IX

Todavía me pregunto por qué me siguió. Cuando lo solté, tenía la boca rodeada de marcas rojas, justo donde mis manos lo habían amordazado. Le volví a pedir perdón, le dije que no quería que los policías lo vieran, le imploré el perdón de nuevo, una y otra vez, pero no sirvió de nada. Ya no podía volver atrás, ya no podía deshacer lo que había hecho.

Las palabras se atropellaban unas a otras en mi garganta, me salían desordenadas de la boca, como en un sueño cuando intentas desesperadamente hablar, y hubiera deseado que él entendiera mi lengua materna para que los conceptos fluyeran con más facilidad, para que yo pudiera encontrar la palabra exacta, el sentimiento adecuado. Me quedé callado mientras él me miraba sin parpadear con unos ojos inmóviles y secos, el rostro pálido, la boca estriada de rojo, y casi esperaba que me pegase, ya encogía yo los hombros y blandía los puños para parar los golpes. David apartó la mirada y contempló largamente la prisión. Le cayeron por las mejillas unas lágrimas silenciosas, de manera tan torrencial que tuve miedo de que no dejaran nunca de manar. Por primera vez desde que lo conocía, se había quedado tan inmóvil como yo lo estaba por costumbre, y creo que era la pena lo que nos ponía el cuerpo tan en tensión.

Yo no sabía qué hacer ni qué decir, todo se removía en mi interior, sensaciones y pensamientos sufrían un frenesí incomparable. Y pensaba en mis hermanos y en nuestro río y en Mapou, y no en su muerte, por una vez no, pensaba simplemente en ellos, en su presencia afectuosa: sé que el hombre en quien me he convertido les debe mucho, pues Anil y Vinod me amaron de la manera más sencilla y entregada posible, sin permitir que nuestra miseria cotidiana amargara y arruinara nuestros sentimientos. Hace falta mucha bondad y mucha fuerza para eso. Pensaba en la nube de vapor ondulante sobre el campamento verde, en ese perfume como de licor que desprendían las cañas cortadas cuando llegaba la cosecha y flotaba en el aire el polen de las flores. Y pensaba en mi vida posterior, en mi madre, en su valor y en sus manos abiertas ante mi padre, y en él, él, él, siempre él para romper, destrozar, impedir la construcción de lo que fuese. Y David y la escuela y la cárcel y el bosque, y los adultos a los que se arrastra por el asfalto que rasga la piel, y ese joven que se arroja sobre la alambrada asesina, y yo, tan triste, tan débil, yo que me tiro encima de David, que lo paralizo usando una fuerza venida de no sé dónde, que lo amordazo poniéndole la muñeca entre los dientes, que soporto sin rechistar sus mordiscos. Y nuestra nueva vida en Beau-Bassin, que parecía más fácil pero no lo era, pues estaba rodeada de una gran soledad en ausencia de mis hermanos, de los vecinos, de la fábrica, del río con sus aguas algo dulzonas, sin la plantación de caña y sin la chimenea de la fábrica, de la que salían aquellas nubes maravillosas.

En el arbusto, junto a un David quieto y colérico, me vino la idea absurda e inverosímil de que igual yo había sido feliz allá, en el chamizo de Mapou.

El corazón me latía más rápido y me sentía perdido, al borde del desmayo. Notaba un peso en el estómago y una sensación difusa que me invadía y cuyo origen, en esa época, me resultaba imposible desentrañar. Creo que todo lo vivido desde la muerte de mis hermanos, cada instante transcurrido en la casa al fondo del bosque, mis tardes consagradas a la prisión, la violencia creciente de mi padre, nuestra vida a tres, la escena terrible a la que acababa de asistir, creo que todo eso me alejaba de la infancia, y aunque esta nunca hubiera sido muy rutilante, me seguía enganchando a ella sin motivo y pese a todo. Esa sensación, cual náusea que sube y baja, era la pérdida de la infancia y la conciencia de que nada, ya nada me protegería a partir de entonces del mundo terrible de los hombres.

No sabía qué hacer, pero no me podía quedar allí. Así pues, me incorporé y contemplé a David. Las lágrimas le habían trazado unos surcos en el rostro ensuciado por el barro y el polvo. Se levantó a su vez y, sin una palabra, sin una sonrisa, sin una mirada, me siguió.

Se mantenía detrás de mí y yo no paraba de darme la vuelta para asegurarme de su presencia. En el bosque, David se acercó a mí, creo que tenía miedo, pues caminábamos sobre ramas y troncos tirados por el suelo, con lo que el terreno no resultaba muy estable. Apenas habíamos dado unos pasos cuando David resbaló con unas ramas húmedas y se derrumbó cuan largo era. Me miró con dolor, y cuando le ayudé a levantarse le dije estas palabras, exactamente estas, en este orden:

—Quédate conmigo, haz lo que yo haga y no nos separaremos. Te lo prometo.

No son unas palabras extraordinarias, pero recuerdo que las separé al enunciarlas, como si sopesara cada una de ellas, como si aprendiera a pronunciarlas por primera vez; y sin embargo, no las había pensado, esa frase tan sencilla me había venido de manera natural porque era lo que me habrían dicho mis hermanos y lo que yo les habría dicho a ellos si me hubieran necesitado.

La tensión que había entre nosotros, los rostros transidos, su ira, mi vergüenza, todo eso se disipó tranquilamente en el bosque asesino. Y durante los días que siguieron y que pasaríamos juntos, hasta el final, me quedé con él, le protegí lo mejor que supe y faltó poco para poder cumplir mi promesa al completo como un hombre de palabra.

Durante ese primer trayecto por el bosque, a menudo lo cogía de la mano. Le enseñé a comprobar la solidez de una rama en el suelo. A ponerle el pie encima, a moverla para verificar que no se desplazara, a apoyar un pie, a no eternizarse en la tienta, a estar siempre en movimiento y, sobre todo, a utilizar las manos todo lo posible para agarrarse y repartir el peso por todo el cuerpo. Debo decir que no fue fácil. David resbalaba, me arrastraba con él y acabábamos con frecuencia en el barro. Ese bosque era tan nuevo para él como para mí, pero yo intentaba mantener el tipo, conservar el rumbo, fijarme en los detalles que había descubierto a la ida. Trataba de recordar lo que hacía Anil cuando íbamos a un sitio por primera vez y cómo confiábamos en él para nuestra seguridad, trataba de recordar su rostro, su sonrisa tranquilizadora y su actitud de hermano mayor, para imitarla. Cuando por fin divisamos la casa, estábamos empapados, sucios y agotados.

Mi madre estaba en el lindero y sostenía algo en las manos a lo que no quitaba el ojo de encima. Avanzaba prudentemente hacia nosotros como si hubiera sentido nuestra presencia. De lejos pensé que llevaba un cuenco lleno hasta arriba de leche de vaca fresca y que no quería derramar ni una gota, pues en aquella época la leche era un lujo para nuestra familia. David se escondió detrás de mí y yo le dije que se trataba de mi madre. Seguimos andando tal cual y mi madre, mirándose las manos, me decía, ¡ven, Raj, ven a ver! Yo iba hacia ella a paso de lobo, intentando dar con una explicación para la presencia de David, plenamente consciente de que no podía hablarle de la cárcel. Nunca le había mentido a mi madre, pero no podía decirle que David era uno de los presos de las mazmorras de Beau-Bassin. Porque en el fondo, para los demás, para mi padre, para los policías, para el director y para los escasos habitantes de Beau-Bassin que estaban al corriente, David no era más que un simple presidiario encerrado entre cuatro paredes y vigilado las veinticuatro horas del día: un mAlvAdO, un mAtÓn, un lAdrÓn.

Yo estaba a dos pasos de mi madre. Evidentemente, no había encontrado nada brillante que decirle. David se apartó un poco hacia la derecha y dijo, irguiendo la espalda:

—Buenos días, señora, me llamo David y vengo de Praga.

Mi madre arrugó el ceño, me miró como para calarme y descubrir la verdad, entreabrió la boca y entonces sucedió algo increíble, como en los cuentos de hadas. Mi madre sostenía en las manos una cotorra de color rojo, que en esos tiempos era toda una rareza. Si mi madre poseía el poder de matar ratas, serpientes y escorpiones con unas pócimas cuyos secretos conocía, también tenía la bondad de recoger pájaros y darles calor con sus manos, de darles de beber usando las palmas como recipiente, sin preocuparse por los picotazos, derrochando paciencia y ternura. Había recogido a la cotorra y creo que la había alimentado con esos granos mágicos que sacaba de ninguna parte.

Sorprendida ante la presencia de David, ante sus palabras, mi madre hizo un gesto con la mano y la cotorra echó a volar. Sólo oíamos el batir de sus alas, y estábamos fascinados por su color rojo intenso que se recortaba contra el cielo azul. Como un niño que aprende a andar, la cotorra perdió de pronto algo de vigor y empezó a caer dibujando un círculo, hasta posarse en la cabeza de David. Era todo un espectáculo ver a ese pájaro majestuoso, cubierto de suaves plumas rojas, peinado con un erizado tupé, con los ojos vivarachos y negros y una larga cola terminada en dos o tres plumas, no menos largas, que asemejaban el manto de una reina, posándose sobre los rizos rubios de David, como si entre las tres cabezas que tenía a su disposición hubiera elegido la más hospitalaria.

David se quedó quieto, los ojos se le redondearon y todo lo que se le ocurrió decir fue, oh, oh, oh, ante lo que mi madre se echó a reír a carcajadas. Yo ya no recordaba cuándo la había visto reír así, pero seguro que había sucedido cuando mis hermanos aún vivían. Se me puso el corazón en un puño y reí y lloré a la vez al ver al pájaro rojo sobre la rubia cabeza de David y la cara de susto que se le ponía a este, y al oír la risa de mi madre y darme cuenta de que mis hermanos, al morir, habían estado a punto de llevarse consigo la risa de mi madre.

Acto seguido, la cotorra alzó el vuelo trazando con una cabriola roja en el aire el círculo que componíamos mi madre, David y yo. Era magnífico e irreal verla dar vueltas así, parecía que nos consolidaba, que nos bendecía, parecía que se alimentaba de nosotros antes de desaparecer, parecía un sueño que teníamos los tres a la vez, al mismo tiempo. Nos quedamos inmóviles, nadie se atrevía a romper el círculo imaginario, a seguir con la mirada a la cotorra hasta que se la tragaran el cielo azul y el bosque verde.

Mi madre suspiró como para recuperar el aliento y me preguntó:

—¿Es amigo tuyo?

Sin esperar una respuesta, miró a David con gran benevolencia, como si este hubiera realizado un truco de magia o algo por el estilo. Mi madre era de esas mujeres que creen en las señales. Una cotorra roja después de un ciclón, un ave débil que recupera las fuerzas y se posa con naturalidad en la cabeza de un muchacho antes de dibujar círculos sobre tres personas, mi madre no podía ignorar todo eso y yo estoy convencido de que lo convirtió en una predicción, en una promesa divina, en un saludo del cielo. Sin una pregunta, sin la menor sombra de sospecha en la mirada, acogió en su casa a un muchachito sucio y cansado. En esos tiempos, me tranquilizó su benévola reacción, pues me sentía como un crío que se libra de un castigo, pero soy plenamente consciente de lo inverosímil de la situación. Nosotros no nos tratábamos con los blancos de nuestro país, casi nunca nos cruzábamos con ellos, y yo en el colegio no tenía ningún amigo de esa raza. Es evidente que, en ese momento, mi madre pensaba en otra cosa.

Sin embargo, desde que entramos en la casa, todavía húmeda y con olor rancio, empecé a tener miedo. Caía la tarde y el cielo teñido de rosa anunciaba una noche clara y estrellada, pero también la llegada de mi padre. Comimos un guiso de arroz sentados en los taburetes de Mapou, pues así los llamábamos desde que estábamos allí, en Beau-Bassin. Mis padres los habían conseguido de un viejo carpintero de la aldea aledaña a la plantación a cambio de unos fatigosos trabajos de acarreo de agua y de leña que Anil llevaba a cabo para él; y en aquellos tiempos, mientras el resto de los habitantes del campamento seguían comiendo sentados en el suelo, nosotros nos sentíamos privilegiados y afortunados por plantar nuestros traseros en esos taburetes toscamente labrados y que a veces nos dejaban astillas clavadas en los muslos. Creo que mi madre experimentaba la misma angustia que yo, pues si bien no podía o no quería saber de dónde venía David, sabía a cambio que a mi padre no le gustaría tener a un extraño entre nosotros. Sin embargo, cada vez que mi mirada se cruzaba con la suya, me sonreía y mostraba un rostro sereno.

Ya he dicho que la casa de Beau-Bassin no tenía punto de comparación con nuestra choza de Mapou, pero también era asaz mísera. Disponíamos de una cocina y de una habitación, eso era todo. Mi madre y yo dormíamos en la habitación, sobre nuestras esteras, yo contra la pared y ella a mi lado, con la cara vuelta hacia la cocina. En esa habitación había un armario de madera que acogía nuestra ropa, nuestras sandalias de recambio, las sábanas y, al fondo, en una especie de rincón que sólo tienen los muebles mal hechos, yo guardaba cada noche, antes de que mi padre los viera y quisiera destruirlos: mi pizarra, mis tizas de colores (blancas, rosas y azules), mi borrador, el cuaderno rayado en el que podía escribir y hacer sumas y restas, el lápiz para el papel, la goma y el cubilete de aluminio. El cuaderno y la goma me los había regalado la señorita Elsa a finales del curso pasado para felicitarme por mis progresos escolares.

Cuando yo haya muerto y mi hijo vacíe mi casa, encontrará en mi armario una maletita llena de gomas que he ido acumulando a lo largo de toda mi vida. No podía evitarlo, en cada viaje, por la isla o por el extranjero, compraba gomas de diferentes tamaños y colores. Mi hijo no entenderá nada y le parecerá una chochez de vejestorio. Tal vez debería explicarle que esa era mi manera de afrontar la usura del tiempo, de retrasar la muerte y de conservar la ilusión de que podemos borrarlo todo para volver a empezar con mejor pie.

En la cocina había clavos en la pared para colgar las cacerolas de cobre, mi bolsa de la escuela y la de mi padre. Había otros utensilios apilados en una mesa baja de madera, y debajo de la única ventana de la habitación estaba el hogar en el que cocinaba mi madre.

La casa tenía dos puertas. Una daba al norte, hacia la prisión, y nos servía de entrada; la otra se abría a nuestro pequeño y pulcro patio, que el ciclón acababa de destruir. Un huerto, un lavadero, un cobertizo de chapa para la leña, los útiles de labranza, cuerdas para tender la ropa colgadas entre la casa y el cobertizo, el pozo justo al lado. A partir de ahí, el bosque, desde siempre y hasta siempre. Mi padre dormía en la cocina, y ese día, cuando David pasó la noche en casa, mi infancia se fue alejando un poco más. Mi madre extendió la estera en la cocina, la instaló junto a la de mi padre y cuando nos acostó, a David y a mí, corrió la cortina que separaba ambas habitaciones. Desde que habíamos llegado allí, mi madre siempre dormía a mi lado, y esa cortina nos separaba de mi padre.

No necesito decir mucho más acerca de esa noche. Oí cómo mi padre le preguntaba en voz alta a mi madre si yo ya me había acostado, y luego hubo unos cuchicheos y un silencio que me aterrorizaron más que el ciclón. Evidentemente, yo era demasiado pequeño para poder entender esas cosas, pero, en cierta medida, las intuía. David dormía, exhausto, y yo me propuse mantener los ojos abiertos hasta el amanecer para hacer frente a cualquier eventualidad, pero el niño que yo era acabó durmiéndose de manera profunda.

El día siguiente fue una de esas jornadas fáciles y deliciosas que la vida te ofrece sin que las pidas, y estoy convencido de que si David aún estuviera vivo conservaría el mismo recuerdo emocionado de ese día que yo. Mi madre había preparado arroz con leche sazonado con azúcar y cardamomo, y para espesar ese desayuno, pues la verdad es que no había mucha leche, le había añadido una cucharada de harina. Nos lo comimos con alegría, David repitió, mi madre rebañó el fondo de la cacerola y David se lo agradeció con un beso en la mejilla. Yo di un salto para hacer lo mismo y mi madre se rio como el día anterior. Después del desayuno, nos pusimos a trabajar para reconstruir el huerto. Trazamos nuevos surcos, plantamos granos y semillas que mi madre había guardado, jugamos con poca cosa más que el agua, la tierra y unos bastones, corrimos hasta echar el bofe alrededor de la casa con mi madre diciendo, tened cuidado, tened cuidado, y jugamos a hacer el avión. Reemprendimos nuestros juegos de la cárcel, como si nos hubiéramos separado la víspera. No había guardianes, no había policías que nos vigilaran, podíamos chillar sin tasa.

Le enseñé mis tesoros a David y le agradecí mucho a mi nuevo amigo que los respetara tanto. Tras pedirme permiso, cogió el cuaderno en sus manos e hizo desfilar suavemente las páginas como si se tratara de un testamento del antiguo Egipto. Realizamos una incursión en el bosque y yo le enseñé a encaramarse a los árboles. David estaba hecho para un oficio noble, pianista o poeta, pero no para ser como yo, un chaval salvaje. Mi cuerpo se adecuaba a la naturaleza, se acoplaba a los árboles, se pegaba a ellos y, prácticamente sin pensarlo, yo podía escalar hasta la copa de un árbol con unos pocos movimientos. David era diferente, y era la primera vez que yo conocía a alguien como él. Miraba el árbol, daba vueltas a su alrededor, intentaba detectar los sitios en los que había que poner los pies y plantar las manos: ese chico era un intelectual.

Fue también ese día cuando me enseñó su medalla y me habló de la estrella de David; y yo, pobre idiota, pobre ingenuo, pobre crío nacido en el lodo, me puse a buscarle las cosquillas. ¿Y qué más? ¿Te crees que este bosque se llama el bosque de Raj? ¿Cómo iba una estrella a llevar su nombre, eh, podía explicármelo? ¿Me tomaba por tonto o qué?

Mi amigo estrechó su estrella y me dijo que ese David era un rey. ¿Y qué? ¡Raj también quería decir rey!

Oscureció muy pronto. David encontró flores silvestres de color rojo que habían salido de la tierra justo después del ciclón. Hizo con ellas un ramo que le regaló a mi madre al volver. Era la primera vez que yo veía a alguien hacer un regalo semejante, y recuerdo a mi madre con el ramo en la mano, no sabiendo muy bien qué hacer o no queriendo desprenderse de él. Ella tenía las mejillas sonrosadas y sonreía con timidez. Incluso a los nueve años, aunque apenas tuviera educación y no estuviera muy al corriente de los modales mundanos, me sentí impresionado por la belleza de ese gesto que jamás he olvidado. Le regalé flores a mi esposa en nuestra primera cita y, aunque eso pueda parecer hoy día vulgar y escasamente original, puedo deciros que en esos tiempos quería decir algo y que la chica que se casaría conmigo unos meses después también se ruborizó. La había conocido en la biblioteca municipal. Estaba sentada delante de mí, estudiando, también ella, para la oposición a maestro de escuela, y lo primero en que yo me había fijado era en los minúsculos cabellos que le dibujaban en su fina nuca una especie de comas. Por aquel entonces, ella llevaba su larga cabellera recogida en un moño y, a veces, yo sentía el deseo irresistible de soplarle suavemente en el cuello. Le había dirigido la palabra por primera vez la víspera de los exámenes y le había propuesto ir a tomar un vaso de leche helada al puerto. Lo había dicho sin esperanza alguna y me preparaba ya para una respuesta negativa, pero ella me contempló con mucha franqueza y me dijo que si aprobaba los exámenes, me esperaría en el puerto el día siguiente a los resultados, a las once. Mi mujer era así, hacía las cosas una después de otra, con mucha seriedad, y creo que me enamoré de ella ese mismo día. Mientras esperaba los resultados del examen, confiaba en mí, confiaba en ella y, en cierta medida, confiaba en nosotros dos. Tres meses después, hice un ramo con rosas cortadas en el jardín de mi madre y me fui al puerto, donde ella me esperaba.

La segunda noche, mientras David y yo estábamos acostados como la anterior, oímos a mi padre a lo lejos. Insultaba al mundo entero y se acercaba, se acercaba. Llamaba a mi madre, amenazándola ya, y mi nombre también le venía a su boca ebria, y para qué sirve que Raj signifique rey, para qué darle a su hijo semejante nombre, en esos momentos Raj no era nada más que un crío asustado y, en breve, molido a palos.

Mi madre apareció en nuestra habitación, nos miró a uno y a otro como si se preguntara a cuál elegir, envolvió rápidamente a David en una sábana y lo cogió en brazos, como si fuera un bebé. Salió por la puerta de atrás y lo dejó junto al lavadero de piedra. Escóndete, no te muevas, le había dicho sin palabras, sin un sonido, utilizando únicamente el temblor de su cuerpo de adulta y un dedo colocado sobre los labios.

He olvidado qué hacía yo durante esos minutos previos a que mi padre entrara llevando en las manos una rama que había recogido por el camino, porque su nuevo bambú había desaparecido en la tormenta. Probablemente, rezaba. No sé qué hacía David, ovillado en la oscuridad, rodeado por el bosque arrasado, con la fría piedra del lavadero contra la carne mientras, a su espalda, nuestro verdugo enloquecía.

Puede que la memoria me traicione, pero creo que mi padre se cansó de nosotros y cayó rápidamente en su sopor etílico. Por supuesto, yo había tenido tiempo de catar los bocados de la leña en el cuerpo; por supuesto, marcas azules y negras dejarían impresa en mi piel la violencia paterna, como si se tratara de la marca del ganado; por supuesto, lloré con toda mi alma sin decir ni pío porque le ponía aún más frenético si se me escapaba un grito o un gemido, y con el tiempo habíamos aprendido a sellarnos la boca y a dejar correr las lágrimas. Pero esa noche me pareció que todo me dolía menos y que no tenía tanto miedo como en otras ocasiones, pues pensaba tanto en David como en mi madre y, a diferencia de otras veces, no daba vueltas sobre mí mismo como un perro asustado antes de mojar el pantalón y parecía que la duración de ese teatro violento era algo menor que de costumbre.