Mi madre estaba convencida de que en el hospital no sabían realmente lo que era curar. Sobre mis labios aún sensibles, aplicaba cada noche una pasta amarilla de sabor rancio y me masajeaba con suavidad el cuerpo con un aceite espeso. Me ponía las manos abiertas en las caderas y parecía que fueran las alas de un ángel las que se posaban sobre mi vientre, cerraba los ojos y yo, si me quedaba tranquilo, podía sentir cómo latían sus venas. En sus manos había una especie de misterio. Sabía hallar las hierbas, las hojas, sabía hablarles; entre sus dedos, cada planta encontraba su destino: curar, alejar, calmar, a veces matar. En Mapou, la llamaban por un dolor o por una herida y, susurrando, ella les daba el nombre de una planta, algunas indicaciones al respecto, y si la cosa funcionaba, unos días más tarde encontrábamos ante nuestra puerta una fruta, una legumbre o un puñado de arroz o de azúcar.
Mi madre nunca hablaba conmigo de las plantas, pero sé que le transmitió un poco de su sabiduría a mi hijo. Siempre me ha divertido verle ocuparse meticulosamente de su jardín, a él, que trabaja en un mundo tecnológico, y que en su casa, en una biblioteca llena de novelas de ciencia ficción y de manuales de informática, haya una zona dedicada a las hierbas medicinales y a la botánica. Cuando paso el fin de semana en su casa, donde se oye el río que corre por allí cerca, sé que mi madre vive un poco en él: le veo abrir y cerrar sus frascos llenos de hojas secas, le observo pesar y mezclar no sé qué raíces carísimas y, cuando prepara una infusión deliciosa que nos tomamos por la tarde en la terraza y le felicito por la bebida, no me responde que se trata de una receta de mi madre, sino que afirma de manera desconcertante: es la abuela.
En apariencia, pocas cosas habían cambiado a mi regreso al hogar a principios de 1945. El bosque nos rodeaba, a veces me parecía un cinturón que se apretaba hasta asfixiar a mi familia, a veces me protegía como un escudo. Mi padre volvía de noche y nosotros nos manteníamos todo lo alejados que podíamos de él. Que volviera a pegarnos a mi madre y a mí era algo que estaba fuera de duda, sólo era cuestión de tiempo.
Pero desde que volví del hospital yo ya no tenía miedo o, mejor dicho, sabía que, a partir de entonces, había algo más que la cólera de mi padre. Desde que llegamos a Beau-Bassin, gran parte de mi vida y de mi energía había girado en torno a esa violencia. Pero ahora ya no era lo más importante.
Después del colegio, corría sin parar hasta que el aire que me entraba por la boca abierta me despejaba la garganta reseca. Me iba a mi escondite de las alambradas y esperaba a David. Durante las tres semanas que siguieron a mi salida, no apareció. Otros prisioneros sí lo hicieron. Siempre a la misma hora, cuando tenían el sol en los ojos, la luz de través y a punto de desaparecer tras la colina donde yo me guarecía. Me quedaba hasta el segundo timbrazo, el que los enviaba de regreso a su sitio. A veces reconocía a un pariente del hospital, y eso me animaba, el niño ingenuo que yo era movía la mano, sabía que él no podía verme, pero ¿cómo decirlo?, hacía lo que me dictaba el corazón.
Yo era demasiado pequeño para entender lo que sucedía ante mis ojos, pero la mezcla de aprensión y curiosidad, que era lo que me había llevado hasta allí, en espera de ver a los lAdrOnEs, a los cAnAllAs y a los mAtOnEs, había desaparecido. Ahora ya sabía qué se ocultaba bajo la sombra de los paseos, ya conocía los muros que se alzaban alrededor de ellos, ya había oído el ruido de la hierba bajo sus pies y sus cantos vespertinos, así que los observaba con mucha tristeza y esperaba a mi amigo. Si David no salía a estirar las piernas, era porque seguía en el hospital.
Durante esas largas semanas, yo no me desesperaba. Hacía las cosas en serio, metódicamente. Cuando volvía de la prisión, sudaba y tenía la ropa cubierta de ramitas, hojas y barro. Mi madre me esperaba en silencio, nunca me pidió explicaciones de esas escapadas de después de clase. Regresaba sano y salvo, antes que mi padre, y eso era lo que a ella le importaba. Me quitaba la ropa, la oreaba, la sacudía por las mañanas con una especie de cuchara plana de madera y yo siempre la encontraba casi limpia; en esa época, yo llevaba las mismas prendas durante una semana. Por la noche, después de cenar, me quedaba sentado afuera, acechando a la naturaleza como ella parecía acecharme a mí. Casi nunca aprecia uno los propios cambios cuando suceden, es algo que se ve más tarde, a la luz de los acontecimientos y de nuestras reacciones, pero allí, sentado como estaba en mitad de la noche, inmóvil, yo lo sentía, ese cambio, tenía la impresión de crecer, de desarrollarme como los árboles que me rodeaban, y me parecía que el soplo de la verde y umbría foresta tenía algo que ver. Seguía siendo enclenque, la ropa me bailaba, mi madre aún podía rodear mi pantorrilla con una mano, pero había en mí una nueva esperanza, la promesa de una vida menos solitaria y el lazo que se había creado entre David y yo.
Estoy seguro de que si hubiera tenido que esperar semanas y semanas antes de ver a David, no me habría preocupado lo más mínimo. Yo era de esos críos que aprenden muy pronto que nada se obtiene con facilidad, con rapidez y sin dolor. Cuando me agazapaba en mis escondrijos y los pies se me entumecían, no me levantaba, no me sacudía, sino que me quedaba allí sin moverme y sólo a ese precio conseguía olvidarlo todo.
De ese modo, durante días y días, mi vida consistió en eso: en esperar a que acabaran las clases, salir pitando del aula, correr sin desfallecer; las piedras, los arbustos, las ramas, la tierra y la oscuridad del bosque no eran nada en comparación con mi objetivo. A veces, arrastrándome bajo la espesura a lo largo de la alambrada, con el cuerpo aplastando las hojas, me quedaba traspuesto, con el cuerpo súbitamente pesado. Pero estaba preparado. Guardaba en una hoja de papel algunas cucharadas de cacao que sisaba durante el recreo, en el colegio. También me guardaba los frutos secos de la merienda de la tarde, cortesía de la escuela, y con todo eso conseguía calmar los temblores y que esos puntitos negros que se me acumulaban delante de los ojos desaparecieran lentamente. Me quedaba allí hasta que se esfumaba el último prisionero, hasta que mi padre abandonaba su puesto junto a la verja y volvía a la sombra del mango, hasta que los policías entraban de nuevo en la casa de las buganvillas y la escena recuperaba su inmovilidad, su limpieza y su pulcritud. Entonces me iba, levemente decepcionado, muy poco, y, con el vacío que reinaba en mi pequeña vida de chaval sin hermanos, sin juguetes, sin risas y sin despreocupación, me obcecaba de nuevo con volver a ver a David y me ponía a esperar el día siguiente.
Varias veces, durante este periodo, mi padre avanzó en nuestra dirección a grandes zancadas, proyectando manos y pies, y todo lo que he contado empezaba de nuevo, como si fuese una obra de teatro que el hombre interpretara a la perfección. Desde mi estancia en el hospital, mi padre se había hecho con un arma nueva: un bambú que podía hacer daño, quemar y lacerar, pero que no podía lesionarte las costillas, romperte los brazos y la nariz o partirte los labios. Ese nuevo bambú más grueso, más verde, me había recordado a Mapou y a aquel bastón con nervios, nudos y la punta afilada que se había dejado en nuestra casa hecha de bosta de vaca y paja; y, curiosamente, ese recuerdo me tranquilizaba. Me veo acercándome, sopesándolo, mirando en su interior, en el tallo, me decepciona no ver luz al otro extremo y lo vuelvo a dejar en su sitio, contra la pared, mientras me invade una sensación de nostalgia. Puede que allí abajo, en Mapou, fuéramos más, yo tenía dos hermanos para protegerme y mi padre tenía amigos y cierto orgullo, puede que allá abajo él no se portara tan mal… Al día siguiente de las noches en que nos pegaba, yo me quedaba en casa, incapaz de moverme, con las extremidades doloridas y los gritos aún resonando en mi cabeza. Mi madre desaparecía en el bosque y volvía al cabo de una hora con las manos llenas de hierbas arrancadas, raíces y hojas. Aquellos días mi padre, con su cólera y su violencia, ganaba la batalla y, una vez más, ocupaba todo el espacio y hacía desaparecer mi nueva fuerza y mi magnífica determinación.
Transcurrieron varias semanas. Como ya he dicho, yo no contaba los días, no estaba impaciente, no me había marcado una fecha más allá de la cual dejaría de acudir a la cárcel. Hacía mucho calor a principios de aquel 1945. Alrededor de casa, la hierba se había secado y oscurecido. Nuestro pozo estaba cada vez más seco, y había que hundir mucho el cubo para sacar agua. De buena mañana, ya notábamos el temblor del calor envolviéndonos. Por la noche, los insectos revoloteaban mucho rato, enloquecidos por la temperatura, y si prestabas atención, la hierba achicharrada crujía a veces bajo los pasos de un roedor, de un gato salvaje, de un perro errante. El bosque había perdido parte de su verde brillo y de su espesor, parecía alejarse de casa, dejándonos cada vez más a merced de la inmensidad del cielo y las espadas del sol.
El día en que volví a ver a David, por fin, las flores fragantes y coloridas, el césped crecido y verde, el mango con su sombra y su espeso follaje, las buganvillas ávidas y rápidas, todo eso había sido como fulminado por un rayo, y el resultado era un paisaje empequeñecido, reseco, coagulado. Mi arbusto ya no era el mismo, y tuve que recurrir a un amasijo de ramas secas, astillas y hojas para camuflarme. Sonó el timbre y, como cada día, el corazón me empezó a latir con más fuerza. David llegó el primero, y eso me sorprendió, pues seguía mentalizado para buscarle, para, por así decirlo, descubrirle. Los demás aparecieron lentamente y, en su mayor parte, sin moverse mucho. David caminó a lo largo de la casa de las buganvillas, apoyado contra el muro de madera, y miró en mi dirección. A un metro de él, había un policía que no paraba de quitarse la gorra para secarse la cabeza con un pañuelo. Salí de mi escondite y me arrastré hasta la alambrada, bien pegado al suelo. David miraba hacia el sitio en el que se había sentado y llorado, hacia donde me había visto y sonreído con aquella sonrisa, con aquella manera de levantar una comisura que tanto quise imitar yo, sin más resultado que una mueca siniestra. Mirar, arrastrarse, esperar y rezar. Rezaba para que se fuera el policía, para poderme poner de pie, para hacer una señal, agitar la camisa o la bolsa de tela, decirle estoy aquí, siempre he estado aquí, no te dejaré en esta cárcel, Dios mío, sólo unos segundos, eso era todo lo que necesitaba.
Pero el policía se quedó cerca de David, hasta intercambiaron algunas palabras, y entonces sonó el segundo timbre. David se apartó del muro y penetró en la sombra, seguido por todos los demás. Yo sólo tenía nueve años, y la paciencia de la que había hecho gala durante esas largas semanas desapareció de golpe. Contuve los berridos ante el inmenso despecho que acababa de experimentar, golpeé el suelo con ambas manos y me agarré a la alambrada con una rabia que pocas veces había conocido hasta entonces. Tenía los ojos bañados en lágrimas, y la prisión no era más que una imagen borrosa. Apretando los dientes, hundí las palmas en los nudos de hierro, el dolor se me mezcló con la cólera, sacudí la barrera con todas mis fuerzas y, con un ruido ahogado, algo saltó de repente como una mala hierba arrancada. Parte de la alambrada se había salido del suelo. Temblaba.
Me podría haber partido un rayo y nada habría cambiado. Todo en mí se detuvo, la ira que me cegaba, la rabia en manos y pies, las lágrimas que caían, me había convertido en un bambú seco. Me deslicé hacia el escondrijo. Me quedé ahí esperando, muerto de miedo, pero no apareció nadie. Me levanté y eché a andar hacia casa. Hoy día, así como recuerdo los rizos de David, me acuerdo también del olor a óxido y sangre de mis manos. En el bosque, de regreso, me olisqueaba las palmas como si fueran una droga, y con cada aspiración me hacía con una bocanada de serenidad y de esperanza.