Aquello ocurrió el 12 de febrero y puede decirse que Antoinette se lo había buscado, Dominique lo venía viendo desde hacía varios días; no era sólo imprudencia, sino desafío; soliviantada por la pasión, arrastrada por un torbellino, corría conscientemente a la catástrofe.
Ahora bien, aquello no vino de la portera, ni por lo tanto del señor Rouet, como había previsto Dominique. La antevíspera había sorprendido a la portera que, tras vacilar un instante, paraba al propietario cuando este pasaba. Era, sin duda alguna, para informarle de que un hombre entraba cada noche en la casa y no salía hasta por la mañana muy temprano. La portera sabía a qué piso iba aquel hombre. Le pagaban, incluso, para callar, pues Antoinette había cometido también la tontería de pararse ante la portería y sacar del bolso un billete de los grandes.
—¡Por su discreción, señora Chochoi!
Es cierto que, para obtener la discreción de la gente, hay que empezar por tenerla una misma y no dejar que se crea que uno corre por propio impulso al abismo. Pero era la impresión que se desprendía de Antoinette. Su sonrisa, por sí sola, deslumbrante de gozo, rebosante de dicha equívoca, era una provocación; su risa era parecida a los gritos que debía de arrancarle el placer, y sus dientes agudos buscaban siempre carne para morder; de bajo de cualquier vestido se la sentía desnuda, con la carne tensa.
La portera había temido por su puesto, y, después de consultar a su marido, que estaba de vigilante nocturno en una chocolatería, había puesto al corriente al señor Rouet.
Este, para asombro de Dominique, no había repetido nada a su mujer, de modo que la nueva nota anónima, la tercera, había sido un fracaso como las anteriores.
«¡Tenga cuidado!».
Sincera, cándidamente, Dominique quería poner sobre aviso a Antoinette, darle a entender que la amenazaba un peligro y, tan pronto recibió el mensaje, Antoinette había abierto adrede la ventana a pesar de la estación, había leído la nota de nuevo, la había estrujado y la había arrojado a la chimenea.
¿Qué pensaba de Dominique? La había reconocido. Ahora sabía que la inquilina de enfrente era la silueta furtiva de la Rue Montaigne y del baile, que aquellos ojos, fijos en ella de la mañana a la noche, eran los ojos dramáticos que había despreciado al ir a entrar en el pequeño hotel de la Rue Lepic, al lado de la salchichería.
¡Una monomaniaca! Pensaba que no era exactamente eso, pero tenía algo más importante que hacer que tratar de descubrir aquel misterio.
El 11 de febrero por la noche el mulato estaba en su rincón de la puerta cochera, como los días anteriores, fumando cigarrillos mientras aguardaba que se apagase la luz en las ventanas del tercero. Los Rouet se acostaban siempre a la misma hora. Sólo tenía que esperar unos cuantos minutos.
¡Ahora bien, aquella espera sobraba, y Antoinette, en camisón, tenía la necesidad de descorrer la cortina de su dormitorio y quedarse allí, detrás de los cristales, contemplando de lejos a su amante!
Por fin había llamado, se había abierto la puerta, él había subido. Había en su modo de andar una ligereza molesta, una seguridad socarrona, que desagradaba a Dominique.
Aquella noche los Caille la disgustaron sin querer. Después de cenar habían vuelto en compañía de una amiga que había ido dos o tres veces a verlos, pero de día. Habrían traído champán, pues había oído saltar los tapones. Estaban muy alegres. La gramola había funcionado sin parar.
Era ofensivo, triste, oír la voz de Lina cada vez más estridente a medida que se embriagaba, y más tarde no paraba de reír, con una risa que no acababa.
Por una sola vez Dominique no miró por el ojo de la cerradura. No por ello dejaba de notar la excitación equívoca que reinaba, oía la voz suplicante de Albert Caille repitiendo:
—¡Que sí! Se queda. Es tarde… Le dejaremos sitio.
De pronto había apagado la luz, y Dominique los había oído ir y venir, cuchichear, tropezar en la oscuridad; nuevas risas, flojas negativas.
—¿No tiene bastante espacio?
Estaban acostados los tres. Se movían. Lina había sido la primera en callar, después de producirse lo inevitable, y entonces, durante mucho rato aún, Dominique había comprendido que los otros no dormían, y había permanecido atenta a aquella vida secreta, como apagada en la humedad de la cama.
¿Por qué era una decepción? Ella había acabado durmiéndose. Un sol ligero la había acogido muy temprano; los gorriones del cruce con Haussmann piaban en su árbol. A las ocho Cécile había bajado, como todas las mañanas, y había descorrido las cortinas del segundo piso, excepto las de la habitación, pues no entraba sin oír el timbre de Antoinette.
Entonces Dominique lo vio al mismo tiempo que la criada. En un velador del saloncito que precedía al dormitorio, había un sombrero de hombre, un sombrero de fieltro gris, y un gabán.
El amante, aquella mañana, como fatalmente había de ocurrir un día u otro, no se había despertado.
Con sus ojillos brillantes de júbilo, Cécile se precipitó al piso superior, donde la señora Rouet madre no estaba aún apostada en su torre.
—¡Hay un hombre en el cuarto de la señora!
Por unos instantes Dominique, inmóvil, vivió todo un drama; tenía tiempo por delante, se precipitaba a la calle, corría a la carbonería donde tenían teléfono.
—¡Oiga! Le habla una amiga… ¡Qué más da! Además, ya sabe quién… Sí. La criada ha visto el sombrero y el gabán. Ha subido a avisar a la señora Rouet. Dentro de un instante va a bajar.
Todo eso lo imaginó, pero no dio ni un paso.
La señora Rouet y su marido, arriba, estaban sentados a la mesa. ¿Discutían para saber cuál de los dos bajaría?
Fue ella. El marido se quedó en el piso. Aquella mañana no se le vio salir de casa para dirigirse, con su paso monótono, a la Rue Coquillière.
—Es mejor que te quedes por si…
Y Dominique vio a la señora Rouet, apoyada en su bastón, entrar en el saloncito, tocar con dedo desdeñoso el sombrero y el gabán, sentarse en el sillón que le acercaba Cécile.
¿Los otros dos dormían aún o lo habían oído?
La señora Rouet no había estado nunca tan inmóvil ni tan amenazadora. Su calma era colosal. Podría decirse que, por fin, vivía, sin dejar que se perdiera una pizca, la hora para la que se había preparado durante años.
Había esperado segura de que llegaría aquella hora. Desde hacía meses, todos los días, en todas las comidas, todas las veces que Antoinette subía a su piso, fijaba su mirada en ella como para asegurarse de que el momento ya no estaba lejos.
A las ocho y media, a las nueve menos cuarto, nada había cambiado. Sólo a las nueve menos diez la cortina de la habitación se movió un poco, luego la descorrieron del todo, y Dominique pudo ver a Antoinette, que había comprendido que estaba cogida en la trampa.
No se había atrevido a llamar a su criada. Tampoco se atrevía a abrir la puerta del saloncito. Se inclinó hasta la cerradura cuyo ojo no le permitía ver el sillón en que su suegra se hallaba montando guardia.
El hombre estaba sentado al borde de la cama, quizás ansioso también, pero guasón de todos modos. Y ella le espetaba nerviosamente:
—¡Pero vístete ya! ¿A qué esperas?
Se vistió fumando su primer cigarrillo.
—Quédate aquí. No te muevas. O mejor no. Métete en el cuarto de baño. Estáte quieto.
Entonces, en bata, con las anchas mangas flotantes, los pies en zapatillas de raso azul, Antoinette, tras respirar hondamente, abrió, por fin, la puerta.
Estaban frente a frente. La vieja señora Rouet no se movía, no miraba a su nuera, tenía la vista puesta en el sombrero y el gabán encima del velador.
Sin darse tiempo para pensar, sin transición, Antoinette atacó violentamente; se desbocó al instante mismo, y aquel desbocamiento alcanzó enseguida el paroxismo.
—¿Qué hace aquí? ¡Conteste! Olvida que estoy en mi casa. Pues estoy todavía en mi casa, piense lo que piense. Le ordeno que salga, ¿oye? Estoy en mi casa, en mi casa, y tengo derecho a hacer lo que me plazca.
Delante de ella, un mármol, una estatua apoyada en un bastón con contera de goma, una mirada de hielo.
Antoinette, incapaz de estarse quieta, andaba dejando flotar a su alrededor los faldones de la bata, conteniéndose para no romper algún objeto o arrojarse contra su enemiga.
—Le ordeno que salga. ¿No lo oye? ¡Estoy harta! Sí, estoy harta de usted, de sus pamplinas, de su familia, de su casa. Estoy harta de…
El hombre había dejado la puerta del cuarto de baño abierta, y Dominique lo veía escuchar fumando sin parar.
Ni por un momento siquiera se movieron los labios de la señora Rouet. No tenía nada que decir. Era inútil. Sólo los ángulos de su boca esbozaban el desprecio más profundo, un asco indescriptible, a medida que Antoinette, en su ensañamiento, se hacía más odiosa.
¿Hacía falta oír las palabras? Los gestos eran lo bastante elocuentes, las actitudes, los cabellos que revoloteaban en todos los sentidos, el pecho que se agitaba.
—¿Qué es lo que espera? ¡Saber si tengo un amante! Pues bien, sí, tengo uno. ¡Un hombre! Uno de verdad, y no un triste engendro como su hijo. ¿Quiere verlo? ¿Es eso lo que espera?… ¡fierre! ¡Pierre!
El hombre no se movía.
—¡Ven, hombre, que pueda contemplarte mi suegra! ¿Está contenta ahora? ¡Oh! Sé lo que va a decir…
Usted es la dueña de la casa. ¿De qué no es dueña? Me iré, ni que decir tiene. Pero no sin haberme desahogado antes.
Tengo un amante, sí. Pero usted y su familia, su terrible familia, son…
Dominique estaba pálida. Por un instante, en sus idas y venidas vehementes, la mirada de Antoinette se detuvo en ella, hizo una pausa, pareció satisfacerle que la vieran en aquel momento, rio sardónicamente, gritó con más fuerza, mientras que su amante se acercaba a la puerta, y la señora Rouet seguía sin moverse, esperando a que acabara todo, que por fin se vaciara la casa.
Durante media hora Antoinette no paró de agitarse, vistiéndose, entrando en su habitación y saliendo de ella, dirigiéndose ya al hombre ya a su suegra.
—Me voy, pero…
Por fin estuvo lista. Se había puesto su abrigo de visón, cuya riqueza desentonaba con lo que había de voluntariamente soez en su actitud.
Fue a la puerta, gritó una nueva injuria, asió el brazo de su compañero pero se volvió atrás para espetarle a Cécile, a quien había olvidado y que permanecía ante la entrada de la cocina, una frase infecta.
La calle estaba tranquila, la luz era suave. Al bajar la vista, Dominique vio a la pareja salir de la casa, esperar un taxi; Antoinette era la que mandaba y arrastraba a su compañero.
En cuanto a la señora Rouet, vuelta hacia Cécile, decía:
—Cierre la puerta. No. Vaya antes a llamar al señor.
Bajó. Dos frases, no más, lo pusieron al corriente. La señora Rouet se levantaba con dificultad del sillón, y entonces, durante cerca de una hora, mientras Cécile vigilaba en la escalera, registró los muebles, los cajones, se hizo con objetos que habían pertenecido a su hijo: en sus manos podía verse un cronómetro y su cadena, fotografías, gemelos, chucherías sin valor y hasta una estilográfica de plata.
Entregaba el botín a su marido.
—Volverá. Conociéndola como la conozco estoy segura de que ha ido a casa de su madre. Su madre pensará enseguida en las cosas prácticas. No tardarán en volver para llevárselo todo.
Exacto. En la Place Blanche paraba el taxi, el amante se apeaba en el frescor tranquilizador de un escenario familiar y se dirigía de forma pausada hacia una cervecería.
—Te telefonearé.
El taxi subía por la Rue Caulaincourt. La madre de Antoinette, con un pañuelo en torno a sus cabellos canosos, limpiaba su habitación, en medio de una fina polvareda luminosa.
—¡Ya está!
Consternación, inquietud.
—¿Por qué has hecho eso?
—¡Ah, no, mamá, nada de sermones, por favor! ¡Estaba harta! Estaba hasta la coronilla.
—¿No has llamado a tu hermana? Quizás hubiera que pedirle consejo.
Pues la joven Colette, de labios candorosamente respingados, sonrisa ingenua y tajante, era la mujer de negocios de la familia.
—¡Oye! Sí. ¿Cómo dices? ¿Tú crees? Sí, son capaces… ¿Conoces uno?… Espera, lo apunto… Un lápiz, mamá, por favor… Papin… pin… sí… ujier… Rue… ¿qué? De acuerdo, ya caigo. Gracias. Todavía no sé a qué hora. No, no en casa de mamá. Para empezar no hay sitio. Además… ¡Entendido, sí! Eso es… Estando como estoy…
En la habitación de los Caille sonaban carcajadas porque Lina tenía resaca y se creía enferma, gemía, se enfadaba.
—Os burláis de mí. Ya sé que os burláis de mí. He pasado demasiado calor toda la noche y vosotros dos no habéis parado de patalear.
Enfrente, Cécile había abierto todas las ventanas del piso como si ya estuviera desocupado.
A las once paró un taxi. Bajó Antoinette acompañada de su madre y un hombre tristemente vestido que miró la casa de arriba abajo, como para hacer su inventario. Detrás iba un camión de mudanzas de un amarillo agresivo.
Ni se habló de almorzar. Durante tres horas hubo un zafarrancho en los aposentos que parecían entonces uno solo; se desmontaban los muebles, el ujier apuntaba todo cuanto cruzaba el umbral, y Antoinette parecía experimentar una alegría secreta viendo cómo se iba el mobiliario a pedazos, cómo desaparecían los cortinajes de ventanas y puertas, cómo las alfombras arrancadas dejaban asomar la grisura del parquet.
Fisgona, se aseguraba de que no quedaba nada. Ella era la que había pensado en el vino de los mozos y la que había bajado a la bodega. Ella la que se percató de que faltaban ciertos objetos, y llamó al ujier, dictó, señalando al techo, acusando a su suegra.
Era toda una vida la que se pisoteaba, se saqueaba, se aniquilaba en una mañana, a grandes golpes jubilosos, con una alegría sádica.
Antoinette ponía en ello tal saña que su madre, que no sabía dónde meterse, estaba aterrada, y Dominique, en su ventana, tenía el corazón en un puño.
Dominique no comió. No tenía hambre, ni ánimos para bajar a hacer la compra.
Los Caille se habían ido. A causa de un rayo de sol que hacía creer en la primavera, Lina se había puesto su traje chaqueta y lucía un sombrerito rojo. Albert, la mar de feliz, la mar de orgulloso, iba entre ella y la nueva amiga que habla pasado la noche en su cama.
La habitación de la señorita Augustine, allá arriba, estaba aún por alquilar. No era más que un cuarto de servicio, sobrante en la casa. Había que encontrar a otra vieja solterona para ocuparlo y no se habían molestado en colgar el anuncio, la portera se había limitado a dar voces por las tiendas del barrio.
Un segundo camión, junto a la acera, había relevado al primero. La señora Rouet, desde su torre, oía el estrépito que armaban debajo de ella y, cuando por fin todo estuviera vacío, cuando no hubiera ya nada, ni un mueble, ni una alfombra, ni una cortina, ni un ser humano sobre todo, bajaría a contemplar victoriosamente el campo de batalla.
A las dos bajó Colette de un taxi, fue a besar a su hermana y a su madre, pero no se quedó mucho rato, no manifestó sorpresa; señaló tan sólo una lámpara de pie de metal cromado, y Antoinette se encogió de hombros.
—¡Llévatela si quieres!
Mandó que la bajaran al taxi y se fue con ella.
¿Fue Antoinette quien dio la orden? ¿Se las llevaron los mozos de las mudanzas con lo restante, del cuarto de atrás, donde estaban guardadas? El caso fue que Dominique vio pasar por la acera a un hombre de guardapolvo que llevaba las dos macetas con plantas de interior, y estas desaparecieron en el capitoné.
Hubo una equivocación. Se habían llevado, con otras prendas revueltas, un abrigo verde oscuro y Cécile bajó a buscarlo, pues era suyo; desde una de las ventanas del tercero, lo había visto en los brazos de un hombre, a no ser que hubiera estado montando guardia en el portal.
A las cinco habían terminado. Antoinette había telefoneado varias veces. Se había bebido un vaso de vino, de una de las botellas de los mozos, en uno de sus vasos después de enjuagarlo.
Cuando todos se marcharon, no quedaron en el piso más que aquellas botellas, una medio llena, y los vasos sucios, abandonados sobre el mismo suelo.
Antoinette se había olvidado de su vecina de enfrente. Ni una mirada, a modo de despedida. Tan sólo abajo, en la acera, se acordó de ella, alzó la cabeza y apareció en sus labios una sonrisa burlona.
«¡Adiós, vieja! Yo me largo».
El ujier se había marchado con sus papeles. Venido en taxi, se iba en el autobús, que esperó mucho rato, en la esquina del Boulevard Haussmann, cerca del árbol de los pájaros.
—¿No tienes hambre? —preguntaba en el coche la madre de Antoinette.
Ella siempre tenía hambre, le gustaba todo lo que se come, sobre todo la langosta, el foie gras, las cosas caras y los dulces.
¿No era la ocasión ahora o nunca?
—No, mamá. Yo tengo que…
No llevó a su madre hasta casa. La dejó en la Place Clichy, le puso un billete en la mano, a título de consuelo.
—No te preocupes. Pues claro, mañana iré a verte… No por la mañana, no. ¿Es que no entiendes nada?… Al restaurante Graff, taxista.
Condescendía en agitar la mano en la portezuela. En el Graff, distinguía enseguida al hombre que estaba esperándola delante de un oporto.
—¡Ahora, a cenar! ¿Estás contento? ¡Uf, no siento las piernas! ¡Vaya día, por Dios! ¿Qué pasa?…
¿Estás enfadado? Mamá quería que me alojara en su casa mientras encuentro un pisito. Me lo han puesto todo en un guardamuebles… ¡Camarero, un oporto!… Han llevado mi maleta a tu hotel.
Cenaron en un restaurante italiano del Boulevard Rochechouart. La repentina calma, el silencio que los envolvía dejaban a Antoinette insatisfecha, y varias veces hubo cierta ansiedad, un presentimiento quizás, en las miradas furtivas que lanzaba a su amante.
—Mira, esta noche, para celebrar mi libertad, quisiera…
La celebraron en todos los locales donde se baila y, a medida que bebía champán, Antoinette se ponía más febril, la voz más chillona; necesitaba relajarse; cuando permanecía un instante inmóvil, le hacían daño los nervios, una angustia loca se adueñaba de ella; reía, bailaba, hablaba a gritos; necesitaba ser el centro de la atención general, charlando adrede del escándalo; y a las cuatro de la madrugada eran los últimos en una pequeña boite de la Rue Fontaine; lloraba sobre el hombro del mulato como una niña, gemía, se compadecía a sí misma y a él.
—¿Entiendes, al menos? Dime que me entiendes. Ahora, sólo estamos tú y yo, ¿te das cuenta? No hay nada más. Dime que sólo estamos tú y yo y bésame fuerte, estréchame.
—El camarero nos mira.
Antoinette quería, a toda costa, beber otra botella, que derramó, y alguien le echó el visón sobre los hombros; tropezó con el bordillo, el hombre la sostuvo con un brazo en torno a la cintura y de pronto, cerca de una farola de gas, se inclinó hacia adelante, vomitó; le brotaban de los ojos unas lágrimas que no eran de llanto, trataba de reír aún y repetía:
—Si no es nada, anda. No es nada. —Luego, agarrándose a su amante, que se apartaba—: No te daré asco, ¿eh? Júrame que no te doy asco, que nunca te daré asco. Porque ahora, ya comprendes…
Le hizo subir peldaño a peldaño la escalera del Hôtel Beauséjour, en la Rue Notre-Dame-de-Lorette, donde alquilaba semanalmente una habitación con cuarto de baño.
En la Rue du Faubourg Saint-Honoré, las ventanas estuvieron toda la noche abiertas al vacío, y la primera sensación de Dominique, al despertar por la mañana, fue la sensación de aquel vacío frente al que iba a vivir en adelante.
Entonces le vino a la memoria un recuerdo olvidado, un recuerdo del tiempo en que era pequeña, del tiempo de su madre y de su padre el general, cuando tenían que mudarse para cambiar de guarnición. Se mudaban a menudo, y cada vez, al ver la casa que se vaciaba, le entraba pánico, se ponía lo más cerca posible del umbral por miedo a que la olvidaran.
Antoinette no la había olvidado, puesto que había mirado hacia arriba en el instante de marchar.
Se había marchado y la había dejado adrede.
Dominique encendió el gas, maquinalmente, para recalentar el café, y pensó en la vieja señorita Augustine, que se había marchado también, que había corrido tras el tren para ir a decírselo, toda jadeante aún por la dicha de su liberación.