V

Esa noche, mi padre apareció con unos mangos. Como mi madre seguía cocinando para cinco, él había traído cinco mangos. Los miré a hurtadillas, como si esos frutos rojos y lisos, constelados de pequeños destellos verdes, supieran exactamente en qué había ocupado yo la tarde. Los había visto, inclinados y colgados en ese follaje espeso, y estaba convencido de que también ellos se acordaban de mí. Cuando tomé uno en la mano, lo noté pesado y tibio.

Mi padre sacó su cuchillito y se sentó sobre la piedra plana que había delante de la casa, frente al bosque. Cortó una rodaja fina del mango de manera lenta y minuciosa, sosteniéndola entre los dedos y el cuchillo, aspirándola. La rodaja anaranjada y reluciente se deslizó en su boca sin ruido y él se la tragó sin masticarla. No sé dónde había aprendido a hacerlo, pues antes, en Mapou, nos acurrucábamos, usábamos las dos manos para comer el mango, se nos caía el zumo por los antebrazos y lo pillábamos rápidamente con la lengua. Antes, en Mapou, del mango nos lo comíamos todo, la piel, el extremo algo duro que lo había sujetado a la rama, y chupábamos el hueso un buen rato, mucho rato, hasta que, rasposo e insípido, sólo servía para echarlo al fuego.

Di una vuelta alrededor de la casa, el calor había vuelto a bajar y el silencio del bosque formaba un espeso escudo frente a nosotros. Me acerqué a mi padre y les di unas vueltas en la boca a las preguntas que le quería plantear. ¿Quiénes eran esos señores, los prisioneros blancos? ¿Eran ellos los canallas, los ladrones y los matones de Beau-Bassin? ¿Por qué caminaban tan lentamente, como si no les quedara en las piernas más que la piel y unos restos de huesos? Y esos niños delgados y débiles, ¿también habían robado o hecho esas cosas que te llevan a la cárcel? Mi padre no me invitó a sentarme a su lado, no me miró, siguió con la vista plantada al frente, manoseando su cuchillito, y se levantó suspirando.

Mucho tiempo después, cuando me convertí en padre y amé a mi hijo de un modo del que no creía capaz a mi corazón, cuando cogía a mi hijo en brazos, un gesto que mi cuerpo y mis extremidades llevaban a cabo sin que me diera cuenta, nunca dejé de preguntarme qué le habría costado a él, a mi padre, mirarme con normalidad, sin esos ojos de loco amenazador, aunque sólo fuera una vez, invitarme a que me sentara a su lado y contarme una o dos cosas de su día, o no contarme nada y limitarse a compartir conmigo un momento de silencio nocturno, ¿qué le habría costado?

Pero en esa época, cuando mi padre estaba así, frío y distante, yo le daba gracias a Dios, como me había enseñado mi madre, por cada noche tranquila en la que volvía a casa sobrio, silencioso, inofensivo, con el corazón duro y plano como la piedra en la que se sentaba después de cenar. Esa noche no le hice mis preguntas y le agradecí a Dios su enorme bondad, su gran misericordia, al habernos ofrecido una velada sin un padre que lanza la mano o los pies sobre nosotros, sobre mi madre, sobre mí.

Durante las semanas siguientes, cada mediodía le llevé el almuerzo a mi padre a la prisión. Yo tenía los días muy ocupados y ya no podía deambular tanto por el bosque. Desde hacía un tiempo, mi madre ayudaba a la costurera del pueblo, la señora Ghislaine, que vivía en una casa tan blanca que te hacía entornar los ojos al mirarla. Alrededor de la casa había plantado dalias rojas y era muy bonito verlas, esas flores que se apretaban contra la pared, rojo sobre blanco, como hermanos y hermanas inseparables. Mi madre le echaba una mano en año nuevo y se dedicaba, como ella decía, a los «acabados»: coser el dobladillo con sólidas puntadas, añadir volantes, fruncir la cintura con pliegues regulares, cortar todos los hilos sueltos, almidonar, planchar, doblar. Durante esas vacaciones, mi madre me enviaba a primera hora de la mañana a buscar vestidos, faldas, corsés, enaguas, pantalones. Había que tomar el camino de detrás de la casa, andar una buena media hora y, a la entrada del pueblo, la primera casa era la residencia blanca y pespunteada de rojo de la señora Ghislaine. La costurera ponía las prendas en una sábana cuyos extremos ataba en el centro con un gran nudo. Luego me ayudaba a echarme a la espalda ese enorme fardo y, como si fuera de lo más normal que un crío canijo como yo se las tuviera que apañar con semejante peso al hombro, volvía rápidamente a su máquina de coser negra.

Con las dos manos, yo agarraba por encima del hombro el enorme nudo y recorría de nuevo el largo camino hacia casa. La sábana resbalaba y yo tenía que ir dando caderazos para subir el fardo y volver a agarrar el nudo con firmeza. No podía detenerme, pues tendría que dejar la sábana sobre la tierra o sobre la hierba y se ensuciaría. Tenía mucho miedo de que se me cayera el hatillo, de que se desperdigaran por ahí vestidos, faldas, corsés, enaguas y pantalones, y de que mi madre, al igual que mi padre, se pusiera también a lamentar que hubiese sido yo, Raj, el superviviente. Anil habría cargado con el fardo sin problemas, con todas sus fuerzas, y Vinod hubiese inventado un sistema para alternar mejor el peso en la espalda y lo habría llevado sonriendo, como en otras ocasiones, cuando iba cargado de cubos temblorosos con agua hasta el borde.

Era un camino largo el que yo recorría con la espalda inclinada y enseguida ardiente, con las rodillas flexionadas y los brazos y los dedos insensibles como si toda su fuerza se hubiese apagado, pero nunca dejé caer el sustento de mi madre. Cuando llegaba a la casa, ella salía corriendo a recibirme, yo oía sus pasitos y las palabras que pronunciaba para compadecerme y felicitarme. Mi pobre Raj, mi pequeño Raj, mi chavalote, bravo.

En cuanto ella me liberaba de ese peso, mi cuerpo vacilaba, me caía al suelo como un pelele, unos puntitos negros se me encendían en la mirada. Mi madre me preparaba un vaso grande de agua bien azucarada y yo me la bebía chasqueando la lengua y emitiendo unos mmm que me salían del fondo de la garganta. Luego me quedaba tirado en la hierba, y a veces tenía la impresión de que la tierra se me tragaba por lo mucho que me pesaban y me dolían los músculos.

Una hora después, iba a llevarle el almuerzo a mi padre y daba el mismo rodeo de siempre para reencontrarme con mi escondrijo. Cada mediodía esperaba, con renovados ímpetus a medida que pasaban los días, volver a ver al muchacho del cabello de oro. Al Dios de la noche al que le pedía una velada tranquila, también le rogaba que me trajera a David. Pero durante varias semanas, y tal vez más, no volví a verlo. Los demás estaban allí, los timbrazos, la manera de arrastrar los pies, de permanecer inmóviles en los rincones umbríos, aparecían otros niños flacos, pero no el que yo buscaba, el que había llorado y al que había acompañado en su tristeza.

Desde mi arbusto, observaba asimismo a mi padre y no me daba miedo. Mi padre abría y cerraba la verja de la prisión, tenía una serie de llaves en el fondo del bolsillo que formaban una especie de bolsa a la altura del muslo. Cuando corría, a mi padre se le oía de lejos, iba haciendo clic-clac y a mí no me daba miedo.

Mi padre saludaba mucho, a menudo corría detrás de los coches, les llevaba té en una bandeja a sus superiores, creo que en eso consistía todo su trabajo. Los viernes cortaba flores y se las daba al chófer del director, quien las envolvía en papel de periódico. No se hablaban, iban deprisa por miedo a que sus manos se tocaran, y a continuación mi padre volvía a su sitio y el conductor, bajo el mango, esperaba sentado en uno de los taburetes. Esperaba al director de la cárcel, un inglés llamado Singer al que yo veía de vez en cuando. Era un hombre muy bien vestido que llevaba prendas tan nuevas como esas que mi madre almidonaba y planchaba. Cuando llegaba el señor Singer, los policías se ponían firmes. Mi padre, por su parte, hacía una especie de reverencia ridícula y se quedaba inclinado de esa guisa hasta que el director estuviera dentro de la casa de las flores malvas.

En ocasiones, cuando todo estaba en calma, mi padre salía a fumar un cigarrillo bajo el porche, al lado de las buganvillas, y yo lo observaba con insistencia. En casa ya me habría pegado un grito, ¿qué miras, te pasa algo?, pero ahí no era más que un señor bajito con un uniforme deslucido y la camisa por encima del pantalón —nada que ver con los policías, que llevaban la camisa por dentro del cinturón—, con lo que, en esos momentos, no me daba ningún miedo.

Cuando llevaba la bandeja con dos tazas, una tetera y galletas, y andaba a pasitos cortos, y el dobladillo del pantalón se le enganchaba en el zapato, aunque él siguiera adelante como si nada, con la mirada clavada en la bandeja, pasito a pasito, a mí me entraban ganas de tirarle piedras, me entraban ganas de que tropezara y me entraban ganas de que se pusiera furioso y se transformara en el hombre que yo conocía, alguien que no permitiría que el dobladillo del pantalón se le enganchara en la suela del zapato, que caminaría a zancadas, como para pillar carrerilla y darle más brío a ese brazo que se dispararía hacia mí, hacia mí y hacia mi madre.

Una mañana, la señora Ghislaine me dijo que era Navidad. Ya había plegado la sábana y, en vez de volver corriendo a su máquina, me dijo con voz arrobada:

—Eres un gran chico. Ya sé que es Navidad, pero qué le vamos a hacer, así son las cosas, cuando hay que trabajar hay que trabajar, ¿verdad?

Era la primera vez que yo oía esa palabra y, aunque llevaba semanas en las que sólo abría la boca para decir, como me había enseñado mi madre, buenos días, señora, gracias, señora, hasta mañana, señora, pregunté:

—¿Y qué es la Navidad?

Ella estaba anudando la sábana en esos momentos, pero las manos se le inmovilizaron, me miró a los ojos y se tapó la boca con la mano derecha como si quisiera ahogar un grito. Y entonces, lo recuerdo como si fuera ayer, los ojos se le llenaron de lágrimas de forma asaz repentina, como si llevara reprimiéndolas toda la vida y de pronto, ante mi pregunta, no hubiera podido aguantar más y se le hubieran desbordado súbitamente. Me levantó por los sobacos con tanta facilidad como si yo fuera una maceta y me sentó en el sillón. Ahí empezó a hablarme de Jesús, de ese niño que nació en un establo, de su magnífica y perfecta madre, de esa estrella que había guiado a unos reyes hasta él, del hombre bueno y generoso en que se había convertido el tal Jesús, de los milagros que había hecho, de ese hijo de Dios que quería a todo el mundo y que lloraba con los pobres, de ese Dios hermoso y bueno que acabó en la cruz y que otorgó el perdón. La Navidad, dijo ella, es el día del nacimiento de Dios hace 1944 años. A veces decía Dios, a veces decía el hijo de Dios, a veces el buen Jesús, pero yo, lo que había registrado era que el tal Jesús hacía milagros, ¡había caminado sobre las aguas! La costurera de la casa roja y blanca me estrechó las manos y me habló con ternura, como lo hacía a veces la maestra en la escuela, y me confió que ese día sagrado, ese día al que llamaban Navidad, los pequeños podían pedirle lo que quisieran al niño Jesús (o al hijo de Dios, o al buen Jesús) y se producía el milagro.

Aquel día, en el largo trayecto hacia casa, agobiado por la sábana, no sufrí como de costumbre. Pensaba en ese Dios que caminaba sobre las aguas y pensaba en nuestro río, que se había convertido en un torrente de lodo, y pensaba que si nuestra familia le rezaba como me había dicho la señora Ghislaine, si cambiábamos de Dios como me había aconsejado la señora Ghislaine, puede que si yo pedía esa cosa magnífica, maravillosa —volver a ver a mis dos hermanos—, si me atrevía a desearlo, ese milagro… Por el camino, ese pensamiento increíble, esa esperanza loca, creció y se hinchó en mí para otorgarme una energía impresionante, y llevé la sábana como si mis hermanos estuviesen ahí, Anil delante, Vinod justo detrás, también ellos con una sábana en vez de los cubos que antes transportábamos, los tres juntos de nuevo, afrontando la vida.

Cuando volvió mi padre, le hablé de Jesús, del Dios que andaba sobre el agua y que hacía milagros. Estaba tan excitado por esa noticia que no me fijé en su paso inseguro, no olí el alcohol y no vi sus ojos enrojecidos ni su boca hinchada. Cuando me di cuenta de todo eso, de todo lo que mi madre me había enseñado a adivinar, de esas señales que anunciaban una noche en la que más nos valía quedarnos callados, invisibles, inmóviles, cuando me di cuenta de todo eso, ya era demasiado tarde.

La elasticidad felina que desplegaba mi padre, la manera que tenía de saltar encima de nosotros como si fuésemos presas que había perseguido y acosado. Siempre se ocupaba primero de mi madre, y mientras avanzaba en su dirección, ella retrocedía con las manos por delante, extendidas, sus pobres manos arrugadas, ridícula barrera, risible protección. ¿Me estoy inventando ahora la sonrisa en el rostro de mi padre? ¿Me invento esos ojos de repente tan vivos, tan crueles? Y si digo que él disfrutaba de aquello, ¿es mi voz de viejo o mi recuerdo de niño quien me lo dicta?

Con un golpe, uno solo, mi padre agarraba las manos de mi madre y se las retorcía hasta que ella gritaba. Acto seguido, la golpeaba, con una mano aprisionando las de su mujer y la otra tomando impulso por encima de la cabeza, detrás del hombro, qué fuerza tan increíble tenía mi padre en esos momentos, qué fuerza tenía ese hombre —a quien me parecí durante mi juventud, aunque afortunadamente, gracias, Dios mío, sólo en lo físico, pero hasta eso lamentaba cada vez que me veía en un espejo—, ¿de dónde sacaba ese poderío y por qué lo utilizaba así? Estaba borracho, pero golpeaba con precisión y paciencia. Arreaba una bofetada, fuerte y plana, y la cabeza de mi madre giraba hacia un lado. Esperaba a que ella volviera a mirarle para darle otro golpe, igual de fuerte, igual de preciso, y así sucesivamente hasta que mi madre dejaba caer la cabeza sobre el cuello. Mi padre la sacudía como si fuera una muñeca de trapo y la tiraba al suelo; y yo, el pequeño Raj, esperaba ese momento suplicando a Dios que hiciera algo al respecto, ahora mismo, de inmediato, algo que dejara congelado a ese hombre, que le hiciera caer hacia delante, hundirse en el sueño, no sé, ya no sé qué le pedía a ese Dios, pero suplicaba con fuerza que pasara algo antes de que los golpes de mi padre acabaran por matarnos a mi madre y a mí.

Yo esperaba que acabara con ella, esperaba que empezase conmigo, esperaba ese único instante en el que podría ayudar a mi madre. Ah, cuántas veces intenté separarlos, cuántas veces salté sobre mi padre, pero ya lo he dicho, era un felino, nosotros éramos sus presas y yo nunca gané esa batalla. Al final, cuando había sacudido a mi madre, yo la agarraba mientras caía. Eso era todo lo que hacía, todo lo que podía hacer. Ya había visto a Anil actuar así, en Mapou. Sostenerla para que no se partiera la crisma contra el duro suelo de esa casa en el bosque. Pero apenas notaba yo el peso de mi madre, la mano de mi padre ya se acercaba, la tenía encima, machacándome la boca, silbando en los oídos, cerrándome los ojos, abriéndome la nariz. Mi padre no decía ni una palabra, hasta parecía que dejaba de respirar. Mi madre lloraba, intentaba levantarse, suplicaba; y yo, yo sólo oía el estruendo de un torrente de barro. Así fue mi primera Navidad.

Los días siguientes a las chaladuras de mi padre se parecían todos. Mi madre y yo nos quedábamos en la casa, pasmados, hechos polvo, moviéndonos a cámara lenta y con el cerebro reblandecido. Mi madre pasaba horas haciendo cataplasmas, infusiones, pociones y lociones a base de hierbas, raíces, hojas y flores que recogía en el bosque y con las que borraba nuestras heridas. Pero ese 26 de diciembre de 1944, su medicina no fue suficiente. No sé qué fue lo que ocurrió realmente esa mañana, igual no me desperté, igual los potingues de mi madre no hicieron el menor efecto. Me acuerdo de mi padre hablando con una voz que yo no le conocía, una voz pequeña, casi una voz de mujer, explicando a no sé quién que me había caído de un árbol, que era muy travieso, y entonces me metieron en la cárcel, junto a los cAnAllAs, los lAdrOnEs y los mAtOnEs. Lo adiviné cuando, en brazos de mi padre, pasé bajo el enorme mango y oí el crujido de su pantalón al engancharse con la suela del zapato.

Se detuvo varias veces y, en cada ocasión, con su voz de mujer, decía, en francés, se ha caído del árbol. Yo no sabía que mi padre hablaba francés, pero en todo caso sabía el francés suficiente para mentir y camuflar lo que le había hecho a su propio hijo. A fin de cuentas, igual también hablaba inglés, español o chino, no me habría extrañado, pues la verdad es que no le conocía. Entre nosotros se alzaba el muro infranqueable de la violencia y de la muerte. Pensaba en mi madre, y cuando él me dejó en una cama lloré hasta quedarme dormido. Nunca antes había dormido en una cama. En Mapou y en nuestra casa del bosque, nos acostábamos sobre alfombras de hojas secas y trenzadas. Recuerdo que en cierto momento, en la cama de ese hospital situado en el seno de la prisión —sí, allí había un hospital, en la época no me pareció extraño, pues no conocía otras cárceles, y para mí todas tenían un mango, una verja con una bandera ilustrada, flores y césped, cabañas, sombras, policías bien vestidos, fantasmas tristes y, evidentemente, un hospital—, en esa cama, pensé por primera vez desde hacía meses en la enorme nube de vapor blanco que revoloteaba por encima de la plantación de caña, cerca del campamento de Mapou, y en la que yo quería pasarme la vida.

Creo que dormí mucho. No me encontraba en muy buen estado: la nariz rota, costillas hundidas, hematomas, una papilla azul donde estaban los labios. Cuando pienso en eso, es mi hijo quien me viene a la memoria y lo vuelvo a ver cuando tenía ocho años y probaba su primera bicicleta. Su concentración era intensa: pedalear, mantener el equilibrio, mirar el camino y vigilarme, a mí, que iba detrás de él como todos los padres, ¿no le había prometido que no le dejaría tirado? Me acuerdo de su mirada brillante de dicha y de esa sonrisa de oreja a oreja que se le había quedado encajada desde que recibió el regalo esa misma mañana. Había empezado a pedalear bastante rápido, yo oía a mi mujer y a mi madre riendo y animando a mi hijo, que iba detrás de mí, y le dejé adelantarme porque se las arreglaba muy bien sin mí. Algunos metros después, mi hijo se volvió y la mirada sorprendida que me lanzó, ese grito de niño atemorizado por encontrarse solo de repente, aunque supiera que yo hacía bien en dejarle pedalear solo, pues así es como se aprende a ir en bicicleta, me hizo experimentar un sentimiento de culpa que me puso el corazón en un puño…

Si le imagino por un instante en el estado en que yo me hallaba ese 26 de diciembre de 1944, cuando sólo tenía ocho años, me entran ganas de gritar.

Dormí mucho, y cuando abría los ojos había fantasmas de ojos coloreados y piel pálida encima de la cama, fantasmas que ya había visto antes, errando por un patio soleado con un enorme mango. Tenía la impresión de encontrarme en un mundo de algodón, de ruidos ahogados, de luz tamizada, con el cuerpo hundido en el colchón y en las sábanas blancas.

En varias ocasiones, un rostro cubierto de hilos de oro venía a tocarme ligeramente la cara, ahí donde todo estaba hinchado y morado. Si abría los ojos cuando estaba sobre mi cabeza, él me sonreía, pues me había reconocido, a mí, el chaval del arbusto. Sólo me había visto unos minutos, pero yo estaña convencido, y lo sigo estando, de ese reconocimiento a primera vista, una identificación física, el reconocimiento también de la desdicha, y me sentía muy tranquilo, como si estuviera en uno de mis escondites y nadie pudiera, allí, quitarme a mis hermanos y hacerme daño.