Dos pájaros de hermosas alas, amigos y compañeros, se posan en el mismo árbol y uno come el dulce fruto y el otro le mira y no come.
Rig Veda
¡Qué poco conocemos eso que somos!
¡Cuánto menos lo que podemos ser!
GEORGE GORDON, LORD BYRON
Ya hemos explorado con algún detalle la visión amplia y englobante de la creación y la imagen exaltada de la naturaleza humana surgida del trabajo con los estados holotrópicos. Cuando nos acercamos al final de nuestra historia, parece apropiado examinar las implicaciones prácticas que pueda tener esta información en nuestra vida cotidiana. ¿Cómo influye la introspección sistemática con estados holotrópicos en nuestro bienestar físico y emocional, nuestra personalidad, la visión que tenemos del mundo y nuestro sistema de valores? ¿Pueden los nuevos descubrimientos facilitamos alguna orientación concreta que nos ayude a obtener el máximo de beneficio de lo que hemos aprendido? ¿Podemos servirnos del nuevo conocimiento para hacer nuestra vida más satisfactoria y gratificante?
Los maestros espirituales de todos los tiempos parecen estar de acuerdo en que la persecución de metas materiales en sí y por sí misma no puede aportarnos satisfacción, alegría y paz interior. La crisis global que aumenta a pasos agigantados, el deterioro moral y el descontento creciente que acompañan al aumento de riquezas materiales en las sociedades industriales dan testimonio de esta antigua verdad. Parece haber un acuerdo general en los textos místicos en que el remedio al malestar existencial que acosa a la humanidad radica en volverse hacia dentro, buscar las respuestas en nuestra propia psique y atravesar una profunda transformación psicoespiritual.
No es difícil entender que un importante requisito previo para llevar una existencia lograda es tener una inteligencia general: la capacidad de aprender y recordar, de pensar y razonar y de responder adecuadamente a nuestro entorno material. La investigación más reciente ha puesto el acento en la importancia de la “inteligencia emocional”, o capacidad de responder adecuadamente a nuestro entorno humano y de manejar apropiadamente nuestras relaciones personales (Goleman 1996).
Las observaciones procedentes del estudio de estados holotrópicos confirman el principio esencial de la filosofía perenne de que la calidad de nuestra vida depende en última instancia de lo que se llama “inteligencia espiritual”. Es la capacidad de vivir nuestra vida de forma que refleje una profunda comprensión filosófica y metafísica de la realidad y de nosotros mismos. Por supuesto, esto suscita interrogantes sobre la naturaleza de la transformación psicoespiritual que es necesaria para lograr esta forma de inteligencia, la dirección de los cambios que tenemos que hacer y los medios que pueden facilitar dicha evolución.
Una respuesta clara y concreta a esta cuestión puede encontrarse en las diferentes escuelas del budismo mahâyâna. Aquí podemos utilizar como base de nuestra exposición la famosa pintura tibetana (tangka) que describe el ciclo de la vida, de la muerte y del renacimiento. Representa la Rueda de la Vida sostenida entre las garras del terrible Señor de la Muerte. La rueda está dividida en seis segmentos que representan las diferentes lokas, o esferas en las que se puede nacer. La esfera celestial de los dioses se muestra como algo que se halla amenazado desde el segmento adyacente por los celosos dioses guerreros o asuras. La región de los espíritus hambrientos está habitada por pretas, criaturas lamentables que representan una codicia insaciable. Tienen vientres gigantes, un enorme apetito y bocas como pequeños agujeros. Las restantes secciones de la rueda describen el mundo de los seres humanos, la región de los animales salvajes y el infierno. Dentro de la rueda existen dos círculos concéntricos. El exterior muestra las vías ascendente y descendente que recorren las almas. El círculo interior contiene tres animales: un cerdo, una serpiente y un gallo.
Los animales del centro de la rueda representan los “tres venenos” o fuerzas que, según las enseñanzas budistas, perpetúan los ciclos del nacimiento y de la muerte, y son la causa de todo el sufrimiento de nuestra vida. El cerdo simboliza la ignorancia sobre la naturaleza de la realidad y nuestra propia naturaleza; la serpiente representa la cólera y la agresión, y el gallo simboliza el deseo y la lujuria que conducen al apego. La cualidad de nuestra vida y nuestra capacidad para enfrentarnos a los desafíos de la existencia dependen fundamentalmente del grado en el que seamos capaces de eliminar o transformar estas fuerzas que gobiernan el mundo de los seres vivos. Contemplemos ahora desde esta perspectiva el proceso de introspección sistemática con estados holotrópicos de conciencia.
Figura 5. La Rueda Tibetana de la Vida sostenida por las garras del Señor de la Muerte. En el centro hay tres animales que simbolizan las fuerzas que perpetúan los ciclos de la muerte y del renacimiento: el gallo (la lujuria), la serpiente (la agresión) y el cerdo (la ignorancia). A su derecha se halla el camino oscuro con víctimas que descienden de un mal karma y al lado izquierdo el camino ligero y ascendente del buen karma. Los seis grandes segmentos de la rueda representan las esferas de la existencia en las que se puede nacer: la esfera de los dioses, la de las deidades guerreras, la de los espíritus hambrientos, el infierno, la esfera de los animales y la de los seres humanos. Los dibujos del borde de la rueda representan la cadena de causas y efectos que conducen al renacimiento.
Copyright The British Museum. Reproducido con autorización del servicio fotográfico del museo.
El beneficio más obvio que podemos obtener de un trabajo vivencial es tener acceso a un conocimiento extraordinario sobre nosotros mismos, los demás, la naturaleza y el cosmos. En los estados holotrópicos podemos alcanzar una profunda comprensión de la dinámica inconsciente de nuestra psique. Podemos descubrir cómo la valoración que tenemos de nosotros mismos y del mundo se halla influida por recuerdos olvidados o reprimidos de la niñez, la primera infancia, el nacimiento y la existencia prenatal. Además, en las experiencias transpersonales podemos identificarnos con otras personas, diversos animales, plantas y elementos del mundo inorgánico. Experiencias de este tipo suponen una fuente extremadamente rica de singulares comprensiones profundas sobre el mundo en que vivimos. En este proceso podemos obtener una gran cantidad de conocimientos que pueden servirnos en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, la ignorancia simbolizada en los tangkas tibetanos por el cerdo no es la ausencia o falta de conocimiento en sentido ordinario. No significa simplemente el tener una información inadecuada sobre diversos aspectos del mundo material. La forma de ignorancia de la que se habla aquí (avidyâ) consiste en un error y en una confusión fundamentales sobre la naturaleza de la realidad y nuestra propia naturaleza. El único remedio para esta clase de ignorancia es la sabiduría trascendente (prajñâpâramitâ). Desde este punto de vista es muy importante que el trabajo interno con los estados holotrópicos ofrezca algo más que un simple aumento de nuestros conocimientos sobre el universo. Es también una forma única de obtener comprensiones profundas sobre temas de relevancia trascendente, como ya hemos visto a lo largo de este libro.
Consideremos ahora desde la misma perspectiva el segundo “veneno” de la propensión humana a la agresión. La naturaleza y alcance de la agresión humana no pueden explicarse simplemente haciendo una referencia a nuestro origen animal. Considerar a los seres humanos como “monos desnudos” cuya agresión es el resultado de algunos factores que tenemos en común con los animales, como los instintos básicos, las estrategias genéticas de los “genes egoístas” o las señales procedentes del “cerebro reptiliano” no toman en consideración la naturaleza y el alcance de la violencia humana. Los animales se muestran agresivos cuando están hambrientos, defienden su territorio o compiten por aparearse. La violencia mostrada por los seres humanos, que Erich Fromm llamó “agresión maligna” (Fromm 1973), no tiene paralelismo alguno en el reino animal.
La mayoría de los psicólogos y psiquiatras atribuyen la agresión exclusivamente humana a una historia de frustraciones, abusos y falta de amor durante la primera infancia y la niñez. Sin embargo, las explicaciones de este tipo no explican en absoluto las formas extremas de violencia individual como la que suponen los asesinos en serie, como el estrangulador de Boston o Geoffrey Dahmer, y especialmente fenómenos sociales de masas como el nazismo y el comunismo. Las dificultades de la primera parte de la historia biográfica de los individuos ayudan muy poco a comprender los motivos psicológicos de las guerras sangrientas, las revoluciones, los genocidios y los campos de concentración, fenómenos que implican a un gran número de personas. La introspección basada en los estados holotrópicos arroja una luz completamente nueva sobre el problema de estas formas de violencia humana. Al adentramos en la profundidad de nuestra psique, descubrimos que las raíces de esta problemática, de este aspecto peligroso de la naturaleza humana, son mucho más profundas y más graves de lo que los psicólogos ortodoxos hubieran jamás imaginado.
No hay duda alguna de que los traumas y las frustraciones de la niñez y de la primera infancia constituyen una fuente importante de agresión. Sin embargo, esta conexión apenas araña la superficie del problema. Más pronto o más tarde, el trabajo sistemático interno revela otras raíces significativas de la violencia humana en el trauma del nacimiento biológico. El emerger a la vida, el dolor y la asfixia que se experimenta durante muchas horas durante nuestro nacimiento, generan grandes niveles de ansiedad y de agresión asesina que permanecen almacenadas en nuestra psique y en nuestro cuerpo. Este depósito de desconfianza y hostilidad fundamental hacia el mundo constituye un aspecto significativo del lado oscuro de la personalidad humana que C. G. Jung llamó la Sombra.
Como ya hemos visto, el volver a vivir el nacimiento en los estados holotrópicos normalmente hace surgir imágenes de una violencia inconcebible, tanto individual como colectiva. Esto incluye experiencias de mutilación, asesinato y violación, así como escenas de guerras sangrientas, revoluciones, revueltas raciales y campos de concentración. Lloyd deMause (1975), pionero en el campo de la psicohistoria, disciplina que aplica los métodos de la psicología profunda a los acontecimientos sociopolíticos, estudió los discursos de dirigentes políticos y militares, así como carteles y caricaturas de épocas de guerra y de revoluciones. Quedó sorprendido por la abundancia que encontró en todo este material de alusiones verbales, metáforas e imágenes relacionadas con el nacimiento biológico.
Los dirigentes militares y los políticos de todos los tiempos, cuando se refieren a una situación crítica o declaran una guerra, suelen utilizar términos que describen diversos aspectos de la angustia perinatal. Acusan al enemigo de golpearnos y estrangularnos, exprimir el último aliento de nuestros pulmones, confinarnos y no darnos suficiente espacio para vivir (el lebensraum de Hitler). Igualmente frecuentes son las alusiones a arenas movedizas, cuevas oscuras, túneles y laberintos confusos, peligrosos abismos a los que podemos ser empujados, junto con la amenaza de ahogarnos o de ser tragados.
Igualmente, las promesas de victoria de los dirigentes tienden a adoptar la forma de imágenes perinatales. Prometen rescatarnos de la oscuridad del laberinto traicionero y guiarnos a la luz que hay al otro lado del túnel. Juran que cuando el opresor haya sido vencido, todo el mundo respirará libremente. En otro contexto he mostrado la profunda semejanza que existe entre las pinturas y los dibujos que describen las experiencias perinatales y el simbolismo de los carteles y caricaturas en época de guerras y revoluciones (Grof 1996).
Sin embargo, ni siquiera las explicaciones que reconocen los orígenes perinatales de la agresión dan cuenta exacta de la naturaleza, alcance y profundidad de la violencia humana. Sus raíces más hondas van mucho más allá de los límites individuales hasta alcanzar el ámbito transpersonal. En los estados holotrópicos adoptan la forma de deidades coléricas, diablos y demonios, y de temas mitológicos complejos, como el Apocalipsis o el Ragnarok, el Crepúsculo de los Dioses. En capítulos anteriores he dado varios ejemplos de estas oscuras fuerzas arquetípicas que operan en la profundidad de nuestra psique. Otros depósitos potenciales de agresión en el nivel transpersonal son los recuerdos de vidas pasadas y las matrices filogenéticas que reflejan nuestro pasado animal.
Como hemos visto, el estudio de los estados holotrópicos desvela una imagen demoledora y desesperanzadora de la naturaleza humana, así como del alcance y la profundidad de la agresión de la que nuestra carne es heredera. Sin embargo, al mismo tiempo que revela la enormidad del problema, también ofrece perspectivas y esperanzas completamente nuevas. Muestra que existen formas extraordinariamente poderosas y eficaces de afrontar la violencia humana. En el trabajo vivencial profundo que alcanza los niveles perinatales y transpersonales, se puede expresar con toda seguridad un gran nivel de agresión, se puede trabajar con ella atravesándola, y transformarla en un tiempo relativamente corto. Este trabajo también arroja una nueva luz sobre la naturaleza de la agresión y su relación con la psique humana. Según estas comprensiones penetrantes, la agresión no es algo que refleje nuestra verdadera naturaleza, sino más bien una pantalla que nos separa de ella.
Cuando logramos penetrar al otro lado del velo oscuro de las fuerzas elementales y destructivas, descubrimos que el núcleo más interno de nuestro ser es divino y no animal. Esta revelación está totalmente en concordancia con el famoso pasaje de las Upanishads hindúes que cité anteriormente. El mensaje de estas antiguas escrituras es muy claro: «Tat vam asi» (Tú eres Eso); «en tu naturaleza más profunda tienes la misma identidad que lo Divino». Según mi propia experiencia, un trabajo responsable con los estados holotrópicos puede aportar resultados prácticos muy alentadores. La introspección profunda conduce generalmente a una reducción importante de la agresión y de las tendencias autodestructivas, así como a un aumento de la tolerancia y la compasión. También tiende a reforzar la reverencia por la vida, la empatía por otras especies y la sensibilidad ecológica.
Esto nos lleva al tercer “veneno” del budismo tibetano, una poderosa fuerza que combina las características de lujuria, deseo y codicia insaciables. Junto con la “agresión maligna”, estos rasgos son sin duda los causantes de los capítulos más oscuros de la historia de la humanidad. Los psicólogos occidentales vinculan diversos aspectos de esta fuerza a los impulsos de la libido descritos por Sigmund Freud. Desde esta perspectiva, la codicia insaciable podría explicarse en función de los problemas orales no resueltos en el período de la lactancia. Igualmente, la excesiva preocupación por el dinero estaría asociada con los impulsos anales reprimidos y los excesos sexuales reflejarían una fijación fálica. El ansia de poder fue descrita de una forma más completa en la psicología del discípulo renegado de Freud, Alfred Adler, que la consideró una compensación a los sentimientos de inferioridad e inadecuación.
Estas comprensiones penetrantes procedentes de los estados holotrópicos enriquecen considerablemente este panorama. Revelan profundas fuentes adicionales de este aspecto de la naturaleza humana en los niveles perinatales y transpersonales de la psique. Cuando nuestro proceso de autoexploración vivencial alcanza el nivel perinatal, es típico que descubramos que nuestra existencia ha sido hasta cierto punto muy poco auténtica. Para nuestra sorpresa y asombro nos damos cuenta de que la estrategia de toda nuestra vida ha seguido una dirección equivocada. Se nos hace obvio que gran parte de aquello por lo que hemos estado esforzándonos ha sido dictado en gran medida por las emociones inconscientes y las energías impulsivas que fueron impresas en nuestra psique y en nuestro cuerpo en el momento de nuestro nacimiento.
El recuerdo de la situación enormemente incómoda a la que fuimos expuestos en el momento de nuestro nacimiento permanece vivo en nuestro sistema. Ejerce una poderosísima influencia en nosotros a lo largo de toda nuestra vida, a menos que la hagamos surgir plenamente a la conciencia y la trabajemos de una forma sistemática mediante la introspección. Gran parte de lo que hacemos en la vida y cómo lo hacemos puede entenderse como esfuerzos tardíos para afrontar esta gestalt incompleta del nacimiento y el miedo a la muerte que la acompaña.
Cuando este recuerdo traumático se halla cerca de la superficie de nuestra psique, produce sentimientos de insatisfacción con nuestra situación actual. En sí misma, esta incomodidad es inconcreta y amorfa, pero puede proyectarse en un gran espectro de motivos. Podemos atribuirla a nuestro aspecto físico que no nos gusta, a que nuestros recursos no son suficientes o a la falta de posesiones materiales. Puede parecemos que la razón de nuestra insatisfacción es nuestro bajo estatus social y nuestra falta de influencia en el mundo. Podemos creer que el origen de nuestro descontento es no tener suficiente poder, fama, conocimiento o habilidades y otras muchas cosas.
Cualquiera que pueda ser la realidad de las circunstancias presentes, la situación nunca parece satisfactoria y la solución siempre parece radicar en el futuro. Al igual que el feto atascado que se esfuerza en el canal del parto, sentimos una fuerte necesidad de llegar a una situación mejor que la actual. Como consecuencia de este impulso imperioso hacia algún futuro logro, nunca vivimos plenamente el presente y nuestra vida parece una preparación para algo mejor que siempre está por venir.
Nuestra fantasía reacciona a este sentimiento de insatisfacción existencial creando una imagen de una situación futura que podría aportarnos satisfacción y corregiría las deficiencias y carencias percibidas. Los existencialistas hablan de este mecanismo como una “autoproyección” en el futuro. La aplicación constante de esta estrategia tiene como consecuencia un patrón de vida comúnmente llamado tipo de existencia encerrado en la “rueda de la rutina” o en la “lucha competitiva”, persiguiendo espejismos imaginarios de una futura felicidad, mientras que no se es capaz de disfrutar plenamente de lo que hay en el presente. Este enfoque erróneo, falso e insatisfactorio de la existencia puede practicarse a lo largo de toda la vida hasta que la muerte nos trae el “momento de la verdad” y revela implacablemente su vacío y su futilidad.
Autoproyectarse en el futuro como forma de corregir la insatisfacción existencial es una “estrategia de perdedor”, tanto si logramos como si no nuestras metas deseadas, ya que está basada en un error fundamental y en una falsa percepción de nuestras necesidades. Por esta razón, nunca puede llevarnos a la satisfacción que esperamos de ella. Cuando no somos capaces de alcanzar las metas que imaginamos, atribuimos nuestra insatisfacción permanente a nuestro fracaso en alcanzar las supuestas medidas correctivas. Cuando logramos alcanzar dichas metas, lo normal es que esto no nos aporte lo que esperábamos y que nuestros sentimientos de insatisfacción no sean aliviados. Por añadidura, no somos capaces de diagnosticar correctamente por qué seguimos sintiéndonos insatisfechos. No nos damos cuenta de que estamos siguiendo una estrategia de existencia fundamentalmente equivocada, una estrategia que no puede aportamos satisfacción sean cuales fueren sus resultados. Habitualmente atribuimos el fracaso al hecho de que la meta no era suficientemente ambiciosa o de que el objetivo concreto de la meta en cuestión era equivocado.
Este patrón de comportamiento suele conducir a una persecución irracional e incesante de diversos objetivos grandiosos que son los causantes de muchos de los problemas de nuestro mundo y cuya consecuencia es la existencia de gran parte del sufrimiento humano. Esta estrategia carece de cualquier conexión con las realidades de la vida, y así puede llevarse a cabo en muchos niveles diferentes. Puesto que nunca nos aporta la verdadera satisfacción, no existe gran diferencia si el protagonista es pobre o tan millonario como Aristóteles Onassis o Howard Hughes; una vez que nuestras necesidades de supervivencia básicas están satisfechas, la calidad de nuestra experiencia de vida tiene mucho más que ver con nuestro estado de conciencia que con las circunstancias externas.
En realidad los esfuerzos mal encaminados en pos de obtener la satisfacción de metas externas pueden tener resultados paradójicos. He trabajado con personas que, después de décadas de arduo trabajo y lucha, finalmente alcanzaron la meta que habían soñado toda su vida, y al día siguiente tenían una depresión profunda. Joseph Campbell describió esta situación como «llegar al final de la escalera y descubrir que está apoyada en la pared equivocada». Este patrón de frustración se puede debilitar considerablemente haciendo aflorar plenamente a la conciencia el recuerdo del nacimiento, afrontando el miedo a la muerte que le acompaña y viviendo un renacimiento psicoespiritual. Al conectar vivencialmente con el recuerdo de la situación prenatal o postnatal en lugar de con la huella impresa por la lucha que conlleva el nacimiento, reducimos significativamente la incesante preocupación por los logros futuros y somos capaces de obtener mucha más satisfacción del presente.
Sin embargo, las raíces de nuestra insatisfacción y de nuestro malestar existencial son mucho más profundas y se hunden más allá del nivel perinatal. En última instancia, el ansia insaciable que impulsa la vida humana es de naturaleza trascendente. En palabras de Dante Alighieri (1989), el gran poeta italiano del Renacimiento, «el deseo de perfección es ese deseo que siempre hace que cualquier placer parezca incompleto, pues no hay alegría ni placer tan grande en esta vida que pueda apagar la sed de nuestra alma». En el sentido más general, la raíces transpersonales más hondas del ansia insaciable pueden entenderse conforme al concepto de Ken Wilber del Proyecto Atman (Wilber 1980).
Wilber exploró y describió las consecuencias concretas de la propuesta básica de la filosofía perenne, que afirma que nuestra verdadera naturaleza es divina. Esta esencia de nuestra existencia ha sido llamada con diferentes nombres: Dios, Cristo cósmico, Keter, Alá, el Buda, Brahman, el Tao y otros muchos. Aunque el proceso de creación nos separa y nos aliena de nuestra fuente cósmica, nuestra identidad divina, la conciencia de esta conexión nunca se pierde por completo. La fuerza motivadora más profunda de la psique humana en todos los niveles de nuestro desarrollo es el ansia de retornar a la experiencia de nuestra divinidad. Sin embargo, las condiciones limitadoras de la existencia encarnada no permiten la experiencia de una plena liberación espiritual en Dios y como Dios.
Así pues, podemos servirnos aquí a modo de ejemplo de una historia sobre Alejandro Magno, personaje cuyos logros históricos serían difíciles de igualar. Llegó más lejos en el logro de un estatus divino en el mundo material de lo que cualquier ser humano podría esperar. Esto se expresaba de hecho en uno de los atributos que normalmente se asociaba a su nombre: el divino Alejandro. La historia es la siguiente:
Después de una serie de victorias militares sin parangón con las que había conquistado los vastos territorios comprendidos entre su nativa Macedonia y la India, Alejandro llegó finalmente a este país. Allí oyó de un yogui que tenía poderes extraordinarios, o siddhis, entre otros, la capacidad de ver el futuro. Alejandro decidió hacerle una visita. Cuando llegó a la cueva donde vivía el yogui, el sabio estaba inmerso en su habitual práctica espiritual. Alejandro interrumpió impacientemente su meditación, preguntándole si realmente tenía el poder de ver el futuro. El yogui asintió en silencio y volvió a su meditación. Alejandro le interrumpió de nuevo con otra pregunta urgente: «¿Puedes decirme si mi conquista de la India tendrá éxito?». El yogui meditó durante unos instantes y después abrió lentamente los ojos. Tras mirar largamente y con dulzura a Alejandro, le dijo lleno de compasión: «Lo que necesitarás al final de todo son unos nueve palmos de tierra».
Sería difícil encontrar un ejemplo más conmovedor de nuestro dilema humano, de nuestro desesperado esfuerzo para buscar la realización de nuestra divinidad a través de medios materiales. La única forma en que podemos alcanzar nuestro pleno potencial como seres divinos es a través de una experiencia interna. Esto exige la muerte y la trascendencia de nuestro yo separado, morir a nuestra identidad como “ego encapsulado en una piel”. Por nuestro miedo a la aniquilación y por nuestro aferrarnos al ego, hemos establecido sustitutos del Atman. Éstos cambian a medida que avanzamos en la vida y son siempre diferentes y concretos para una etapa determinada.
Para el feto y para el recién nacido, el Atman sustituto es el estado de felicidad experimentado en un “buen útero” y con un “buen pecho”. Para un bebé es la satisfacción de los impulsos fisiológicos básicos y la necesidad de seguridad. Para cuando alcanzamos la edad adulta, el proyecto Atman tiene una gran complejidad. El Atman sustituto cubre entonces un amplio espectro e incluye, además de los alimentos y el sexo, también el dinero, la fama, el poder, la apariencia, el conocimiento y otras muchas cosas. Al mismo tiempo, todos nosotros tenemos un profundo sentido de que nuestra identidad es la totalidad de la creación cósmica y el principio creador mismo. Por esta razón, los sustitutos siempre serán insatisfactorios, sea cual sea su alcance y naturaleza. La solución definitiva del ansia insaciable se halla en el mundo interno, no en empeños mundanos de ningún tipo, por muy grandioso que sea. Sólo la vivencia de la propia divinidad en un estado no ordinario de conciencia puede satisfacer realmente nuestras necesidades más profundas.
El poeta místico persa Rûmî lo dejó muy claro: «El santo sabe que todas las esperanzas, deseos, amores y apegos que las personas tienen por diferentes cosas —padres, madres, amigos, cielos, la tierra, palacios, ciencias, obras, comida, bebida— son un anhelo de Dios y que todas ellas son únicamente velos». Cuando los seres humanos dejen este mundo y vean al Rey sin estos velos, sabrán que eran velos y capas, que el objeto de su deseo era en realidad «esa Única Cosa» (Hines 1996). Thomas Traherne, poeta y sacerdote inglés del siglo XII, que fue un ardiente expositor de la forma de vida que él llamó “júbilo”, llegó a la misma comprensión después de tener una profunda experiencia mística. He aquí un pasaje de su descripción de este acontecimiento:
Las calles eran mías, el templo era mío, las personas eran mías. Los cielos eran míos y también el sol, la luz y las estrellas, y todo el mundo era mío, y yo era el único espectador y el único que disfrutaba de todo ello. No veía propiedades consolidadas, ni límites, ni divisiones, sino que todas las propiedades y divisiones eran mías, así como todos los tesoros y sus poseedores. Por tanto, yo estaba sin más corrompido y hecho para aprender los sucios artilugios de este mundo, que ahora desaprendo conviertiéndome de nuevo, por así decirlo, en un niño pequeño para poder entrar en el reino de Dios.
Si aceptamos que el universo material tal como lo conocemos no es un sistema mecánico, sino una realidad virtual creada por la Conciencia Absoluta por medio de una orquestación infinitamente compleja de experiencias, ¿cuáles son las consecuencias prácticas de esta comprensión profunda? ¿Y qué influencia tiene la toma de conciencia de que nuestro ser está en armonía con todo lo que el principio cósmico creador ha puesto en nuestro sistema de valores y en la forma en que vivimos? Éstas son preguntas de una gran relevancia teórica y práctica, no sólo para cada uno de nosotros como individuos, sino para toda la humanidad como especie y para el futuro de la vida en este planeta. Al intentar responderlas, consideraremos de nuevo las comprensiones profundas de las personas que han vivido estados holotrópicos de conciencia.
Para muchas religiones, la receta para afrontar las dificultades de la vida es reducir la importancia del plano terrenal y centrarse en los dominios trascendentes. Algunos de estos credos recomiendan un desplazamiento de la atención y de la fuerza puesta en el mundo material a otras realidades. Sugieren la oración y la devoción como forma de comunicar con las esferas y los seres superiores. Otras ofrecen y recalcan el acceso vivencial directo a dominios trascendentes por medio de la meditación y de otras formas de práctica espiritual personal. Los sistemas religiosos que tienen esta orientación conciben el mundo material como un ámbito inferior que es imperfecto, impuro y que conduce a la insatisfacción y a la infelicidad. Desde su punto de vista, la realidad parece ser un valle de lágrimas y la existencia encarnada una maldición o una pesadilla de muerte y renacimiento.
Estos credos y sus ministros brindan a sus devotos seguidores la promesa de un reino más deseable o de un estado de conciencia más satisfactorio en el Más Allá. Pero en las formas más primitivas de creencias populares, se trata de diversas formas de moradas de los bienaventurados, de paraísos o cielos. Estos son accesibles tras la muerte a aquéllos que cumplieron los requisitos necesarios definidos por sus respectivas teologías. Para los sistemas más elaborados y refinados de este tipo, los cielos y los paraísos son sólo etapas del viaje espiritual, y su destino final es la disolución de los límites personales y la unión con lo divino, o la extinción del fuego de la vida y la desaparición en la nada (nirvâna).
Según la religión jainista, en nuestra naturaleza más profunda somos mónadas prístinas de conciencia (jîvas) y estamos contaminados por nuestra atadura al mundo de la biología. La meta de la práctica jainista es reducir drásticamente nuestra participación en el mundo de la materia, liberarnos de su influencia contaminante y recuperar nuestro estatus primordial. Otro ejemplo es la forma original de budismo llamado theravada o hînayâna (“el pequeño vehículo”). Esta escuela de budismo es una austera tradición monástica que brinda la enseñanza y la disciplina espiritual necesarias para lograr la iluminación y la liberación personal. Su ideal es el arhat, el santo o sabio en su etapa más elevada de desarrollo, que vive como eremita separado del mundo. En el vedanta hindú puede encontrarse un énfasis similar en la liberación personal (moksa).
Sin embargo, otras orientaciones espirituales afirman la creencia de la naturaleza y del mundo material como contenedores que encarnan lo Divino. Así, las ramas tántricas del jainismo, del hinduismo y del budismo poseen una orientación que claramente afirma y celebra la vida. Igualmente, el budismo mahâyâna (“el gran vehículo”) enseña que podemos alcanzar la liberación en medio de la vida cotidiana si nos liberamos de los tres “venenos”: la ignorancia, la agresión y el deseo. Cuando lo logramos, el samsâra, o mundo de ilusión, nacimiento y muerte, se convierte en nirvâna. Diversas escuelas mahâyana recalcan el papel crucial de la compasión como expresión fundamental de la realización espiritual. Su ideal es el bodhisattva, a quien le preocupa no sólo su propia iluminación, sino también la liberación de todos los seres vivos.
Echemos una ojeada a este dilema sirviéndonos de las comprensiones profundas que se tienen en los estados holotrópicos. ¿Qué podemos obtener apartándonos de la vida y escapándonos del plano material para acercamos a las realidades trascendentes? Y, a la inversa, ¿cuál es el valor de aceptar incondicionalmente el mundo de la realidad cotidiana? Muchos sistemas espirituales definen la meta del viaje espiritual como disolución de los límites personales y la reunión con lo Divino. Sin embargo, aquéllos que realmente han tenido la experiencia en sus exploraciones internas de identificación con la Conciencia Absoluta se han percatado de que definir la meta final del viaje espiritual como la experiencia de unidad con el principio supremo de la existencia implica un grave problema.
Estas personas se percatan de que la Conciencia Absoluta e indiferenciada o Vacío representa no sólo el fin del viaje espiritual, sino también el origen y el comienzo de la creación. Lo Divino es el principio que ofrece la reunión para lo que está separado, pero es también el agente responsable de la división y separación de la unidad original. Si este principio fuera completo y autorrealizador en sí mismo, no tendría ninguna razón para crear y los demás dominios existenciales no existirían. Pero, puesto que existen, la tendencia a crear de la Conciencia Absoluta expresa claramente una “necesidad” fundamental. Los mundos de pluralidad constituyen así un complemento importante al estado indiferenciado de lo Divino. En la terminología de la Cábala, «los seres humanos necesitan a Dios y Dios necesita a los seres humanos».
En relación con el principio creador, el esquema general del drama cósmico implica una interrelación dinámica de dos fuerzas fundamentales, una de las cuales es centrífuga (hylotrópica u orientada hacia la materia) y la otra centrípeta (holotrópica o dirigida a la totalidad). La Conciencia Cósmica indiferenciada muestra una tendencia elemental a crear mundos de pluralidad que contienen innumerables seres separados (antes ya hemos expuesto alguna de las posibles “razones” o “motivos” de esta propensión a generar realidades virtuales). Y, a la inversa, las unidades individualizadas de conciencia experimentan su separación y alienación como algo doloroso y manifiestan una fuerte necesidad de retornar a la fuente y reunirse con ella. La identificación con el yo encarnado está plagada, entre otras cosas, de sufrimiento emocional y físico, limitaciones espaciales y temporales, impermanencia y muerte.
Podemos vivir este conflicto dinámico en toda su máxima expresión cuando nuestra autoexploración de los estados holotrópicos nos lleva al borde de la muerte del ego. En este punto oscilamos y nos vemos desgarrados entre estas dos fuerzas poderosas. Una parte de nosotros, la holotrópica, desea trascender la identificación con el ego corporal y experimentar su disolución y la unión con una totalidad más amplia. La otra parte, la hylotrópica, se ve arrastrada, por el miedo a la muerte y por el instinto de conservación, a mantener nuestra identidad separada. Este conflicto es muy intenso y puede suponer un grave obstáculo al proceso de transformación psicoespiritual. Al final exige que nos rindamos y sacrifiquemos la identidad que conocemos, sin saber con qué sustituirla, si es que existe alguna sustitución.
Aunque nuestra forma concreta de estar en el mundo no sea especialmente cómoda, tal vez nos aferremos ansiosamente a ella cuando desconocemos la alternativa que tenemos. Así pues, en lo más profundo de nosotros seguimos sintiendo que nuestra existencia, como yo separado y encarnado en el mundo material, no es genuina en sí misma y por sí misma y no puede satisfacer nuestras necesidades más internas. Sentimos un fuerte impulso de trascender nuestros límites y recuperar nuestra verdadera identidad. A esto ayuda saber intelectualmente, antes de implicarnos en un trabajo interno sistemático, que vivir la muerte del ego es una experiencia simbólica y no entraña ninguna muerte ni aniquilación real. Sin embargo, el miedo a morir y a rendir el ego es tan abrumador y compulsivo que, cuando lo estamos viviendo, es difícil confiar en este conocimiento y encontrar en él algún consuelo.
Si es verdad que nuestra psique está regida por estas dos poderosas fuerzas cósmicas, la hylotrópica y la holotrópica, y que éstas se hallan fundamentalmente en conflicto entre sí, ¿existe algún enfoque de la existencia que pueda afrontar adecuadamente esta situación? Puesto que ni la existencia separada ni la unidad indiferenciada son plenamente satisfactorias, ¿cuál es la alternativa? ¿Es posible en estas circunstancias encontrar una solución, una estrategia de vida que pueda solucionar esta paradoja? ¿Podemos encontrar un ojo en el huracán de estas tendencias cósmicas conflictivas en el que podamos reposar en paz? ¿Podemos encontrar satisfacción en un universo cuyo entramado está formado por fuerzas que se oponen entre sí?
Es obvio que la solución no consiste en rechazar la existencia encarnada como inferior y sin valor e intentar escapar a ella. Hemos visto que los mundos que se experimentan, incluido el mundo de la materia, constituyen no sólo un complemento importante y válido, sino también absolutamente necesario, al estado indiferenciado del principio creador. Al mismo tiempo, nuestros esfuerzos por alcanzar la satisfacción y la paz mental fracasarán por fuerza, y posiblemente tendrán resultados negativos, si sólo abarcan objetos y metas del mundo material. Cualquier solución satisfactoria tendrá pues que incluir tanto las dimensiones terrenales como las trascendentes, tanto el mundo de las formas como el mundo sin formas.
El universo material tal como lo conocemos ofrece innumerables posibilidades de aventuras extraordinarias de la conciencia. En tanto que en el “yo” encarnado, podemos observar el espectáculo de los cielos con sus miles de millones de galaxias, fascinantes salidas y puestas de sol, lunas nuevas y lunas llenas, o la maravilla de los eclipses lunares y solares. Podemos contemplar los fantásticos despliegues de nubes, la apacible belleza de los arcos iris y el brillante resplandor de la aurora boreal. En la superficie de la tierra, la naturaleza ha creado una infinita variedad de paisajes, desde los grandes océanos, ríos y lagos, a las gigantescas cadenas montañosas, los desiertos silenciosos y la fría belleza del Ártico. Todo esto, junto con la asombrosa variedad de formas de vida que existen en los reinos animal y vegetal, proporciona oportunidades ilimitadas para tener experiencias únicas.
Sólo en la forma física y en el plano material podemos enamorarnos, disfrutar del éxtasis del sexo, tener hijos, escuchar la música de Beethoven o admirar los cuadros de Rembrandt. ¿En qué otro lugar sino en la Tierra podríamos escuchar el canto del ruiseñor o degustar un helado de chocolate? Podríamos añadir a nuestra lista el disfrute de los deportes y de los viajes, de tocar instrumentos musicales o pintar, y otras muchas actividades. El mundo material brinda infinitas posibilidades de investigar los dominios orgánico e inorgánico, la superficie de la tierra, la profundidad del océano y las grandes distancias interestelares. Las oportunidades para explorar el micromundo y el macromundo son virtualmente ilimitadas. Además de las experiencias del presente, también existe la aventura de probar el misterioso pasado, desde las antiguas civilizaciones y el mundo antediluviano a los acontecimientos que se produjeron durante los primeros microsegundos del big bang.
Participar en el mundo fenoménico y ser capaz de vivir este rico espectro de aventuras exige un cierto grado de identificación con el yo encarnado y afecta al mundo de la materia. Sin embargo, cuando nuestra identificación con el ego corporal es absoluta y nuestra creencia en él es la única realidad inquebrantable, es imposible disfrutar plenamente de nuestra participación en la creación. Los fantasmas de la insignificancia personal, la impermanencia y la muerte pueden oscurecer totalmente el lado positivo de la vida y robarnos la alegría de vivir. A todo esto también tenemos que añadir nuestra frustración producida por los repetidos y vanos intentos de desplegar todo nuestro potencial divino dentro de las restricciones que nos imponen los límites de nuestro cuerpo y del mundo material.
Para encontrar la solución a este dilema debemos mirar hacia dentro. Las experiencias repetidas de los estados holotrópicos tienden a debilitar nuestra creencia de que somos un “ego encapsulado en una piel”. Seguimos identificándonos con el ego corporal a efectos prácticos, pero esta identificación se vuelve más provisional y se toma como un juego. Si tenemos suficiente conocimiento existencial de los aspectos transpersonales de la existencia, incluida nuestra verdadera identidad y nuestro estatus cósmico, la vida cotidiana se vuelve mucho más fácil y más satisfactoria. A medida que progresa nuestra búsqueda interior, antes o después descubrimos igualmente la vacuidad esencial que hay detrás de todas las formas. Como sugieren las enseñanzas budistas, el conocimiento de la naturaleza virtual del mundo fenoménico y su vacío puede ayudamos a conseguir liberarnos del sufrimiento. Esto incluye el reconocimiento de que la creencia de que exista en nuestra vida cualquier yo separado, incluido el nuestro, es en definitiva una ilusión. En los textos budistas, el darse cuenta de la vacuidad esencial de todas las formas y la consecuente toma de conciencia de que no existen “yoes” separados se llama anatta, que literalmente significa “no-Yo”.
Jack Kornfield, psicólogo e instructor budista de vipassana, describe su primer contacto con el concepto de anatta durante un encuentro que tuvo con el fallecido maestro espiritual tibetano Kalu Rinpoche. Intentando aprovecharse al máximo de su encuentro con este ser humano extraordinario, Jack le preguntó con la ansiedad de un neófito devoto: «¿Podría describirme en pocas frases la esencia misma de las enseñanzas budistas?». Kalu Rinpoche respondió: «Podría hacerlo, pero no me creerías y te llevaría muchos años entender lo que quiero decir». Jack insistió amablemente: «Por favor, ¿me lo podría decir de todos modos? Me gustaría conocerla». La respuesta de Kalu Rinpoche fue breve y sucinta: «En realidad, no existes».
La conciencia de nuestra naturaleza divina y de la vacuidad esencial de todas las cosas que descubrimos en nuestras experiencias transpersonales, constituye el fundamento del metamarco que puede ayudarnos considerablemente a afrontar la complejidad de la existencia cotidiana. Podemos aceptar plenamente la experiencia del mundo material y disfrutar todo lo que éste ofrece, como la belleza de la naturaleza, las relaciones humanas, hacer el amor, la familia, las obras de arte, los deportes, las delicias culinarias y otras muchas cosas.
Sin embargo, hagamos lo que hagamos, la vida nos traerá obstáculos, desafíos, experiencias dolorosas y pérdidas. Cuando las cosas se ponen muy difíciles y el panorama se vuelve desolador, podemos invocar la vasta perspectiva cósmica que hemos descubierto en nuestra búsqueda interior. La conexión con realidades superiores y el conocimiento liberador de anatta, así como la vacuidad que hay detrás de todas las cosas, hacen posible tolerar lo que de otra forma podría ser insoportable. Con la ayuda de esta conciencia trascendente podríamos ser capaces de vivir plenamente todo el espectro de la vida o “la catástrofe total”, como la llamaba Zorba el griego.
La introspección sistemática utilizando las experiencias holotrópicas también pueden ayudarnos a reforzar y refinar nuestra percepción sensorial del mundo. Esta “limpieza de las puertas de la percepción”, como la llamaba Aldous Huxley, refiriéndose al poema de William Blake, permite apreciar y disfrutar plenamente todas las posibilidades de la aventura de la conciencia que conlleva la existencia encarnada. El aumento general de entusiasmo es muy espectacular durante los estados místicos y las horas o los días siguientes. A veces es tan intenso que podemos hablar de una “luminiscencia de los rescoldos”. En una forma más mitigada, este aumento de entusiasmo y, en general, un reforzamiento de la calidad de vida constituyen los efectos siguientes y duraderos de estas revelaciones místicas.
Una persona cuya experiencia de vida se limita a la forma hylotrópica de conciencia y que no ha tenido acceso vivencial a las dimensiones trascendentes y numinosas de la realidad encontrará muy difícil superar el miedo a la muerte, tan hondamente arraigado en casi todo el mundo, y hallar un significado más profundo en la vida. En estas circunstancias, gran parte de la conducta diaria se halla motivada por las necesidades del falso ego, y muchos aspectos significativos de la vida son reactivos y falsos. Por esta razón es esencial completar las actividades prácticas cotidianas con alguna forma de práctica espiritual sistemática que proporcione un acceso vivencial a los dominios trascendentes.
En las sociedades preindustriales existía la oportunidad de tener experiencias trascendentes; sus muchas y variadas formas abarcan desde los rituales chamánicos, los ritos de paso y las ceremonias de sanación, a los antiguos misterios de muerte y renacimiento, las escuelas místicas y las prácticas de meditación de las grandes religiones del mundo. En las últimas décadas, el mundo occidental ha sido testigo de un revivir significativo de algunas de las antiguas prácticas espirituales. Además, representantes de la moderna psicología profunda han desarrollado enfoques nuevos y eficaces para facilitar la apertura espiritual. Estas herramientas están a disposición de todos aquéllos que se hallan interesados en la transformación psicoespiritual y en la evolución de la conciencia.
C. G. Jung, precursor de la psicología transpersonal, describió en sus escritos una estrategia de vida que abarca nuestras dimensiones seculares y nuestras dimensiones cósmicas, así como estas dos dimensiones de la existencia. Él sugirió que debíamos complementar nuestras actividades cotidianas en el mundo externo mediante una introspección sistemática, una búsqueda interior que alcance los repliegues más profundos y escondidos de nuestra psique. Al dirigir nuestra atención hacia dentro, podemos conectar con el Yo, un aspecto superior de nuestro ser, y beneficiarnos de su guía. De esta forma podemos servirnos de los inmensos recursos del inconsciente colectivo, que contiene la sabiduría de todas las épocas.
Según Jung, no deberíamos orientamos en la vida basándonos sólo en los aspectos externos de las situaciones que estamos afrontando. Nuestra toma de decisiones debería basarse en una síntesis creativa de nuestro conocimiento pragmático del mundo material y en la profunda sabiduría extraída del inconsciente colectivo durante una introspección sistemática. Esta sugerencia del gran psiquiatra suizo concuerda en general con las conclusiones a las que han llegado en sus exploraciones holotrópicas muchas personas con las que he trabajado durante años.
Yo he visto repetidamente que el seguir esta estrategia puede conducir a una forma de vida más satisfactoria, gozosa y creativa. Permite estar plenamente en el mundo de la realidad cotidiana, pero siendo al mismo tiempo consciente de las dimensiones numinosas de la existencia y de nuestra naturaleza divina. La capacidad de reconciliar y de integrar estos dos aspectos de la vida pertenece a las aspiraciones más elevadas de las tradiciones místicas. Así, por ejemplo, sheik al-‘Alawi describe la Fase Suprema —la etapa superior del desarrollo espiritual en la tradición sufí— como el estado de ser que internamente está embriagado de la Esencia Divina, pero que externamente permanece sobrio.
Los beneficios potenciales de esta forma de abordar la existencia trascienden los estrechos intereses de las personas que lo practican. Esta estrategia, aplicada a una escala suficientemente amplia, podría tener consecuencias positivas e importantes para la sociedad humana y para nuestro futuro. En las últimas décadas, cada vez se hace más obvio que la humanidad está afrontando una crisis de proporciones sin precedentes. La ciencia moderna ha desarrollado medidas eficaces que podrían solucionar la mayoría de los problemas urgentes del mundo actual, como combatir la mayoría de las enfermedades, eliminar el hambre y la pobreza, reducir la cantidad de residuos industriales y sustituir los nocivos combustibles fósiles por fuentes renovables de energía limpia.
Los problemas que tenemos por delante no son de naturaleza económico-tecnológica. Los orígenes más profundos de la crisis global radican en la naturaleza de la personalidad humana y reflejan el nivel de evolución de la conciencia de nuestra especie. A causa de las fuerzas salvajes que se hallan dentro de la psique humana, una cantidad inimaginable de recursos está siendo despilfarrada en la absurda carrera armamentística, en las luchas por el poder y en la persecución del “crecimiento ilimitado”. Estos elementos de la naturaleza humana también impiden una distribución más adecuada de la riqueza entre las personas y las naciones, así como que se reorienten las preocupaciones puramente económicas y políticas hacia las prioridades ecológicas, que son esenciales para la supervivencia de la vida en este planeta. Las negociaciones diplomáticas, las medidas administrativas y legales, las sanciones económicas y sociales, las intervenciones militares y otros esfuerzos similares han tenido hasta ahora muy poco éxito. De hecho, a menudo han producido más problemas de los que han resuelto. Cada vez es más obvio por qué no podían menos que fracasar. Es imposible aliviar esta crisis aplicando estrategias enraizadas en la misma ideología que la originó. En última instancia, la actual crisis global es de naturaleza psicoespiritual. Por ello, es difícil imaginar que pueda resolverse sin una transformación radical interna de la humanidad y su ascenso a un nivel superior de madurez emocional y de conciencia espiritual.
Considerando el papel fundamental de la violencia y de la codicia en la historia humana, no parece muy plausible la posibilidad de transformar la humanidad actual en una especie de individuos capaces de vivir en coexistencia pacífica con sus semejantes, con independencia de la raza, el color y las condiciones religiosas o políticas, por no hablar de la convivencia con otras especies. Estamos enfrentándonos al enorme desafío de imbuir en la humanidad profundos valores éticos, sensibilidad a las necesidades de los demás, sencillez voluntaria y una aguda conciencia de los imperativos ecológicos. A primera vista, esta tarea parece ser demasiado utópica y poco irrealista para ofrecer ninguna esperanza real. Sin embargo, la situación no es tan desesperada como pueda parecer.
Como ya hemos visto, éste es el tipo de transformación que se produce exactamente a lo largo de un trabajo interno y sistemático con estados holotrópicos, ya sean suscitados por la práctica de cualquier tipo de meditación, intensas formas de terapia vivencial o un trabajo responsable y supervisado con sustancias psicodélicas. También pueden observarse cambios similares en personas que atraviesan crisis psicoespirituales espontáneas y tienen el privilegio de contar con un buen sistema de apoyo y una guía sensible.
Así, una estrategia de existencia que integre el trabajo profundo interno con una acción inspirada en el mundo externo podría convertirse en un factor importante para resolver la crisis global, si fuera practicada a una escala lo bastante amplia. La transformación interior y la evolución acelerada de la conciencia harían aumentar significativamente nuestras oportunidades de supervivencia y de llegar a una coexistencia pacífica. Yo he reunido y descrito sistemáticamente las comprensiones profundas procedentes del estudio de los estados holotrópicos, con la esperanza de que las personas que escojan este camino o que ya lo estén recorriendo las encuentren útiles y eficaces durante su propio recorrido.
Me gustaría cerrar este capítulo relatando una experiencia de sanación y transformación profundas que sucedió hace muchos años a un grupo de personas con el que compartí un estado holotrópico de conciencia. Aunque sucedió hace casi un cuarto de siglo, todavía me emociono y se me saltan las lágrimas cada vez que pienso o hablo de ello. Este suceso demostró la profundidad de los problemas que estamos afrontando en nuestro mundo, en el que durante muchos siglos el odio ha sido transmitido de generación en generación. Sin embargo también me dio esperanza y confianza en la posibilidad de apartar esta maldición y disolver las barreras que nos separan a unos de otros.
Después de llegar a los Estados Unidos en 1967, participé en una investigación patrocinada por el gobierno en el Centro de Investigación Psiquiátrica de Maryland, para explorar el potencial de la terapia psicodélica. Uno de nuestros proyectos en el centro era un programa de formación para la salud mental de los profesionales, que ofrecía a psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales que trabajaban en el área de la educación, la posibilidad de participar en un máximo de tres sesiones tomando una alta dosis de LSD. Uno de los sujetos de este programa era Kenneth Godfrey, psiquiatra del Veterans Administration Hospital de Topeka, Kansas. Yo le asistí en sus tres sesiones psicodélicas y a partir de entonces, nos hicimos muy buenos amigos.
Cuando todavía estaba yo en Checoslovaquia, había leído algo sobre la iglesia nativa americana, una religión sincretista que combina elementos indios y cristianos y utiliza como sacramento el peyote, cactus psicodélico mejicano. Estaba muy interesado en participar en una ceremonia de peyote que me permitiera comparar el uso terapéutico de las sustancias psicodélicas con su utilización ritual. Desde mi llegada a los Estados Unidos había intentado sin éxito tener esa oportunidad. Resultó que tanto Ken como su esposa eran de origen nativo americano y tenían buenas conexiones con su pueblo. Cuando nos estábamos despidiendo, después de la tercera sesión de Ken, le pregunté si podía hacerme de intermediario para poder participar en una ceremonia de peyote y él me prometió intentarlo. Varios días después me telefoneó comunicándome que un jefe, que era un buen amigo suyo, me había invitado a mí y a varias personas de nuestro equipo a participar en una ceremonia de peyote de los indios patawatome.
Al siguiente fin de semana, cinco de nosotros volamos de Baltimore a Topeka, Kansas. El grupo se componía de nuestra psicoterapeuta Helen Bonny, su hermana, el terapeuta especialista en sustancias psicodélicas Bob Leihy, el profesor de religión Walter Houston Clark y yo. Alquilamos un automóvil en el aeropuerto de Topeka y desde allí fuimos conduciendo hasta adentrarnos por las praderas de Kansas. Allí, en medio de la nada, se levantaban varios tipis, lugar de la ceremonia sagrada. Cuando llegamos, el sol se estaba poniendo y el ritual estaba a punto de empezar. Antes de que pudiéramos unirnos a la ceremonia, teníamos que ser aceptados por los demás participantes, todos ellos nativos americanos. Tuvimos que pasar por un proceso que parecía un grupo de encuentro dramatizado.
Con intensas emociones, los nativos recordaron la dolorosa historia de la invasión y conquista de Norteamérica por los intrusos blancos: el genocidio de los indios americanos y la violación de sus mujeres, la expropiación de sus tierras, la exterminación irracional de los búfalos y otras muchas atrocidades. Después de un par de horas de intercambios dramáticos, las emociones se calmaron y, uno tras otro, los indios fueron aceptándonos para participar en la ceremonia. Al final sólo quedaba una persona que se había opuesto violentamente a nuestra presencia: un hombre alto, de piel oscura y huraño. Su odio hacia los blancos era enorme. Necesitó mucho tiempo antes de aceptar de mala gana que pudiéramos unirnos al grupo. Sólo aceptó después de recibir una gran presión de su propia gente, que mostraba su descontento ante la posibilidad de retrasar aún más la ceremonia.
Finalmente todo estaba dispuesto, al menos aparentemente, y nos reunimos todos en un gran tipi. Se hizo una hoguera y empezó el ritual sagrado. Ingerimos el peyote y pasamos el bastón y el tambor. Según la costumbre nativa americana, cualquiera que tenga el bastón puede cantar una canción o hacer una declaración personal; también teníamos la opción de pasarlo. El hombre que tenía tanta resistencia a aceptarnos estaba sentado justo enfrente de mí. Era claro que no estaba participando de corazón en la ceremonia. Cada vez que el bastón y el tambor completaban el círculo y le llegaba su turno, lo pasaba dando muestras manifiestas de enfado. Mi percepción del entorno se hallaba extremadamente sensibilizada por la influencia del peyote. Aquel hombre se había convertido en un punto doloroso de mi universo y sólo mirarle me hacía sufrir. Su odio parecía irradiar desde los ojos y llenar todo el tipi.
Cuando amaneció, poco antes de la salida del sol, estábamos pasando el bastón y el tambor por última vez. Todo el mundo pronunciaba algunas palabras para resumir sus experiencias e impresiones de la noche. El discurso de Walter Houston Clark fue excepcionalmente largo y muy emotivo. Expresó su profundo agradecimiento por la generosidad de nuestros amigos nativos americanos que habían compartido con nosotros su hermosa ceremonia. Walter subrayó concretamente el hecho de que nos hubieran aceptado a pesar de todo lo que nosotros les habíamos hecho: invadir y robar sus territorios, matar a su gente, violar a sus mujeres y exterminar a los búfalos. En un momento de su discurso se refirió a mí —no recuerdo exactamente en qué contexto— como «Stan, que está tan lejos de su país natal, su Checoslovaquia nativa». Cuando Walter mencionó Checoslovaquia, el hombre que había sido contrario a nuestra presencia durante toda la noche dio claras muestras de turbación. Se levantó, atravesó el tipi corriendo y se arrojó al suelo frente a mí. Puso su cabeza en mi regazo, me abrazó con firmeza, al tiempo que se lamentaba y sollozaba ruidosamente. Después de aproximadamente veinte minutos, se calmó y volvió a su sitio, donde, ya recuperado, fue capaz de hablar. Explicó que la noche anterior a la ceremonia nos había visto como “rostros pálidos” y, por tanto, nos había considerado automáticamente enemigos de los nativos americanos. Después de escuchar la observación de Walter, se dio cuenta de que, siendo yo de origen checoslovaco, no tenía nada que ver con la tragedia de su pueblo. Así pues, me había odiado sin justificación alguna a lo largo de toda la ceremonia. El hombre parecía desolado y desconsolado. Después de su afirmación inicial se produjo un largo silencio durante el que él atravesó una intensa lucha interna. Era claro que tenía más cosas que decir. Al final, fue capaz de compartir con nosotros el resto de la historia. Durante la II Guerra Mundial, había sido alistado en el ejército del aire estadounidense, varios días antes del final de la guerra, y había participado personalmente en una incursión aérea, caprichosa e innecesaria, sobre la ciudad checa de Pilsen, conocida por su cerveza y su fábrica de automóviles. No sólo su odio hacia mí había sido injustificado, sino que nuestros papeles habían sido realmente inversos; él había sido el agresor y yo la víctima. Había invadido mi país y matado a mi gente. Eso era más de lo que él podía soportar.
Después de asegurarle que yo no albergaba ningún sentimiento hostil hacia él, ocurrió algo extraordinario. Se aproximó a mis cuatro amigos de Baltimore que eran todos estadounidenses. Se disculpó por la conducta que había mantenido antes y durante la ceremonia, los abrazó y les pidió perdón. Afirmó que aquel episodio le había enseñado que el mundo carecía de toda esperanza si todos seguíamos llevando en nuestro interior el odio de las acciones cometidas por nuestros antepasados. Había caído en la cuenta de que era erróneo emitir juicios generalizados sobre grupos raciales, nacionales y culturales. Debía juzgar a las personas basándose en quiénes eran y no como miembros del grupo al que pertenecían.
Su discurso era una secuela positiva de la famosa carta del jefe Seattle a los colonizadores europeos, que acababa con estas palabras: «No sois mis enemigos, sois mis hermanos y hermanas. No me habéis hecho nada a mí ni a mi pueblo. Todo eso sucedió hace mucho tiempo en la vida de nuestros antepasados y, en aquella época, yo podía realmente haber estado del otro lado. Todos somos hijos del Gran Espíritu, todos nosotros pertenecemos a la Madre Tierra. Nuestro planeta está en graves dificultades y si seguimos acarreando dentro de nosotros los viejos rencores y no trabajamos juntos, todos nosotros pereceremos».
En aquellos momentos la mayoría de los miembros del grupo lloraba. Todos sentimos una sensación de profunda conexión y pertenencia a la familia humana. Mientras el sol se elevaba lentamente en el cielo, compartimos un desayuno ceremonial. Comimos los alimentos que a lo largo de la noche habían sido colocados en el centro del tipi y habían sido consagrados por el ritual. Después, todos nos dimos grandes abrazos, nos separamos con pesar y nos dirigimos de regreso a casa. Llevábamos con nosotros el recuerdo de esta inestimable lección sobre la resolución de conflictos interraciales e internacionales, que sin duda permanecerá vívida en nuestra mente durante el resto de nuestra vida. Esta extraordinaria sincronía vivida en un estado holotrópico de conciencia me hizo concebir la esperanza de que, en un futuro más o menos próximo, pueda producirse en el mundo una sanación similar y a escala global.