En plena noche, mi madre fue a buscar a David y nos acostamos los tres en la habitación aledaña a la cocina. David temblaba, y yo no sabía si era de miedo o de frío. Mamá lo instaló pegado al muro, a mí me puso en medio y ella se colocó en el extremo. Estábamos en silencio, temerosos y cansados. Nos hizo beber a ambos una infusión caliente que sabía a hierbaluisa, y David le dio las gracias varias veces con la voz temblorosa, como si no le agradeciera tan sólo la bebida, sino algo más. Tengo la impresión de haberme quedado dormido en el momento exacto en que reposé la cabeza sobre la estera, y no necesito cavilar mucho para llegar a la conclusión de que mi madre nos daba bebidas que ayudaban precisamente a dormir y a olvidar.
Cuando abrí los ojos, mi padre ya se había ido, el sol dibujaba un charco dorado en la habitación y oía a David hablar con mi madre. Salí y los vi agachados, ordenando no sé muy bien cómo las raíces, las hojas y las ramitas que mi madre había recogido al alba. Mi madre pronunciaba lentamente los nombres de las plantas y David los repetía haciendo como que no se daba cuenta del ojo hinchado y cerrado de su anfitriona. Cuando me vio se lanzó a mis brazos, y su ternura fue el maravilloso regalo de esa mañana. El cuerpo me dolía y mi madre me preparó un baño de azafrán con hojas de lilas y algunas raíces. Recuerdo ese baño como un bálsamo que hubiera cubierto todo mi cuerpo. Habíamos decidido ir a recoger mangos verdes para el almuerzo cuando, de repente, oímos la voz de mi padre en el lindero del bosque. Mi madre se abalanzó sobre David y lo empujó hacia el cobertizo que habíamos arreglado la víspera. Cogió un manojo de las plantas que acababa de recoger y lo hundió en el vientre de David, de manera que a este no le quedara más remedio que sostenerlo a manos llenas como si acabara de atrapar un balón lanzado a toda velocidad. Yo no sabía que mi madre fuera tan rápida. En su lugar, creo que me habría puesto a dar vueltas sobre mí mismo como un perro loco sin adoptar la menor decisión, pues la voz de mi padre a esas horas me sentó como un mazazo en toda la cabeza. Mi madre me arrastró hacia el huerto y me obligó a agacharme. Arrancó un retal del sari, se lo puso en la cara para tapar la mitad y sostuvo el extremo del tejido con los dientes. Se lanzó furiosamente a la labor y yo traté de imitarla. Mi padre la llamó. Mamá me hizo un gesto para que me quedara donde estaba y volvió a entrar en la casa. Yo le eché un vistazo al cobertizo, a la puerta de chapa que sólo estaba apoyada, y me dije que para David debía de representar un esfuerzo sobrehumano quedarse escondido allí, pues el más mínimo movimiento por su parte amenazaba con desplomar alguno de esos amasijos de herramientas, leña y objetos inútiles encontrados aquí y allá que los pobres como nosotros no pueden evitar almacenar.
Escuché a mi madre diciendo «detrás» e hice como que trabajaba la tierra, pero me llegó una voz:
—¿Eres tú, Raj?
Era uno de los policías de la cárcel. Iba vestido de azul, llevaba la gorra puesta y, visto de cerca, en nuestro huerto, parecía un gigante. Su porra era gruesa y lustrosa. Me miraba con insistencia y yo asentí con la cabeza.
—Ven aquí.
El miedo me roía las tripas a toda velocidad, era evidente que había venido por David, que habían descubierto mi escondite junto a la alambrada, que lo sabían todo, y en el preciso instante en que me iba a hundir, me señaló el labio con uno de sus dedazos.
—¿Qué tienes ahí?
El labio superior había reventado y mi madre le había puesto por encima un ungüento amarillo. Fue mi padre quien respondió.
—Se ha caído, jefe.
Su voz era la que yo había escuchado en la cárcel, una voz de mujer, fina como un hilo, dubitativa. El policía se volvió bruscamente hacia mi padre y le gritó.
—¿Se ha caído? ¿Como la otra vez? ¿Por quién me tomas, guardia?
Mi padre bajó la vista, se puso las manos en la tripa y empezó a temblar. Nunca es agradable que te abronquen delante de tu familia, ¡pero en el caso de mi padre era dramático! En ese momento pensé que nos lo haría pagar muy caro. El gigante se acuclilló, e incluso en esa posición seguía siendo más grande que yo, terriblemente impresionante. ¿Acaso tenía también una mujer y un hijo a los que aterrorizaba de noche con esas manos anchas como platos y esos brazos más gruesos que mis muslos?
—Mira, pequeño, tú estabas en el hospital hace un mes, ¿lo recuerdas?
—Sí, señor.
—Hiciste un amigo, ¿verdad? David, el pequeño David.
—Sí, señor.
—Muy bien, muy bien, eres un buen chico. ¡Guardia! Tienes un chavalín muy amable, ¿sabes?
—Sí, jefe.
—Mmm. Dime, Raj, ¿no habrá venido a verte el tal David, estos últimos días?
—No, señor.
—¿Estás seguro? ¿No fuiste a dar un garbeo por las inmediaciones de la cárcel hace un par de días?
—No, señor.
El agente se levantó y se dio una vuelta por el huerto.
—Menudo ciclón, ¿eh? Veo que os habéis puesto manos a la obra. ¿Qué plantáis aquí? ¿Tú lo sabes, pequeño?
—Sí, señor. Hay dos hileras de tomates, y ayer plantamos patatas y cebollas. Pero es mejor que le pregunte a mi madre.
—Y usted, señora, ¿no ha visto nada?
—También hay judías verdes y remolachas, pero pocas.
—Le preguntaba si había visto a un crío por aquí estos últimos días.
—No, señor, con el ciclón lo único que hacemos es limpiar y volver a plantar.
Vuelvo a ver a mi madre, con un retal del sari ocultando su ojo tumefacto, y escucho su voz de mujer. Esa mujer, siempre tímida y siempre atemorizada, mintió ese día con un aplomo que yo no le conocía. Mi padre, que aterrorizaba a su familia cada día de su vida, que nos golpeaba con manos y pies, que nos gritaba con su potente voz de verdugo, ese padre se mantenía al lado de ella, encogido sobre sí mismo, con los ojos clavados en los zapatos. ¿De dónde sacó mi madre esa fuerza?
El policía le echó un vistazo al cobertizo mientras yo rezaba para que David no hiciera el menor ruido. Miré a mi madre y, en ese preciso momento, ella giró la cabeza hacia mí y mi padre nos sorprendió. Se le congeló el rostro, dirigió lentamente la mirada hacia el cobertizo y yo tuve la seguridad de que podía ver a través de las hojas de chapa, pues los ojos se le agrandaban cada vez más, hasta el punto de que parecía que le iban a saltar de las órbitas. Su respiración se iba haciendo más fuerte, la camisa se le levantaba y caía rápidamente, sudaba y se le cerraban los puños.
Lo sabía. Y nos lo iba a hacer pagar muy caro.
El policía, que observaba el bosque, se dirigió a mí:
—¿No tienes miedo aquí, Raj?
—No, señor.
—Muy bien, muy bien. Si no tienes miedo, igual un día llegas a ser policía. Los policías nunca tienen miedo. ¿Verdad, guardia?
Mi padre asintió estallando en una risa aguda que el policía cortó en seco con una mirada. Esta escena me ha vuelto a menudo en la vida, cuando veía a mi padre borracho, violento. Cómo deseé poder hacer eso, detener los gestos de mi padre con una mirada y reducirle con mi sola presencia a la condición de calzonazos que ríe como una mujer.
El policía saludó a mi madre con un toque en la gorra y luego, tal cual, sin dirigirse a ninguno de nosotros en particular, dijo con voz fuerte y clara:
—Ese chico está enfermo. Tiene que volver para que lo cuiden.
Esperamos a que pasara un ratito desde que se fueran para liberar a David. Seguía con las plantas en las manos y estaba lívido. Mi madre lo levantó y él se quedó de pie, con el cuerpo más rígido que el tronco de un árbol. Yo pensaba que ella me iba a hacer preguntas, a reñirme, pero no fue así, se arrodilló ante David y le preguntó:
—¿Cuál es tu enfermedad?
Mi madre le puso las manos en distintos lugares de su cuerpo, la base del cuello, el hueco de las costillas, el corazón, la ingle, la muñeca, la frente y, como no podía ser de otra manera, se fue a la cocina a mezclar no sé qué hojas y raíces machacadas que luego cubrió de agua. David se tragó ese mejunje espeso haciendo muecas. Yo no dejaba de pensar en la cara de mi padre, y fue entonces, en ese preciso instante, cuando David se sentó con cara de estupor y con los miembros entumecidos, y cuando también mi madre se sentó en el suelo, con el cuenco vacío y marcado por una estría verde en el borde, dejada por la infusión, fue en ese momento cuando decidí huir con David. Mi madre no decía nada, lo sabía todo y, al mismo tiempo, no sabía nada. En cierta medida, estábamos atrapados por mi culpa. Esa noche, mi padre iba a regresar y registraría la casa y el cobertizo hasta encontrar a David. Se lo llevaría, yo volvería a estar solo y él me pegaría hasta que le pidiese perdón. Me lo haría pagar todo, la muerte de mis hermanos, la vergüenza de que le llamaran «guardia» delante de nosotros, la humillación de habernos enseñado el rostro del empleado afable, obsequioso y sin importancia alguna que era en la cárcel: me haría pagar su vida miserable.
Fue David quien me habló para sacarme de la confusión en que me hallaba. Suavemente, con calma, dijo que iba a volver, ahora mismo, porque allá abajo, en la prisión, esperaban salir para Eretz. Mi madre repitió, frunciendo el ceño, ¿Eretz? David hizo entonces un gesto muy curioso. Hundió dos dedos en el suelo y, cubiertos de tierra, se los puso en el pecho, donde latía el corazón, y dijo Eretz. Mi madre se echó a llorar en silencio porque, probablemente, había comprendido que se trataba de la tierra prometida de la que hablaba David. Me pregunto si era un gesto que los judíos de Beau-Bassin hacían habitualmente cada vez que les flaqueaba la esperanza al hablar de Eretz.
Si mi madre hubiera sabido con exactitud de lo que se trataba, es decir, de la guerra, del exterminio de los judíos, de los pogromos, si hubiera sabido todo eso, si llega a ser una persona instruida, una mujer de mundo que lee los periódicos y escucha la radio, si hubiera pertenecido a esa clase de mujer, ¿habría dejado irse a David? Y si yo llego a intuir lo que David llevaba cuatro años soportando, ¿qué habría hecho? Sé que mi madre y yo no vivíamos en Europa, no sabíamos lo que ocurría allí, pero eso es algo que ha dicho mucha gente: yo no me enteraba de lo que pasaba. ¿Debería haberse hecho preguntas mi madre? ¿Y qué pintaba mi padre en todo esto? No era más que un guardia de prisiones, pero era el primero en saltar contra la verja cuando sonaba el timbre, era el más vehemente a la hora de meter prisa a los presos para que volvieran a sus mazmorras… Esas preguntas me inquietan hasta el aturdimiento y sé que nunca encontraré las respuestas.
Mi madre preparó una bolsa con arroz, frutas verdes que había que dejar madurar, agua y una botella llena de un mejunje verde que le hizo prometer a David que se bebería en menos de tres días, diciéndole que era bueno para la malaria. ¿Cómo lo había sabido? ¿Sólo con ponerle las manos encima y verle comer?
Yo me preparé a escondidas. Cogí la bolsa de tela del colegio y metí dentro tres pantalones cortos, tres camisas, una sábana vieja, mi cuaderno, mi goma, mi lápiz, un cuchillo de cocina y un trozo de jabón de mi padre. Mientras mi madre impartía instrucciones haciendo muchos gestos y David la escuchaba con angelical atención, yo salí y dejé mi bolsa bajo un árbol, en el lindero del bosque.
Fui a sentarme junto al huerto y aspiré a pleno pulmón el bosque, su olor verde y conmovedor, su fuerza apenas renacida tras el ciclón. Lo hice echando la cabeza hacia atrás para abrir el pecho, y me pareció entonces que también aspiraba el cielo, esa llanura azul y sin nubes. Erguí la espalda y dejé que los ojos se posaran en la borrosa espesura del bosque, y recuerdo ese momento como el de una concentración intensa, como si nunca hubiese experimentado una focalización del espíritu en torno a un único eje: la fuga. Puede que, como leí posteriormente en un libro, estuviera fijando por primera vez la línea de mi destino.
Cuando mi madre y David salieron de la casa, me sentía preparado, dispuesto a no llorar delante de esa madre a la que abandonaba por primera vez y a la que volvería a buscar —estaba seguro de ello, como si fuera tan fácil como insertar la escritura en un cuaderno rayado—, dispuesto a partir con David hacia lo que mejor conocía, lo que más familiar me resultaba a los nueve años aunque me lo hubiera arrebatado todo: el campamento de Mapou.