Por tanto, quien quiera tener
el bien sin el mal,
el orden sin el desorden,
no entiende los principios
del cielo y de la tierra.
Ignora totalmente
que todo va unido.
CHUANG-TSE, Great and Small
Una de las cuestiones más importantes que continúan surgiendo en los estados holotrópicos de conciencia en múltiples formas y a diferentes niveles es el problema de la ética. En el momento en que nuestras experiencias internas se centran en temas biográficos, las cuestiones éticas suelen adoptar la forma de una fuerte necesidad de examinar nuestra vida, desde la infancia hasta el momento actual, para evaluarla desde una perspectiva moral. Esto tiende a estar íntimamente unido a cuestiones que conciernen a la autoimagen y la autoestima. Cuando revisamos la historia de nuestra vida podemos sentir una necesidad urgente de indagar si nuestra personalidad y nuestra conducta están a la altura de nuestros valores morales: los nuestros, los de nuestra familia y los de nuestra sociedad. Los criterios para hacer esta evaluación son habitualmente muy relativos e idiosincrásicos, puesto que implican necesariamente un fuerte sesgo personal, familiar y cultural. Fundamentalmente juzgamos nuestro comportamiento en función de los valores que se nos han impuesto desde fuera. Existe otra forma de autojuzgarse en la que evaluamos nuestro carácter y conducta, no conforme a los criterios cotidianos ordinarios, sino en comparación con el contenido de la ley universal y del orden cósmico. Experiencias de este tipo pueden producirse en los estados holotrópicos de varias formas, pero son particularmente frecuentes como parte de la revisión de vida en las situaciones cercanas a la muerte. Muchas personas que han estado cerca de la muerte hablan de sus encuentros con un Ser de Luz y describen que en su presencia sometieron sus vidas a un juicio implacable. Esta fuerte propensión de la psique humana a la autoevaluación moral se refleja en las escenas del juicio divino en las mitologías escatológicas de muchas culturas.
A medida que profundizamos en el proceso de introspección, podemos descubrir dentro de nosotros emociones e impulsos muy problemáticos de los que anteriormente éramos totalmente inconscientes: aspectos oscuros y destructivos de nuestra psique inconsciente que C. G. Jung llamó la Sombra. Este descubrimiento puede ser terrorífico y perturbador. Algunos de estos elementos oscuros representan nuestras reacciones a aspectos dolorosos de nuestra historia, en especial traumas de la primera y la segunda infancia. Además, el nivel perinatal de nuestra psique, que es la esfera relacionada con el trauma del nacimiento, parece conllevar un poderoso potencial destructivo. Las horas de experiencias dolorosas y que parecen amenazar la vida que están ligadas al paso a través del canal del nacimiento provocan naturalmente una consecuente respuesta violenta del feto. Ello tiene como consecuencia la formación de un depósito de tendencias agresivas que albergamos en nuestro inconsciente por el resto de nuestra vida, a menos que hagamos un esfuerzo especial para afrontarlas y transformarlas con algún tipo de autoexploración vivencial.
A la vista de estos hallazgos, se hace evidente que los dobles amenazantes de obras como las de R. L. Stevenson, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, o Edgar Allan Poe, “William Wilson” no representan personajes literarios de ficción, sino aspectos de la sombra de la personalidad humana ordinaria. Las personas que han sido capaces de mirar profundamente en el interior de su psique describen frecuentemente que descubrieron dentro de sí un potencial destructivo de la misma intensidad que personajes malignos de la categoría de Gengis-Kan, Hitler o Stalin. A la vista de estas demoledoras comprensiones profundas, es normal tener torturantes recelos sobre nuestra propia naturaleza y encontrarse con grandes dificultades para aceptarla.
Cuando la introspección alcanza un nivel transpersonal, es típico que surjan graves dudas éticas sobre la humanidad como conjunto, sobre toda la especie del Homo sapiens. Las experiencias transpersonales conllevan frecuentemente escenas históricas dramáticas o incluso brindan una amplia revisión panorámica de la historia. Estas secuencias aportan pruebas muy convincentes de que la violencia desencadenada y la codicia insaciable han sido siempre fuerzas impulsivas de la vida humana. Esto suscita la cuestión de la naturaleza de los seres humanos y de la proporción de bien y mal que hay en la especie humana.
¿Son los seres humanos en el núcleo de su ser sólo “monos desnudos” y se halla instalada la violencia en el sistema básico del cerebro humano? ¿Y cómo explicamos el aspecto de la conducta humana que el psicoanalista Erich Fromm (1973) llamó “agresión maligna”, la maldad y destructividad que sobrepasa cualquier cosa conocida en el reino animal? ¿Cómo podemos explicar las carnicerías insensatas de las innumerables guerras, los asesinatos masivos de la Inquisición, el holocausto, el archipiélago Gulag de Stalin o las masacres de la antigua Yugoslavia o de Ruanda? ¡Sin ninguna duda, sería difícil encontrar paralelismos a estas conductas en cualquier especie animal! La actual crisis global no ofrece ciertamente una imagen inspiradora y alentadora de la humanidad contemporánea. La violencia en forma de guerras, revueltas, terrorismo, tortura y crimen parece ir en aumento, y las armas modernas han alcanzado una eficacia apocalíptica. Miles de millones de dólares son desperdiciados en la locura de la carrera armamentista en todo el mundo, mientras millones de personas viven en la pobreza y mueren de hambre, o mueren por enfermedades para las que se conocen remedios a muy bajo coste. Diversas situaciones catastróficas, todas ellas creadas por la mano humana, amenazan con destruir nuestra especie y toda forma de vida en nuestro planeta. En la medida en la que el Homo sapiens es el culmen de la evolución natural, como nos gusta creer, ¿acaso no está viciada esencialmente tanto la humanidad como todo el fenómeno de la vida? En los estados holotrópicos, estas cuestiones pueden surgir con una urgencia e intensidad abrumadoras.
Las comprensiones profundas sobre temas éticos y las respuestas a diversos aspectos morales suelen verse considerablemente afectadas a medida que el proceso de introspección se desplaza de un nivel de conciencia a otro y vamos accediendo a una información que hasta entonces no teníamos a nuestra disposición. Nuestro juicio ético sobre los asuntos cotidianos puede cambiar muy drásticamente, incluso sin que intervengan comprensiones profundas procedentes de niveles superiores de conciencia, sino simplemente por la adquisición de una nueva información. Cuando se consideran retrospectivamente, las aparentes bendiciones del cielo pueden aparecer después como grandes desastres. Lo que en un momento se consideró como una acción benéfica puede adoptar con el tiempo una forma que no presagia nada bueno cuando alcanzamos una comprensión más profunda y completa de todo lo que implica.
Podemos poner como ejemplo el descubrimiento del insecticida DDT poco después de la II Guerra Mundial. Inicialmente, el DDT fue muy alabado como un arma eficaz contra las enfermedades transmitidas por los insectos. Miles de toneladas de este material fueron lanzadas en tierras pantanosas de diversas partes del mundo en un esfuerzo para erradicar la fiebre amarilla y la malaria, y también fue utilizado a gran escala para combatir otras enfermedades transmitidas por insectos. Desde una perspectiva limitada, parecía ser un proyecto muy válido y recomendable. El DDT fue considerado una contribución tan positiva a la humanidad que en 1948 ganó para su descubridor Paul Müller un premio Nobel en fisiología y medicina. Sin embargo, lo que se había considerado en algún momento el gran sueño de los epidemiólogos acabó convirtiéndose en una pesadilla ecológica. Con el tiempo se descubrió que el DDT no era biodegradable y que todas las cantidades que se habían producido iban a perdurar durante siglos. Además, por su especial afinidad con las grasas, se descubrió que se concentra cada vez más a medida que avanza en la cadena alimentaria a través del plancton, los peces pequeños, los más grandes, los pájaros y los mamíferos. En los pájaros, a veces alcanzaba una concentración que interfiere con su capacidad para crear cascarones de huevo aptos para la reproducción. Ahora sabemos que el DDT ha sido una de las causas de la extinción en algunos lugares de los pelícanos, los cormoranes, los marrajos gigantes, las águilas y los halcones. Su difusión geográfica ha alcanzado el Ártico donde se ha detectado en la grasa de los pingüinos. Incluso se ha introducido en las glándulas mamarias y en la leche de las madres. Aunque fue retirado del mercado hace muchos años, recientemente se ha descubierto que es un factor que contribuye al cáncer de mama.
El problema de la relatividad del bien y del mal fue abordado en una obra de Jean Paul Sartre, El diablo y el buen Dios (Sartre 1960). El protagonista principal, Goetz, es un mando militar malvado y sin piedad que en su desenfrenada ambición comete muchos crímenes y fechorías. Cuando ve los estragos causados por la peste que se declara en la ciudad asediada y ocupada por su ejército, se ve acosado por el miedo a la muerte y promete a Dios cambiar su comportamiento si le salva la vida.
En este momento aparece milagrosamente un monje que le ayuda a escapar de la ciudad a través de un pasadizo subterráneo secreto. Goetz cumple su promesa y empieza una vida dedicada a hacer inquebrantablemente el bien. Sin embargo, por sus consecuencias, su nueva forma de vida causa más mal que sus anteriores conquistas implacables y malvadas. Esta obra representaba el comentario de Sartre a la historia del cristianismo, que es un ejemplo fundamental de cómo la imposición implacable del mensaje de amor puede tener como consecuencia acciones perversas y causar un sufrimiento de proporciones inimaginables.
La cuestión de la ética se confunde más aún por las diferencias que existen entre los códigos morales de una cultura a otra. Mientras que determinados grupos humanos aprecian y cultivan el cuerpo humano e incluso lo consideran sagrado, otros creen que cualquier cosa relacionada con la carne y las funciones fisiológicas son a priori corruptas y demoníacas. Algunos se sienten naturales y cómodos con su desnudez, otros exigen que las mujeres cubran todo su cuerpo, incluido el rostro. En algunos contextos culturales el adulterio fue castigado con la muerte, mientras que, según una vieja costumbre esquimal, se suponía que el anfitrión, dentro del espíritu de hospitalidad, debía poner a su esposa a disposición de todos los visitantes masculinos de su casa. Tanto la poligamia como la poliandria han sido practicadas en la historia cultural humana como alternativas sociales aceptables. Una tribu de Nueva Caledonia, sin embargo, solía matar a los hermanos gemelos, si uno era niño y la otra niña, porque habían cometido incesto en el seno materno. En contraste con esta costumbre, antiguamente en Egipto y en Perú la ley exigía que en las familias reales el hermano se casase con su hermana.
En Japón no sólo se recomendaba el suicidio, sino que era exigido prácticamente en ciertas situaciones que se consideraban deshonrosas. En China y en otros lugares, cuando el gobernante moría, se mataba a las esposas y a los sirvientes y se les enterraba con él. Conforme a la costumbre hindú llamada sati, se supone que la viuda ha de seguir a su marido fallecido hasta las llamas de la pila funeraria. Junto con el infanticidio femenino, esta costumbre fue practicada en la India mucho después de haber sido puesta fuera de la ley por los británicos en el siglo XIX. El sacrificio humano ritual fue practicado en muchos grupos humanos y el canibalismo se consideraba una práctica aceptable en algunos grupos con una cultura refinada, como los aztecas y los maoríes. Desde una perspectiva transpersonal y transcultural, la rígida observancia de costumbres y normas que rigen las diversas prácticas psicobiológicas y sociales puede considerarse como un experimento de la conciencia cósmica, en el que se exploran sistemáticamente todas las posibles variaciones existenciales.
Uno de los desafíos éticos más difíciles que emerge en los estados holotrópicos es aceptar el hecho de que la agresión está inexplicablemente entretejida con el orden natural y de que no es posible vivir sin que sea a expensas de otra forma de vida. Antony van Leeuwenhoek, microbiólogo holandés e inventor del microscopio, lo resumió en una frase: «la vida se alimenta de vida: es cruel, pero es la voluntad de Dios». El poeta inglés Alfred lord Tennyson veía la naturaleza «enrojecida por colmillos y garras». Al escribir sobre la visión del mundo darwiniana, el biólogo George Williams (1966) lo expresó todavía más descarnadamente: «la Madre Naturaleza es una vieja bruja malvada». Y el marqués de Sade, que dio su nombre al sadismo, solía hacer referencias a la crueldad de la naturaleza como justificación de su propia conducta.
Incluso la forma más consciente de llevar nuestra vida no puede ayudarnos a salir de este dilema. En su artículo “Asesinato en la cocina”, Alan Watts (1969) exponía desde este punto de vista el problema de comer carne frente al vegetarianismo. El hecho de que «los conejos griten más alto que las zanahorias» no le parecía una buena razón para preferir comer zanahorias. Joseph Campbell expresó la misma idea con una definición medio en broma del vegetariano como «una persona que no es suficientemente sensible para escuchar el grito del tomate». Puesto que la vida tiene que alimentarse de vida, ya sea de naturaleza animal o vegetal, Watts recomendaba como solución un enfoque que se encuentra en muchas culturas nativas, tanto en comunidades de cazadores como de recolectores, y sociedades agrícolas. Estos grupos utilizan rituales que expresan gratitud por lo que se come y una aceptación humilde de su propia participación en la cadena alimentaria en ambos papeles: activo y pasivo.
Las decisiones y los temas éticos se vuelven particularmente complejos cuando las comprensiones profundas relevantes y las informaciones proceden de niveles de conciencia que no suelen ser fácilmente accesibles, particularmente aquéllos que incluyen la dimensión espiritual. Introducir criterios espirituales en situaciones cotidianas puede ser paralizante si se hace de una forma extrema o no están moderados por consideraciones prácticas.
Podemos mencionar aquí como ejemplo un episodio de la vida del famoso médico, músico, filántropo y filósofo Albert Schweitzer. Un día estaba tratando en su hospital de Lambaréné en medio de la selva a un africano que padecía una grave enfermedad infecciosa. Mientras estaba de pie junto a su cuerpo con la jeringa llena de antibiótico, de repente se preguntó qué es lo que le daba el derecho a destruir millones de vidas de microorganismos para salvar una vida humana. Se estaba cuestionando en virtud de qué criterios se arrogaba el derecho a considerar la vida humana como superior a la de todas las demás especies.
A Joseph Campbell se le preguntó en cierta ocasión cómo podemos reconciliar nuestra visión espiritual del mundo con la necesidad de tomar decisiones prácticas en la vida ordinaria, incluyendo la de matar para salvar la vida. Como ejemplo, él describió la situación de un niño pequeño que se halla en peligro inminente de ser mordido por una serpiente. Cuando intervenimos en estas circunstancias, matar la serpiente no significa decir “no” a la serpiente como parte integral del orden del universo, como elemento significativo del orden cósmico. No se trata de negar el derecho a vivir de la serpiente como parte de la creación, ni necesariamente significa que no apreciemos su existencia. La intervención es nuestra reacción a una situación concreta y local, y no un gesto de relevancia cósmica definitiva.
A medida que descubrimos la existencia del mundo de los arquetipos y nos damos cuenta de que su dinámica desempeña un papel fundamental para crear los acontecimientos del mundo material, el centro de atención sobre consideraciones técnicas se desplaza de los niveles personales y culturales al ámbito transpersonal. Lo esencial aquí es la dicotomía fundamental de la esfera arquetípica: nos percatamos de que el panteón de seres arquetípicos incluye tanto principios benéficos como maléficos, así como la existencia de fuerzas o, utilizando la terminología de las culturas preindustriales, de deidades bondadosas o coléricas. Desde esta perspectiva, son ellas las responsables de los acontecimientos del mundo material. Sin embargo, antes o después se vuelve evidente que estas entidades no son autónomas. Son creaciones o manifestaciones de un principio todavía superior que los trasciende y los gobierna. En este punto, la investigación moral encuentra un nuevo foco de atención que se centra directamente en el principio creador.
Esto da pie naturalmente a una serie totalmente nueva de preguntas. ¿Existe un origen creador que trasciende las polaridades y es responsable tanto del bien como del mal? ¿O es el universo un campo de batalla en el que dos fuerzas cósmicas, una esencialmente buena y la otra mala, libran un combate universal, tal como ha sido descrito por el zoroastrismo, el maniqueísmo y el cristianismo? Si es así, ¿cuál de estos dos principios es más poderoso y prevalecerá al final? Si Dios es bueno y justo, omnisciente y omnipotente, como nos dice la corriente principal del cristianismo, ¿cómo explicamos la cantidad de mal que hay en el mundo? ¿Cómo es posible que millones de niños sean matados como animales o mueran de hambre, cáncer y enfermedades infecciosas, antes de haber podido cometer pecado alguno? La explicación que suele dar la teología cristiana al sugerir que Dios castiga a esas personas por adelantado, porque ve de antemano que serán pecadores, no es realmente muy convincente.
En muchas religiones, el concepto de karma y renacimiento ayuda a explicar cómo y por qué puede suceder algo como esto. También explica las tremendas desigualdades que existen entre adultos y las diferencias que hay en sus destinos. Como exploraremos posteriormente en este libro, conceptos similares existían también en el cristianismo primitivo, particularmente en su forma gnóstica. El cristianismo gnóstico fue condenado como una herejía por la estructura eclesial en el siglo II, y en el siglo IV fue severamente perseguido con la ayuda del emperador Constantino. Las ideas sobre la reencarnación del alma individual fueron eliminadas del cristianismo en el año 553 en un Concilio especial celebrado en Constantinopla. Esto dejó al cristianismo con el formidable problema de la existencia de un creador omnipotente, justo y benevolente, en un mundo lleno de desigualdades y mal. La creencia en la reencarnación puede proporcionar respuestas a algunas de las cuestiones más inmediatas relativas al lado oscuro de la existencia, pero no aborda el problema del origen de la cadena kármica de causas y efectos. En los estados holotrópicos de conciencia emergen espontáneamente y con una gran urgencia las cuestiones éticas fundamentales sobre la naturaleza y el origen del mal, la razón de su existencia y su papel en la trama de la creación. El problema de la moral del principio creador, que es directamente responsable de todo el sufrimiento y los horrores de la existencia y que tolera el mal, es realmente un problema de grandes dimensiones. La capacidad para aceptar la creación como es, incluido su lado de sombra y nuestro propio papel en ella, es una de las tareas más difíciles con las que nos podemos encontrar en una búsqueda filosófica y espiritual profunda. Por ello es interesante revisar qué formas adoptan estos problemas en el viaje interior.
Las experiencias de identificación con la Conciencia Absoluta o con el Vacío implican la trascendencia de todas las polaridades, incluidos los supuestos del bien y del mal. Contienen todo el espectro de la creación desde los aspectos más beatíficos a los más diabólicos, pero de una forma no manifestada, como puro potencial. Puesto que las consideraciones éticas sólo pueden aplicarse al mundo de los fenómenos manifestados, que conlleva implícita la polaridad, el problema del bien y del mal está íntimamente relacionado con el proceso de creación cósmica. Al hilo de nuestra exposición, es importante señalar que los valores y normas éticas forman parte de la creación y, por tanto, no tienen una existencia independiente por sí mismas. En el antiguo texto sagrado hindú, la Katha Upanishad podemos leer:
Lo mismo que el sol, ojo del mundo entero,
no es mancillado por los defectos externos de los ojos,
el Alma interna de todas las cosas,
no es mancillada por el mal del mundo,
ya que éste es externo a ella.
La comprensión definitiva y la aceptación filosófica del mal siempre parece implicar el reconocimiento de que éste desempeña un papel importante, e incluso necesario, en el proceso cósmico. Por ejemplo, las profundas comprensiones internas de las realidades esenciales a las que se puede acceder en los estados holotrópicos podrían revelar que el mal es un elemento esencial del drama universal. Puesto que la creación cósmica es una creatio exnihilo, o creación de la nada, tiene que ser simétrica. Todo lo que nace a la existencia tiene que estar contrapesado con su opuesto. Desde esta perspectiva, la existencia de polaridades de todo tipo es un requisito indispensable para la creación de los mundos fenoménicos. Este hecho tenía su paralelismo en las especulaciones de algunos físicos modernos sobre la materia y la antimateria, cuando sugieren que en los primeros momentos del universo, partículas y antipartículas estaban presentes en igual número.
Anteriormente vimos que uno de los “motivos” de que exista la creación parece ser la “necesidad” del principio creador de conocerse a sí mismo, de que “Dios pueda ver a Dios” o “el Rostro pueda contemplar al Rostro”. En la medida en que lo divino crea para explorar su propio potencial interno, el no expresar toda la gama de su potencial significaría un autoconocimiento incompleto. Y si la Conciencia Absoluta es también el Artista, el Experimentador y el Explorador esencial, dejar fuera algunas opciones significativas significaría poner en peligro la riqueza de la creación. Los artistas no limitan sus temas a aquello que es bello, ético o inspirador. Representan todos los aspectos de la vida que pueden proporcionar imágenes interesantes o prometer historias fascinantes.
La existencia del lado oscuro de la creación refuerza sus aspectos luminosos, proporcionando al drama universal un contraste, una riqueza y una profundidad extraordinarias. El conflicto entre el bien y el mal, en todos los ámbitos y en todos los niveles de la existencia, es una fuente inagotable de inspiración para historias fascinantes. Un discípulo preguntó en cierta ocasión a Sri Ramakrishma, el gran visionario, santo y maestro espiritual: «Swamiji, ¿por qué existe el mal en el mundo?». Después de reflexionar unos instantes, Ramakrishma respondió sucintamente: «Para espesar el argumento». La respuesta puede parecer cínica, si consideramos la naturaleza y gravedad del sufrimiento del mundo, concretado en millones de niños que mueren de hambre o enfermedades diversas, la locura de las guerras a lo largo de la historia, las innumerables víctimas sacrificadas y torturadas y la desolación de los desastres naturales. Sin embargo, un experimento mental puede ayudarnos a obtener una perspectiva diferente.
Imaginemos por un momento que podemos eliminar del orden universal cualquier cosa que sea considerada en general como mala o negativa, todos los elementos que creemos que no deberían formar parte de la vida. Al principio podría parecer que esto crearía un mundo ideal, un verdadero paraíso en la tierra. Sin embargo, cuando seguimos imaginando, vemos que la situación es mucho más compleja. Supongamos que empezamos con la eliminación de las enfermedades, algo que sin duda pertenece al lado oscuro de la existencia e imaginemos que nunca hayan existido. Muy pronto descubriríamos que no se trata de una intervención aislada que erradica selectivamente un aspecto de lo negativo del mundo. Esta interferencia tendría un profundo efecto en muchos aspectos positivos de la vida y de la creación que tenemos en alta estima.
Junto con las enfermedades, eliminaríamos toda la historia de la Medicina: la investigación médica y el conocimiento que imparte, el descubrimiento de las causas de las enfermedades peligrosas, e igualmente remedios eficaces, como las vitaminas, los antibióticos y las hormonas. No habría más milagros de la medicina moderna: operaciones que salvan la vida, trasplantes de órganos e ingeniería genética. Perderíamos a los grandes pioneros de la ciencia, como Virchow, Semmelweiss y Pasteur, héroes que dedicaron su vida entera a una apasionada investigación en búsqueda de respuestas a los problemas médicos. No serían tampoco necesarios el amor y la compasión de todos aquéllos que han cuidado y sanado a personas, desde los médicos y las enfermeras hasta una diversidad de buenos samaritanos. Perderíamos a la madre Teresa junto con la razón por la que se le otorgó el premio Nobel. Y ahora llegamos a los chamanes y a los sanadores indígenas con sus coloridos rituales y el conocimiento de hierbas medicinales, los milagros de Lourdes y los cirujanos psíquicos filipinos.
Otro aspecto obviamente oscuro y negativo de la creación es la existencia de regímenes opresores, de sistemas totalitarios, del genocidio y de las guerras. Si centramos nuestros esfuerzos de sanación cósmica en este campo, eliminaríamos una parte significativa de la historia humana. En este proceso de eliminación perderíamos todos los actos heroicos de los luchadores por la libertad de todos los tiempos, que sacrificaron su vida por causas justas y por la libertad de sus países y de sus compatriotas. No habría más triunfos de victoria sobre los imperios del mal y nos quedaríamos sin la embriaguez de la libertad recién conquistada. Tendríamos que eliminar del mundo los castillos fortificados de todos los países y períodos históricos, así como los museos que documentan la ingenuidad de la construcción de armas, el dominio del arte de la defensa y la riqueza de los atuendos militares. Naturalmente, la eliminación de la violencia del escenario del drama cósmico tendría profundas resonancias en el mundo del arte. Las bibliotecas, los museos de arte, las colecciones de música y los archivos cinematográficos se reducirían considerablemente si eliminásemos de ellos las piezas de arte inspiradas por la violencia y la lucha contra ella.
La ausencia del mal metafísico reduciría drásticamente la necesidad de que existiera la religión, puesto que Dios, al no tener un poderoso adversario, se convertiría en una propiedad garantizada que se tomaría como algo adquirido. Empezaría a faltar del orden universal de las cosas todo lo relacionado con el ritual y la vida espiritual de la humanidad, y nunca habría sucedido ninguno de los acontecimientos históricos inspirados por la religión. Es superfluo añadir que perderíamos también alguna de las mejores obras de arte —de la literatura, la música, la pintura, la escultura y el cine— inspiradas por el conflicto entre lo divino y lo diabólico. El mundo se quedaría sin sus gloriosas catedrales góticas, sus mezquitas musulmanas, sus sinagogas y sus templos hindúes y budistas, así como otras joyas arquitectónicas inspiradas por la religión.
Si seguimos avanzando en este proceso de purgación de la sombra universal, la creación perdería su inmensa profundidad y riqueza. Llegaríamos posteriormente a un mundo sin color ni interés. Si esta clase de realidad se representara en una película de Hollywood, probablemente pensaríamos que no vale la pena verla y las salas de cine se quedarían vacías. Un manual ampliamente utilizado para escribir guiones de éxito subraya la importancia de la tensión, del conflicto y del drama como requisitos previos y necesarios para hacer una gran película. De hecho, advierte concretamente que describir “la vida de una aldea feliz” garantizaría un fracaso seguro y un desastre de taquilla.
Los productores de cine, que poseen la libertad de seleccionar cualquier tema para sus películas, no escogen normalmente historias dulces en las que no pasa nada y que siempre tengan un final feliz. Normalmente incluyen suspense, peligro, dificultades, graves conflictos emocionales, sexo, violencia y maldad. Es obvio, además, que los creadores de películas, por su parte, están bastante influidos por el gusto y las demandas del público. En la medida en que Dios creó a los seres humanos a su propia imagen, tal como se nos ha dicho, no sería sorprendente que la creación cósmica siguiera los mismos principios que rigen la actividad creadora y el enriquecimiento en nuestro mundo.
En el proceso de introspección descubrimos que la creación sufre una dicotomía en todos los niveles en los que encontramos formas y fenómenos separados. La Conciencia Absoluta y el Vacío existen más allá del mundo de los fenómenos y transcienden así todas las polaridades. El Bien y el Mal, como entidades separadas, nacen y se manifiestan en las fases iniciales de la creación, cuando el aspecto sombrío y luminoso de lo Divino emerge de la matriz indiferenciada del Vacío y de la Conciencia Absoluta. Aunque estos dos aspectos de la existencia representan polos opuestos y son antagónicos entre sí, ambos son elementos necesarios de la creación. En un juego de relación intrincada y compleja, generan los innumerables personajes y acontecimientos que constituyen el drama cósmico en muchos niveles y dimensiones diferentes de la realidad.
En los estados holotrópicos podemos tener la experiencia directa no sólo del principio creador unificado, como he descrito anteriormente, sino también por separado y como dos realidades distintas, ya sea en su forma benévola o malévola. Cuando nos encontramos con la forma benévola de Dios, sintonizamos selectivamente con los aspectos positivos de la creación. En este punto no somos conscientes del lado oscuro de la existencia y vemos la obra cósmica en su totalidad como esencialmente radiante y llena de éxtasis. El mal parece ser efímero o totalmente ausente del orden universal de las cosas.
La mejor aproximación a la comprensión de la naturaleza de esta experiencia es describirla conforme al antiguo concepto hindú de Satchitânanda. Esta palabra sánscrita está compuesta por tres raíces separadas: Sat significa existencia o ser; chit se traduce como conciencia; y ânanda significa felicidad absoluta. Todo lo que podemos decir de esta experiencia es que estamos identificados con un principio radiante, ilimitado y sin dimensiones, o un estado de ser que parece estar dotado de una existencia infinita, posee una conciencia o sabiduría igualmente infinita y vive un gozo ilimitado. También posee una capacidad infinita para crear formas y mundos de experiencias a partir de sí mismo.
Esta experiencia de Satchitânanda, o Existencia-Conciencia-Felicidad absoluta, tiene su contrapartida, un principio cósmico que personifica todo el potencial negativo de lo Divino. Representa un espejo que refleja una imagen negativa o un polo opuesto y exacto de los atributos esenciales de Satchitânanda. A este respecto podemos pensar en la escena introductoria del Fausto de Goethe, en la que Mefistófeles se presenta a Fausto: «yo soy el espíritu que niega» (Ich bin der Geist der stets verneint). Cuando observamos los fenómenos que consideramos malos o diabólicos, vemos que pertenecen a tres categorías distintas, cada una de las cuales supone la liberación de una característica o atributo esencial de Satchitânanda.
La primera de estas cualidades esenciales de lo Divino positivo es sat, o existencia infinita. La categoría correspondiente del mal se relaciona con los conceptos y experiencias que tienen que ver con los límites y el término de la existencia y con la no existencia. A ellos pertenece la impermanencia que rige el mundo fenoménico y la perspectiva inevitable de la desaparición final de todas las cosas. Esto incluye nuestra propia desaparición, la muerte de todos los organismos vivos y la destrucción final de la tierra, del sistema solar y del universo. Podemos pensar aquí en la desolación que sintió Gautama Buda cuando en sus incursiones fuera del palacio de su padre descubrió la existencia de la enfermedad, la vejez y la muerte. En nuestra propia tradición, los clérigos cristianos medievales acuñaron muchas frases lacónicas que recordaban a la población este aspecto de la existencia: «polvo eres y en polvo te convertirás», «recuerda la muerte», «así es como pasa la gloria del mundo», o «la muerte es segura, su hora incierta».
El segundo aspecto importante de Satchitânanda es chit, o conciencia, sabiduría e inteligencia infinitas. La categoría correspondiente del mal tiene que ver con diversas formas y niveles de los límites de la conciencia y con la ignorancia. Cubre una amplia gama de fenómenos que abarcan desde las consecuencias nocivas de la falta de conocimiento, información inadecuada y malentendidos sobre los asuntos de la vida cotidiana, hasta el autoengaño y la ignorancia esencial sobre la naturaleza de la existencia en un alto nivel metafísico (avidyâ). Este tipo de ignorancia fue descrito por Buda y algunos maestros espirituales como una de las raíces más importantes de la insatisfacción. El tipo de conocimiento que puede rasgar el velo de esta ignorancia y conducir a la liberación de la insatisfacción se llama en Oriente prajñaparamita, o sabiduría trascendente.
La tercera categoría de fenómenos que se viven como malos o malignos incluyen elementos que suponen la negación de otra característica fundamental de Satchitânanda, el elemento de felicidad infinita o ânanda. Las experiencias que pertenecen a esta categoría y sus causas reflejan el lado oscuro en la forma más directa, obvia y explícita, ya que interfieren en la experiencia extásica de la existencia. Implican toda una gama de emociones problemáticas y de sensaciones físicas desagradables que son los polos opuestos del placer divino, como el dolor físico, la ansiedad, la vergüenza, el sentido de inadecuación, la depresión y la culpabilidad.
El principio demiúrgico del mal, la imagen negativa del espejo de Satchitânanda antes mencionada, puede vivirse de una forma puramente abstracta o como una manifestación más o menos concreta. Algunas personas la describen como Sombra Cósmica, un campo inmenso de energía ominosa, dotada de conciencia, inteligencia, potencial destructivo y una determinación monstruosa para producir caos, sufrimiento y desastre. Otros la viven como una figura antropomórfica de proporciones inmensas que representa el mal universal que lo invade todo, o el Dios Oscuro. El encuentro con el lado oscuro de la existencia puede adoptar también una forma de deidades concretas, más unidas a una cultura específica, como puede ser el ejemplo de Satán, Lucifer, Ahrimán, Hades, Lilith, Moloch, Kâlî o Coatlicue.
Me serviré aquí como ilustración de un pasaje del informe de Jane, una psicóloga de 35 años que, en su sesión de formación vivió una confrontación demoledora con el lado oscuro de la existencia, que culminó en un encuentro con una personificación terrorífica del mal universal.
Tuve la impresión de que, hasta aquel momento, había vivido mi vida con unas gafas de cristal color rosa que me impedían ver la monstruosidad de la existencia. Vi innumerables imágenes de formas diversas de vida de la naturaleza que estaban siendo atacadas y devoradas por otras. Toda la cadena de la vida, desde los organismos inferiores hasta los más desarrollados, apareció repentinamente como un drama brutal en el que los pequeños y débiles eran devorados por los grandes y fuertes. Esta dimensión de la naturaleza fue tan perturbadora e insoportable que apenas podía ver ningún otro aspecto, como la belleza de los animales o la ingenuidad e inteligencia creativa de la fuerza de vida. Era una ilustración demoledora de que la misma base de la vida está hecha de violencia; la vida no puede sobrevivir sin alimentarse de sí misma. Un herbívoro es simplemente un ejemplo más oculto y mitigado de la existencia predadora en su holocausto biológico. La frase «la naturaleza es criminal», que el marqués de Sade utilizaba para justificar su propio comportamiento, de repente cobraba un nuevo sentido.
Otras imágenes me llevaron a una visión panorámica de la historia de la humanidad y me proporcionaron pruebas obvias de haber sido dominada por la violencia y la codicia. Vi terribles combates de hombres de las cavernas que utilizaban mazas primitivas, así como matanzas en masa causadas por armas cada vez más perfeccionadas. Las visiones de las hordas mongólicas de Gengis-Kan arrasando toda Asia, matando sin sentido y quemando aldeas fueron seguidas por los horrores de los nazis alemanes, la Rusia de Stalin y el apartheid sudafricano. Además, otras imágenes describían el insaciable deseo de adquirir cosas y ¡la locura de nuestra sociedad tecnológica que amenaza con destruir toda la vida de este planeta!
La ironía final y la broma cruel de este panorama desesperanzador de la humanidad parecía ser el papel desempeñado por las grandes religiones del mundo. Era claro que estas instituciones que prometían hacer de intermediarias de lo divino han sido en realidad muchas veces un canal del mal. Desde la historia del Islam, expandido por la fuerza de la espada y de la lanza, hasta las cruzadas cristianas, las atrocidades de la Inquisición y las crueldades más recientes justificadas por motivos religiosos, la religión ha sido parte del problema más que de la solución.
Hasta este punto de la sesión, Jane tuvo que ser testigo de un despliegue selectivo de aspectos oscuros de la vida, tanto de la naturaleza como de la sociedad humana, sin obtener ninguna comprensión profunda sobre las causas de la codicia y de la violencia. En una fase posterior la experiencia la llevó directamente a lo que parecía ser la fuente metafísica de todo el mal del mundo.
De repente la experiencia cambió y me encontré cara a cara con la entidad responsable de todo lo que había visto. Era la imagen que encarnaba la quintaesencia del Mal intemporal, una enorme figura increíblemente ominosa, que irradiaba un poder inimaginable. Aunque no tenía una medida concreta, parecía tan inmensa como todas las galaxias juntas. Aunque tenía un aspecto vagamente antropomórfico, apenas podía reconocer partes concretas de su cuerpo, ya que no tenía una forma concreta.
Estaba compuesta de imágenes dinámicas que cambiaban con gran rapidez y fluían en una interpenetración holográfica. Dichas imágenes representaban diversas formas de mal y aparecían en las partes correspondientes de la anatomía de este dios del mal. Así, el vientre contenía cientos de imágenes de codicia y glotonería; la zona genital, escenas de perversión erótica, violaciones y asesinatos sexuales; los brazos y las manos, de violencia cometida por medio de espadas, dagas y armas de fuego. Yo estaba sobrecogida y sentía un indescriptible terror. Surgieron en mi mente los nombres de Satán, Lucifer y Ahrimán. Pero no eran sino etiquetas ridículas e insignificantes de lo que realmente estaba viviendo.
Algunas personas que habían vivido un encuentro personal con el Mal Cósmico tuvieron interesantes comprensiones profundas sobre su naturaleza y función en el orden universal de las cosas. Vieron que este principio está entretejido de una manera compleja en la trama de la existencia y que impregna con formas cada vez más concretas todos los niveles de la creación. Sus diversas manifestaciones son expresiones de la energía que hace que las unidades separadas de conciencia se sientan aisladas entre sí. También las aliena de su origen cósmico, la Conciencia Absoluta no diferenciada. De este modo les impide tomar conciencia de que tienen la misma identidad esencial que este origen y también de la unidad fundamental que existe entre ellas.
Desde este punto de vista, el mal está íntimamente vinculado con el dinamismo al que antes he hecho referencia como “división”, “acción de pantalla” u “olvido”. Puesto que la obra divina, el drama cósmico, es inimaginable sin protagonistas individuales, sin la existencia de entidades separadas y diferenciadas, la existencia del mal es absolutamente esencial para la creación del mundo tal como lo conocemos. Esta comprensión concuerda básicamente con el concepto que se encuentra en algunas escrituras místicas cristianas: el ángel caído, Lucifer (literalmente “el Portador de la Luz”), como representante de las polaridades, es considerado como una figura demiúrgica, que conduce a la humanidad en un viaje de fantasía al mundo de la materia. Si abordamos este problema desde otra perspectiva, podemos decir que, en última instancia, el mal y el sufrimiento se basan en una falsa percepción de la realidad, particularmente en la creencia de los seres vivos en su yo individual separado. Esta comprensión penetrante es una parte esencial de la doctrina budista de anatta o Anâtman (no-Yo).
La comprensión profunda de que el mal es una fuerza separadora en el universo también ayuda a entender ciertos patrones y secuencias vivenciales que son típicas de los estados holotrópicos. Así pues, las experiencias extáticas de unificación y expansión de la conciencia suelen ser precedidas por encuentros demoledores con las fuerzas de la oscuridad en forma de figuras arquetípicas del mal, o que pasan a través de pantallas demoníacas. Todo ello suele venir acompañado por un extremo sufrimiento emocional y físico. El ejemplo más sobresaliente que ilustra esta relación es el proceso de muerte y renacimiento psicoespiritual, en el que las experiencias de agonía, terror y aniquilación por deidades coléricas son seguidas por una sensación de reunión con la fuente espiritual. Esta conexión parece haber encontrado una expresión concreta en los templos budistas japoneses, como el espléndido Todaiji en Nara, en el que hay que pasar entre figuras terroríficas de guardianes iracundos antes de penetrar en el interior del templo y encontrarse cara a cara con la imagen radiante de Buda.
Cualquier intento de aplicar valores éticos al proceso de la creación cósmica debe tomar en consideración un hecho importante. Según las comprensiones profundas presentadas en este libro, todas las fronteras que percibimos ordinariamente en el universo son arbitrarias y, en última instancia, ilusorias. El cosmos entero, en su naturaleza más profunda, es una sola entidad de dimensiones inimaginables, es Conciencia Absoluta. Como ya vimos en el hermoso poema de Tich Nhat Hahn, todos los papeles del drama cósmico tienen en definitiva sólo un protagonista. En todas las situaciones en las que se halla presente el elemento del mal, como el odio, la crueldad, la violencia, la infelicidad y el sufrimiento, el principio creador está jugando un complicado juego consigo mismo. El agresor es el mismo que el agredido, el dictador es el oprimido, el violador la persona violada y el asesino su víctima. El paciente infectado no es diferente de las bacterias que le han invadido y producido la enfermedad, o del médico que inyecta el antibiótico para detener la infección.
El siguiente pasaje de una sesión de Christopher Bache, el profesor de filosofía de la religión cuya descripción de la experiencia del Vacío cité anteriormente, es un ejemplo vívido de la demoledora toma de conciencia de que poseemos la misma identidad esencial que el principio creador:
Como tema central apareció directamente la relación sexual. Al principio, ésta surgió en su forma agradable como deleite recíproco y satisfacción erótica, pero muy rápidamente cambió a su forma violenta, como ataque, asalto, herida y daño. Las fuerzas del asalto sexual también surgían del entramado de la humanidad. Yo me enfrentaba a aquellas fuerzas brutales y detrás de mí había una niña. Intentaba protegerla de ellas, manteniéndola detrás e impidiendo que la alcanzasen. El horror se intensificó cuando vi que la niña era mi preciosa hija de tres años. Yo era ella y, a la vez, todos los niños del mundo.
Continué intentando protegerla, repeler el ataque que ya me estaba haciendo retroceder, pero sabía a ciencia cierta que iba a fracasar. Cuanto más mantenía en jaque a aquellas fuerzas, más poderosas se volvían. El “yo” en aquella situación no era simplemente el “yo” personal, sino cientos de miles de personas. El horror iba mucho más allá de todo lo que pueda describir. Echando una ojeada por encima de mi hombro pude percibir el aura de inocencia aterrorizada, pero en aquel momento se había añadido otro elemento: una presión de abrazo místico. Superpuesta a la niña se hallaba la Mujer Primordial, la misma Diosa Madre. Me rogó que la abrazase y supe instintivamente que no había ninguna dulzura mayor que la que encontraba en sus brazos.
Al protegerme del violento asalto sexual me estaba protegiendo del abrazo místico de la Diosa, pero no podía dejarme violar y que mataran a mi hija por dulce que fuera la promesa de redención. El frenesí siguió aumentando hasta que empezó a transformarse. Conteniendo todavía el terrible ataque asesino, me hallaba entonces dando la cara a mi víctima y siendo desgarrado por las fuerzas de la pasión, por un lado, y las fuerzas de protección por otro. Mi víctima era al mismo tiempo mi hija frágil, inocente e indefensa, y la Mujer Primordial, que me invitaba a un abrazo sexual de proporciones cósmicas.
Tras un largo período de batalla agónica contra el terrorífico asalto de impulsos violentos, Chris pudo rendirse a ellos poco a poco y dejar que se expresaran. La resolución de esta torturante situación llegó cuando fue capaz de descubrir que, detrás de los protagonistas separados de aquellas escenas violentas, había únicamente una sola entidad: él mismo como principio creador.
Por muy arduamente que luchara contra lo que estaba sucediendo, estaba siendo arrastrado a desencadenar la furia. Lleno de horror y sed ciega estaba empezando yo a atacar, a violar, a matar, pero seguía luchando con todas mis fuerzas contra lo que estaba sucediendo. La lucha me llevó a niveles de intensidad cada vez más profundos hasta que de repente algo se rompió totalmente y llegué a la demoledora toma de conciencia de que estaba encaminándome a violarme y matarme a mí mismo. Este salto adelante era multidimensional y me produjo una gran confusión. La intensidad de mi lucha me condujo más allá de un punto crucial en el que de repente me vi enfrentado a la realidad de que yo era al mismo tiempo el violador asesino y la víctima. Vivencialmente supe que éramos la misma persona. Al mirar a los ojos de mi víctima, descubrí que estaba mirando mi propio rostro. Entonces sollocé sin poder contenerme: «me estoy haciendo esto a mí mismo».
No se trataba de una inversión kármica, una entrada en una vida anterior en la que víctima y verdugo cambian de lugar. Por el contrario, era un salto cuántico a un nivel existencial que disolvía todas las dualidades en un solo flujo que lo abarcaba todo. El “yo” que conozco no era en modo alguno personal, sino una unidad subyacente que abarcaba a todas las personas. Era colectivo en el sentido de incluir toda la experiencia humana, pero esencialmente era simple e indiviso. Yo era uno. Era el agresor y la víctima. Era el violador y la violada. Era el asesino y la persona asesinada. Yo me lo estaba haciendo a mí mismo. A lo largo de toda la historia me lo he estado haciendo a mí mismo.
El dolor de la historia humana era mi dolor. No había víctimas. Nada fuera de mí que me estuviera haciendo eso. Yo era responsable de todo lo que estaba viviendo, de todo lo que siempre había sucedido. Estaba mirando el rostro de mi creación. Yo lo hacía. Yo estoy haciendo esto. Yo decido que todo esto suceda. Decido crear todos estos mundos horribles, horribles.
En cualquier explicación metafísica sobre la existencia del mal debemos tomar en consideración otro factor importante. Un análisis cuidadoso de la naturaleza de la realidad, ya sea existencial, científico o filosófico, revelará que el mundo material y todos los acontecimientos del mismo son esencialmente vacuidad. Los textos de las diferentes escuelas budistas ofrecen prácticas de meditación mediante las cuales podemos descubrir la vacuidad de todos los objetos materiales y la ausencia de un yo separado en nuestro propio ser. Siguiendo las instrucciones de la práctica espiritual podemos alcanzar una confirmación experimental de la afirmación básica del budismo de que la forma es vacío y el vacío es forma.
Esta afirmación, que parece paradójica e incluso absurda a nuestro estado cotidiano de conciencia, revela una profunda verdad sobre la realidad, que ha sido confirmada por la ciencia moderna. Durante las primeras décadas de este siglo, los físicos llevaron a cabo una investigación sistemática explorando la composición de la materia hasta llegar al nivel subatómico. A lo largo de este proceso descubrieron que lo que ellos habían considerado previamente como materia sólida resultaba estar cada vez más vacío. Posteriormente desaparecía completamente de la escena cualquier cosa que incluso pudiera parecer remotamente materia sólida y era sustituida por ecuaciones abstractas de probabilidad.
Lo que los budistas descubrieron vivencialmente y los físicos modernos de forma experimental concuerda esencialmente con las especulaciones metafísicas de Alfred North Whitehead (1967), uno de los mayores filósofos de este siglo. Whitehead llama a la creencia en la existencia duradera de objetos materiales separados «la falacia de lo concreto momentáneamente perdido». Según él, el universo se compone de numerosos impulsos discontinuos de actividad existencial. El elemento básico del que está hecho el universo no es sustancia duradera, sino momentos de experiencia, llamados en su terminología ocasiones reales. Este término se aplica a los fenómenos en todos los niveles de la realidad, desde las partículas subatómicas a las almas humanas.
Como sugiere lo expuesto, ninguno de los acontecimientos de nuestra vida ordinaria y, a este respecto, ninguna de las situaciones que implican sufrimiento y mal, son esencialmente reales en el sentido en que los concebimos y los experimentamos. Para ilustrar esto, volveré a la analogía de la película que ya he utilizado. Cuando estamos contemplando una película o un programa en la televisión, lo que vemos como protagonistas separados son en realidad diversos aspectos del mismo y único campo unificado de luz. Podemos decidir interpretar nuestras percepciones como un drama complejo de la vida real o darnos cuenta de que estamos siendo testigos de una danza de ondas electromagnéticas y acústicas de diversas frecuencias que son cuidadosamente orquestadas para tener un efecto específico. Aunque una persona simple o un niño pueden tomar erróneamente la película por la realidad, el espectador corriente será bien consciente del hecho de que está participando en una realidad virtual e imaginaria.
La razón por la que decidimos interpretar el juego de luces y sonidos como una historia real y a los protagonistas como realidades separadas es porque estamos interesados en la experiencia que resulta de adoptar esta estrategia. En realidad, tomamos una decisión voluntaria de ir al cine y consentimos en pagar la entrada porque buscamos activamente las experiencias que nos ofrece. Y aunque decidimos reaccionar a la situación como si fuera real, en otro nivel somos conscientes de que los personajes de la película son ficticios y de que los protagonistas son actores que decidieron voluntariamente participar en ella. Particularmente importante desde el punto de vista de nuestra exposición es el que los espectadores saben que las personas a las que matan en la película no mueren en la realidad.
Según las visiones internas descritas en este libro, la condición humana guarda un gran paralelismo con la del espectador cinematográfico. En otro nivel de la realidad tomamos la decisión de encarnarnos porque estamos atraídos por las experiencias que proporciona la existencia material. La identidad separada de los protagonistas del drama cósmico, incluido nuestro propio drama, es una ilusión, y la materia de la que el universo parece estar hecha está esencialmente vacía. El mundo en el que vivimos no existe realmente en la forma en la que lo percibimos. Las escrituras espirituales de Oriente comparan nuestra experiencia ordinaria del mundo a un sueño del que podemos despertar. Fritjof Schuon (1969) lo expresa muy sucintamente: «el universo es un sueño tejido de sueños: sólo el Yo está despierto».
En el drama cósmico, al igual que en una película o en una obra de teatro, a nadie se mata ni nadie muere, puesto que, cuando acaba un papel concreto, se asume una identidad más amplia y más profunda. En cierto sentido, los protagonistas y el drama no existen en absoluto, o existen y no existen al mismo tiempo. Desde este punto de vista, culpar a la Mente Universal de la existencia del mal en el mundo sería tan absurdo como sentenciar al director de la película por los crímenes o asesinatos cometidos en la pantalla. Naturalmente, existe una diferencia importante entre los seres vivos y los protagonistas de las películas. Aunque los seres del mundo material no sean lo que parecen ser, las experiencias de dolor físico y de sufrimiento emocional que van unidas a su papel son reales. Por supuesto, éste no es el caso de los actores de las películas.
Esta forma de considerar la creación puede ser muy perturbadora, a pesar del hecho de que está basada en experiencias personales muy convincentes vividas en estados holotrópicos y en general también es compatible con los descubrimientos científicos sobre la naturaleza de la realidad. Los problemas empiezan a ser evidentes cuando nos detenemos a pensar en las consecuencias prácticas que esta perspectiva tiene para nuestra vida y para nuestra conducta cotidiana. A primera vista, considerar el mundo material como “realidad virtual” y comparar la existencia humana con una película parece trivializar la vida y minusvalorar la profundidad de la infelicidad humana. Podría parecer que esta perspectiva niega la gravedad del sufrimiento humano y que alimenta una actitud de indiferencia cínica en la que nada importa realmente. Igualmente, aceptar el mal como una parte integrante de la creación y ver su relatividad podría fácilmente considerarse como una justificación para eliminar cualquier restricción ética y para perseguir insaciablemente metas egoístas. También podría parecer un modo de sabotear cualquier esfuerzo para combatir activamente el mal en el mundo.
No obstante, la situación a este respecto es mucho más compleja de lo que podría parecer en una primera visión superficial. Ante todo, la experiencia práctica muestra que la conciencia de la vacuidad que existe detrás de todas las formas no es en absoluto incompatible con el aprecio y amor genuinos por la creación. Las experiencias trascendentes que conducen a profundas comprensiones metafísicas de la naturaleza de la realidad lo que hacen es crear reverencia hacia todos los seres vivos y un compromiso responsable hacia el proceso de la vida. Nuestra compasión no exige objetos que tengan sustancia material. Con la misma facilidad puede dirigirse a seres sensibles que sean unidades de conciencia.
La conciencia de la vacuidad que subyace al mundo de las formas puede ayudarnos en gran medida a afrontar las situaciones difíciles de la vida. Al mismo tiempo, no hace que la existencia tenga menos sentido ni interfiere con nuestra capacidad de disfrutar de los aspectos bellos y placenteros de la vida. La compasión y admiración profundas por la creación no es en forma alguna incompatible con el darse cuenta de que el mundo material no existe en la forma en la que lo experimentamos. Después de todo, podemos tener una reacción emocional intensa a obras de arte de gran fuerza y sentir una profunda empatía por sus personajes. Pero, a diferencia de las obras de arte, ¡en la vida todas las experiencias de los protagonistas son reales!
Antes de que podamos apreciar plenamente las implicaciones éticas que pueden tener en nuestra conducta las comprensiones profundas y trascendentes, tenemos que tomar en consideración algunos factores adicionales. La introspección vivencial que da acceso a estas comprensiones suele poner de manifiesto importantes focos biográficos, perinatales y transpersonales de violencia y codicia anclados en nuestro inconsciente. El trabajo psicológico sobre este material que aflora conduce a reducir significativamente la agresión y a aumentar la tolerancia. También encontramos un amplio espectro de experiencias transpersonales en las que nos identificamos con diversos aspectos de la creación. La consecuencia es una profunda reverencia por la vida y una empatía por todos los seres vivos. El mismo proceso a través del cual vamos descubriendo la vacuidad de las formas y la relatividad de los valores éticos también reduce significativamente nuestra propensión al comportamiento inmoral y antisocial, y nos enseña el amor y la compasión.
Desarrollamos un nuevo sistema de valores que no está basado en normas convencionales, preceptos, mandamientos y miedo al castigo, sino en nuestro conocimiento y comprensión del orden universal. Nos percatamos de que formamos parte integrante de la creación y de que, al herir a otros, nos estaríamos hiriendo a nosotros mismos. Además, la introspección profunda conduce al descubrimiento vivencial del renacimiento y de la ley del karma. Esto nos proporciona una toma de conciencia de la posibilidad de que puedan producirse grandes repercusiones existenciales por los comportamientos dañinos, incluso por aquéllos que escapan a las penalizaciones sociales.
Platón fue claramente consciente de las profundas implicaciones morales de nuestras creencias respecto a la posibilidad de que continúe la vida más allá del fallecimiento biológico. En Las leyes (Platón 1961 a) hace decir a Sócrates que la despreocupación por las consecuencias post mortem de nuestras obras sería «un aliciente para los malvados». En fases avanzadas del desarrollo espiritual, una combinación del debilitamiento de la agresión y de la orientación egocéntrica, junto con un sentimiento de unidad con los seres vivos y la toma de conciencia del karma se vuelven factores importantes que rigen nuestra conducta cotidiana.
En este contexto es interesante mencionar a C. G. Jung y la crisis que atravesó cuando tomó conciencia de la relatividad de todas las normas y valores éticos. En este punto cuestionó seriamente si, desde una perspectiva superior, realmente importa en absoluto la conducta que decidimos seguir y si tiene alguna relevancia el que cumplamos o no las normas éticas. Después de cierta reflexión encontró finalmente una respuesta personal satisfactoria a este problema. Llegó a la conclusión de que, puesto que no existen criterios morales absolutos, toda decisión ética es un acto creador que refleja nuestra etapa actual de desarrollo de la conciencia y la información que tenemos disponible. Cuando cambian estos factores podemos ver en retrospectiva la situación de forma diferente. Sin embargo, esto no significa que nuestra decisión original fuera equivocada. Lo importante es que hicimos lo mejor que pudimos en aquellas circunstancias.
Aunque en las experiencias transpersonales avanzadas podemos trascender el mal, su existencia parece ser muy real en nuestra vida cotidiana y en otros ámbitos de la existencia, particularmente en el ámbito arquetípico. En el mundo de la religión, a menudo encontramos tendencias a describir el mal como algo que está separado de lo Divino y que es ajeno a él. Las experiencias holotrópicas conducen a una comprensión que uno de mis clientes llamó “realismo trascendente”. Es una actitud de aceptación del hecho de que el mal forma parte intrínseca de la creación y de que todos los ámbitos que contienen individualidades separadas siempre tendrán un lado numinoso y otro oscuro. Puesto que el mal está inexplicablemente tejido en el entramado cósmico y es indispensable para la existencia de los mundos de experiencia, no puede ser derrotado y erradicado. Sin embargo, aunque no podamos eliminar el mal del orden universal de las cosas, podemos sin duda transformarnos y desarrollar formas radicalmente diferentes de enfrentarnos con el lado oscuro de la existencia.
Al hacer un profundo trabajo vivencial cobramos conciencia de que tenemos que experimentar en nuestra vida una cierta cantidad de dolor físico y emocional, así como de incomodidad que es intrínseca a la existencia encarnada en general. La Primera Noble Verdad del Buda nos recuerda que la vida significa insatisfacción (duhkha) y se refiere concretamente a las situaciones y circunstancias causantes de nuestra infelicidad: el nacimiento, la vejez, la enfermedad, la muerte, el contacto con lo que no nos gusta, la separación de lo que nos es querido, así como no obtener lo que deseamos. Además, cada uno de nosotros sufre una insatisfacción que es muy personal y que refleja nuestro destino y nuestro pasado kármico.
Aunque no podamos evitar la insatisfacción, tenemos una cierta influencia en su duración en el tiempo y en la forma que adopta. Mis observaciones a partir del trabajo con los estados holotrópicos indican que cuando nos enfrentamos al lado oscuro de la existencia de una forma centrada y condensada en sesiones planificadas, podemos reducir significativamente sus diversas manifestaciones en nuestra vida cotidiana. Existen algunas otras formas en que la introspección sistemática puede ayudarnos a afrontar la insatisfacción y a atravesar los aspectos difíciles de la existencia. Después de aprender a soportar la extrema intensidad de las experiencias en los estados holotrópicos, nuestra línea de flotación y nuestro umbral de insatisfacción atraviesan profundos cambios, y las pruebas y tribulaciones de cada día son mucho más fáciles de soportar.
También descubrimos que no somos egos corporales o lo que los hindúes llaman nombre y forma (nâmarûpa). A lo largo de nuestra introspección experimentamos cambios radicales en nuestro sentido de identidad. En los estados holotrópicos podemos identificarnos con cualquier cosa, desde una insignificante partícula de protoplasma en un vasto universo material, hasta la totalidad de la existencia y la misma Conciencia Absoluta. El que nos veamos como víctimas indefensas de fuerzas cósmicas abrumadoras o como coautores de los guiones de nuestra vida ejerce naturalmente un impacto trascendental sobre el grado de insatisfacción que experimentamos en nuestra vida o, a la inversa, sobre el grado de deleite y libertad que disfrutamos.
Antes de cerrar este capítulo me gustaría mencionar algunas comprensiones profundas e interesantes de los estados holotrópicos, que tienen que ver con la relación entre el mal, el futuro de la humanidad y la supervivencia de la vida en nuestro planeta. Todos somos dolorosamente conscientes de la grave y peligrosa crisis global a la que nos enfrentamos cuando estamos a punto de entrar en el próximo milenio. Es obvio que no podemos continuar actuando como hemos actuado en el pasado a lo largo de gran parte de la historia y creer que podremos sobrevivir. Actualmente es imperativo encontrar formas de poner freno a la violencia humana, desmantelar las armas de destrucción masiva y garantizar la paz en el mundo. Igualmente importante es detener la contaminación industrial de la atmósfera, el agua y el suelo, y reorientar nuestra economía hacia fuentes renovables de energía. Otra tarea importante es eliminar la pobreza y el hambre del mundo y proporcionar tratamiento a todas las personas que padecen enfermedades curables.
Muchas personas estamos profundamente preocupadas por esta situación y tenemos un sincero deseo de conjurarla y crear un mundo mejor. Es obvio que la situación del mundo es crítica y que es difícil imaginar acciones fáciles que la remedien y la corrijan. La dificultad para encontrar soluciones suele atribuirse al hecho de que la actual crisis global es extremadamente compleja e implica un complicado entramado de problemas que tiene dimensiones económicas, políticas, éticas, militares, psicológicas y de otro tipo. Las soluciones, si es que son factibles, se ven como correcciones a las tendencias desviadas de estos diferentes campos.
En los estados holotrópicos descubrimos que este problema también posee una dimensión metafísica perturbadora. Nos damos cuenta de que lo que está sucediendo en nuestro mundo no viene determinado únicamente por causas materiales. En última instancia es un reflejo directo de la dinámica del dominio arquetípico. Las fuerzas y entidades que actúan en este dominio están fuertemente polarizadas; el panteón de figuras arquetípicas incluye tanto las deidades benévolas como maléficas. Los principios arquetípicos —bueno, neutro y malo— son partes integrantes de la creación y también elementos indispensables para el juego cósmico. Por esta razón no es posible eliminar el mal del orden universal de las cosas. La mitad del panteón arquetípico no puede simplemente “ser dejada de lado”.
A la vista de estas visiones internas se hace obvio que, si queremos mejorar la situación del mundo y reducir la influencia de los elementos perversos en nuestros asuntos cotidianos, tenemos que encontrar formas de expresión menos destructivas y menos peligrosas para las fuerzas arquetípicas responsables de las mismas. Es imprescindible crear contextos apropiados que puedan hacer posible el honrar a estas fuerzas arquetípicas y ofrecerles salidas alternativas que refuercen la vida en lugar de destruirla. En ocasiones, los estados holotrópicos aportan interesantes ideas que sugieren cómo serían dichas actividades e instituciones.
La estrategia principal para reducir el impacto de las fuerzas arquetípicas potencialmente destructivas en nuestro mundo encontrarían canales seguros de expresión en los estados holotrópicos de conciencia. Ello incluye programas de práctica espiritual sistemática de diferentes orientaciones, diversas formas vivenciales de psicoterapia, como medios de tener acceso a experiencias perinatales y transpersonales, y centros que ofrecen sesiones psicodélicas supervisadas. De gran importancia sería también un retomo a las actividades rituales reconocidas y comparables a las que existían en todas las culturas antiguas y aborígenes. Las versiones modernas de los ritos de paso facilitarían el vivir conscientemente e integrar diversas energías problemáticas destructivas y autodestructivas que, en caso contrario, tienen un efecto perturbador en la sociedad. Otras alternativas interesantes serían las formas dinámicas del arte nuevo y formas de ocio que utilizan la tecnología de la realidad virtual.
Estas tecnologías transformadoras podrían ser complementadas por diversas actividades orientadas hacia el exterior y que sirviesen al mismo propósito. Así, las energías explosivas y potencialmente destructivas que actualmente se expresan como guerras de destrucción recíproca podrían ser canalizadas parcialmente a través de un programa espacial integrado globalmente y a gran escala, y de otros proyectos técnicos similares. Otra posibilidad sería la organización de acontecimientos competitivos de diversos tipos, como torneos deportivos o carreras en las que se utilizase la tecnología moderna. Parte de la energía también podría canalizarse a través de parques de atracciones bien preparados y espectáculos al aire libre, parecidos a las fiestas que la realeza, la aristocracia y el pueblo llano en general celebraban en la Antigüedad y en el Medievo. Si estas comprensiones profundas tienen alguna validez, la tarea de desarrollar estas nuevas formas supone sin duda un reto interesante.