II

Hasta la edad de ocho años, viví al norte del país, en un pueblo llamado Mapou. No era como los que hay ahora, con casas limpias, tejados de colores vivos, caminos de tierra bien aplastada o de asfalto bordeados por hileras de bambú elegantemente cortadas, vallas de madera pintada que se abren a patios acogedores, flores, macetas, frutales, luz y sombras juguetonas por doquier. Cuando pienso en ello ahora, y puedo sin esfuerzo alguno recordar aquellos años, creo que el sitio en que vivíamos se parecía más bien a un cuchitril.

En el lindero del inmenso campo de caña, de un verde ondulante, de la propiedad azucarera de Mapou, empezaba una serie desordenada de habitáculos, de chozas, de supuestas casas hechas con todo lo que caía en manos de nuestros mayores y que se describía como «el campamento». Ramas, troncos, trozos de leña, tocones, hojas de caña, ramitas, bambúes, paja, bosta seca de vaca, la imaginación de aquella gente era infinita. No sé cómo sobreviví a la vida en el campamento, cómo pudo el chaval frágil y miedica que era yo atravesar esos ocho largos años. Allí, en cuanto un niño se ponía enfermo, la familia preparaba de inmediato su lecho de muerte y, por lo general, hacía bien en comportarse así, pues la muerte sucedía a la enfermedad de forma sistemática e inexorable.

El campamento se elevaba sobre un terreno en el que no crecía nada porque había unas rocas enormes encima, y a veces, en mitad de la noche, creciendo como si fueran plantas, se hundían un poco en la tierra rojiza. Lo suficiente como para aplastarles el pie a los que se levantaban antes del alba o a los niños que corrían imprudentemente. En esos casos, el que resultaba herido avisaba a los demás, y un bambú o una rama con un trozo de tela ejercían de advertencia. Así es como recuerdo nuestro campamento, trufado de palos de aviso, serpenteando y rodeando nuestras vidas y nuestros caminos, que había que sortear.

Los días de sol —es decir, nueve meses al año—, de esa tierra ascendía un polvo rojo y acre que nos obsesionaba a todos. Si se levantaba viento todo era peor, pues la montaña del otro lado nos devolvía, como si fuera una bala, el soplo ardiente de esa ceniza que envolvía nuestras pobres casas y que sólo parecía aspirar a una cosa: sepultarnos de una vez por todas.

Pero no había que rogar por la lluvia. Incluso en esos momentos de furia en que el polvo se nos colaba por todos los poros —o se convertía en costras alrededor de la boca y de los ojos, o se nos metía en finas líneas bajo las uñas, o cuando por las mañanas escupíamos una bilis marrón y nuestras comidas acababan por saber a esa escoria seca y áspera—, no había que rogar por la lluvia. Y es que allí, en Mapou, la lluvia que centellea y cae del cielo, tan fina y suave que hasta podría hacerte cosquillas, la lluvia que refresca y por la que das gracias al cielo, esa especie de maná no existía. En Mapou, la lluvia era un monstruo. La veías hacer acopio de fuerza, pegada a la montaña, como un ejército que se reagrupa antes del asalto para escuchar las órdenes de combate y de exterminio. Las nubes engordaban día a día, tan pesadas y orondas que el viento, que en el suelo nos hacía titubear, no era ya capaz de alejarlas. Alzábamos los ojos hacia la montaña, cuando el polvo nos concedía algún descanso, y los suspiros de nuestros mayores nos preparaban para lo peor.

Esa tierra que podía parecer sedienta por tantos días de sol, machacada por el viento, trabajada desde el interior por las rocas ardientes, esa tierra no nos servía de nada. Cuando las primeras gotas de lluvia caían sobre el campo, la tierra las absorbía durante un breve instante y se hacía tierna y ligera. Podías hundir el pie en ella, recuerdo esa sensación de tibieza en los dedos, y soñar con una tierra fértil, con legumbres cargadas de savia, con frutas rebosantes de zumo. Pero eso no duraba mucho. Incluso nosotros, los niños, que tanto disfrutábamos con ese primer chorro de agua, con el rostro limpio del polvo rojo, incluso nosotros dejábamos de jugar para correr a refugiarnos en las casas. Rápidamente, la tierra se endurecía y las gotas rebotaban, cual miles de pulgas, con un crepitar insoportable. Y esa era la señal que esperaban las nubes más gordas. Explotaban en un relámpago cegador, el trueno hacía temblar la tierra y todos acabábamos por añorar los días secos y el polvo rojo.

En muy poco tiempo, un torrente de barro, cargado de ratas muertas atrapadas por la lluvia a manadas en el campo de caña, invadía la campiña. Algunos habitáculos temblaban y sus ocupantes gritaban de terror, mientras corrían a refugiarse a casa del vecino. En el nuestro, y me refiero a la única habitación que nos servía de casa, nos quedábamos sentados, postrados, contemplando las gotas que se colaban por el techo y rezando para que las paredes resistieran. Oíamos crujidos, chirridos, truenos, tamborileos, gritos. No nos movíamos; con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza hundida entre los hombros, esperábamos rezando. Cuando, al final, volvía el silencio junto con el sol, que parecía ignorar el diluvio de lo mucho que brillaba, había que empezar de nuevo. Reconstruir, limpiarlo todo, ponerse a buscar e, inevitablemente, llorar a un desaparecido entre los que habían corrido peor suerte.

En mitad de la plantación de caña se alzaba la fábrica azucarera de Mapou, y su chimenea escupía, varios meses al año, un vapor espeso que se movía por encima de nosotros con lentitud y voluptuosidad. Me gustaba su humareda blanca, pulposa, con los bordes redondeados como si los hubiera trazado una mano cariñosa, y durante mucho tiempo deseé pasar ahí el resto de mi vida. Estaba convencido de que se podía ser muy feliz envuelto en ella y saltando en sus volutas. Todos los hombres del campamento, incluido mi padre, iban a trabajar al campo de caña. Mi madre trabajaba junto con muchas otras mujeres en las residencias de los «patrones», como se les llamaba. Los patrones eran los propietarios y los mandos de la fábrica. Mi padre se levantaba muy pronto y mi madre abandonaba nuestra cabaña dos horas después. Mi madre regresaba al final de la tarde y mi padre, bueno, él volvía cuando volvía, siempre borracho, dando tumbos y farfullando, moviendo los brazos y las piernas como una marioneta desarticulada.

Yo tenía un hermano que me llevaba un año, al que quería más que a nada en el mundo, y un hermanito un año menor que yo que me quería a mí, según creo, más que a nada en el mundo. Anil y Vinod. Y yo, Raj.

Recuerdo estar constantemente a los pies de Anil y que Vinod, a su vez, estaba a los míos. En el campamento, cuando un niño aprendía a andar o entendía más o menos lo que le decían, dejaba de ser un niño y tenía un papel que cumplir, unas tareas que llevar a cabo. Tengo mi primer recuerdo muy claro en la mente. No sé qué había o no había hecho Anil, pero mi padre lo tiene agarrado de la cabeza con un brazo y, con el otro, le atiza a mi hermano en el culo con una caña de bambú muy verde, con sus nervios, sus nudos y una punta muy afilada. Mi madre llora junto a la puerta con las manos en las orejas y, de repente, a mi lado, Vinod se lanza contra mi padre, intentando quitarle el bambú, y mi padre, con un codazo, catapulta a mi hermanito al otro extremo de la habitación mientras mi madre se precipita. Desde donde estoy no veo la cara de Anil, pero recuerdo que se somete a la voluntad de mi padre y que el único llanto que oigo es el de mi madre, primero, y luego el de Vinod, y que él, mi hermano mayor, no llora.

Tiempo después, cuando yo ya era un adulto, mi padre había muerto y mi hijo era un adolescente, le conté esta historia a mi madre. Ella ponía en duda que ese recuerdo fuera mío, pues yo era muy pequeño, decía, apenas cuatro años. Mi madre pensaba que yo debía de haber escuchado la historia de boca de Anil, pero yo sé que ese es mi primer recuerdo del campamento de Mapou. Esa escena en la que yo ejerzo de espectador y en la que mi hermano pequeño, que tiene tres años, acude en defensa de Anil cuando debería haber sido yo quien lo hiciera. Yo. Cuando vuelvo a ese primer recuerdo de mi vida, tengo también la impresión de que me mantengo al margen porque me siento culpable de algo, porque soy yo el que tendría que estar recibiendo los bastonazos y no Anil. Es curioso, recuerdo el color de la tierra del campamento, el modo en que soltaba ese polvo acre, recuerdo la lluvia, recuerdo la montaña, al final del campamento, junto al río, esa masa negra que se recortaba contra el cielo de noche y nos tapiaba las estrellas. Recuerdo todo eso, pero no me acuerdo de lo que hice ese día para que Anil se llevara esa somanta.

De pequeño, yo era débil. De los tres hermanos, era yo el que más miedo tenía, el que siempre estaba algo enfermo, al que más se protegía del polvo, de la lluvia, del barro. Y sin embargo, fui yo quien sobrevivió en Mapou.

Entre nuestras numerosas tareas en el campamento, de la que nunca nos escaqueábamos era del transporte de agua. El río corría a unos centenares de metros del campamento y nosotros sabíamos que, a diferencia de los demás niños del lugar, teníamos suerte. Algunos acompañaban a su padre a la plantación, otros tenían que cavar y mantener trincheras para evacuar el agua en previsión del próximo diluvio, pero nosotros íbamos al río.

Al final del campamento, había un bosquecillo que atravesábamos por un sendero apenas trazado en la espesura. Anil encabezaba la marcha, Vinod la cerraba y yo, una vez más, era el más protegido de los tres. Ese sendero me parecía maravilloso. Por el camino había fresas silvestres, y en verano las más maduras engordaban en los arbustos. Las mariposas se posaban muy cerca y nosotros nos deteníamos para observarlas, maravillados por sus colores entremezclados, y estoy convencido de que, en esos momentos, todos soñábamos con transformarnos en mariposa: vestirnos de colorines, batir las alas y echar a volar.

Anil siempre caminaba con un bastón torcido hacia arriba en forma de U, en cuyo hueco dejaba a veces descansar la mano. Era una rama de alcanforero que al principio olía mucho pero que, al final, acabó convertida en un sencillo bastón de crío. Mi hermano mayor azotaba las hierbas que tenía delante para alejar a las culebras que tanto nos asustaban a Vinod y a mí. Anil adoraba ese bastón. Era, a fin de cuentas, lo único que de verdad le pertenecía, algo que no tenía que compartir con nadie, que no representaba un peligro ni un objeto de codicia y que, por consiguiente, nadie podía reclamarle.

Escuchábamos el río antes incluso de verlo, y a veces, en ese preciso momento, Anil se daba la vuelta para sonreímos con dulzura y yo me contenía para no ponerme a correr y a saltar. Íbamos a una hora en la que estábamos seguros de no encontrar a nadie. Se trataba de un río que bajaba de la montaña, y yo, aunque era pequeño, me daba cuenta de la pureza de sus aguas, procedentes de las alturas, puede incluso que de las nubes, y que eran de una claridad cegadora y de un sabor, según Vinod, algo dulzón. Ese río era nuestro edén, y pasábamos del infierno de nuestro campamento al paraíso por ese bosquecillo que atravesábamos de manera ceremoniosa prácticamente a diario.

Teníamos, entre los tres, seis cubos que llenar, y retrasábamos todo lo que podíamos el momento de regresar al campamento. Atrapábamos los pececillos que intentaban nadar contra la corriente, nos contemplábamos en el agua y aún hoy día, cuando pienso en mis hermanos, veo nuestros tres rostros reflejados en el río, algo borrosos a causa de las ondas en la superficie del agua: Anil a mi izquierda, Vinod a mi derecha, y nos parecemos mucho con el cabello moreno mal cortado, los ojos hinchados por el polvo, el cuello flaco, unos dientes que parecen demasiado grandes para nosotros, pues tenemos las mejillas muy hundidas, y esa manera tan nuestra de mirarnos unos a otros y echarnos a reír.

Anil era quien daba la señal de partida y los demás no la discutíamos. Llenábamos los cubos hasta el borde y emprendíamos el regreso, que era mucho menos agradable que la ida. Anil nos había enseñado a caminar con ligereza, para derramar la menor cantidad de agua posible. Las asas de hierro se nos clavaban en la palma de la mano y nosotros apretábamos los dientes. Anil se ponía el bastón bajo el brazo y nunca lo dejaba caer.

Cuando mi madre volvía de trabajar, la casa tenía que estar limpia, la tierra frente a la puerta recogida de la mejor manera posible, el agua en la barrica, los troncos alineados para el fuego, los hatillos de hojas secas bien atados y nosotros bien sentaditos. Se hacía pronto de noche, los hombres regresaban de la plantación y empezaba entonces otra vida para nosotros y para nuestra pobre madre, una vida llena de gritos, de hedor a alcohol y de sollozos.

Todos los hombres del campamento bebían. No sé ni dónde ni cómo compraban la bebida, pues nadie allí podía comer hasta saciarse. Tragábamos un pan insípido que nuestras madres cocían, hierbas machacadas, a veces legumbres, y bebíamos a diario un té demasiado hervido. Mi padre no era ni mejor ni peor que los demás. Berreaba cosas que no entendíamos, cantaba canciones que su lengua pesada y cargada de alcohol hacía incomprensibles y nos llevábamos algún que otro sopapo si no le seguíamos la corriente. A menudo acabábamos fuera, abrazados a mi madre, y no éramos la única familia en semejante situación.

¿Qué más decir de esas noches en el campamento? Yo no tenía la impresión de ser más desdichado que los demás, mi universo empezaba y terminaba aquí; para mí, el mundo estaba hecho así, con padres que trabajaban de la mañana a la noche y que volvían a casa, borrachos, para emprenderla con su familia.

Cuando cumplí seis años, mi padre me envió a la escuela. A ella sólo acudían cuatro niños del campamento, y para nosotros, los tres hermanos, la escuela era, junto con el río y los vapores de la fábrica, otra vertiente del paraíso. Pero mi padre había decidido matricularme a mí solo, sin Anil y sin Vinod, y ese constituía el peor castigo posible. Lloré, berreé, grité, me daban lo mismo los golpes de bambú, las bofetadas y las amenazas de mi padre; y, por encima de todo, era insensible a las súplicas de mi madre, quien me miraba con sus ojos húmedos y me decía, Raj, te lo suplico, hazlo por mí, ve a la escuela.

En esa época, los niños nunca se salían con la suya. Con lo que, evidentemente, acabé yendo a la escuela. Sólo había dos clases, una para los pequeños, para los principiantes como yo, y otra para los que, en teoría, sabían leer, escribir y contar. Me dieron una pizarra sobre la que podía escribir con tiza, y debo confesar que mi inmensa pena se vio atenuada por ese mundo desconocido que representaban la escuela y la instrucción. Salía de casa a las siete de la mañana y mis dos hermanos me acompañaban hasta el final del campamento, junto a la montaña. Tenía que rodear la plantación, pues las aulas estaban algo alejadas de la fábrica. A veces, durante el trayecto, que duraba una buena media hora, me imaginaba que íbamos los tres de camino a la escuela y que ante nuestros ojos pronto se extenderían las cartulinas en las que el mundo nos sería explicado, dibujado y escrito. En una de ellas había un hombre vestido con un pantalón y una camisa de manga corta que tenía el cabello moreno y ondulado, un rostro agradable y una sonrisa. En la parte de abajo de la cartulina, la palabra papá. Anil y Vinod podrían creer entonces lo que yo les contara: los padres del mundo no se parecían ni a los del campamento ni al nuestro.

Mis hermanos se las apañaban para esperarme por la tarde en vistas a ir juntos al río, pero, con mucha frecuencia, yo iba a parar a un campamento vacío cuya fealdad se me aparecía de golpe en toda su magnitud. En esos momentos sólo tenía un deseo: ocultar la cabeza entre las manos y llorar. Comparaba esa imagen con la de la cartulina CASA, una cosa hermosa, blanca, con el tejado azul, limpia, impermeable a la lluvia, sólida, de lo más resistente gracias a unas paredes duras. Evidentemente, en esas casas el polvo no giraba en torno a los rostros cual nube de moscas, y el barro no se deslizaba de manera desagradable, al modo de las serpientes, por ninguna parte. Claro está, en esas casas, el bambú nervudo y nudoso con la punta muy afilada no estaba apoyado contra la pared, inmóvil, inocente, inofensivo, pero desafiando a todas las miradas.

En la escuela también aprendí lo que era la culpabilidad. Esa cosa insidiosa que me impedía ser tan sólo un chaval, reír a carcajadas, jugar con los demás, sentarme tan tranquilo para mirar hacia delante. Cuando estaba en clase, ese sentimiento me abandonaba. Pero una vez concluía la jornada, volvía a ser Raj, el único hermano que iba al colegio. ¿Por qué yo? Eso era algo que no dejaba de preguntarme. Siempre escondía en mi bolsa de hojas de palma secas la pera pocha que nos daban en el recreo de la mañana, pero me veía obligado a beber la leche de vaca que nos servían en ese momento. La bebía lentamente, con los ojos cerrados, pensando con fuerza en Anil, en Vinod, mientras los imaginaba limpiando la casa, cortando madera, enganchando las hojas de caña, inclinados, fatigados. Para crecer, ellos sólo tenían agua azucarada.

Yo deseaba que mi padre eligiera a otro de sus hijos para educarlo. Pero muy pronto, Anil iría con él cada día a cortar caña de azúcar, pues era fuerte, ya se le notaban los músculos bajo la piel, nunca se quejaba y, con su voluntad y su capacidad para el trabajo, traería dinero a casa, un dinero que no malgastaría en alcohol y que le entregaría ceremoniosamente a mi madre. Vinod estaría mejor en mi lugar, pero era ágil, mañoso, y, si bien no tenía la fuerza de Anil en brazos y piernas, era espabilado y tampoco se quejaba nunca. Yo no servía para gran cosa, me pasaba la mitad del año tosiendo, siempre estaba bebiendo infusiones de hierbas amargas para acabar con esa tos ronca que, según mi madre, vivía en mi interior, y a veces me tiraba noches enteras con convulsiones y se me congelaban los pies. Cuando la tos por fin se calmaba, me iba con mis hermanos, pero tenía la impresión de que había algo que me estaba devorando el pecho. Mis piernas no tenían músculos, eran finas como el bambú, y a menudo Anil me cargaba como a un peso ligero. Yo entrelazaba su vientre con las piernas, le echaba los brazos al cuello, él me ponía en su espalda y yo sentía por mi hermano mayor un amor inmenso.

Cuando regresaba de la escuela y todo se había hecho sin mí, la culpabilidad me hacía hiperactivo. Me precipitaba en busca de nuevas hojas de caña para la despensa de la cocina, aunque mis hermanos ya hubieran dejado un hatillo detrás de la casa. Quería ir a buscar más agua, pero la barrica no podía contener más que la equivalente a seis cubos. Volvía a aplanar la tierra, y cuando el viento hacía bailar el polvo, me quedaba en la casa, armado de un trapo, haciendo frente a esa ceniza que se posaba sobre los utensilios de mi madre, sobre las esteras y hasta sobre el bambú de mi padre, con sus nervios, sus nudos y su afilada punta. Luchaba entre toses contra ese monstruo que había en mí y que siempre acababa ganando, pero daba igual, echaba el bofe y los brazos me palpitaban de dolor, aunque siempre hacía reír a mis hermanos con mis movimientos de loco cansado.

Nuestra vida de barro y ceniza se acabó poco después del primer día de 1944. A finales de año, habíamos conseguido ropa que las mujeres de los jefes de la fábrica de azúcar nos habían dado. Prendas que habían llevado sus hijos, pero eso no tenía ninguna importancia para nosotros, pues el material, los colores y el corte nos encantaban. Los tres lucíamos camisas blancas y pantalones cortos de tallas y colores distintos. Yo tenía un pantalón corto verde, cortado de una tela suave, y si pasaba el dedo por encima podía sentir en el tejido el rayado que no se apreciaba a simple vista. La camisa me picaba en el cuello. Anil tenía una especie de bermudas, eso lo sé ahora, pero recuerdo que no parábamos de burlarnos de él, pues las pantorrillas le asomaban de esa cosa larga y caqui y pensábamos, en esa época, que le quedaban demasiado grandes. Nosotros sólo conocíamos los pantalones, largos y cortos, no los bermudas. Vinod llevaba un pantalón corto marrón que mi madre había arreglado en la cintura con tres imperdibles. Probablemente ofrecíamos una pinta ridícula, pero nosotros nos sentíamos, por así decirlo, de lo más importantes.

Conservamos esas prendas durante varias semanas, y las llevábamos puestas cuando fuimos al río esa tarde. Las camisas ya no picaban, estaban sucias, no quedaba más que un imperdible en el pantalón de Vinod. Tras unas semanas de intenso calor, el cielo estaba bajo, negro, y ocultaba la mitad de la montaña. No se nos acercó ninguna mariposa, los matorrales estaban secos, el viento creaba pequeños tornados y nosotros nos deteníamos para contemplar las hojas subiendo en espiral y volviendo a bajar. Escuchamos el río muy tarde, y mi hermano mayor se volvió hacia nosotros sonriendo, pero no apretamos el paso como solíamos hacer.

El río estaba limpio y claro, con un sabor algo dulzón, como decía Vinod. En pleno verano acostumbraba a adelgazar, a tener problemas para rodear los peñascos grises de sol que invadían su lecho. Jugamos un poco y luego Anil decidió subir hacia la montaña para encontrar un caudal más poderoso. Recuerdo que eché un vistazo al campamento. Sólo una rápida ojeada por encima del hombro, y los árboles entre los que acabábamos de pasar se me antojaron flacos y a merced del viento que los hacía bailar. Nos alejamos, con los cubos en la mano, Anil delante con su bastón, Vinod detrás de mí, y fue al pie de la montaña cuando la lluvia empezó a caer de repente.

Hoy tengo setenta años y me acuerdo como si fuera ayer del trueno que pareció salimos del vientre por la manera en que resonó en nuestro interior. Me acuerdo del miedo, al principio, del silencio irreal que siguió al trueno y que lo congeló todo, hasta la naturaleza estaba a la espera; y nosotros, nosotros no nos atrevíamos a movernos. Durante largos minutos, gotas espesas y frescas empezaron a mojarnos el cabello y la cara y a empaparnos la ropa. Recuerdo la niebla fantasmal que surgió de la tierra cuando esta absorbió las primeras gotas. Por lo general, ese momento nos gustaba, pero ahora era distinto. Yo lo sentía, mis hermanos lo sentían. Rápidamente, los relámpagos se dibujaron en el cielo, estallaron más truenos y nosotros echamos a correr.

¿Cuánto tiempo duró la desbandada? Los guijarros secos que, justo antes, nos arañaban los pies habían desaparecido, recorríamos una tierra resbaladiza, pegajosa, y nos costaba lo nuestro despegarnos de ella. El sol se había apagado. La lluvia dibujaba paredes y de la tierra ascendía una cortina de azufre. Frente a mí, la camisa blanca de Anil tremolaba, y yo intentaba no perder de vista ese trozo de blancura. Él iba diciendo vamos-vamos-vamos y luego, de repente, en un abrir y cerrar de ojos, nada más. Ni voz ni camisa delante de mí. Me detuve y Vinod se empotró contra mí. Mi hermanito me cogió del brazo y empezó a gritar Anil, Anil, Anil. Seguí su ejemplo, gritábamos al alimón el nombre de nuestro hermano mayor, no se cuánto tiempo estuvimos así, corriendo en el barro, sin ningún punto de referencia, con los ojos cerrados por la fuerza del viento y de la lluvia, y muy pronto, Dios mío, muy pronto ya sólo quedaba mi voz gritando Anil, Anil, y luego, Anil, Vinod, Anil, Vinod. Chillaba con todas mis fuerzas, pero el viento, la lluvia, los truenos y el rugido de la corriente de lodo en que se había convertido nuestro querido río cubrían mi voz y no me ofrecían la menor oportunidad.

Cinco días después, los hombres del campamento encontraron a Vinod, sin camisa, con la cabeza atrapada detrás de un peñasco. Cuando se es un crío de ocho años, no es fácil ver a ese hermano pequeño que te quería por encima de todas las cosas con la cabeza aplastada por vete a saber qué, con los dedos de los pies y de las manos arrancados por las piedras que han resbalado por la montaña, con el cuerpo magullado tras pasarse cinco días atrapado detrás de una roca, a merced del río que tanto queríamos, ese río que tenía, para él, un sabor algo dulzón y que se había convertido en un torrente de barro, de pedruscos, de rocas. Lo incineramos ese mismo día, todos los preparativos de la ceremonia aparecieron como por arte de magia: la camilla de madera de alcanforero, la sábana blanca, las guirnaldas de flores, el incienso, el cura con su gran punto rojo en la frente y su libro de versículos sagrados en las manos.

Nunca encontramos el cuerpo de Anil. Unos días después, en el transcurso de una última batida con los habitantes del campamento, descubrí su bastón. Estaba ahí, a la salida del bosquecillo, y lo reconocí gracias a su extremo en forma de U. Dejé reposar la mano en él y nunca podré explicar lo mucho que eché de menos a mi hermano mayor en ese momento. El río volvía a estar claro y limpio, y mientras los hombres buscaban el cuerpo de Anil, lancé su bastón al agua. No sé por qué lo hice, no había previsto ese gesto, pero se trataba, como ya he dicho, de lo único que pertenecía realmente a mi hermano mayor. El bastón surcó el río y tropezó varias veces contra las rocas, pero desapareció, también él. Me incliné como antes sobre el espejo de agua y sólo vi un rostro arrugado, unos ojos desorbitados y una mueca. Se abrió en mí un pozo sin fondo y sé que no me lancé hacia esa imagen solitaria, hacia ese reflejo flaco y desdichado, para borrarlo, sé que no hice eso porque detrás de mí corría mi madre, llamándome en voz baja por mi nombre, llamando al único hijo que le quedaba.

Nos quedamos exactamente tres días más en el campamento de Mapou. Una mañana, mientras el alba empezaba a teñir la montaña de azul y el cielo se iluminaba con suavidad, mi madre me cogió de la mano y seguimos a mi padre hacia Beau-Bassin. No me volví hacia Mapou, el campamento, el bosquecillo que lo separaba del río, la plantación de caña, la alta chimenea de piedra, el cojín de blanco vapor; no lloré, pero aún oía en mi interior el estruendo ensordecedor que trataba de ahogar con la voz. Anil, Vinod, Anil, Vinod.