dos palillos, su piel blanca contra la oscura corteza y sus cabellos rubios que se mezclaban con los helechos. Cuando hubo terminado, recuperó el bastón que había apoyado en el árbol y se dirigió lentamente hacia mí, cojeando. Habría dado lo que fuera para que soltara ese bastón, para que corriera como antes, de soslayo, y para que su pelo rubio le saltara sobre la cabeza. Me sonrió, alzando una comisura al principio, inclinando un poco la cabeza después, y, no sé por qué, eso me llenó de una tristeza infinita y me llevó a apartar la mirada para que él no viera las lágrimas que me caían por las mejillas.
Estábamos agotados. A mí me dolía todo y la boca me sabía a yeso. Nos sentamos en el hueco de un árbol. Las raíces trazaban una V al pie del tronco y eran tan gruesas y tan altas que te podías apoyar en ellas. David me puso la cabeza en el hombro, como hacía por las tardes en la cárcel. Recuerdo que me pesaban las piernas y que la cabeza me zumbaba con un dolor cada vez más fuerte, pero también me acuerdo del silencio y de la sensación increíble de paz que nos proporcionaba. Le alisé el cabello dorado con la palma de la mano porque sabía que ese era un gesto muy tranquilizador. Mi madre nos lo hacía en Mapou y Anil me lo hacía a mí cuando estaba enfermo y machacado por la tos.
Me gustaría poder decir que David me habló, me gustaría poder decir que cantó una vez más, me gustaría poder decir que me abrazó con fuerza una última vez, me gustaría poder decir que sentí algo, un suspiro, una palabra, una respiración más larga que otra, cualquier cosa que me hubiera hecho entender que había llegado el momento, pero no, no intuí nada. Le alisé el pelo durante un buen rato, la mano me dolía, pero no dejé de hacerlo hasta que cerró los ojos. ¿Acaso murió allí, bajo mi mano, apoyado en mi hombro? ¿Acaso creí que se dormía aunque, en realidad, se estuviera yendo?
Cuando desperté, me costó recordar dónde estaba. Había refrescado y notaba los rizos de David en el cuello, su peso en el hombro y el agua que corría en algún sitio. Aparté el hombro con toda la delicadeza posible, sosteniendo la cabeza de David y apoyándola en las raíces. Quise levantarme, pero fue en vano. Tenía la espalda dura como el cemento y miles de hormigas parecían arrastrarse por mis piernas. Titubeé un poco antes de poder levantarme. Di algunos pasos, pero cada vez que ponía el pie en el suelo tenía la impresión de que se me iban a desintegrar los huesos, de que las piernas no podrían aguantar mi peso mucho rato. Caminé alrededor del lindero lo mejor que pude, paso a paso, esperando a que los músculos dejaran de estar agarrotados. Los ojos me ardían y sólo tenía un deseo, tumbarme y dormir, con lo que llegué a la conclusión de que también yo tenía fiebre.
Explicar exactamente. Empecé por llamarle. Despierta, David, le dije varias veces. Me acerqué a él, le dije su nombre a la oreja, lo sacudí con suavidad, pero su cuerpo resbaló y se quedó tendido cuan largo era. Fue entonces cuando vi en el suelo su cadena con la estrella de David. La recogí y me la guardé en el bolsillo para no olvidármela. Era una señal, ¿verdad? Yo las buscaba en el cielo, en las nubes, en el vuelo de los pájaros, pero no me fijé en ese colgante de oro deshecho y nunca pensé que conservaría la estrella de David durante sesenta años. Le llamé y lo sacudí con algo más de energía, pero fue en vano. Como un motor que se pone en marcha y ruge cada vez más fuerte, yo veía cómo crecía mi temor. Me costaba mantenerme de pie, pero el miedo me ayudaba a olvidar el dolor. Le eché agua a la cara, al principio sólo unas gotas, pero como eso no funcionaba le vacié toda la botella en la cabeza. Arranqué una hoja de helecho y traté de despertarle haciéndole cosquillas en las orejas. Pero no se movía. Me zumbaban los oídos y empecé a gritar. ¡David! ¡Despiértate! Le levanté un párpado y aún me acuerdo de su iris verde apuntando hacia arriba, como si intentara mirar por encima de la frente. Acerqué el rostro a ese iris confiando en que me viera por fin y se despertara. Pero él seguía inmóvil.
Entonces, para hacer algo, para mantener las manos ocupadas, para no ver, para no entender, hice todo lo que pude para despertarle, cosa que cuento hoy con mucha tristeza. Intenté ponerle de pie, echármelo al hombro, le grité, le berreé el nombre en la oreja, lo sacudí, hasta le amenacé con dejarle caer si no se despertaba, le pasé los brazos por los sobacos, lo levanté, arrastré su cuerpo unos metros y acabé así, pegado a ese cuerpo inmóvil con la cabeza caída y los brazos que se bamboleaban, sin atreverme a dar un paso. Pero muy pronto las piernas doloridas me empezaron a temblar y ya no pensaba más que en no soltarlo, ni hablar de soltarlo, y las malditas piernas clamaban su dolor, un dolor asqueroso que me atacaba por todas partes, pero no lo solté, me mantuve firme hasta que yo mismo me derrumbé, y aun así no dejé de abrazarlo. Dios es consciente del poco respeto que le tuve a David en ese momento, debería haberle dejado en paz, pero había prometido no soltarlo.
En el suelo, me pegué a él y lloré y supliqué como nunca tuve la ocasión de hacerlo con todos aquellos a los que perdí. No necesito recrearme en lo que decía. Sea cual sea el país, el idioma, la edad o la condición social, en esos momentos sólo usamos variantes de las mismas frases y las mismas palabras. No me dejes. Me dolía todo, la boca me sabía a sangre, pero no dejaba de rezar y le rogaba que despertase. Al cabo de un momento, le apoyé la cabeza en mi hombro y alisé su cabello con la mano. Sabía lo bien que sentaba ese gesto. El corazón me estallaba de dolor, así de sencillo, y me eché a llorar en la espesura de árboles y helechos, lloré como el niño que era.
Creo que no me habría movido, que habría acabado muriendo también en ese rincón umbrío y silencioso, si no hubieran venido a buscarnos.
Cuando oí los primeros ladridos a lo lejos, aunque el cuerpo me pesaba como si fuera de plomo, no dudé ni un segundo. Es increíble la fuerza de un cuerpo acorralado. Me di la vuelta de manera que la espalda encajara en el pecho de David. Le cogí los brazos, me los crucé alrededor del cuello y, con un movimiento seco, me puse de rodillas. Oía a los perros acercándose, pero no tuve miedo. Pensé en el fardo de ropa e intenté repartir bien el peso de David en la espalda, más hacia los hombros que hacia las caderas, me incliné un poco más y me erguí apretando los dientes. Trastabillé al asegurar sus brazos en el cuello y luego traté de correr. No lo conseguí, pero fui avanzando paso a paso. David resbalaba y yo pensaba en el fardo y en mi madre y en lo contenta que estaría de vernos, a los dos, y ella sí que sabría qué medicamentos necesitaba David, ella sí que sabría qué hacer, a quién invocar, a quién suplicar, a quién rezar. Sí, caminaba una vez más hacia la casa hundida en el bosque, y mi madre iría a buscar sus plantas, sus raíces y sus hojas. Mapou ya no tenía ninguna importancia, yo había dejado de pensar en Anil, toda mi alma estaba consagrada a trasladar a David a la casa. Iba agachado, los pies de David se arrastraban por el suelo a mi espalda, pero no dejé de andar. Seguía un camino oscuro y hecho de musgo, y por doquier, frente a mí, bajo los pies, por el rabillo del ojo, veía esos helechos suaves y velludos. Yo le decía a David que no nos íbamos a separar, se lo volvía a prometer de nuevo. Como en el bosque, la primera vez que me había seguido, pronuncié esas palabras marcándolas bien, articulándolas como si estuviera en clase. No tenía miedo y, aunque todo me hacía un daño atroz, disponía del valor fulgurante de los críos asustadizos y desdichados.
Cuando llegaron ante nosotros, ellos, los gigantes, los policías de uniforme azul, negro y blanco con sus porras lustrosas y esos perros que saltaban hacia nosotros como si fuéramos lAdrOnEs, mAtOnEs y cAnAllAs, cuando me vieron, con David a la espalda, ¿es cierto que grité y chillé como una bestia feroz, según me explicó mi madre en diferentes ocasiones? ¿O acaso vacilé y lloré todas las lágrimas posibles, que es lo que hago ahora, sesenta años después, sobre su tumba?