III

Atravesamos la mitad de la isla, del norte al centro. Supongo que en ese largo camino hacia Beau-Bassin viajamos en carretas conducidas por bueyes o asnos, puede que cogiéramos un tren, pues ya había en esa época, caminamos, dormimos a la intemperie, vimos locomotoras, gente, paisajes, flores, caballos relucientes, senderos de tierra que morían en el mar, puede que incluso el mar, carreteras bien trazadas, casas y montañas cuya existencia ignorábamos nosotros, que nunca habíamos salido de Mapou. Pese a todos mis esfuerzos, no me acuerdo de nada. ¿Iba yo pegado a mi madre, me llevaba ella de la mano, lloraba a sus hijos, a su casa, a la comunidad de desdichados entre los desdichados que dejábamos atrás? ¿Qué hacía mi padre durante todo ese tiempo, él, cuyas manos ya no estaban ocupadas en cortar las cañas, en decapitar sus cabezas coronadas de flores blancas y volátiles que a tantos trabajadores habían cegado, qué hacía con sus manos desnudas, callosas, sin esos trapitos con que se las envolvía para protegerlas mal que bien de las espinas, de las cortezas, de los aguijones y de las astillas? ¿Qué hacía con esa boca que, a lo largo de un viaje interminable, ya no sabía a aguardiente, ya no se paralizaba con ese alcohol pesado y acre, qué hacía con esa voz poseída por las canciones de la plantación, del campamento, esas canciones de desgracia y esos lamentos de trabajador? ¿Qué hacía ese hombre abandonado a sí mismo, entregado a ese viaje, con la familia que le quedaba, sin el bambú verde con sus nervios y sus nudos con el que nos atizaba? ¿Y yo, débil y miedica, sin mis dos hermanos? Ese viaje podría habernos unido aún más, haber alimentado nuestra esperanza de futuro, podríamos haber sido unos pioneros, habrían hablado de nosotros con admiración por ser la primera familia que abandonaba Mapou por voluntad propia, porque aspirábamos a más, porque no creíamos en todos esos cuentos que decían que nuestro destino era ese, la lluvia de barro, el polvo y la miseria. Pero sólo éramos una familia en las últimas, devastada ante tanto dolor, y lo que hicimos fue huir.

Nunca le pregunté a mi madre cómo consiguió mi padre ese trabajo en la prisión de Beau-Bassin. Creo que ella sabía tan poco como yo del asunto, no era como con las parejas de ahora, que se lo cuentan todo, que analizan juntos la menor decisión; soldados por los secretos, mis padres no eran así.

Si alguien que no fuera yo contara esta historia, alguien que lo hubiese visto todo desde arriba, ese alguien hubiera argüido, seguramente, que nuestra situación en Beau-Bassin era mejor. La tierra por la que andábamos era fértil y de un bello color marrón. Se podían plantar legumbres y flores, y los árboles que en ella crecían eran de raíces profundas, sin peñascos negros especialmente colocados para impedirles el paso. En esos árboles crecían hojas gruesas, brillantes y verdes. Entre las hojas, nacían brotes blancos y rosados que después se convertían en frutos. Mangos, lichis, granadas, guayabas, papayas, que yo comía lentamente, pensando siempre en mis hermanos. Arboles del pan, jacarandás, aguacates que daban fruta en cualquier estación, verde o madura, salada o dulce. En el suelo, las lianas ocultaban pepinos, calabazas, calabacines; arbustos velludos daban tomates, pimientos, berenjenas; y, bajo la tierra, crecían las patatas, las zanahorias, las remolachas, los boniatos. El sol y la lluvia se habían convertido en cosas esenciales, agradables y suaves, no como aquellos monstruos de Mapou que ponen la tierra patas arriba, te entran en la tripa, te agostan el corazón y matan a los niños.

Nuestra casa en Beau-Bassin estaba hundida en el bosque, como hoy día podríamos imaginar la caseta de un guarda forestal o un refugio de caza. Más tarde, mi madre me explicó que nadie la quería. Estaba a medio camino entre la prisión y el cementerio, y la gente decía que era el hogar de las almas errantes. Mi madre había resoplado como una cría al explicármelo, pero a mí me gustó enterarme de esta confidencia cuando ya era un adulto alto y fuerte al que tales historias no podían asustar.

Me gustaría acordarme de los primeros días en Beau-Bassin con tanta claridad como recuerdo mis primeros años en Mapou, pero, aunque me concentre, sólo consigo conjurar imágenes deshilachadas, lanzadas a un libro sin palabras, sin título. Los muros de la casa invadidos por lianas tan sólidas como el bambú —nadie lo diría viéndolas— que componían bonitos frisos. Mis padres y yo arrancando esas lianas con todas nuestras fuerzas porque estaban infestadas de hormigas y de lagartos. Los muros desnudos de la casa cubiertos de una espesa capa de color gris verdoso. La presencia del bosque colindante y la atmósfera solemne que proyectaba, el color verde que le daba a todo, el silencio espeso a nuestro alrededor. Los labios de mi madre moviéndose a toda velocidad mientras preparaba infusiones y mixturas que espolvoreaba acto seguido en el umbral de la puerta, el marco de las ventanas, y las ratas tiradas, los erizos con la boca abierta y las serpientes blandas que encontrábamos al día siguiente. La mano de mi madre dándole al mortero, aplastando, barriendo, exterminando al enemigo. Los ojos de mi padre sobre mí, esa mirada que se oscurecía progresivamente. ¿Contra quién podía gritar, a quién podía pegar para exorcizar su cólera? Y esa pregunta en la punta de la lengua, esa pregunta que nunca pudo enunciar en voz alta, pero que yo oía cada momento que pasaba a su lado, cada vez que su mano caía sobre mí, sobre mi madre. ¿Por qué tú? ¿Por qué tú, Raj, canijo inútil, has sobrevivido? ¿Por qué tú? ¿Por qué tú?

Recuerdo los largos minutos que pasaba al despertar buscando con la vista a mis hermanos, el tiempo infinito que transcurría antes de recuperar mi lucidez, antes de que asumiera que a partir de entonces estaba solo y recordara el cuerpo atrapado de Vinod y el bastón de Anil lanzado al río, allá abajo, en Mapou.

Imágenes de esas nuevas mañanas en las que mi padre, en vez de envolver manos y pies en trozos de tela, se ponía un pantalón marrón y una camisa beige para ir a trabajar. El jabón que se convertía en espuma en su rostro y el cabello que alisaba dándose golpes en la cabeza con la palma mojada. La silueta de ese hombre nuevo, embutido en un ridículo uniforme, en el umbral de la puerta y el modo en que caminaba, con las piernas ligeramente separadas, como si la tela le rascase o quisiera gastar lo menos posible el pantalón. Esa impresión que yo tenía cuando mi padre partía hacia su nuevo trabajo —su trabajo de «carcelero», como decía él con un movimiento imperceptible de la cabeza hacia arriba, estirando sutilmente la espalda, abriendo mucho los ojos—, esa impresión al alejarse de la casa de que el bosque se lo tragaría entero y no regresaría jamás, perdido entre los meandros de la foresta.

En Beau-Bassin, durante esas jornadas solitarias, bajo esa luz tamizada que tanto adoptaba el color del bosque como el de las flores que mi madre había plantado alrededor de la casa, dibujando un círculo benéfico, o el de las lejanas montañas azuladas, descubrí el gusto por los escondites. Me metía en los rincones, con los pies y las piernas recogidos, subía a los árboles y me ovillaba en la horca de las ramas, doblando mi cuerpo como el de una serpiente; hacía agujeros bajo las lianas de las calabazas en el huerto y me metía dentro, con la tripa contra el suelo, las manos hundidas en la tierra hasta las muñecas y el rostro perdido en las lianas. Me quedaba horas así, inmóvil, escuchando mi respiración, sin ser nada más que un corazón que late lo más bajo posible. Unicamente oculto, apretado y arrinconado estaba tranquilo, más o menos bien. Afuera había demasiadas cosas nuevas para mí solo y me habría gustado compartir todo ese cielo azul y apacible, el exceso de ese verde oscuro e infinito del bosque y, sobre todo, ese silencio que se extendía, se extendía como el mar y se insinuaba por todas partes, en la casa, detrás de mi padre, alrededor de mi madre, de día y de noche, un silencio sólido en el que a partir de ahora se apoyaba mi pequeña y decapitada familia.

A veces mi padre violaba ese silencio. Le oía vociferar a lo lejos y mi madre se me acercaba, consciente de que los pasos y la voz de mi padre se aproximaban a la casa y de que ambos esperábamos que su mano cayera encima de nosotros, de mí, de mi madre. En esos momentos, estaba seguro de que todo el bosque se hallaba pendiente de nosotros, de que todo ese verde, toda esa espesura de madera y verdor que tanto me asustaba las primeras semanas estaba concentrado en ese resplandor nuestro que rasgaba la noche de Beau-Bassin.

El bosque estaba compuesto de eucaliptos, mangos, alcanforeros, ébanos, y cuando tenía ocho años, nunca habría imaginado que algún día todo eso sólo existiría ya en mis recuerdos, ese verde espeso, ese olor a tierra mojada, a madera cortada, a savia y fruta podrida. Ah, qué miedo había tenido las primeras veces que había atravesado el bosque de mi infancia, y qué orgulloso me había sentido luego al conocer mejor que nadie los senderos, los caminitos, las trampas, las madrigueras; corría con los ojos cerrados entre los árboles, sabía cuándo había que rodear el enorme mango, aminorar la marcha hacia la izquierda de aquel árbol cuyas raíces eran capaces de atraparte un pie, bajar la cabeza bajo las ramas rotas y en forma de horca del eucalipto, pegar un buen salto, sin pararse a pensarlo, justo al lado del otro mango, aquel cuyos frutos huelen tanto, pues precisamente ahí había un agujero y al lado del agujero un hormiguero con gruesas hormigas rojas de trasero redondo y reluciente que te dejaban unas ampollas gigantes y unas picaduras atroces.

Hoy día, me gusta pensar que si el bosque existiera aún —pues, evidentemente, ya no está, y en su lugar hay edificios modernos con macetas en las ventanas y balcones a los que se asoman las familias para contemplar que sé yo— podría recorrer de nuevo ese camino. Ahora, cuando pienso de nuevo en todo aquello, por primera vez desde hace muchos años, pues bueno, os juro que los pies me hacen cosquillas y que en mis músculos raquíticos despiertan viejos reflejos. A la izquierda, todo recto, ale-hop, bajar la cabeza, colgarse de una rama, recuperar el resuello, apretar los dientes, comportarse como un animal, como un tigre, como algo que no le tiene miedo a nada.

También en Beau-Bassin iba a la escuela, pero no puedo decir gran cosa al respecto. Era consciente de ser uno de los más pobres de la clase con esa ropa tan vieja que se iba haciendo fina y transparente, no jugaba con nadie, me comía el almuerzo que mi madre me había preparado por la mañana y me quedaba en el aula. Pensaba mucho en mis hermanos cuando veía a todos los niños jugando y gritando, y a veces, si los demás chavales me llamaban, me contenía, decía que no, bajaba la cabeza y los críos cuchicheaban entre ellos, decían que yo estaba muy enfermo y que jugar podía matarme. En el fondo, no andaban tan desencaminados. Me sentía enfermo por mis hermanos y estaba convencido de que les iba a traicionar, a alejarlos de mí para siempre si jugaba con los demás, si reía y me unía a ellos. Me quedaba en mi rincón y hablaba solo, en voz baja. Eso también lo había aprendido en Beau-Bassin. Me contaba historias a mí mismo como, en otros tiempos, se las habría narrado a Anil y a Vinod. Movía los labios como mi madre cuando machacaba sus pociones, sus hierbas, para alejar el mal de ojo, la maldad y los roedores que venían a comerse las legumbres del huerto y a zamparse la punta de nuestros dedos de los pies.

Mi maestra se llamaba señorita Elsa, y cuando me ponía su blanca mano en el hombro sentía una bola de calor crecer en el vientre como si fuera una pelota. Mi pequeño Raj, me llamaba. En las raras ocasiones en que mi madre venía a buscarme al colegio, la señorita Elsa la iba a ver, le decía que yo era un buen chico, que tenía un futuro, eso seguro, que aprendía rápido, que había recuperado el tiempo perdido, que era de los mejores en francés y en inglés y que muy pronto, tal vez, podría apuntarme al examen para la beca, esa famosa beca que te garantiza una plaza en el mejor instituto y dinero para libros, lápices y tizas, y que, incluso después de haber comprado todo eso, aún te queda para comprar comida, sí, sí, estaba convencida de que yo podría conseguirlo. Mi madre la escuchaba con los ojos muy abiertos y luego, de regreso, no me decía gran cosa, como de costumbre —mi madre no hablaba mucho desde que nos fuimos de Mapou—, pero me agarraba la mano con fuerza hasta llegar a casa. Probablemente, en esa época, su corazón sólo había conocido la tristeza de perder a dos hijos el mismo día, pero estoy seguro de que cuando la señorita Elsa le hablaba, mirándola fijamente a los ojos, ella se animaba un poco y a sus dedos afloraba la fuerza necesaria para creer que el único hijo que le quedaba le aportaría un poco de orgullo.

Cuando mi madre falleció, sus pertenencias cabían en tres maletas, una de las cuales estaba dedicada por entero a mí y a su nieto. Ella, que sin mi padre jamás me habría inscrito en el colegio, había conservado mis primeros cuadernos escolares y los de mi hijo, copias de nuestros diplomas y nuestras viejas carteras, y creo que, así como a otros les gusta enseñar fotos familiares, de casas o de coches, a mi madre le gustaba abrir esa maleta ante sus invitados. Recuerdo que a veces hojeaba mis cuadernos con admiración no disimulada, pasando las páginas como si se tratara de un valioso testamento, y cuando yo aprobaba los exámenes me cogía las manos y los ojos se le llenaban de lágrimas. También se mostró atenta con mi hijo, ordenándole el escritorio, clasificando por tamaño y grosor sus libros y sus cuadernos, sacando punta a la perfección a sus lápices; mi pobre chaval hasta tuvo derecho a un brebaje lechoso que, como decía mi madre, servía para «alimentar la cabeza».

Hasta las vacaciones del año 1944, yo nunca había visto la cárcel en la que trabajaba mi padre. En cierta ocasión me había dicho que en esa mazmorra había gente peligrosa, matones, ladrones, canallas. Mi padre me había agarrado de los hombros para decirme eso, pues sabía que yo me paseaba por el bosque y que me escondía en los árboles y quería asustarme, así que había pronunciado con mucha vehemencia las A, las O y las E de las palabras que me decía mientras me sacudía. La boca y los ojos se le abrían a la vez, como si un mecanismo los accionara desde el interior, y cuando lo veía marcharse por las mañanas, de uniforme, lo que más me apetecía era seguirle y ver cómo encerraba en su enorme prisión a los pEligrOsOs, a los mAtOnEs, a los lAdrOnEs y a los cAnAllAs.

Mi sueño se hizo realidad. Durante las vacaciones de final de año, de lunes a sábado, a mediodía, mi madre me hizo llevarle el almuerzo a mi padre al trabajo. Yo iba junto al bosque, torcía a la izquierda un poco antes del camino de tierra que conducía al pueblo y seguía el muro de la cárcel hasta la verja. Una vez ahí, esperaba un ratito y aparecía mi padre. Yo le pasaba su almuerzo aún caliente a través de los barrotes y él, invariablemente, me decía, vamos, vuelve a casa.

Por supuesto, no le hacía caso. Desde el primer día anduve rondando el muro, que me daba dolor de cabeza de lo alto que era, con la vista fija en las zapatillas porque estaba convencido de que se me caería encima. En la esquina, di la vuelta, rodeé la prisión y regresé a la verja por el otro lado, donde la tierra subía un poco y, en lugar del muro, había una gran valla de alambre de espino. Y ahí fue donde encontré el mejor escondite de mi vida. Un escondrijo donde podía ralentizar mi corazón, inmovilizar mi vida y observar a los pEligrOsOs, a los mAtOnEs, a los lAdrOnEs y a los cAnAllAs.