Corro con mucha dificultad. Estoy en un bosque tan oscuro como una habitación cerrada, como un búnker sin luz, como una tumba, tal vez. Pero corro, avanzo y sé que estoy en un bosque, siento el olor de la tierra, la aspereza de las flores que se pudren en la oscuridad, la savia que derrama su sagrado perfume hasta en el amargor de la corteza. Mis pies no pisan nada, sólo soy una nariz, una enorme nariz que aspira todos los olores de la foresta, y es ella quien me dirige para que no me dé contra los árboles, y este bosque es inmenso, corro, corro y corro, me persiguen, lo sé, pero no sé quién me persigue, lo sé sin necesidad de mirar hacia atrás, y de pronto estoy oculto en un árbol, no sé cómo he subido tan rápido, vete a saber, pero ahí estoy, y es un árbol tan grande, tan inmenso, que debo inclinarme para ver el suelo, y entonces los veo correr por fin, docenas, centenares, miles de policías desfilan por debajo de mí rápidamente, son muy pequeños vistos desde lo alto, pero yo me quedo quieto, por si acaso, no quiero que me vean, que me huelan, que me oigan. Pasan a toda velocidad y, a pesar del uniforme, de la gorra y de la porra, parecen hormigas. Yo no me muevo, le echo paciencia y me salvo.
Era un sueño que tenía a menudo, y al despertar, la sensación de victoria me acompañaba durante unos instantes, los olores del bosque persistían y, sin embargo, tenía mal sabor de boca, me volvía la tristeza amarga de la ilusión.
No recuerdo haberle hablado a David de mi plan cuando nos internamos en el bosque, y tengo la impresión, aunque se trate de un pensamiento de lo más ingenuo, de que me acompañó sin que yo tuviera que explicarle nada. La verdad no debe de ser exactamente esa, pero así me lo cuenta la memoria, eso es lo que queda después de sesenta años, y puede que sea para convencerme de que no le obligué a seguirme. Igual esa es mi única excusa.
Yo estaba lleno de esperanzas, quería un hermano, dos hermanos, una familia como la de antes, juegos como los de antes, quería estar protegido como antes, quería recuperar esas sombras en el rabillo del ojo que te permiten saber que no estás solo. Luchaba desesperadamente contra todo lo que me alejaba de la infancia, rechazando la muerte, rechazando la pena, rechazando la separación, y David era la respuesta a todo.
Mi idea consistía en ir primero a la escuela y hacernos con el mapa del país, en el que la señorita Elsa me había mostrado Mapou haciendo girar los dedos. Las clases no se habían reemprendido desde el paso del ciclón. Cuando llegamos al patio, pensé que me había equivocado de camino. Los dos edificios de chapa y madera se habían desplomado en un amasijo negro que parecía un castillo de naipes derrumbado. Las mesas y las sillas hechas añicos, la hierba donde jugaban los niños convertida en una alfombra oscura y sucia; en un rincón del patio se había formado una especie de charca trufada de mosquitos en cuya superficie hacían ondas constantemente. El mástil de la bandera, que era de hierro, estaba en pie, y en él tremolaba, muy rasgada, la enseña inglesa ante la que cada mañana cantábamos God Save the Queen y, a veces, cuando había una ceremonia, entonábamos Rule Britannia sin entender ni una palabra.
Qué extraña es la memoria: en cuanto veo ondear una bandera inglesa, aunque sea por televisión, el himno se pone en marcha en mi cabeza sin que yo pueda evitarlo. El cerebro escupe de nuevo las viejas palabras, y a mí eso me da grima, me entran ganas de sacarme la casete que tengo metida en la cabeza, pero es lo que hay, mi país es independiente, hay una bandera nueva y un himno distinto, pero yo sigo siendo en el fondo como el perro de Pavlov.
Recuerdo haber visto los coloridos andrajos golpeando el hierro y haciendo mucho ruido mientras, a nuestro alrededor, imperaba el impresionante silencio de la escuela destruida. De repente oímos voces, y no sabría decir por qué, pero salimos pitando, con una habilidad digna de unos ladrones pillados con las manos en la masa. David iba delante de mí, sus piernas retumbaban en el suelo y yo seguía su cabello rubio que temblaba. Me sorprendía su vigor, corría como un descosido, con el cuerpo de soslayo, dando brazadas en el aire, parecía que estuviera nadando, y yo iba detrás, con mis ágiles piernas de simio, en vano intentaba alcanzarle, pero muy pronto me puse también a bracear en el aire, a lanzar las piernas en cualquier dirección, vistos desde la distancia debíamos de parecer dos payasos persiguiéndose. Cuando se dio la vuelta, sin interrumpir la enloquecida carrera, y me vio gesticulando igual que él, a los dos nos invadió una risa desquiciada. Nos internamos en el bosque, en dirección al pueblo, y dejamos estallar las risotadas en la espesura de los árboles hasta que nos dolió la tripa. Nada de lo que sucedía era divertido, nada en absoluto. Eramos dos fugitivos completamente inconscientes en una isla devastada por un ciclón, dos hijos de la desgracia pegados el uno al otro de milagro, por una casualidad, qué sé yo, me creía capaz de salvarle de la cárcel, de mantenerlo a mi lado como se hace con un hermano querido, pensaba poder apaciguar la tristeza de mi madre trayéndole otro hijo, creía que esas cosas eran posibles cuando quieres de verdad, era lo bastante idiota como para creer que si Dios se lleva sin motivo a los que amas, te ofrece algo como compensación. Y ese algo era David, evidentemente. Pese a todo lo que habíamos vivido, aún nos quedaba suficiente inocencia e ingenuidad —¿no radican ahí el encanto y la tragedia de la infancia?— como para reírnos porque sí.
Hubo un momento en mi vida en el que di con el nombre del ciclón, pero ya lo he olvidado; era algo como Cindy o Celia, un nombre de mujer, en todo caso. Lo descubrí por casualidad en un diario de 1945 de la hemeroteca a la que me gusta ir con regularidad. Esa es otra de mis manías, consultar periódicos viejos. Cuando acompañé a mi hijo a Europa en uno de sus viajes de negocios, en vez de visitar las ciudades, me hice la ronda de las hemerotecas. Tenía sudores fríos de excitación por anticipado, pero los archivos de la Marina en Vincennes, los del Foreign Office en Londres y los de Amsterdam me decepcionaron. El motivo es que soy un viejo idiota acostumbrado al desorden, al desbarajuste y a los tejemanejes propios de los archivos de mi país. Aquí nada está protegido, la primera vez que te ven te piden algunos datos, pero luego te dejan en paz y ni se fijan en ti, con lo que puedes deambular por esos pasillos que huelen a papel añejo, a tinta y a moho, te encaramas como buenamente puedes y sacas de un montón el expediente que te interesa. Hasta te puedes quedar encerrado si no estás al tanto. Una vez vi a toda una familia de ratones en un rincón, me apresuré a hacérselo notar al funcionario sentado a la entrada y este, sin dejar de leer el periódico, me contestó con voz guasona: ¿ratones? ¿De verdad, señor? ¿Dónde?
Tienen razón, estoy de acuerdo con todas esas personas que se escandalizan desde hace unos años porque la memoria de nuestro país, según ellos, desaparece por culpa de los incompetentes de los archivos, pero cuando me personé en esos despachos blancos, o de color crema, o beige, y vi que tenía que rellenar una ficha diciendo exactamente lo que buscaba —cosa que nunca sé por anticipado, pues me encanta manosear, descubrir, explorar—, explicando mis motivos para buscar algo en concreto —esa pregunta me paralizaba—, y que cuando por fin pude responder a todas las preguntas, una máquina con un brazo automático recuperaba mi documento, y Dios sabe adonde lo llevaba, por mucho que no hubiera familias de ratones, lo cierto es que en esos momentos echaba de menos los archivos de mi país. Podía observar ese brazo gigante a través de un cristal, y tenía la impresión de hallarme en un zoológico contemplando a un animal peligroso para el hombre. A continuación, cuando me senté con esa cartulina y esas hojas bien fotocopiadas, bien protegidas, sin olor alguno, sin nada, se me pasaron las ganas. Ya lo sé, soy un viejo idiota, pero es posible que los archivos costrosos de mi país me infundan más tranquilidad, ¡y cuanto mayor me hago, más me gusta ir! Fue ahí donde leí la historia del ciclón, definido como «devastador» en el periódico, y donde deduje la fecha de nuestra huida: 5 de febrero de 1945.
Como no teníamos otra elección que continuar sin un mapa, opté por llegar al poblado y dirigirme hacia el norte a partir de allí. Tenía en la cabeza una vaga imagen de ese mapa, los puntos rojos desperdigados aquí y allá, algunos unidos por carreteras (en marrón). Alrededor de ellos, montañas (en negro), ríos (en blanco), masas boscosas o plantaciones de caña de azúcar (en verde) y lagos (en azul cielo). Dando golpecitos en el mapa con su regla de bambú, la señorita Elsa decía, este es nuestro país. Y yo la creía. Beau-Bassin estaba al sur de Mapou, más o menos, así que había que ir hacia el norte. La altura vertiginosa de las montañas, el cruel torrente de los ríos, el espesor de los bosques-trampa y el laberinto de los campos de caña, la profundidad de los lagos y la sinuosidad de las carreteras, todo eso no estaba indicado en el mapa. Mi país era una extensión sin relieve, accesible y con colorines del agrado de los niños. A David y a mí nos bastaría con seguir una carretera marrón y, con un poco de suerte, podríamos subirnos a un tren o a la parte trasera de un carromato. Yo no tendría miedo en Mapou, y si me entraba la tristeza al ver nuestro campamento, el bosquecillo y el caudal de nuestro riachuelo, así como el leve sabor dulzón del agua, tendría a mi lado a David y, muy pronto, a mi madre. Cuando pienso en las esperanzas que albergaba, me pregunto si, a fin de cuentas, no era yo más que un crío estúpido. Avanzaba con aplomo, dando zancadas y saltitos, me colgaba de las ramas y saltaba con energía, le daba ánimos a David, que tenía una técnica de saltos muy suya, como si hubiera nacido siendo campeón de salto de longitud. Al principio se reía, lo que me hacía reír a mí también; luego echaba a correr, muy mal, claro está, y cuando todo indicaba que se iba a estrellar de manera penosa, con un apoyo firme del pie izquierdo en el suelo, resultaba que ya había despegado, con las piernas batiendo el aire y los brazos por encima de la cabeza, feliz, muy feliz, volando casi para aterrizar unos cuantos metros más allá, donde yo, previamente, había verificado que no hubiera más que tierra y musgo de lo más acogedores. A cada claro que atravesábamos, montaba el numerito, y cada vez que estaba en el aire, su rostro me contemplaba y eso me hacía recordar a mi hermano Anil, que se volvía hacia Vinod y hacia mí en el bosquecillo de Mapou cuando escuchábamos el río, y era la misma ternura que yo leía en los rasgos, la misma benevolencia, la misma manera de preguntar: ¿eres feliz?, ¿te gusta esto?
¿Acaso olvidé, en el bosque, por qué estábamos allí? ¿Acaso olvidé al policía, con su porra lustrosa y esa voz que buscaba a David? ¿Acaso olvidé el rostro sudoroso de mi padre, sus ojos inyectados en cólera cuando nos miró a mi madre y a mí? ¿Acaso bastaron unos cuantos juegos, esa ilusión de libertad pueril —gritar y reír a carcajadas, correr y saltar por todas partes—, bastó con eso para olvidar lo que le prometí, para que me equivocara de camino? Pues de pronto, el bosque se acabó, su protección verde y tupida remitió y nos encontramos al borde de un camino de tierra limpia y bien batida, algo incongruente tras el ciclón. Recuerdo perfectamente que el camino hacía bajada y que, prosiguiendo con nuestra formidable fuga, saltamos del declive con los pies juntos, contentos, orgullosos y fuertes, y que ese camino terrible era tan liso como se imagina uno que son las vías del paraíso, pero resultó que llevaba a una verja cerrada con candados y cadenas encima de la cual se pavoneaba una enseña que, al igual que el camino, parecía haber sido respetada por la tempestad y que gritaba con sus caracteres gruesos y bien marcados:
WELCOME TO THE STATE PRISON OF BEAU-BASSIN
David soltó un grito —un sueño roto, una alegría frustrada—, se dio la vuelta y se lanzó contra el declive para escalarlo, agarrándose a las raíces y a las ramas, pues todo había desaparecido de golpe, nuestra dicha, nuestro empuje, nuestra fuerza y nuestro orgullo, y bajo sus pies la tierra cedía y se desmoronaba a puñados.
Lo que ocurrió después acabó de quebrar la frágil inocencia que nos rodeaba desde el comienzo de la huida. Yo no conseguía encontrar el camino adecuado y tenía la impresión de que la naturaleza, hasta entonces dormida, benévola y acogedora, se ponía al acecho en posición defensiva. Los árboles se apretaban unos con otros, la tierra se deshacía bajo nuestros pies, los troncos arrancados nos impedían el paso, entrábamos en zonas húmedas, putrefactas, sin luz, nos dejábamos atraer por falsos senderos e íbamos a parar a callejones sin salida, amenazados por árboles malévolos en los que adivinábamos, entre la mezcla de hojas y ramas, rostros de monstruos y de diablos. Nos deteníamos, con el cuerpo temblando y el corazón latiendo, para escuchar mejor los ruidos que habíamos creído oír. Resbalábamos, tropezábamos, nos atacaban las zarzas; nuestras bolsas, que antes se mantenían fijas en la espalda y el pecho, ahora se nos clavaban en la carne, se enredaban en los arbustos y nos lanzaban bruscamente hacia atrás. Tres veces seguidas sentimos renacer la loca esperanza al descubrir un lindero cercano, y tres veces seguidas nos dimos de bruces con el camino terrible, liso y pulcro que llevaba a la prisión. Y en cada ocasión, la misma verdad: éramos unos mAtOnEs y, a partir de entonces, ese era nuestro sitio.
Cuando por fin encontramos el camino, de puro milagro, y vi la enorme piedra pintada de blanco que marcaba la entrada del pueblo, sólo éramos dos animales asustados y temblorosos. Yo me daba cuenta de que no habíamos avanzado, de que se hacía de noche y habíamos necesitado toda una tarde para recorrer un camino que yo antes me hacía en media hora, ¡y cargado con un fardo de ropa!
Por primera vez, pensé en regresar a casa. Lo que me esperaba se me antojaba menos horrible que lo que había vivido, y creí que lo mismo le sucedería a David con la cárcel. Este pensamiento terrible y vergonzoso en la cabeza, esos instantes en los que quise volver a encerrarlo…, eso es a lo que debo enfrentarme, que nadie se llame a engaño. No quise sacar a David de la prisión porque allí era desdichado, no, quise sacarle porque el desdichado era yo. Unas cuantas horas en el bosque habían bastado para reducir mi generosidad a un valor de pacotilla.
Justo después de la piedra blanca, a la vuelta del camino, veríamos aparecer la casa blanca de las dalias rojas de la señora Ghislaine. Rodeé con el brazo los hombros de David —ese temblor de animal herido que lo sacudía, esos huesos que destacaban como los míos… ¿cómo pude pensar, aunque sólo fuera por un momento, en volverlo a encerrar?— para ayudarle a agacharse y que pudiera pasar bajo el seto de bambú de la costurera, pero ya no había ni casa ni dalias, no había bambú donde, a veces, esa mujer que amaba a Jesús, el hijo de Dios, me enseñaba nidos de gorriones en los que reposaban unos huevos con manchitas marrones, y lo hacía con la paciencia y la admiración de una persona que mostrase la propia obra de Jesús, el hijo de Dios. La hilera había sido aplastada por un pie gigantesco, de la casa de la señora Ghislaine quedaban tres muros de madera. El tejado, desaparecido, al igual que el tejadillo con frisos y las columnas de la veranda en la que a veces me esperaba. En el patio, una cama de hierro patas arriba, prendas colgadas de aquí y de allá, una o dos cacerolas, leña astillada por todas partes, y mientras yo daba la vuelta a la casa desmembrada, vi la máquina de coser negra, rota y tirada en el suelo.
Todo el pueblo estaba igual, desplomado, y pensé en nuestra casita minúscula, encajada al fondo del bosque, que sí había resistido. Los setos que resguardaban de las miradas indiscretas las casas de los aldeanos, esos árboles que a veces estaban tan cargados de fruta que parecía que se inclinaban de manera exagerada para que se les quitara algo de peso, las flores, los huertos, la sombra para reposar, la luz para secar la colada…, todo había desaparecido. Como en el patio del colegio, la devastación venía acompañada de un silencio espeso y aterrador. No había nadie para lamentar la pérdida de su casa, de sus cosas, sólo había ese cielo abierto de par en par, y yo recordé lo que nos había contado mi padre cuando regresó de la prisión, todas esas personas desaparecidas cuyos nombres iban siendo desgranados en la radio.
Encontramos un rincón resguardado del viento. Habíamos compartido pan y fruta, y David había ingerido concienzudamente su mejunje verde. Yo pensaba en mi madre y me veía obligado a apretar los dientes y a agarrarme las rodillas contra el pecho para no salir corriendo en su busca. La noche nos envolvía y yo iba perdiendo la seguridad y la confianza, pues la dificultad de la tarea se me hacía evidente. La duda, el miedo y la ausencia de mi madre me pesaban, y sólo mi promesa y la presencia de David —ese algo indescriptible, una mezcla de ternura, simplicidad y deber, sí, algo me decía que estaba en deuda con él, ¿acaso no le había impedido salvar a su amigo, no me lo había llevado conmigo, con lo que, ahora y allí, qué dirían mis hermanos si supieran de mi cobardía?— me impedían dar media vuelta.
¿Por qué hablé de Mapou esa noche? ¿Para recuperar la confianza, para compensar las ganas de estar entre los míos? ¿Para hacerle olvidar a David ese mal momento en el bosque, para prometerle sol y cielo azul? Llené esa noche oscura de palabras, con la única historia que realmente me sabía, la de Mapou.
Recuerdo que las piernas de David estaban cubiertas de arañazos de sangre seca y que él las había dejado caer al suelo, estiradas, pues no tenía fuerzas ni para llevárselas al pecho. Arrastramos con dificultad hasta el rincón lo que quedaba de la cama de cobre para resguardarnos. Me acuerdo de la máquina de coser, de la manera en que había quedado patas arriba, rota, aplastada. Recuerdo el patio de antaño, siempre tan bien cuidado, aquellas dalias rutilantes de las que sólo quedaba un montón de barro. Y ese silencio, tan distinto del que reinaba en el bosque. En el bosque, se trataba de un silencio casi animal en el que la naturaleza estaba a la espera, preparada para saltar, un silencio espeso, turbado por crujidos, roces, presencias. El de aquí era un silencio abandonado, no había nada más que el viento soplando en un entorno inanimado.
Al principio hablé de las cosas buenas de Mapou —cañas de azúcar para morder y chupar, el río, bodas celebradas de noche en las que todo el mundo encendía lámparas de tierra y el campamento adquiría un aire festivo, juegos con mis hermanos—, pero enseguida se me hizo ese nudo en la garganta que cada vez me apretaba más y que me llevaba a no decir nada alegre ni hermoso, pues sólo pensaba en la tormenta, en la lluvia, en los truenos y en el río que se convertía en un torrente. ¿Le hablé, tal vez, del miedo en la tripa, de la camisa blanca de mi hermano mayor y de su voz que grita vamos, vamos, y de ese miedo que estalla de golpe cuando la camisa desaparece, la voz se calla, la lluvia redobla y el trueno aún resuena, le conté cómo mi hermano pequeño y yo berreamos su nombre, el nombre de nuestro hermano mayor —ese hermano perfecto que adoraba su bastón con el extremo en forma de U, ese hermano que me urgía a hacer el avión, aunque en nuestras vidas habíamos visto muy pocos aviones pasar por encima de la cabeza, momento en el que todo el mundo salía de las chozas y nosotros, los niños, saltábamos gritando A-VIÓN, A-VIÓN, como si pensáramos en rozar el aparato volador a base de saltos, tal cual, por eso nos gustaba tanto jugar al avión—, le expliqué cómo, de pronto, ya no tenía hermanos y sólo quedaba yo, nada de hermano mayor, nada de hermano pequeño, nada de nosotros tres, nada de hermanos, sólo yo, el eslabón más débil, que grita Anil, Vinod, Anil, Vinod, y acaso le hablé del cuerpo de Vinod, del bastón que lancé al agua, acaso pude narrar todo esto, de principio a fin, sin dejarme nada, sin olvidar nada?
Y los ojos húmedos de David y sus preguntas, David no lo entendía, lo mezclaba todo, decía un solo cuerpo, dos hermanos, por qué tan sólo el bastón y él no, tu hermano no, por qué no lo encontraron, igual tu hermano mayor aún está vivo, de verdad dijo eso David, él, que lo había perdido todo y que había visto lo que había perdido, había visto los cuerpos inertes que ya no se movían, tenía esas imágenes en la cabeza, sabía lo que era la muerte, la frecuentaba desde hacía cuatro años, pero mi hermano, mi hermano mayor del que yo sólo había visto el bastón, pero el bastón no era él, verdad, y si tu hermano aún está vivo, realmente está vivo, esas palabras que me abrieron el corazón y la cabeza, tenía la impresión de que el sol acababa de volver, y si tu hermano aún está vivo, y si tu hermano aún está vivo, esas palabras que me hicieron pegar un respingo, esas palabras que me hicieron llorar porque estaba convencido de ello y había desvelado los designios de Dios, que hace lo que mi madre me había dicho y repetido, cosas que nos parecen injustas e incomprensibles pero que tienen un objetivo, y yo lo había entendido, ese objetivo, y todo estaba claro en mi cabeza, Dios había puesto a David en mi camino, y la cárcel, y el policía, y el ciclón, para obligarme a regresar a Mapou porque allí me esperaba mi hermano, era evidente, nos habíamos ido muy rápido, cómo iba a saber él que estábamos aquí, y todo esto adquiría por fin un sentido, espera a que mi madre se entere de que Anil sigue vivo, mi hermano mayor, el que le aguantaba la cabeza a mi madre cuando se caía y encajaba los golpes por mí, y si tu hermano aún está vivo, esas palabras me pusieron triste y eufórico a la vez, pues no hace falta mucho esfuerzo para creer que los muertos pueden volver, no basta con ser un crío, es suficiente con ser muy desdichado, y en ese momento, en esa noche negra y opaca en medio de las ruinas de la casa de la señora Ghislaine, mientras el viento ululaba, y aunque antes tuviera miedo de ese pueblo muerto, de ese pueblo fantasma, recuperé el valor, la determinación recorría de nuevo mis venas, la alegría cercana de ver otra vez a Anil me silbaba en las orejas, y abrazaba con fuerza a David, saltaba y gritaba, y David hacía lo mismo, saltaba con esas piernas de campeón de salto de longitud, esas piernas arañadas, marcadas por el bosque, y se puso a cantar en su idioma una canción de felicidad, y daba palmadas, y recuerdo que yo no pillaba el ritmo, llevaba un compás de retraso, y batía palmas cuando ya había terminado el estribillo, pero David no me lo tenía en cuenta, cerraba los ojos, y parecía que esa canción, que esa melodía, esa oración en un idioma del que yo sólo cazaba los silbidos y las palabras acabadas en shem venía de lejos, y cuando él cerraba los ojos de aquella manera, se convertía en otro, en un muchacho venido de lejos, un chaval que se acordaba de lo que fue, y mientras me cogía las manos y dábamos vueltas en una ronda dichosa, me pregunto si sabía por qué yo estaba alegre de improviso, excitado, impaciente, enérgico, cómo pasé de golpe del hundimiento a la alharaca esa noche, pues si hubiese podido correr hasta Mapou llevándolo a la espalda lo habría hecho, qué pensó realmente David, creo que se contentaba con estar allí, aquí, ahora, y darme gusto, seguirme, hacer lo mismo que yo, no imitarme, sino aprender de mí, aunque Dios sabe que yo no tenía nada que darle, que es triste a los nueve años no tener nada que ofrecer, y él me miraba con esos ojos enormes que cambiaban de verde a gris acompañándome en mi frágil y loca felicidad, esos ojos que esperaban tanto de mí, Dios mío, ¿qué hice con toda esa esperanza, qué hice?