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Desde el tren, mientras salía de la estación y soplaba su vapor entre los tramos de las casas en equilibrio, aún podían verse costras de nieve sobre la negrura de los terraplenes y en los recovecos, pues todavía no era completamente de noche.

La otra vez había sido Antoinette la que se había ido, dejando a Dominique totalmente sola en París durante interminables semanas. Hoy era Dominique la que iba en el tren, la que permanecía todavía un rato de pie en el pasillo, mirando hacia afuera con una tenue risita melancólica, y se metía luego en su compartimento de tercera clase.

Acababa justo de recibir el telegrama: «Fallecida tía Clémentine. Stop. Funerales miércoles. François».

No lo entendía, pues era martes. La muerte debía de remontarse al domingo, ya que el entierro suele realizarse tres días después del fallecimiento. ¿Como no se tratara de una enfermedad particularmente contagiosa? Pero tía Clémentine no había muerto de una enfermedad contagiosa. Tendría… vamos a ver… setenta y cuatro y siete… ochenta y un años.

No hacía calor. Ni en Tolón hace calor en enero, y no había por qué precipitar el entierro.

¿Qué François? ¿El padre, François de Chaillou, que debería de estar en Rennes, o no sería más bien su hijo, que se había alistado en la marina? Su hijo, sin duda.

Eso parecía más claro. Tía Clémentine vivía sola, con una criada mayor que ella, en su villa de La Seyne-sur-Mer, cerca del paso a nivel, allí donde Dominique había pasado unas vacaciones. De haber estado mucho tiempo enferma, habría ido a cuidarla alguien de la familia y habría escrito a Dominique.

Debía de haber sido rápido. Habían avisado a François, el que estaba más cerca. François era el que había enviado los telegramas y debía de haber olvidado a su prima. Sí, así habían pasado las cosas. La olvidaban siempre. ¡Contaba tan poco!

¡Antoinette tal vez no se daría cuenta de su partida! Vería unos postigos cerrados durante tres o cuatro días, sin preguntarse qué le había pasado a su vecina. Los Caille se quedarían solos en el piso. Mientras no se aprovechasen para invitar a sus amigos de la Rue Mont-Cenis, pasarse la noche bebiendo con ellos y tumbarse en el salón.

El compartimento iba abarrotado. Dominique tenía un asiento junto a la ventana. A su lado había un marino de permiso y otro enfrente; intercambiaron, sin convicción, alusiones a su estancia en París, guiños, y luego palabras, de vez en cuando, sobre compañeros con los que iban a encontrarse; se los veía sin segundas intenciones uno respecto al otro, como hermanos; tenían sueño y no tardaron en adormilarse, con el gorro sobre los ojos; el que estaba junto a Dominique la empujaba a veces, dejaba caer todo su peso sobre ella en las curvas.

Pensó mucho rato, mirando al marino que tenía enfrente, luego a una mujer que amamantaba a un niño y cuyo abultado pecho blanco le daba asco; un empleado de los ferrocarriles leía una novela barata; el ruido del tren penetraba poco a poco en su cabeza, su ritmo se superponía al ritmo de su respiración y a los latidos de su corazón; se abandonaba; una corriente de aire helado procedente de la ventanilla le rozaba la nuca; tenía los pies apoyados en la placa metálica de la calefacción de vapor; cerró los ojos, volvió a abrirlos; alguien giró el interruptor eléctrico y no hubo ya más que un pálido resplandor azul; hacía calor, la corriente de aire seguía fluyendo como un hilillo de agua fría; a Dominique le escocían los párpados; el tren paraba, en la oscuridad de una estación se movía gente, dejaban tras de sí unas luces, y de nuevo el tren andaba; no debían de estar lejos, pasado Dijon, cuando advirtió que alguien corría, sí, que alguien perseguía el tren en el halo pálido de la luna.

No se extrañó. Dijo simplemente:

—¡Vaya! La señorita Augustine.

Y se sonrió con una sonrisa dulce y triste, como las que se hacen las personas que conocen sus desgracias. Lo comprendía todo de pronto. Llevaba al menos ocho días sin ver a la señorita Augustine en su ventana, pero dos o tres veces había entrevisto a la portera en la buhardilla.

La vieja señorita había muerto, como tía Clémentine. La hacía muy dichosa estar muerta y corría tras el tren, alcanzaba al fin el compartimento de Dominique, se sentaba al lado de esta, algo jadeante, risueña, encantada, aunque un poco encogida, pues no era una persona que se impusiera.

Resultaba curioso verla así, lechosa, casi luminosa, tan seductora, tan bella, pues estaba bella, ¡y aun así se la reconocía!

Balbucía con un pudor delicioso:

—Por poco se me escapa. He ido a su casa tan aprisa como he podido. Aquello aún estaba caliente sobre mi cama. Siempre me había prometido reservarle mi primera visita, pero usted acaba de marcharse y he corrido a la estación de Lyon.

Sus pechos, que antaño debieron de parecerse a medusas, se agitaban.

—¡Estoy más contenta! Sólo que, lo comprende, todavía no me he acostumbrado. La portera está arriba limpiándola. No cabe en sí de gozo por estar lavando y manoseando a una muerta…

Dominique se imaginaba muy bien a la portera, una mujer flaca que padecía del pecho y que lavaba muertos en todo el barrio.

—Ha ido de puerta en puerta gritando: ¡Ha muerto! ¡La señorita Augustine ha muerto!

»Y yo me he largado de puntillas. ¡He esperado tanto tiempo! ¡Ya pensaba que no sucedería nunca! Al final me ahogaba, tenía calor en aquel corpachón. ¿Había notado que sudaba mucho y que mi sudor olía muy fuerte? Yo la miraba de lejos. Sabía que usted me miraba también. Me decía: “¡Vaya! La vieja Augustine está en la ventana”.

»¡Y tenía unas ganas de volar hacia usted y decírselo todo! Pero no lo habría entendido. Ahora se ha acabado. Estoy tranquila, voy a acompañarla un rato.

Entonces Dominique sentía una mano idealmente tibia y viva que estrechaba la suya; estaba tan emocionada como cuando un amante te toca por primera vez; sentía cierta vergüenza; no estaba acostumbrada, ella tampoco, volvía la cara sonrojándose.

—Reconozca —balbucía la señorita Augustine— que yo era una solterona horrenda.

Dominique quería decir que no, por educación, pero comprendía que, ahora, no era posible mentirle.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Me ha amargado la vida, no crea! ¡Qué alegría pescar por fin esa neumonía! Me ponían ventosas y no tenía más remedio que dejarlos. Había momentos en que creía que iban a salvarme, pero gracias a una hora en que me habían dejado sola…

»¡La quiero tanto!

Dominique no estaba escandalizada, ese amor no era ridículo, tenía la impresión de que era del todo natural, de que eso era lo que estaba esperando desde siempre.

Sólo se sentía incómoda por los dos marinos. Quería decírselo a la señorita Augustine, que quizá no los había visto. Pero su voluntad se entumecía, una dejadez sobrenatural se adueñaba de ella, tenía calor en lo más hondo de su carne, de sus venas, de sus huesos, y un brazo la abrazaba, unos labios se acercaban a los suyos; cerraba los ojos, jadeaba, una sensación única la dejaba toda rígida, tenía miedo, zozobraba, se…

Dominique no supo nunca si de veras había gemido. En la semioscuridad azulosa del compartimento no vio, fijos en ella, sino los ojos abiertos del marino que tenía delante. ¿Acaso acababa de despertarse?

¿O hacía ya mucho tiempo que nadaba así entre la vigilia y el sueño?

Dominique aún estaba turbada. Sentía vergüenza. Había estado a punto de producirse en ella algo que se había interrumpido en seco, algo que presentía, que le daba miedo, que no se atrevía a nombrar.

No durmió más en toda la noche. Desde que se encendieron los pálidos resplandores del alba, cuando acababan de pasar por Montélimar, se quedó en el pasillo, con la cara inmóvil contra un cristal, y vio desfilar los primeros olivos, los tejados de color rosa, casi planos, las casas blancas.

Hacía sol en la estación de Saint-Charles donde fue a beber una taza de café y comer un croissant en la cantina, mientras vigilaba su tren.

Más lejos divisó el mar muy azul, con una infinidad de crestas blancas, pues soplaba el mistral; el cielo estaba límpido; en la carretera se veía a la gente sujetarse el sombrero.

En Tolón tomó el tranvía y, pese a la vergüenza, no había conseguido disipar aún del todo la extraordinaria sensación que le había marcado en lo más recóndito de su ser.

Aquello le había ocurrido sólo una vez, antaño, cuando tenía dieciséis o diecisiete años, pero entonces aquella sensación se había esparcido como un cohete por el azul profundo del cielo y la había dejado atontada, vacía de sustancia.

¡Vaya! En un taxi descapotable reconocía a su primo Bertrand con una joven a la que no había visto nunca. Les hacía señas. Bernard se volvía demasiado tarde, el tranvía se había alejado ya.

—¡Pobre Nique! ¡Debes de estar cansadísima! Sube un momento a refrescarte.

El entierro era una hora más tarde. La casa estaba llena de tíos, tías, primos. Todos la besaban.

—¡Estás igual! —decían—. ¿A qué hora has recibido el telegrama de François? Figúrate que no tenía tus señas, de modo que llegas demasiado tarde para verla por última vez. No podía esperarse más, ¿comprendes? —Y, muy bajito—: Empezaba a oler. Se le habían hinchado las piernas últimamente. ¡Qué va! No estaba cambiada. Si Dominique hubiera podido verla… Parecía que estuviera durmiendo. —¿Se acordaba? Un día el pequeño Cottron había dicho cándidamente que tía Clémentine sabía a dulce de fruta.

¡Pues bien! Había quedado así hasta el final. Pero…

—Ve a lavarte la cara. Luego te lo contamos todo. ¡Vaya sorpresa te vas a llevar, anda! ¿Has visto al pobre François? Ha querido venir, a pesar de todo… ¡Ay! Mucho nos tememos que le toque a él un día u otro y volvamos a vernos todos dentro de poco en Rennes…

Hubo mucha gente en el entierro, muchos uniformes. Los velos de las mujeres ondeaban, habían cruzado el paso a nivel que Dominique había reconocido apenas; ¡le parecía que todo aquello era más pequeño, también la villa, y tan trivial!

Varias veces, durante la misa de difuntos, pensó en Antoinette, a la que recordaba en otro funeral, en Saint-Philippe-du-Roule; luego, al salir del cementerio, se encontró mezclada con toda la familia: sus tíos y sus tías estaban hechos unos ancianos.

—¡Tú sí que no has cambiado!

Ellos habían cambiado. Y sus primos y primas, que eran ahora personas maduras, que estaban casados y tenían hijos.

Le enseñaron a un chiquillo de trece años, que le había dicho:

—Hola, tía.

—Es el hijo de Jean.

Lo que reconocía con más asombro era el vocabulario de antes, aquellas palabras que sólo tenían sentido dentro de la familia, dentro del clan. A veces le costaba entenderlas.

Habían puesto dos grandes mesas en el comedor y en el salón de la villa. Todos los niños estaban sentados a la misma mesa. Tenía a su lado a un alumno de la Escuela Politécnica, de uniforme, de voz grave y que a cada paso la llamaba tita.

—El profe de mates es un tipo estupendo.

—Yo estudio latín e idiomas.

Las mismas palabras tótems, dichas por jóvenes a los que había conocido de niños, o cuya existencia sólo conocía por las cartas de año nuevo.

«Berthe Babarit, que el año pasado se casó con un ingeniero de caminos y que vive en Angulema, acaba de tener un niño…».

Los miraba. Le daba la impresión de que también ellos la miraban de reojo, y se sentía incómoda.

Hubiera querido ser como ellos, volver a sentirse del clan. Nada los inquietaba, se veían de nuevo como si nunca se hubieran separado. Algunos, que vivían en la misma ciudad, se reunían a menudo, aludían a amigos comunes, a detalles de profesión, a veraneos pasados juntos en la costa.

—¿No te sientes muy sola en París, Nique? Siempre me he preguntado por qué permaneces en aquella ciudad, cuando…

—No lo paso mal.

¡Nique no ha cambiado! ¡Nique no ha cambiado! Se lo repiten como si, única en la familia, hubiera tenido siempre la misma edad, cuarenta años, como si siempre hubiera sido una solterona.

Sí, habían previsto que no se casaría y les parecía natural; nadie se refería a la posibilidad de otra vida.

—No entiendo cómo tía Clémentine ha podido obrar así. ¡Si al menos hubiera tenido la excusa de la necesidad! Pero cobraba una pensión. Tenía cuanto le hacía falta.

—¡Con lo cariñosa que era y lo que le gustaban los niños!

Una tía zanjó:

—¡No se quiere realmente a los niños si no se tienen! Lo demás, créanme, son pamplinas.

La verdadera víctima de tía Clémentine era Dominique, que no decía nada, se esforzaba por prolongar aquella sonrisa algo doliente que le venía de familia, que siempre le había visto a su madre y a sus tías.

Sólo existía una persona de quien hubiera tenido posibilidades de heredar algún día, tía Clémentine, la única que no tenía hijos, y he aquí que se enteraban ahora de que tía Clémentine, sin decírselo a nadie, había puesto todos sus bienes en renta vitalicia.

Lo único que había para repartirse eran objetos personales, un estuchito de joyas antiguas, chucherías, pues los muebles se destinaban por testamento a la vieja sirvienta, Emma, a quien habían querido sentar a la mesa, pero que se había empeñado en quedarse sola en la cocina.

—¿Qué te gustaría conservar como recuerdo, Nique? Le decía a tío François que te haría ilusión el camafeo. Es un poco anticuado, pero muy bonito. Tía Clémentine lo ha llevado hasta el final.

Empezó el reparto a eso de las cuatro.

Habían mandado a los niños al jardín. Algunos grupos tomaban el tren aquel mismo día.

Se debatió el asunto de las dos alianzas, pues tía Clémentine, que era viuda, llevaba dos alianzas, que le habían sacado; algunos decían que habían hecho mal.

—Si damos los pendientes a Céline y el reloj a Jean…

Los hombres hablaban de sus profesiones, los que pertenecían al Ejército o a la Administración discutían las ventajas de los puestos coloniales.

—Afortunadamente nosotros tenemos un instituto muy bueno. Mi nombramiento no tendría que llegar hasta dentro de tres años, cuando los chicos hayan terminado el bachillerato, nunca es bueno cambiar de profesores.

—Nique, francamente, ¿es que el camafeo…?

Y ella murmuraba maquinalmente, porque era lo que debía decir:

—¡Es demasiado!

—¡No, mujer! ¡Toma! Llévate también esta fotografía en la que estás en el jardín con tía Clémentine y su marido.

Debido al tinglado que habían construido enfrente, ya no se veía más que un pequeño trocito de mar.

—¿Por qué no te vienes a pasar unos días con nosotros, a Saint-Malo? Cambiarías de ambiente.

¿Notaban ellos que le hacía falta cambiar de ambiente? ¡No! Eran las cosas que se decían cada vez que se encontraban, se invitaban, y luego no hablaban ya más de ello.

—¿Cuándo te marchas?

—Mañana.

—¿Has reservado habitación? Aquí, ya te haces cargo… Podríamos cenar juntos, esta noche, en un restaurante. ¡François! ¿Dónde podríamos cenar que no fuera muy caro?

Se besaron de nuevo. A veces Dominique creía que iba a producirse el contacto, que otra vez iba a formar parte del clan. Su malestar se transformaba en angustia. Todas aquellas caras giraban a su alrededor, se confundían, se perfilaban de pronto con una nitidez asombrosa, y Dominique se decía: «¡Es Fulano!».

Estaba demasiado agotada para volver a tomar el tren de noche, y le costó encontrar una habitación, en un hotel minúsculo donde reinaba un olor indefinible, hostil, que no la dejó dormir en casi toda la noche.

Se marchó con el tren de día, se fue furtivamente con el camafeo en el bolso. Un sol oblicuo entraba en el compartimento, donde, durante horas interminables, hubo un vaivén ruidoso de viajeros que sólo subían para un breve trayecto; luego, en las cercanías de Lyon, el cielo se puso blanco, luego gris, se distinguieron los primeros copos de nieve sobre Chalán-sur-Saône. Dominique comió unos bocadillos que había comprado en la estación y vivió, hasta París, como en un túnel, con los ojos medio cerrados, el semblante cansado, marcado por la fatiga, por la sensación de vacío, como de inutilidad, que se llevaba de Tolón.

Cuando llegó al Faubourg Saint-Honoré, se llevó una decepción al no encontrar a nadie. Los Caille habían salido. Tal vez no volverían hasta altas horas de la noche. La habitación estaba fría, sin olor; encendió un leño antes de quitarse el abrigo, acercó una silla al fogón de gas.

En la ventana de la vieja Augustine estaban cerrados los postigos. O sea que estaba muerta de verdad, pues nunca cerraba los postigos.

En el piso de Antoinette no había luz. Eran las diez de la noche. ¿Se habría acostado? ¡No! Dominique sentía un vacío tras las ventanas, con las cortinas corridas.

En el piso de arriba sólo se filtraba un poco de claridad amarilla, que pasaba del comedor al dormitorio y, sobre las once, se apagó del todo. Antoinette tampoco estaba en casa de sus suegros.

Dominique se hizo la cama, ordenó cuidadosamente el contenido de su equipaje, contempló el camafeo antes de meterlo en el cajón de los recuerdos, y no paraba de espiar la calle, malhumorada, irritada porque Antoinette hubiese aprovechado su ausencia para iniciar una nueva vida.

Era enero. Durante más de un mes no había pasado nada. Una vez, dos veces por semana, Antoinette había ido a visitar a su madre, a la Rue Caulaincourt. Un día, a eso de las cinco, las dos mujeres habían salido juntas para ir al cine, luego se habían encontrado con Colette en un café de los grandes bulevares.

Todavía durante dos semanas, Antoinette había cruzado furtivamente la puerta del pequeño bar de la Rue Montaigne. Ya no esperaba, sabía muy bien que era inútil, no hacía más que entrar y salir.

—¿Nada para mí?

—Nada, señora.

Estaba más delgada, pálida, volvía a pasar horas leyendo, echada en la cama, fumando cigarrillos.

Varias veces su mirada se había cruzado con la de Dominique, y ya no era la ojeada que se echa a un transeúnte, los ojos insistían. Antoinette sabía que Dominique estaba al tanto, había una pregunta en sus pupilas dilatadas: «¿Por qué?».

No acertaba a comprender. No era, sin embargo, curiosidad lo que adivinaba en aquella desconocida pegada a sus pasos.

Algunas veces, habría podido creerse que iba a nacer una especie de afecto, de confianza.

—Usted que lo sabe todo…

Pero no se conocían. Pasaban. Cada una seguía su camino, llevándose sus pensamientos.

Antoinette no estaba enferma, no estaba acostada, y a Dominique no se le ocurría pensar que podía haber ido simplemente al cine.

¡No! Era la hora de salida de los cines. Se oía a gente que volvía a casa, pasaban taxis a toda velocidad, los últimos autobuses invadían las calles, copos de nieve caían lentamente y, allí donde se posaban en la piedra fría, no había ya nada a los pocos segundos, ni tan sólo una mancha de humedad.

Dominique contempló diez veces los postigos cerrados de la buhardilla de Augustine, y las diez la invadió la vergüenza; no entendía cómo podía haber tenido un sueño semejante y sabía, sin embargo, que no era fruto del azar, no quería pensarlo y la tentaba descifrar su significado profundo.

¿Era acaso otra Augustine? Recordaba la villa de Tolón. Aquellos a quienes había conocido, tíos y tías, se habían vuelto ancianos o estaban muertos. Los que había visto de pequeños eran padres a su vez, las chicas eran madres; los turbulentos colegiales eran ingenieros o magistrados, los más niños hablaban de matemáticas y de latín, griego, de profes y de reválida, la llamaban tía Dominique.

—¡No has cambiado, Nique!

Lo decían sinceramente. Porque no había cambiado su vida. Porque no había llegado a ser nada.

La vieja Augustine había muerto. Mañana, pasado mañana, la enterrarían, como habían enterrado a Clémentine.

Entonces, en la calle, ya no habría más solterona, o, mejor dicho, le tocaría el turno a Dominique.

Se debatía. Iba a mirarse al espejo. ¡No era verdad que fuese vieja! No era verdad que todo hubiese acabado para ella. Su carne no estaba desecada. Su piel había permanecido blanca y suave. Apenas si se distinguía bajo sus párpados un diminuto trazo bastante profundo, pero siempre había tenido ojeras; era cosa de temperamento, de salud; de muchacha le recetaban fortificantes y le habían puesto inyecciones.

Respecto a su cuerpo, que sólo conocía ella, era un cuerpo de chica, con todo su frescor.

¿Por qué no llegaba Antoinette? Había pasado el último autobús, había pasado la hora del último metro.

Era pérfido aprovechar la ausencia de Dominique para iniciar una vida nueva, tanto más cuanto que esa ausencia era involuntaria, cuanto que Dominique se había ido de mala gana, disculpándose con una mirada a las ventanas de enfrente.

Llegaban los Caille. Habían visto luz por debajo de la puerta. Murmuraban preguntándose si debían ir a saludarla y anunciarle que todo había ido bien durante su ausencia, que únicamente había ido el del gas y no habían pagado porque…

La voz de Lina:

—Quizás esté desnuda.

Luego, una pausa. Se sonreían ante la idea de su patrona desnuda. ¿Por qué? ¿Con qué derecho se sonreían? ¿Qué sabían de ella?

Iban, venían, hacían ruido, se imaginaban que no había nadie más que ellos en el mundo, ellos y su alegría de vivir, su inconsciencia, los gustos que se permitían sin regatear ni preocuparse del mañana.

Habían pagado el alquiler. Pero ¿sabían si podrían pagarlo al final del mes?

—Esta noche no, Albert. Ya sabes que no podemos.

¡Una mujer que le decía eso a un hombre!

Un taxi. No, se paraba más abajo, en la calle. Era la una y diez. Un portazo. Aún no se oían los pasos.

Acurrucada en el ángulo de la ventana, Dominique lograba distinguir el coche, el taxista plácido que aguardaba, una mujer de pie, inclinada sobre la portezuela, otra cara contra la suya.

Se estaban besando. El taxi subía hacia el Boulevard Haussmann, Antoinette andaba deprisa, buscando la llave en el bolso, llegaba a la mitad de la calle y levantaba la cabeza para asegurarse de que ya no había luz en el piso de sus suegros; se la sentía vivir de nuevo; un ambiente de alegría amorosa la envolvía como el abrigo de pieles en cuyo calor se arrebujaba; se deslizaba por el portal, dudaba ante el ascensor, subía las escaleras de puntillas.

En su piso sólo encendió la lámpara de la mesilla de noche de reflejos rosados. Sin duda, dejaba caer las prendas a sus pies, simplemente, y se escurría entre las sábanas; a los pocos instantes se apagaba ya la luz y no había ninguna alma viviente en el barrio. Dominique estaba tan sola como la vieja Augustine, que no tenía a nadie para velar su cuerpo inmóvil.

La misma fiebre, los mismos gestos, las mismas marrullerías, la misma alegría desbordante y, respecto a la señora Rouet, la misma docilidad.

Antoinette, de nuevo cariñosa con su suegra, subía sin que la llamaran, se dedicaba a pequeñas labores, se anticipaba a los deseos de los dos viejos.

Sólo había cambiado la hora. Y los días. ¿Seguía avisando que iba a casa de su madre?

A las cuatro y media salía, iba a pie, aguantándose la respiración, hasta Saint-Philippe-du-Roule y se metía en el primer taxi.

—¡A la Place Blanche!

Era otra variedad de misterio. El taxi no corría bastante a través de las calles atascadas, y una mano enguantada abría la puerta aun antes de que parase.

El vestíbulo de una amplia sala de baile, dorados vulgares, espejos, cortinajes rojos, una taquilla.

ENTRADA: CINCO FRANCOS.

Una sala inmensa, un sinfín de mesas, focos que contrastaban con la luz tamizada y, en aquella luz irreal, cien, doscientas parejas que evolucionaban lentamente, mientras fuera, a cincuenta metros, se agolpaba la vida de la ciudad, con sus coches, sus autobuses, gente que llevaba paquetes, que corría, sabe Dios adónde, unos detrás de otros.

Una Antoinette transfigurada, sin abrigo de visón flotando a su espalda, una Antoinette que entraba en aquel mundo nuevo como en una apoteosis y se dirigía directa a un ángulo de la sala, tendía la mano, sin guante ya, y la cogía otra mano, la de un hombre que se levantaba a medias, sólo a medias, pues ya estaba ella a su lado, y él también ya le acariciaba la rodilla bajo la seda negra.

—Soy yo.

Una orquesta relevaba a otra orquesta, los focos pasaban del amarillo al violeta; las parejas, vacilantes un segundo, se unían de nuevo, evolucionaban con distinta cadencia, mientras otras parejas emergían de la oscuridad de los rincones.

Así, a las cinco de la tarde, diariamente, había allí trescientas, quinientas mujeres quizá, que se habían evadido de la realidad y que bailaban; había otros tantos hombres, casi todos jóvenes, que las esperaban indolentes, vigilaban su llegada, iban y venían, escurridizos y silenciosos, fumando su cigarrillo.

Antoinette avivaba el rojo de sus labios, el rosa tirando a ocre de sus mejillas. Una mirada preguntaba:

«¿Bailamos?».

Y el hombre pasaba su brazo bajo las pieles, por la tibieza del cuerpo, su mano se posaba en la carne que la seda del vestido hacía más lisa y como más flexible, más carne aún, más femenina; ella sonreía, con los labios entreabiertos; se perdían por entre las otras parejas sin verse más que a sí mismos, a través de sus pestañas medio entornadas.

El hombre murmuraba como un sortilegio:

—Ven.

Y Antoinette tenía que responder:

—Uno más.

Todavía un baile… Para retrasar el placer. Para hacer más punzante el deseo. Tal vez para experimentar, allí, en medio de los otros hombres y mujeres, lo que Dominique había experimentado en el tren.

—Ven.

—Espera un poco aún.

Y en sus rostros se leía que habían iniciado el acto amoroso.

—Ven.

La arrastraba. Ella no se resistía ya.

—El bolso.

Iba a olvidarlo. Se dejaba llevar, cruzaba las pesadas cortinas de terciopelo rojo, pasaba ante el recinto acristalado de la caja.

ENTRADA: 5 FRANCOS.

Los coches y los autobuses, las luces y la muchedumbre, una especie de río que había que cruzar, que rozar, doblar la esquina de una calle en un vuelo y, al momento, una salchichería, traspasar un umbral, una placa de mármol negro con palabras doradas, un pasillo estrecho que olía a colada.

Aquel día, en el umbral, Antoinette se quedó un momento parada, las pupilas se le dilataron por espacio de un segundo; había reconocido una silueta negra, una cara pálida vuelta hacia ella, unos ojos que la devoraban, y entonces se le ensancharon los labios en una sonrisa triunfante, desdeñosa, de mujer que se deja llevar por los brazos imperiosos del macho.

La pareja se había esfumado.

Sólo quedaba el arranque de un pasillo, transeúntes ante el escaparate de una salchichería, la imagen borrada del hombre que seguía a Antoinette escaleras arriba, un mulato de ojos insolentes.