Como si fuéramos animales, la huida agudizaba nuestros sentidos. Yo lo veía todo, observaba desde lejos dónde había que saltar, cuándo era necesario agacharse, preveía el giro a la izquierda, aceleraba en el momento preciso y, como si esprintara, tomaba carrerilla, daba zancadas y, sobre todo, no me paraba nunca, nunca. Oía a David detrás de mí y reproducíamos los mismos gestos, que producían los mismos sonidos hasta en nuestros resoplidos rápidos y sincopados. Una rama se partía a mi paso, unos segundos después volvía a partirse bajo los pies de David; atravesábamos un terreno cubierto de musgo y nuestros zapatos hacían el mismo ruido ahogado. Más que nunca, David era mi sombra, el eco de mis más pequeños movimientos, mi espejo, a veces reconfortante, a veces insoportable, y así era como yo no podía sustraerme a mi responsabilidad y a mis decisiones, por nimias, ínfimas o insignificantes que fueran. Todo lo que yo hacía se imprimía en mi memoria por partida doble. Cuando escuchamos el ruido sordo del agua, apenas aminoramos la marcha, nos dirigimos de cabeza a ella sin hacernos preguntas, sin pensar en nada más. Nos arrojamos a esa agua sucia, espesa y turbia. Arrastraba todo lo que había cedido ante el ciclón, pero bebimos de ella con glotonería, cerrando los ojos.
Hay que perdonarme. Esas cosas, sobre todo las que vienen a continuación, se han quedado conmigo durante mucho tiempo. Han macerado entre otros recuerdos y el momento de explicarlas es ahora o nunca, no puedo hacerme el despistado una vez más, tengo miedo, ¡tengo setenta años y le temo a mi memoria! Quisiera explicar exactamente lo que sucedió, es lo menos que puedo hacer por David, quisiera contar lo importante, quisiera ponerle a él, por fin, en el centro de esta historia, convertirle en un individuo, darle la oportunidad de expresar su tristeza y su dolor, pero David no hablaba de eso, no había aprendido a pensar en sí mismo, a decir, como yo podría haber hecho: añoro a mis hermanos, tengo frío en el bosque, tengo miedo, quiero volver con mi madre.
Yo eso no lo había entendido en aquella época, David era para mí un compañero formidable, admiraba su presencia tranquila, su fuerza insospechada, me decía que él era más valiente que yo, que era de la cuerda de mis hermanos, con esa manera que tenía de hacer justo lo que yo esperaba de él, esa manera de sacrificarse por mí, de no decepcionarme. Ni un solo momento pensé que, simplemente, no había aprendido a pensar en sí mismo y que había visto tanta muerte y tanta desgracia que su cuerpo, su corazón y su cabeza habían dejado de existir. Atravesaba la vida como si supiera que lo que les había ocurrido a los suyos también le alcanzaría a él, cantaba sus canciones aprendidas no sé dónde, quiero creer que fue su madre quien le metió esas palabras en la boca, a veces hablaba a toda velocidad, y ahora entiendo que se agarraba a su lengua materna, el yiddish, porque era lo único que le quedaba. Su idioma era una especie de música para mí; y, en el bosque, cuando caía la noche, empezaba a cantar como lo hacían ciertas personas en la cárcel, al atardecer, cuando cantaban para liberarse de esa isla que detestaban, de ese país que para ellos siempre sería una prisión.
Recuerdo que un día encargué uno de esos libros para aprender idiomas, El yiddish de bolsillo, se llamaba. Había encontrado en una revista una hoja de pedidos y, sin pararme a pensarlo, la rellené y la envié. La espera duró dos meses, y cuando por fin llegó el paquete, lo dejé sobre la mesa de la cocina sin poderlo abrir de lo mucho que me temblaban las manos. Tenía la impresión de que ese paquete contenía un poco de David, de mi infancia, de aquellos días de verano en los que, a veces, cuando David intentaba decirme algo sin éxito, se enfadaba y le venía a la lengua su idioma materno. Fue mi mujer quien abrió el paquete en mi lugar y quien me puso en las manos su contenido. Era un libro pequeñito, cosa que me decepcionó. El paquete parecía grande porque estaba lleno de papel de embalar. Me llevé el librito al corazón y, tras respirar hondo, lo abrí primero por las últimas páginas, como esa gente que empieza los libros por el final porque no soportan la espera. Había un léxico francés-yiddish. Busqué las palabras «hermano», «hambre» y «madre», y se me llenaron los ojos de lágrimas. Cerré el libro para no volverlo a abrir jamás, pues intentaba leer en voz alta y ese silbido que salía de mi boca me golpeaba en la memoria y todo me resultaba de una tristeza insoportable.
De aquel río, creo que sólo conservo su color marrón fuerte y, pese a ello, la increíble sensación de placer que nos proporcionó al saciar nuestra sed. Seguimos el curso de ese arroyo durante un ratito y, cuando estuve seguro de que a nuestro alrededor sólo había una cortina de silencio, de que no caeríamos en manos del mestizo, nos detuvimos.
Es sorprendente cómo puede el cuerpo transformarse de pronto en un enemigo al que hay que combatir o aplacar. ¿Acaso un instante antes no estábamos corriendo, huyendo en plena posesión de nuestras capacidades, obedeciéndonos el cuerpo como un esclavo? Ah, primero ese hormigueo, ese calambre a lo largo de las piernas que te lleva a creer que te están arrancando una vena, esas rodillas débiles y temblorosas que te hacen caer de bruces, esa respiración que carraspea, que no llega, que buscas desesperadamente con la boca abierta y el rostro clavado en el cielo, el sabor a sangre en la lengua, esa sensación de que el corazón ha crecido de tal manera que ya no sólo late en el pecho sino también en el vientre, en la espalda, en los hombros, en la cabeza, en las orejas. La tierra subía un poco a la derecha, y preferimos coger un camino que surcaba los árboles en vez de bajar con el río. Encontramos un sitio con hierba y hojas unos metros más allá. Desde ahí, el ruido del agua se convertía en un rumor agradable, así que nos dejamos vencer por la fatiga.
Recuerdo el aroma de esa tierra que había bebido demasiada agua del cielo, de las hojas que se pudrían despidiendo un olor acre, me acuerdo del azul opaco del cielo que se veía a través de las hojas de los árboles, vuelvo a ver la sombra que jugaba sobre un David tumbado de espaldas, con la boca abierta, y si me concentraba en su pecho podía apreciar el temblor regular de su corazón contra la camisa. El cuerpo me pesaba, estaba exhausto y tenía la sensación de hundirme en la tierra, lenta y decididamente, como si yaciera sobre arenas movedizas.
Explicar exactamente. Cuando amanecí, nada había cambiado: el lienzo verde y azul sobre mi cabeza, el río a lo lejos, la humedad del terreno, el agradable calorcillo de un tranquilo despertar tras un merecido descanso. Lo único nuevo era un olor un tanto agrio que se mezclaba ahora con el de la tierra empapada de agua. Sin incorporarme, giré la cabeza a la derecha, hacia donde dormía David. Ya no estaba. ¿Cómo explicar exactamente la sorpresa que experimenté? Fue como si el corazón se saliera del pecho y se estrellase contra las costillas, esa era la sensación. Mi cuerpo pega un brinco, se levanta y grita, ¡David!
En su lugar había una masa de vómito. Exactamente, ¿verdad? Sobre las hojas, David había devuelto todo lo que había comido después de trabajar en casa del alcaide, el pan, el plátano, las sardinas; yo ya me había fijado en que comía sin masticar mucho, cosa que aún me entristece recordar, pues David tragaba como un crío famélico.
Bajé la pendiente gritando su nombre, y fue como si reviviese mi vida hasta el infinito, como si mi destino fuera ese, quedarme rezagado mientras los demás desaparecían, y eso me hacía chillar aún más, de terror, de cólera. David estaba más abajo, inclinado sobre el curso del agua, y yo me lancé sobre él, le abracé, le apreté entre mis brazos y sentí su piel ardiente. Parecía estar más delgado que hacía un rato, pero igual era a causa de su mirada. Me contemplaba como si saliera de un sueño y se preguntase quién era yo. Le arrastré hasta el rincón en que nos habíamos quedado dormidos y me hice con mi bolsa. Sobre la vomitona había una nube de moscas zumbando y David desvió la mirada. El corazón aún me latía con fuerza, pero ya no tenía miedo. Había encontrado a David.
Caminamos hasta un murete de piedras tan blancas que parecían hechas de arena. Giramos a la izquierda, pues en la otra dirección el bosque se espesaba. La tierra se convertía en guijarros y yo notaba la comezón de las piedras bajo los zapatos. David iba detrás de mí, con una mano en el murete y la otra en los riñones, pero no se quejaba. Cuando se acabó el murete y se abrió el bosque, vimos una gran llanura que se extendía ante nosotros. Era verde, espesa y, como se hacía de noche, parecía que se hundía. Un poco a la derecha había un pueblo, y se lo señalé a David con el dedo mientras le miraba. No sabía dónde estábamos, pues habíamos corrido en todas direcciones, pero al ver ese pueblo, esas casas y esa carretera que cortaba en dos la llanura me tranquilicé. Mañana iríamos allí abajo, mañana nos las apañaríamos mejor. Mañana encontraríamos el camino a Mapou. El cielo había adquirido un tono rosado con el crepúsculo. La llanura no parecía mostrar ningún estigma del ciclón. Estaba en calma, como un animal grande envuelto en el silencio, y nos quedamos un momento sin decir nada, al borde de esa colina escarpada.
A continuación saltamos el murete y, ante nuestra gran sorpresa, nos encontramos en una especie de vergel. Bajo un alcanforero, limpié el terreno lo mejor que pude y coloqué ahí a David. Se apoyó contra el tronco y cerró los ojos. Saqué de la bolsa un pantalón corto y una camisa limpios y dejé ambas prendas a su lado antes de salir en busca de comida. Era un vergel bastante hermoso, y algo más allá había pequeñas ravenalas, apenas más altas que yo y plantadas en línea recta, pifias por aquí y por allá, algunos guayabos de China, árboles del pan y cactus gigantes a cuyos pies se pudrían unas flores rojas. Cogí dos pifias y algunas guayabas verdes y llené mi botella con el agua encharcada entre las hojas de las ravenalas. Cuando regresé, David se había cambiado y había intentado enterrar su ropa sucia junto a él. Yo hice como que no había visto nada.
David no había dicho ni una palabra desde que lo recogí junto al río, sus ojos se nublaban de gris y temblaba a causa de la fiebre. Cuando intentaba incorporarse, el dolor le alteraba el semblante. Le di un masaje en las piernas, reproduciendo los gestos de mi madre, y bajo mis manos su piel estaba fofa y temblorosa. No era nada, sólo fiebre, la de veces que había estado yo con fiebre en la cama y aquí estaba, ¿verdad? Se lo decía a David mientras le frotaba las piernas y la planta de los pies. Esa noche, David bebió agua, pero no comió nada. Cuando anocheció por completo, nos cubrimos con la sábana que yo había traído. Estábamos sentados, con las rodillas contra el pecho y la espalda apoyada en el alcanforero, que ahora que el sol había desaparecido exhalaba todo su olor dulzón, tapados hasta los hombros con tan ínfima protección. El cielo era una alfombra cuajada de estrellas y yo me sentía seguro ahí. Fue esa noche cuando David cantó; y hoy, cuando vivo el invierno de mi existencia, cuando puedo contemplar con total honestidad lo que hice, lo que me sucedió y lo que pude o no merecer, puedo decir que, para mí, ese canto es una de las cosas más magníficas que jamás haya oído.
En el hospital de la cárcel, escuchaba esos mismos lamentos en yiddish y me parecía que salían de todos los corazones al unísono, cuando todo está apagado y reinan las estrellas, cuando los judíos estaban solos y lo único que podían hacer era mirar a la vida de frente y agarrarse a lo que habían sido en el pasado. Alguien empezaba a cantar y los demás se sumaban, nunca muy alto, jamás en voz baja, en ningún caso para atronar con lo que fuera, únicamente un murmullo entre los labios, una caricia en la lengua, un canto desnudo asomándose a la garganta y, aparte de eso, aparte de esa música que flotaba sobre la prisión y sus muros sucios e innobles, nada se movía y todo era como un secreto compartido que los unía de nota en nota, de estrofa en estrofa. A mí me sorprendía que hasta los más débiles entre los débiles cantasen arrebujados en la cama, pero a fin de cuentas tal vez eran ellos, los más enfermos, quienes más lo necesitaban.
La vocecilla de David escalaba por el alcanforero, sus palabras en yiddish daban plenitud a una naturaleza tropical, su canción judía envolvía el bosque y me envolvía a mí, el pequeño Raj. Su voz era muy serena, las palabras se encadenaban con naturalidad unas a otras y ese rosario musical entraba en mi interior para hacerse con mi corazón y unirme al mundo que me rodeaba, como si hasta entonces me hubiese sido extraño. Ese lamento parecía exacerbar la belleza de la naturaleza, y me atrevo a decir en estos recuerdos que, durante esos acontecimientos terribles y bárbaros, tenía la sensación de que esa queja hablaba de la belleza de la vida. Aunque no entendía ni una palabra, se me llenaron los ojos de lágrimas, y por encima de todo, por encima de esos días que pasamos juntos, por encima de la propia fuga, fue ese momento el que selló eternamente el lazo que nos unía.