Oculto en la espesura, con las hojas crujiendo un poco debajo de mí y las ramas que se me clavaban en los muslos y que acabaron dejando rasguños de sangre seca, así de escondido, no vi nada de lo que había imaginado.
Esperaba ver jaulas, barreras y candados, cadenas y policías. Había imaginado gritos, perros, hombres de ojos amarillentos que serían los prisioneros peligrosos, matones, ladrones y canallas. También me había hecho una cierta idea de mi padre ahí en medio, con su uniforme y con todos esos tipos que le tendrían miedo, como se lo teníamos mi madre y yo cuando volvía de noche borracho y su mano se abatía sobre nosotros, sobre mi madre, sobre mí.
No había nadie en el patio, y esa prisión, cuya bandera azul y blanca se parecía a la de un parque de atracciones, WELCOME TO THE STATE PRISON OF BEAU-BASSIN, era de lo más apacible. Cierto es que, desde mi escondrijo, sólo podía ver una parte. A mi izquierda, más abajo, la verja a través de la cual le había pasado el almuerzo a mi padre; a continuación, un mango enorme, oculto por el muro a quienes contemplaban la cárcel desde el otro lado. Era, probablemente, el mango más grande que jamás hubiera visto, un tronco macizo, frutas rojas y lisas que se recortaban contra el verde de una vegetación exuberante y que colgaban pesadas hasta que se caían. Bajo el árbol, una vasta sombra en la que no se filtraba el sol albergaba tres taburetes cuidadosamente alineados. Luego había una casa, como las de las cartulinas del colegio. Con un tejadillo casi cubierto de buganvillas de color malva, una terraza, balaustradas de madera, ventanas con persianas y cortinas. Al lado de la casa, un paseo continuaba hacia el fondo de la prisión, y aunque el sol estaba en mitad del cielo, yo no podía ver gran cosa. Contra el muro, a la derecha, había una serie de cabañas alineadas, hechas de chapa roja o azul, y esos refugios, al igual que el paseo, llegaban hasta el fondo de la cárcel.
Esa primera imagen de la prisión de Beau-Bassin se me ha quedado grabada en la cabeza, tan lisa e inmóvil como una postal. No había nadie en el patio, ningún ruido, ni siquiera corría el viento, pensaba yo, y era como si alguien hubiese montado toda esa comedia para mí, sabiendo que iría a esconderme allí. Justo detrás de la doble valla de alambre de espino —si extendía el brazo podía tocar con la punta de los dedos el pincho de uno de los nudos de hierro— había matojos de flores silvestres; y a continuación, una franja de hierba verde y hermosa y ramos de gardenias, margaritas y rosas.
Yo estaba muy impresionado de ver eso, esa especie de riqueza tranquila en la que, además, trabajaba mi padre. Hoy día es un recuerdo que me desagrada un tanto, como una enorme mentira en la que creí por un instante, pues esa apariencia de bienestar —las cortinas que se hinchaban, las frutas, las flores, el césped, el silencio— no era más que una fachada, polvos arrojados a los ojos, y si rascabas un poco descubrías la oscuridad, la porquería, los gritos y los sollozos.
Creo que si hubiera sido un chico normal, sin historia —y con eso me refiero a un muchacho que no hubiese vivido en un chamizo durante sus primeros años, que no hubiera perdido a sus dos hermanos el mismo día, un chaval que hubiese tenido amigos para jugar y que no se agazapara en agujeros cavados en la tierra o en equilibrio, un chico que no hablase solo durante horas y horas, alguien que cuando cerrara los ojos por la noche viera algo que no fuese el cuerpo de su hermano pequeño atrapado bajo un peñasco—, no me habría quedado allí mucho tiempo porque esa extraña prisión me habría aburrido. Pero yo era Raj y me gustaban los rincones oscuros y los lugares inmóviles. Así pues, me quedé tal cual, durante un buen rato, vigilando la cárcel, barriéndola conscientemente con la mirada de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y así una y otra vez. Me decía que la próxima ocasión en que la señorita Elsa nos preguntara qué queríamos hacer cuando fuésemos mayores —cuestión a la que hasta ahora no sabía qué responder, pues las palabras «ser mayor» me recordaban brutalmente a mi hermano Anil, con lo que ante la citada pregunta siempre acababa por echarme a llorar y sufrir un ataque de tos como los de Mapou—, yo le diría que aspiraba a ejercer un oficio en el que uno pudiera esconderse y vigilar.
De repente, sonó un timbre y vi a mi padre salir de detrás del mango, como si llevara oculto ahí todo ese tiempo, y lanzarse contra la verja, donde se unían las cadenas, cerradas por varios candados. Salieron tres policías de la casa de las buganvillas y bajaron por los escalones del porche. Esos eran policías de verdad, no como mi padre, quien, a partir de ese momento, con su uniforme marrón, se me antojó paliducho, flaco y, sobre todo, miedoso. Los auténticos policías eran más altos, llevaban pantalones azul marino, camisa blanca, gorra azul y blanca y, sobre todo, una porra al cinto. Desde donde yo estaba, parecía que todos tenían una cola negra y tiesa. Se colocaron displicentemente alrededor de la casa, a lo largo del paseo que llevaba al fondo, justo al contrario que mi padre, que se crispaba contra la verja y no se sabía si pretendía romper los candados con las manos o protegerlos contra todo. Al cabo de unos minutos, del lugar exacto del que había surgido mi padre, aparecieron unas sombras blancas. Una fila de personas, muy delgadas, arrastrando los pies en silencio, siguió con paso lento el sendero de tierra y luego se dispersó por el patio. Hombres, mujeres, niños. Todos blancos. La ropa les quedaba demasiado grande, era demasiado larga, sucia y andrajosa, había algo que chirriaba en su atuendo y tenían cierto aire de fantasmas. Yo nunca había visto blancos tan flacos y fatigados; a los ocho años, pensaba que las personas blancas eran los patrones de la fábrica, iban en coche y pilotaban aviones, por lo que nunca habría creído que podían ser encerrados. Se quedaron en el patio, sin apenas moverse, puede que fuera una especie de libertad que se les concedía, pero el sol les hacía entornar los ojos, alzaban los hombros como cuando corres bajo la lluvia, miraban el cielo haciendo visera con la mano y muchos se refugiaban bajo el mango o debajo del tejadillo, pero recuerdo que ninguno se sentó en los tres taburetes de madera por muy agotados que parecieran. Nadie hacía el menor gesto para coger ni siquiera un mango y saciar el hambre o la sed. Me acuerdo de ese follaje espeso del mango y de las docenas de frutas que colgaban y que, desde lejos, parecían manchas granates, y de que esas personas pálidas y enclenques que se quedaban debajo tal vez no tenían la menor idea de lo que había sobre su cabeza. Yo no entendía lo que veía, no me acababa de creer que esos fueran los pEligrOsOs, los mAtOnEs y los cAnAllAs. Dejando aparte el color, parecían tan cansados como mi madre, miraban hacia delante como a veces lo hacía mi madre: se fijaba en un punto, daba igual que fuera de día o de noche, y se transformaba en estatua. Me dije que tal vez también ellos habían perdido a sus hijos, de golpe, tal cual, sin motivo, sin que pudieran expresar su cólera o acusar a alguien.
No recuerdo el momento exacto en que me fijé en David. Puede que fuese cuando echó a andar hacia la alambrada. Primero vi su magnífico cabello, esa masa que flotaba en torno a su cabeza y que, sin embargo, era bien suya, como nunca nada ha sido mío, esos rizos que ocultaban su frente y la manera en que avanzaba, estirado, sin cojear, no, daba la impresión de estar tallado en madera y en hierro y de que sus mecanismos no habían sido engrasados desde hacía tiempo. Llevaba un pantalón corto marrón como el de mi hermanito Vinod que acentuaba la blancura de sus piernas. Se acercaba a la verja, lentamente, sin apresurarse, y eso se me antojó increíble, que se comportara así estando en prisión, como si caminara por su jardín, y se acercaba, se acercaba, ahora sí, ahora podía verle mejor la cara, ese minúsculo rostro de niño rubio perdido en la humedad y el calor de Beau-Bassin. Había otros niños en el patio, pero solían quedarse enganchados a un adulto, nadie jugaba, nadie corría, nadie parecía hablar. Eran todos pequeños Raj, como yo.
David me dijo, más tarde, que avanzaba hacia las flores silvestres que crecían junto al alambre de espino. A David le encantaban las flores, era como si no las hubiera visto en la vida, pero es cierto que las flores de Beau-Bassin son distintas de las que crecen en Praga. Yo, en esa época, estaba convencido de que venía hacia mí. Sus ojos estaban en los míos, no podía ser de otro modo, y el corazón se me empezó a desbocar. Cada vez se acercaba más a la verja y yo temblaba, me hundía aún más en la tierra cuando, de repente, se volvió hacia los demás y se alejó de la alambrada con unos pasitos de marioneta. Se quedó así, dándome la espalda, no estaba a más de unos pocos metros de mí, tenía la camisa rasgada de tal modo que las mangas le colgaban de los hombros y de las muñecas y yo podía ver el dorso de sus brazos. Se sentó en la hierba espesa e hizo lo mismo que yo, mirar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. No lograba apartar la mirada de su cabello, pues era probablemente una de las cosas más bonitas que yo hubiera visto a lo largo de mi corta vida. Al sol de justicia de ese día de diciembre, unas pocas semanas antes de final de año, apenas dos meses antes del aniversario de la muerte de mis hermanos, su rubio casco brillaba como un ramo de hilos de oro. Era magnífico. Cuando movía la cabeza para vigilar —como yo, sí, incluso cuando no nos conocíamos hacíamos lo mismo—, sus rizos saltaban suavemente como si estuvieran montados sobre miles de minúsculos resortes.
Yo estaba muy contento de mi día, de mi escondrijo, de mis descubrimientos; no hubiera tardado nada, antes, en contárselo todo a Vinod y a Anil, como hacía con lo que aprendía en el colegio, y sus ojos se agrandaban, esos ojos como los míos, ah, qué feliz era al contarles cosas que les hacían abrir los ojos de par en par; ahora todo eso era para mí, por eso hablaba solo, para contar un poco mi jornada, para soltar esas palabras, esas emociones, esas imágenes y esas impresiones que se apoderaban de mí.
De repente, los rizos de David empezaron a temblar, al igual que sus hombros, y ocultó la cabeza entre las rodillas, elevadas hasta el pecho al sentarse. Luego le oí sollozar. Conocía muy bien ese llanto que te causa hipo, que te hace decir suavemente aaahh, como si alguien te hundiera poco a poco, muy poco a poco, un cuchillo en el corazón, conocía muy bien esos lloros que parecen venir de ninguna parte, de repente, cuando estás tan tranquilo sentado en un césped verde y mullido y el sol te calienta los hombros. Me incorporé con unas ganas terribles de llamarle, de consolarle, de decirle, como me decía Anil, deja de llorar, se te caen los mocos y te los vas a tragar, siempre nos hacía reír decir eso, te tragas los mocos, y él añadía, están salados, ¿verdad?, y al cabo de un momento ya me había olvidado de las lágrimas.
Ese día me pasó lo mismo que a David, eso que me pasaba de vez en cuando, ese nudo que se me hace a menudo en el vientre, esa dificultad para respirar, esas lágrimas que suben y contra las que no hay nada que hacer. Hundí la cabeza entre las hojas y lloré como él, que estaba a unos metros de mí.
No sé cuánto tiempo llevaba con la cara en el suelo, pero de repente oí gritar a mi padre. Dijo algo como, ¡eh, allí! Levanté la cabeza y me quedé estupefacto al observar que David estaba pegado a la verja, puede que la punta del alambre se le clavara en las manos. Contemplaba mi escondite. Estiré el cuello, seguro que mi cara daba miedo a causa de las lágrimas, la tierra y las hojas enganchadas, sin embargo él me sonrió. Intenté devolverle la sonrisa, las lágrimas se habían interrumpido bruscamente, el nudo del estómago se había deshecho, pero me limité a mirarle con ojos desorbitados y enrojecidos y con cara de salvaje. El siguió sonriéndome. Entonces improvisé una especie de saludo leve con la mano y, a su espalda, vi venir a un policía. Me oculté de nuevo y David se dio la vuelta. El policía le hizo un gesto brusco en plan baja de ahí, y luego, mientras sonaba otro timbre y todos esos seres flacos, sucios y cansados se internaban por el paseo sin sombra o abandonaban su refugio bajo el mango o el tejadillo, el policía llegó hasta la verja y miró en mi dirección. Tras emitir una especie de chasquido con los labios resecos, un «chic» algo hastiado, dio media vuelta.
Y en la sombra negra del paseo que los llevaba hacia no sé dónde, ese lugar al que iban arrastrando los pies de manera fatalista, como si no les quedara más remedio, en esa sombra negra, el brillo del dorado cabello de David se apagó a medida que el sol lo abandonaba.