VIII

Fue el ciclón que cayó en la región esa misma noche lo que más me ayudó en toda esta historia. Cuando regresé esa tarde, con las manos oliendo a óxido y a sangre, el sol era un disco redondo y de color amarillo pálido oculto tras espesas nubes, y así escondido, podíamos contemplarlo. Mi madre observaba el cielo como antes miraba los cúmulos enganchados a la montaña de Mapou, con las manos en las caderas, olisqueando el aire. Me acerqué a ella y, sin bajar la cabeza, abrió uno de sus brazos, me atrajo hacia sí y nos quedamos un segundo de esa guisa. Aún lo recuerdo, la naturaleza y mi madre parecían estar al acecho, y yo, el pequeño Raj, me sentía, sí, creo que puedo afirmarlo, me sentía bien. Justo entonces, en el preciso instante en que mi cabeza se hundió en su cintura y sentí su mano en el hombro, mientras yo la agarraba del talle, en ese momento exacto, pensando en David, pensando en el alambre de espino arrancado, el calor de mi madre se funde en mis brazos y me encuentro bien. Mi madre era la parte tierna de nuestra vida hecha de miseria, tristeza y bambú que te azota el cuerpo. Me quería, me protegía, me curaba, me hablaba suavemente, era cariñosa, me daba de comer con sus dedos desnudos cuando estaba enfermo y su paciencia no parecía tener límites. Nunca he visto eso en ninguna otra parte, y era gracias a esa paciencia, gracias a esa manera de llegar hasta el fondo de todo, por penoso y lento que fuera, pienso que era gracias a eso que tenía ese don con las plantas. Mi madre fue la oportunidad de mi vida, lo que me ofreció la existencia para mantenerme en vereda, en el buen camino, un pilar de fortaleza, de bondad, de constancia y de renuncia, para hacerme entender que había otras cosas en la tierra, y con ella a mi lado durante la infancia no me volví loco, ni malo, ni desesperado.

Mi madre soportó durante toda su vida, al igual que yo, la muerte de Anil y de Vinod; y, al igual que yo, nunca consiguió ponerle nombre a ese duelo. Puedes decir que eres huérfano, viudo o viuda, pero cuando has perdido dos hijos el mismo día, dos hermanos queridos el mismo día, ¿qué eres? ¿Con qué palabra te defines? Esa palabra nos habría ayudado, habríamos sabido de qué sufríamos exactamente cuando las lágrimas nos asomaban de manera inexplicable a los ojos y cuando, años después, bastaba un olor, un color, un sabor en la boca para caer de nuevo en la tristeza, esa palabra nos habría podido describir, disculparnos, y todo el mundo lo habría entendido.

Tras un largo instante de inmovilidad, mi madre me dijo, sin dejar de mirar el cielo:

—Mañana no hay colegio.

Y esa era la señal que estaban esperando el bosque, las nubes y el mundo que nos rodeaba. El viento se levantó, atravesó el bosque de extremo a extremo, todo se agitó y, a nuestro alrededor, los árboles cantaron un largo y hermoso lamento. Nubes bajas, deshilachadas y negras como fantasmas maléficos desfilaron con rapidez sobre nosotros, mientras las que estaban pegadas a la cúpula celeste se espesaban a toda prisa, amenazadoras. Las copas de los árboles danzaban contra el ballet de las nubes, una bandada de pájaros echó a volar súbitamente, graznando, y detrás de nosotros, de forma repentina, surgió un relámpago y yo, como me había enseñado a hacer Anil, me puse a contar para saber a qué distancia estaba la tormenta. Uno, dos, tres, cuatro… La tierra tembló, y yo, como si hubiese recibido un golpe en la cabeza, no sé por qué, pero, en cuestión de segundos, me fui hacia atrás en el tiempo y empecé a gritar. ¡Vinod, Anil, Vinod, Anil!

El ciclón duró cuatro días y cuatro noches. Para nosotros era una novedad estar protegidos por paredes; el agua entraba por todas partes, pero la casa no se venía abajo. Fuera, el bosque crujía, se rasgaba, resistía, y parecía que rodeara nuestra casa una turba rugiente, un ser vivo enloquecido. Mi padre se había quedado bloqueado en la cárcel por la tempestad, y me pregunto si se enteró de lo mucho que lloramos mi madre y yo durante esos días. No teníamos miedo de la tempestad, no teníamos miedo del viento, de la lluvia que nos ametrallaba, de las ramas y de las piedras que golpeaban nuestras paredes. Llorábamos por mis hermanos. En el momento exacto en que estalló el trueno, tuvimos la impresión de que una mano gigante y malvada venía para llevarse a Vinod y a Anil, y que la casa de Beau-Bassin, el bosque, la prisión, la escuela nueva, los largos meses transcurridos desde aquel día en Mapou, se habían volatilizado de golpe y nuestro corazón y nuestro dolor estaban de nuevo en carne viva. Es en semejantes momentos cuando haría falta una palabra que describiera aquello en que se convierte uno para siempre cuando pierde a un hermano, a un hijo.

Al quinto día, un cielo puro y una luz que brillaba por aquí y por allá, a borbotones repartidos por el bosque, nos desvelaron el paisaje devastado. El claro estaba salpicado de troncos, hojas, ramas, animales muertos, chatarra. Los árboles más afectados, los del lindero, yacían en el suelo, arrancados o partidos en dos, patéticos. El bosque parecía haberse recogido en un silencio increíble…

Mi padre había necesitado varias horas para encontrar nuestra casa porque todos los caminos habían desaparecido, y debo decir que parecía contento de vernos. Nos pusimos a la labor sin demora. Al final de la jornada, detrás de la casa, quemamos lo que el viento había traído y que no podíamos utilizar. En una esquina apilamos la leña, las ramas, el papel, la chatarra, en esa época se aprovechaba todo. Al día siguiente sacamos los taburetes, el armario, las esteras de dormir y los utensilios de cocina y los pusimos a secar en el exterior. Un fuerte olor a moho planeaba sobre la casa, y mi madre encendió en cada esquina minúsculos hogares de alcanfor y astillas de eucalipto. Al sol, los cuencos y las cacerolas de cobre de mi madre brillaban como joyas que yo no me cansaba de admirar. Esa noche, mi padre volvió sobrio, sin cantar ni insultar, sino con una bolsa de comida. No nos quedaba nada que comer. Trajo patatas, berenjenas, mangos y una chirimoya. Los mangos estaban blandos y tenían la piel negra. En el centro de cada patata germinaba un punto negro de putrefacción. La chirimoya estaba bañada en agua, traslúcida y picada de moho verde; y, para atenuar la amargura de las berenjenas, mi madre las había sazonado con el ingrediente favorito de los pobres, el que disfrazaba el sabor rancio de cualquier alimento: la pimienta. La lengua nos quemaba, pero eso era preferible al sabor amargo.

Unos días después, me interné por fin en el bosque. Reinaba un silencio aterrador. Todos mis rincones, mis lugares favoritos, mis escondites y mis secretos habían desaparecido: los mangos, los bananos, los eucaliptos, los nidos, los agujeros, las protuberancias, los hormigueros, la joroba de un árbol, un sendero, una fuente, las raíces sobre las que me sentaba. Todo estaba mezclado, los estípites se unían a las raíces, el cielo se colaba por donde antes del ciclón había una sombra refrescante, a veces la tierra aparecía hundida sobre sí misma, a imagen nuestra, de los hombres, hincados de rodillas ante la fuerza de la desgracia, y miles de gusanos se agitaban, alimentándose del desastre en la hondonada recién creada.

A duras penas conseguí llegar hasta el final del bosque. El camino de ronda que rodeaba la fortaleza de Beau-Bassin había desaparecido bajo los árboles derribados y el barro. Giré a la izquierda e improvisé un sendero hacia lo alto de la subida, donde se acababa el muro y empezaba la alambrada. Se oían gritos en el patio de la cárcel.

Mi padre y los policías estaban pegados a la verja de entrada. En el patio, los prisioneros se habían agrupado, y juntos parecían menos céreos, menos débiles. Gritaban, extendían los brazos, y cuanto más se acercaban a la verja, más se enganchaban a ella mi padre y sus compinches. Al otro lado, el coche negro del director de la cárcel brillaba bajo el sol. El mango había sido arrancado y ahora yacía sobre la casa de las buganvillas. Sus raíces recordaban a una flor enorme, y a mí me causaba estupor ver caído a ese gigante de espesa sombra, tupido follaje y jugosos frutos. El mango había destrozado el despacho del director. El patio de la cárcel se parecía al claro que rodeaba nuestra casa, pues estaba lleno de basura y no quedaba nada del verde y mullido césped, ni de aquellas flores suaves y coloridas. Finalmente, esa prisión de Beau-Bassin donde estaban encerrados los judíos expulsados de Palestina se parecía a lo que realmente era: una monstruosidad.

Yo estaba tan ocupado en observar el paisaje devastado, en seguir el curso de la revuelta, que me había olvidado un tanto de David. Pensaba que estaba en medio de ese grupo que chillaba, que no podía ser de otra manera. La portezuela del coche negro se abrió, salió el director, muy erguido con sus prendas almidonadas, con guantes. Contempló de manera despectiva a los prisioneros que seguían gritando y luego escupió. Eso me sorprendió, viniendo de alguien como él, pues era un pedazo de escupitajo cargado de repugnancia que le había obligado a mover toda la cabeza. Los gritos redoblaron, los puños se agitaban en el aire, la masa de prisioneros se acercaba cada vez más a la verja, indiferente a las porras que los policías hacían silbar ante ellos. Yo empezaba a preocuparme por lo que podía ocurrir y, en ese preciso momento, noté una mano fría en el hombro.

Incluso en la actualidad, aunque me dé algo de risa, recuerdo el miedo repentino, similar a una descarga eléctrica, que me hizo soltar un grito y pegar un salto. Como estaba concentrado y en cuclillas, no pude echar a correr pese a que todo mi ser pugnaba por salir pitando de allí. No, por primera vez en la vida, me hice un lío con los pies —yo, el rey de la salida súbita— y me caí al suelo de bruces. Y mientras estaba ahí tirado, con el corazón amenazando con explotar, vi detrás de mí a un chaval con el pelo rubio. Maldito David, cómo se moría de risa.

¿Cómo describir a David cuando se reía así? Echaba la cabeza hacia atrás, sacudía los hombros, se golpeaba los muslos con las manos, abría la boca de par en par, balanceaba el cuerpo adelante y atrás, cerraba los ojos, hipaba, y hasta entonces yo no había visto a nadie reír de esa manera, a pleno pulmón, de la cabeza a los pies. Le aticé una colleja amistosa, haciendo como que me sentía humillado, y eso fue todo, pues esa tarde de mediados de febrero de 1945 no éramos más que dos críos normales y bromistas, ajenos a la gravedad de la situación.

David había aprovechado el jaleo posterior al ciclón. No me cuesta nada imaginar que esos prisioneros, venidos de Checoslovaquia o de Polonia, acostumbrados a una naturaleza que avisa, a los entretiempos, se habían creído que el fin del mundo era inminente. David me relató su escapada con todo lujo de gestos. Se acercó a la verja, se puso a buscarme. Nadie le había visto, pues la turba que protestaba le protegía de las miradas de los policías y mi padre. Me había llamado, y recuerdo que el corazón se me encogió cuando me lo contaba, poniendo las manos en torno a la boca. Raj, Raj, Raj, Raj, ¿estás ahí? Y en ese momento sólo le respondían el silencio y los estragos del huracán. Sonreí cuando me enseñó la verja levantada del suelo, estaba encantado de haberlo descubierto, como lo había hecho yo unos días antes.

En la actualidad, cuando cierro los ojos y lo vuelvo a ver sentado a mi lado, rodeados por un desorden de ramas, hojas y sombra, contándome su evasión, me cuesta creer que ese chavalito rubio y flaco tuviera diez años. Yo le sacaba una cabeza de altura, podía cargarlo a la espalda, pues era aún más canijo que yo, aunque en el colegio yo seguía siendo el más delgado de la clase. Tenía las piernas blancas, casi transparentes, y una piel temblorosa como la de los viejos, de esas que amenazan con desgarrarse a cada movimiento.

En esa época, yo no tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba allí. David tenía la impresión de estar encerrado desde hacía bastante, pero para mí eso no quería decir nada. Nos quedamos en el húmedo escondrijo, contemplando la agitación en el patio. David pataleaba mucho. Pensé que debería enseñarle a mantenerse inmóvil, a subir a los árboles, a correr sin hacer ruido, a deslizarse entre dos troncos, a hundirse en la tierra, a plantarse detrás de una puerta, y sólo con pensar en todo eso que nos esperaba a partir de entonces, en todas esas jornadas que viviría con David, me daba tal alegría que tenía que reprimirme para no levantarme, tirar de él y empezar mi nueva vida de inmediato.

De repente, oímos un motor y puertas que se cerraban, y aparecieron docenas de policías con la porra en la mano junto al coche negro. Como por arte de magia, la verja de hierro de la prisión se abrió, y lo que sucedió durante los siguientes minutos fue algo muy desagradable de ver para un par de críos. Los policías cargaron contra los prisioneros. Mi padre acabó en el suelo y, mientras se arrastraba con dificultad hacia el mango derribado, los prisioneros, sorprendidos, se dispersaron lo más rápidamente posible. Algunos corrían todo lo que podían, en todas direcciones, hacia el dormitorio o hacia nosotros, pero enseguida los alcanzaban los policías y, si no obedecían de inmediato, si no se ponían de rodillas frente al porche de la casa destrozada, eran empujados de cualquier manera. Arrastraban los pies por el suelo, perdían los zapatos, forcejeaban, pero no tenían fuerzas. Hubiera preferido no tener que ver algo así. Los policías chillaban, los presos gritaban y lloraban, y David se puso también a sollozar, sin contenerse, igual que antes reía a mandíbula batiente. Le rodeé los hombros con el brazo porque no sabía qué otra cosa hacer, y era como si la tempestad hubiera vuelto, con su estruendo y sus ganas de romperlo todo.

De repente, apareció un muchacho que corría en nuestra dirección. Tendría quince o dieciséis años y les llevaba cierta ventaja a los dos hombres que le perseguían. Se lanzó contra la alambrada y yo aún recuerdo su rostro lleno de rabia. Ese joven no tenía miedo, no tenía miedo de nada, ni del alambre, recuerdo cómo su cuerpo se estrelló contra la verja con un ruido de chatarra, recuerdo el grito que ahogó y las órdenes de los policías que tenía detrás. Todo pasó muy rápido. David saltó hacia delante y, en una fracción de segundo, yo le agarré por el hombro y me lancé sobre él. No sé si aquel joven llegó a vernos, no sé si pretendía escalar la alambrada, no sé nada, pero me acuerdo de la sensación que se apoderó de mí, de ese instinto que me había llevado a berrear en medio de la tempestad durante horas el día en que murieron mis hermanos y a lanzar el bastón de Anil al río. Ese otro Raj que había en mi interior se aplastó sobre David y le puso la mano en la boca, paralizándolo. A un metro de nosotros, también los policías inmovilizaron al joven a base de porrazos en los riñones, y lo arrastraron hasta la casa destrozada. No miré a David, no, no hubiera podido sostenerle la mirada, pero notaba cómo crecía su fuerza debajo de mí, luchando, y mientras lo mantenía en el suelo, yo lloraba, lloraba, pedía perdón. Cuando vuelvo a pensar en eso, me tranquilizo como puedo, me digo que si no llego a hacer aquello, los policías habrían descubierto a David, lo hubiesen detenido, hubieran registrado el bosque y consolidado la barrera. También me habrían descubierto a mí, y quién sabe lo que me habrían reservado, tanto en la cárcel como luego en manos de mi padre. Y hubiera vuelto a estar solo.

Ahora soy viejo y puedo decirlo, con vergüenza, con tristeza, bajando la cabeza todo lo posible. Eso fue lo que hice cuando tenía nueve años: le impedí a David ayudar a uno de sus compañeros, a un judío como él, encerrado porque nadie sabía qué hacer con ellos; y si yo no hubiese hecho lo que hice, puede que David aún estuviera vivo.