5

El día empezó como todos, sin que nada dejara prever que sería excepcional. ¡Al revés! Hubo en el aire, al principio, como en la persona de Dominique, una levedad, una molicie, prometedora de convalecencia.

Era el 3 de marzo. No lo supo enseguida porque se le olvidó arrancar la hoja del calendario. No era primavera todavía, pero ya, por la mañana, cuando en otros sitios los postigos aún estaban cerrados, ella abría su ventana de par en par, esperaba los cantos de los pájaros, el ruido de la fuente de la vieja mansión vecina; el aire fresco, algo húmedo, tenía un sabor que recordaba el mercado lleno de hortalizas de una ciudad pequeña y producía deseos de tomar fruta.

Aquella mañana pensó realmente en fruta, en ciruelas para ser más exactos. Era un recuerdo de infancia, en una ciudad donde había vivido, no sabía ya cuál, un mercado que había cruzado con su padre en uniforme de gala. Ella iba endomingada, con un vestido blanco, muy rígido de almidón. El general la arrastraba de la mano. Dominique veía brillar su sable al sol. A ambos lados, desfilaban verdaderas murallas de ciruelas; el aire olía a ciruela hasta el punto de que aquel olor la perseguía en la vasta iglesia donde asistía a un Te Deum. Las puertas de la iglesia habían permanecido abiertas. Había muchas banderas. Unos hombres de civil llevaban brazales.

Era curioso. Ahora en todo momento la invadía de este modo un recuerdo de infancia, y se recreaba en él. Incluso, a veces, como aquella mañana, pensaba del mismo modo que cuando era niña. Así, el sol salía cada día algo más temprano; cada noche se encendían las lámparas algo más tarde. Entonces se dijo Dominique, como si fuera una certeza: «¡Cuando se pueda cenar de noche sin luz, estaré salvada!».

Esta era antes su concepción del año. Había los meses, largos y oscuros como un túnel, durante los cuales se sentaban a la mesa bajo la lámpara encendida, y los meses que permitían pasear por el jardín después de cenar.

Su madre, que creía que cada invierno era su último invierno, no contaba exactamente del mismo modo; para ella, el mes de mayo era el que constituía la etapa importante.

«¡Pronto estaremos en mayo y todo irá mejor!».

Así, aquella mañana, como las demás mañanas, vivía mitad en la realidad presente, mitad con imágenes de antaño. Veía el piso vacío de enfrente, que aún no se había alquilado, un poco de color rosa en las fachadas, un tiesto con un geranio olvidado en la ventana de la señorita Augustine; oía los primeros ruidos callejeros y olía el aroma del café que se filtraba, pero, al mismo tiempo, le parecía oír sones de corneta, el estrépito que armaba su padre, por la mañana, al levantarse, la resonancia de sus espuelas en el corredor, la puerta que nunca había podido acostumbrarse a cerrar despacio. Un cuarto de hora antes de salir el general, se oía delante de aquella puerta el pataleo de los cascos de su caballo, que un ordenanza aguantaba de la brida.

Eso la ponía melancólica, porque todos los recuerdos que le venían de este modo a la memoria eran recuerdos muy antiguos, todos, sin excepción, de antes de cumplir diecisiete años, como si sólo hubieran contado los primeros años, como si el resto no hubiera sido más que una larga sucesión de días sin sabor de la que no quedaba nada.

¿Era eso la vida? ¿Un poco de infancia inconsciente, una breve adolescencia, luego el vacío, una maraña de preocupaciones, de molestias, de pequeños cuidados y ya, a los cuarenta años, la sensación de la vejez, de una cuesta abajo sin alegría?

Los Caille la dejaban. Se irían el 15 de marzo. No había sido Albert Caille quien le había dado la noticia. Sabía que eso iba a apenarla, y no se atrevía a apenarla, era una cobardía por su parte; había mandado a Lina; habían cuchicheado, como siempre en tales circunstancias; la había empujado hacia la puerta, y Lina, al entrar, tuvo más que nunca el aire de una sonrosada muñeca de trapo, o de una colegiala que ha olvidado su discurso.

—Señorita Salas, tengo que decirle… Ahora que mi marido colabora de modo fijo en un periódico, necesitará un despacho, quizás una mecanógrafa. Hemos buscado un piso. Hemos encontrado uno en el Quai Voltaire, con las ventanas que dan al Sena, y nos mudamos el 15 de marzo. Conservaremos siempre un excelente recuerdo de nuestra estancia en su casa y de todas sus bondades.

Se levantaban más temprano, recorrían la capital, acondicionaban la casa, febriles, radiantes, ya sólo iban a dormir, como en un hotel, incluso a veces no iban, debían de echarse en un jergón en su nueva vivienda.

Dominique iba y venía, hacía los mismos gestos unos después de otros, como cuando se devana una madeja, y era, en definitiva, su mejor momento del día, porque había un ritmo establecido desde mucho tiempo atrás que la sostenía.

Miró la hora en el pequeño reloj colgado encima de la zapatilla de seda. El reloj de oro de su madre, adornado con diminutos brillantes, la hizo pensar en el calendario, arrancó la hoja del día anterior, descubriendo un tres grande, muy negro.

Era el aniversario de la muerte de su madre. También aquel año, como los anteriores, había hablado del mes de mayo como del puerto que esperaba alcanzar, pero le habían entrado unos ahogos al atardecer de un día húmedo.

Dominique pensaba ahora en su madre sin pesar. La recordaba bastante bien, pero no detalladamente; recordaba, sobre todo, una figura endeble, una cara alargada siempre algo inclinada, un ser como medio apagado, y no se conmovía, la evocaba fríamente, tal vez con algo de rencor. Pues, lo que ella era se lo debía a su madre. Aquella especie de impotencia para vivir —ya que se daba cuenta de que era impotente ante la vida— se la había inculcado su madre al mismo tiempo que una resignación elegante, un retraimiento distinguido, todos aquellos gestos insignificantes que no servían más que para engañar su soledad.

Vio al señor Rouet que se iba, miraba al cielo, que era claro, luminoso, pero que ella sentía como una falsa promesa.

No iba a hacer buen tiempo durante todo el día. El sol era de un amarillo pálido, el azul no era franco, el blanco de las nubes llevaba reflejos de lluvia.

Intuía que hacia mediodía el cielo se cubriría del todo, y entonces, mucho antes de la cena, caería sobre la capital ese crepúsculo angustioso que acarrea por las calles como una polvareda de misterio.

Nerviosa, intranquila, sabe Dios por qué, sintió la necesidad de limpiar a fondo y vivió gran parte del día mano a mano con cubos de agua, cepillos y trapos. A las tres terminaba de dar cera a los muebles.

Ya sabía lo que iba a pasar, por lo menos lo que iba a pasar casi de inmediato.

Cuando no tuviera nada más que hacer, cuando, con gesto ritual, pusiera encima de la mesa la canasta de las medias, cuando la luz empezara a volverse plomiza, le entraría una angustia que había aprendido a conocer.

¿No era lo mismo que pasaba con el señor Rouet, en su extraña oficina de la Rue Coquillière? Y la llamada era más imperiosa los días de lluvia, cuando oscurecía antes y unos reflejos equívocos le daban un semblante distinto a la calle.

Entonces, también él debía de resistirse, cruzar y descruzar las piernas, dominar el temblor de sus dedos. También él se levantaba con vergüenza y decía con una voz que no era del todo la suya:

—Tengo que pasar por el banco, Bronstein. Si llamara mi mujer…

Se deslizaba escaleras abajo; iba, preso de vértigo, hacia las calles más estrechas, más sucias, aquellas cuyos rincones oscuros huelen a vicio, y se pegaba a las paredes húmedas.

Dominique se llenó una taza de café, untó una rebanada de pan con mantequilla, como si eso fuera a retenerla. Estaba apenas sentada de nuevo, iba a meter el huevo de madera barnizado en una media, cuando la llamada se hizo irresistible y se vistió evitando verse en el espejo.

En la escalera se preguntó si había cerrado la puerta con llave. Desde siempre, a la menor duda, habría subido. ¿Por qué no lo hizo aquel día?

Esperó el autobús, se quedó de pie en la plataforma, entre duras siluetas de hombres que olían a tabaco, pero aquello no empezaba todavía, aquello no empezaba hasta mucho más lejos, siguiendo unas reglas invariables.

Se apeó en la Place Clichy. No llovía, y había, sin embargo, un velo en torno a las farolas de gas, un halo ante los escaparates iluminados; al momento penetró en una nueva vida, en la que los grandes anuncios luminosos eran puntos de referencia.

Diez veces, más quizás, había venido de aquel modo, diminuta, con los nervios tensos, y cada vez, su paso era el mismo, andaba deprisa, sin saber adónde iba; a cada instante le daban ganas de pararse, por vergüenza; fingía no ver nada a su alrededor, y, sin embargo, apresaba, como una ladrona, la vida que fluía junto a ella.

Diez veces había escapado de su cuarto, a aquella hora tan tranquila en que la tranquilidad le pesaba como una angustia, dos o tres veces había ido, con el mismo paso, al barrio de Les Halles, a aquellas callejuelas por las que había seguido al señor Rouet, pero, la mayoría de las veces, era aquí adonde venía a merodear con miradas ávidas de pordiosera.

Furtiva, consciente de su caída, se arrimaba a la muchedumbre a la que olfateaba. Ya se habían establecido ritos sin su conocimiento: cruzaba siempre la plaza por el mismo sitio, doblaba tal esquina, reconocía el olor de algún pequeño bar, de algún comercio, aflojaba el paso en ciertos cruces donde el hálito era más intenso que en otros.

Se sentía tan mísera que habría sido capaz de lloriquear andando. Estaba sola, más sola que nadie.

¿Qué pasaría si llegara a caer en el bordillo? Un viandante tropezaría con su cuerpo, algunas personas se pararían, la llevarían a una farmacia y un guardia se sacaría una libretita del bolsillo.

—¿Quién es?

Nadie lo sabría.

¿Acaso vería hoy otra vez a Antoinette? Había acabado encontrándola. Era para eso para lo que, al principio, había venido a callejear por el barrio.

Pero ¿por qué se hundía su mirada en todas esas bocas tibias que constituyen los pasillos de los hoteles?

Junto a ciertas puertas esperaban mujeres. Dominique hubiera querido no mirarlas, pero no podía evitarlo. Algunas estaban cansadas, se les acababa la paciencia; otras la miraban a los ojos, plácidas, como diciendo: «¿Qué busca esa?».

Y a Dominique le parecía reconocer, por su modo de andar, por algo furtivo, incómodo, a los hombres a los que el deseo empujaba hacia uno de aquellos corredores. La rozaban también. Varias veces, en la oscuridad, entre dos escaparates o entre dos farolas, se habían inclinado hacia ella para descubrir su rostro, y ella no se había indignado, se había estremecido, y luego había andado un buen trecho sin ver nada, como si llevara los ojos cerrados.

Estaba sola. Antoinette se reía de ella. Había ocurrido una vez. Tal vez ocurriera también hoy.

Ciertas noches Dominique la divisaba, solitaria, en una cervecería de la Place Blanche, sobresaltándose cada vez que se abría la puerta o que sonaba el timbre del teléfono.

No acudía. La dejaba esperar horas enteras. Ella compraba un diario de la tarde, abría el bolso para coger la polvera, el lápiz de labios. Sus ojos habían cambiado. Aunque seguían poseídos aún por la misma fiebre, había inquietud, tal vez cansancio.

Pero hoy estaba él. Eran cuatro en torno a un velador, dos hombres y dos mujeres. Exactamente como la noche en que Antoinette había tocado el codo de su amante señalándole la luna del ventanal con un movimiento de la barbilla.

—¡Mira!

Invitaba a sus compañeros a que miraran a Dominique, que tenía la cara casi pegada al cristal y se había retirado a la oscuridad de la calle.

¿Por qué se reía ahora Antoinette con esas carcajadas vulgares, trémulas de desafío? ¿Y esa ansiedad, ese pánico más bien, cuando miraba al hombre que jugaba apáticamente con ella?

¿La había amenazado ya con abandonarla? ¿Andaba tras otras mujeres? ¿La había dejado sola noches enteras en su cuarto del Hôtel Beauséjour? Dominique adivinaba todo eso, lo sentía, y una necesidad la impulsaba a tomar parte en ello. ¿No se había arrodillado Antoinette ante él, no se había arrastrado, despechugada, medio desnuda, a sus pies, no lo había amenazado fieramente con matarlo?

Seguro de sí, desdeñoso, irónico, reinaba sobre ella. Eso se manifestaba en todos sus ademanes, en sus miradas, más aún cuando miraba el reloj —un nuevo reloj de pulsera que ella le había regalado— y se levantaba, ponía sobre su cabello crespo un sombrero gris.

—Hasta luego, donde sabes.

—¿Vendrás muy tarde?

Rozaba los dedos de su compañero, había entre ellos un cruce de guiños, le daba a la amiga unos golpecitos en el hombro y una mirada patética lo seguía hasta la puerta, luego Antoinette, para ocultar su turbación, sentía la necesidad de maquillarse de nuevo.

Eso no duraría siempre. Ni siquiera años. ¿Unos meses más?

Quizá no lo matara.

Y entonces, hembra jadeante, gritaría su dolor y su odio, lo perseguiría, desenfrenada, toparía, en el umbral de los cafés y los bailes, con camareros o conserjes prevenidos.

¿Vio a Dominique aquella noche? El compinche proponía jugar una partida de naipes para pasar el tiempo tras la marcha del amante, le pedía al camarero un tapete y una baraja, apartaba en el mármol del velador las copas llenas de un aperitivo verdoso.

Dominique andaba otra vez, rozaba las paredes con el hombro, rechazaba el recuerdo que se repetía de las dos hileras de ciruelas en las cestas, de una catedral con las puertas abiertas de par en par de la que surgía un Te Deum.

El piso estaba vacío, absolutamente vacío, en el Faubourg Saint-Honoré, el único leño llevaba rato apagado; no habría nada, sólo el aire ya frío, que la acogería a su regreso.

Hasta las mujeres que veía de pie, a la puerta de los hoteles, debían de estar menos solas, incluso aquellos hombres que vacilaban antes de abordarlas.

Todo vivía a su alrededor, y sólo su corazón latía para nada, como un despertador olvidado en un cofre.

Unas cuantas semanas aún. Haría sol a estas horas. No se haría de noche hasta más tarde, después de cenar, noches apaciguadoras.

¿Dónde estaba? Un poco antes había reconocido las ventanas del Hôtel Beauséjour y ahora bajaba una calle empinada, muy oscura, por donde no pasaban los autobuses ni los coches; miraba a un zapatero en su taller, rozaba una sombra que no había visto; la cabeza le daba vueltas, tenía miedo, y de pronto el miedo era tan grande que le entraban ganas de gritar; alguien se le había acercado, alguien a quien no distinguía andaba junto a ella, la tocaba, una mano, una mano de hombre, la agarraba del brazo; le hablaban, no entendía las palabras, se le helaba la sangre y estaba indefensa, sin reaccionar; sabía, tenía clara conciencia de lo que le ocurría, y lo más extraordinario era que asentía de antemano.

¿Acaso había previsto, desde siempre, que un día andaría así en la oscuridad de una calle, al mismo paso que un desconocido? ¿Lo había vivido en sueños? ¿Era tan sólo por haberlo visto, por haber seguido a Antoinette, por haber abierto los ojos en el momento en que dos figuras, con un mismo movimiento, se hundían en la claridad turbia de un pasillo?

No sentía asombro. Sólo pasividad. No se atrevía a mirar al hombre, y notaba un fuerte olor a puro apagado.

Ya había cruzado un umbral. Había, a la derecha, un ojo de buey acristalado y, detrás, un personaje en mangas de camisa, una cafetera azul sobre un hornillo de gas.

¿Qué había dicho? Había sacado un brazo velludo, tendido una llave que ella no había cogido, y eso que ahora estaba en la escalera, subía, no debía de respirar ya, su corazón ya no latía, seguía subiendo; había una alfombra bajo sus pies, una lámpara a media luz; notaba un soplo cálido en la espalda, una mano; la mano la tocaba otra vez, subía a lo largo de su pierna, llegaba a la carne desnuda encima de la media.

Entonces, jadeante, cuando llegaba al rellano, se volvió, vio primero un sombrero hongo, un rostro ordinario de hombre de edad mediana. Sonreía. Llevaba un bigote rojizo. Luego se borraba su sonrisa y Dominique tenía conciencia de que estaba tan sorprendido como ella; se ponía rígida, tenía que rechazarlo con ambos brazos para abrirse paso hacia la escalera que él obstruía con su masa; corría, creía correr a una velocidad loca; le parecía que la calle estaba muy lejos, que nunca alcanzaría las aceras, las tiendas iluminadas y los grandes autobuses tranquilizadores.

Cuando se detuvo se hallaba en el patio de la Gare Saint-Lazare, a la hora de más afluencia, cuando todos los empleados y obreros de París se precipitan corriendo hacia los trenes de cercanías.

Maquinalmente, aún volvió la vista atrás, pero no la habían perseguido; iba sola, muy sola, presa de vértigo en medio de gente apresurada que la atropellaba.

Entonces, a media voz, balbució: «Se ha acabado».

No había podido decir todavía qué había acabado. Vacía de sustancia, echaba a andar de nuevo, su boca tenía un sabor de puro apagado, llevaba encima el olor de aquella escalera de hotel, de aquel pasillo donde había entrevisto en la penumbra el delantal blanco de una criada indiferente.

¡Era eso!

«¡Pobre Nique!».

Estaba lúcida, terriblemente lúcida.

Pues sí, se había acabado. ¿Para qué si no? Ya ni le hacía falta apretar el paso. ¡Se había acabado y acabado del todo! ¡Y cuán poco había sido! La gente imagina que la vida… «¡Segundo trimestre!».

Todavía otra palabra de su infancia. Hablaban del segundo trimestre como de una etapa interminable. El trimestre anterior a las vacaciones de Semana Santa.

Durante un tiempo todo dura demasiado, los días no acaban, las semanas son una eternidad con el inacabable sol del domingo, luego, de pronto, ya nada, meses, años, horas, días revueltos, un fárrago, nada que perdure.

«¡Vamos! Se ha acabado».

Podía sentir pena de sí misma. Se había acabado. ¡Se había acabado, pobre Nique!

No has hecho eso, no lo harás y tampoco llegarás a ser una pobre solterona como la señorita Augustine.

Lástima que Antoinette ni te haya mirado hoy.

Las aceras familiares, la casa donde ha entrado tantas y tantas veces, la tienda de los Aubedal, el almacén Sutton donde venden baúles de mimbre para la gente que va de viaje.

Un poco más arriba hay una florista y Dominique va más allá de su casa. Ha empezado a caer la lluvia, las gotas forman largos regueros oblicuos en la luna del escaparate.

—Déme unas…

Habría querido margaritas. La palabra acaba de acudir naturalmente a sus labios, pero, por más que mira a su alrededor, no ve margaritas como las que arreglaba en un florero pensando en Jacques Améraud.

—¿Unas qué, señora?

No señora, señorita.

Jacques Améraud. La anciana señora Améraud que…

—Unas rosas. Muchas rosas.

Con tal de que lleve bastante dinero encima. Paga. Es la última vez que cuenta billetes, monedas.

Con tal de que no hayan vuelto los Caille. No les guarda rencor, pero la han apenado. Son unos irresponsables. Van a lo suyo. Creen que llegarán a algún sitio.

¿Es por tener ocasión de hablar aún con un ser humano por lo que entreabre la puerta de la portería?

—¿Nada para mí, señora Benoit?

—Pues no, señorita.

No ha pensado en las rosas que la portera observa con extrañeza y se disculpa con una sonrisa muy suave.

Es suave, es su carácter, que le ha dado su madre. No hace ruido en la escalera. Le han enseñado a subir con sigilo, a no molestar a la gente, a retraerse.

¡Retraerse! ¡Esta palabra le viene de lejísimos! ¡Es verdad! ¡Se ha retraído! Va a retraerse más aún.

Antes de correr las cortinas observa por última vez las cortinas de enfrente, levanta un poco la cabeza, ve a la señora Rouet madre en su torre.

La torre en guardia.

Se le mojan los ojos, abre el conmutador y, de pie ante el espejo, se mira.

Y eso que no era aún una solterona.

Se desabrocha el vestido. Desaparece el espejo porque ha abierto el armario.

Todavía tiene un largo camisón adornado con punto de Valenciennes, un camisón en el que estuvo trabajando meses, hace mucho tiempo.

«Para cuando te cases».

Le queda un frasco de colonia ambarina en un cajón.

Se le dibuja una leve sonrisa triste. Se da prisa, porque siente nacer en su interior como una rebeldía; empieza a preguntarse si nadie es responsable de…

El tubo. ¡Dónde está el tubo! Lo compró hace tres años, cuando la jaqueca la tenía desvelada toda la noche. Sólo tomó una vez…

¡Anda! Precisamente esta mañana ha limpiado a fondo. La habitación huele a limpia. Los muebles brillan. Cuenta los comprimidos, que deja caer en un vaso de agua. Ocho. Nueve. Diez. Once…

¿Serán bastantes?

Sí, sin embargo, quisiera… si…

¡No! Ya no ahora que sabe…

«Dios mío, te lo suplico, haz que…».

Bebe. Se acuesta. Se le anuda un poco la garganta, debido a lo amargo del medicamento. Ha derramado la colonia por la cama, y, una vez echada, esparce las rosas a su alrededor.

De una de sus pequeñas compañeras, que había muerto y a quien habían rodeado de flores del mismo modo, las madres decían llorando: «¡Parece un ángel!».

¿Hace ya efecto la droga? No se mueve, no siente necesidad de moverse, con lo que siempre le ha horrorizado estar acostada. Oye todos los ruidos de la calle, espera el estrépito de los autobuses, sus chirridos, cuando cambian de velocidad al final de la cuesta; querría oír una vez más el timbre de los Aubedal.

¡Hete aquí que ha olvidado una cosa! ¡Ha olvidado lo principal, y es demasiado tarde!

Antoinette no lo sabrá.

Hubiera anhelado tanto… ¿Qué era lo que hubiera anhelado? ¿En qué está pensando? Está mala. No, no es más que su lengua que se hace más espesa, que se hincha en la boca, pero eso no es nada, eso no hace daño.

«Eso no hace daño, cariño».

¿Quién decía eso? Su madre. Sí, sí, era su madre cuando se había hecho pupa y le ponían tintura de yodo.

No, aquello no hacía daño. ¿Le hizo daño a Jacques Améraud?

¿Adónde ha ido? Ha ido a buscar algo, a alguna parte, muy lejos. Sí, ya es muy lejos. ¿Lo ha encontrado?

Ya no lo sabe. Es estúpido que no lo sepa. Toda la familia se llevará un gran chasco. En Tolón, la vez pasada, no los quería… ¿Qué diablos le habían hecho? Lo ha olvidado. ¿Acaso fuera porque se habían ido y la habían dejado sola? Parecía que no la veían. Prueba de que no la veían era que decían:

—¡No has cambiado, Nique!

¿Quién la llama Nique? Si está sola. ¡Siempre ha estado sola!

Tal vez, si le dieran dieciséis gotas de la medicina que está en la mesilla de noche… ¿Por qué se queda Antoinette detrás de la puerta en vez de venir a echar las gotas?

¡Eres una tonta, Nique! Acuérdate de que siempre te han tratado de tonta. ¡Venga imaginar cosas y olvidabas lo principal! Ya no te acuerdas de que no habías avisado a Antoinette. Está allá arriba, en el café. Juega a los naipes.

Ni siquiera has pensado que las rosas iban a oler mal. Las flores huelen siempre mal en una habitación donde hay un muerto.

Cuando vuelvan los Caille. No se enterarán. Creerán que la casa está como siempre. Quizá se fijen tan sólo en que no se oyen tus habituales pasitos de ratón, pero les da igual, se desnudarán, se acostarán, se pegarán uno a otro y se escucharán suspiros.

Nadie los oirá. Por la mañana, quizá…

Albert Caille tendrá miedo. Susurrarán. Le dirá a Lina:

—¡Ve tú!

La empujará.

Es una mala pasada, cuando sólo les faltan doce días para mudarse de casa. No saben ni a quién hay que telegrafiar.

Todos tendrán que tomar el tren, en Rennes, en Tolón, en Angulema; ¡menos mal que aún tienen ropa de luto!

—Eso que, la última vez que la vimos, en el entierro de tía Clémentine, tenía un aire tan…

—Yo le encontré un aire un poco desgraciado. ¿Por qué? No es verdad. No ha sido desgraciada. Ha cumplido su promesa, eso es todo. Ahora debe darse prisa en avisar a Antoinette.

Es fácil. Dentro de unos minutos, dentro de unos segundos, se habrá acabado, y entonces hará como la señorita Augustine, correrá allá, cerca de Antoinette, le gritará, trémula de gozo:

«¡Ya está! He venido. A usted era a quien quería ver primero, ¿entiende? No podía decirle nada, antes… La miraba de lejos y usted no entendía. Ahora que se ha acabado…».

Se sonroja. ¿Aún es capaz de sonrojarse? Está confusa. La sacude por entero un escalofrío.

Sí, unos segundos más, cuatro, tres, dos… nada más. Enseguida va a abrazar a Antoinette, a inclinarse sobre su rostro, sobre sus labios tan vivos, tan vivos…

Tan vi…

—No te inquietes por Pierre, hijita. Si te ha dicho que vendrá, vendrá.

Ella se esfuerza en sonreír. Son las doce de la noche. La dejan sola en un rincón de la cervecería y, viéndose en el espejo, se ve a sí misma como una mujer que espera a quien sea.

El señor Rouet se levanta de su sillón y empieza a desnudarse, mientras, su mujer sigue ordenando cosas, apoyándose en el bastón.

Ha telefoneado a la Rue Coquillière y no estaba. Espera a que se duerma para contar los billetes de su cartera. ¡Como si él no lo supiera y no tomara sus precauciones!

Ha pedido prestados cien francos a Bronstein.

¡Ha trabajado tanto toda la vida para ganar su dinero!

No ha tenido suerte hace un rato. Cuando la chiquilla se ha desnudado sobre el edredón rojo, ha visto unos granitos a lo largo de los muslos flacos y le ha entrado miedo.

Ya no late más que el despertador en la habitación de Dominique; cuando, por fin, vuelven los Caille, no se dan cuenta, se desnudan, se acuestan, pero están demasiado cansados de empapelar todo el día su futuro domicilio.

Con voz ya de dormida, Lina sólo dice:

—Esta noche no.

—Esta noche no.

Albert Caille no insiste. Pasan unos minutos.

—Referente a los mil francos del portero, creo que si se los pidiéramos a Ralet…

Lina duerme.

La lluvia cae silenciosa, despacio.

7 de julio de 1942