—¡Cécile! ¿Sabe si ha vuelto la señora Antoinette?
—Hace cerca de una hora, señora.
—¿Qué está haciendo?
—Se ha acostado en su cama vestida, con los zapatos embarrados.
—Seguramente se habrá dormido. Vaya a decirle que suba. El señor está al llegar.
Anochece temprano, las ventanas están cerradas, lo que impide todo contacto entre el aire mojado y frío de fuera y las pequeñas estancias caldeadas donde se conserva almibarada la gente. ¿Será debido a la luz amarillenta, espesa, a la pantalla de los cristales y los visillos, a la lluvia que altera todo un manto de silencio? El caso es que la gente, en las casas, parece extrañamente inmóvil e incluso, cuando mueve sus miembros, se estira con lentitud, su muda pantomima se desenvuelve en un mundo de pesadilla en que ciertas cosas parecen situadas para la eternidad, el ángulo de un aparador, un reflejo de loza mellada, el resquicio de una puerta entreabierta, la perspectiva glauca de un espejo.
Ya no hay lumbre en casa de Dominique, sólo el olor a gas, el que más tiempo persiste, para acogerla, darle la sensación de hogar. Es realmente pobre. Si cuenta los céntimos que gasta, no es para entretenerse.
Si encuentra diversión en ello, si acaba por ventura complaciéndose como los beatos que se mortifican, es más tarde, es una defensa instintiva, inconsciente: transformar una fría necesidad en un vicio para humanizarla. Nunca arde más de un leño a la vez en el hogar cuadrado, un leño pequeño que Dominique hace durar lo más que puede, pues se ha vuelto experta en esta materia. Diez, veinte veces, modifica su inclinación, sólo deja carbonizar un lado, luego el otro, casi gradúa, como en un quinqué, la llama que lame el leño y, antes de salir, no se olvida nunca de apagarlo. No hay más que una tenue ola de calor, y basta con que se abra una puerta para desviarla o disiparla.
Un papel ha crujido sobre el entarimado cuando ha entrado, ha recogido una carta.
«Señorita:
»Me siento confuso por tener que fallarle otra vez, al menos en parte. Me he personado dos veces hoy en el diario en que me deben dinero y no estaba el cajero. Me han asegurado formalmente que vuelve mañana. Si no, si francamente esa gente se burla de mí, tomaré otras disposiciones.
»Le ruego que no lo vea como una falta de voluntad por mi parte. Como testimonio de mi buena fe, le adjunto un anticipo que, sin duda, juzgará ridículo.
»Le escribo esta nota, pues debemos cenar en casa de unos amigos, al otro extremo de París, y volveremos muy tarde, quizá no volvamos en toda la noche. No se preocupe, pues, por nosotros.
»Con toda consideración y respeto, le saluda,
»Albert Caille».
Estamos a día veinte. Los Caille todavía no han pagado su alquiler. La maleta, una vez más, ha salido de casa. No para traer el abrigo de invierno de Lina, que sale siempre en traje chaqueta, sino para llevar ropa de su ajuar. Han ido a venderla a unos judíos de la Rue des Blancs Manteaux.
Deben dinero a Aubedal y otras tiendas del barrio, sobre todo a la salchichería, pues ya no van mucho al restaurante; se esconden para llevar un poco de comida a su cuarto, donde sigue sin haber hornillo.
Cuando están solos no les da ningún apuro. Pero Albert Caille evita encontrarse con Dominique; dos veces ha enviado a Lina para pedirle un aplazamiento.
Dominique es más pobre que ellos, lo será siempre. Esta noche no cenará, ya que el té que ha tomado en el café de los Champs-Elysées —no ha podido resistirse al pastel que había sobre la mesa— representa más del valor de una de sus comidas corrientes. Se contentará con un poco de café recalentado.
Los Caille han ido a la Rue du Mont-Cenis al final de la Butte, donde tienen ahora unos amigos. Se juntan diez o doce en un estudio al fondo del patio; las mujeres, tras hacer fondo común, van a comprar embutidos; los hombres se espabilan para traer vino o alcohol; en una semioscuridad voluntaria se tumban sobre un diván hundido o se tienden por el suelo encima de cojines o de una alfombrilla, fuman, beben, discuten mientras cae la lluvia a un ritmo desesperadamente lento sobre París.
El señor Rouet baja de un taxi, paga al taxista, da veinticinco céntimos de propina. A pesar de la lluvia hace casi todo el trayecto a pie bajo el paraguas, con paso regular; hasta el principio del Faubourg Saint-Honoré no ha llamado a un taxi.
Sólo está abierta una hoja de la puerta del edificio. La luz del portal es amarilla; maderas oscuras revisten las paredes hasta la altura de un hombre; una alfombra oscura, aguantada por barras de cobre, cubre la escalera. El ascensor ha vuelto a quedarse en el quinto, los vecinos del quinto no lo hacen bajar nunca; se le tendrá que advertír de una buena vez por mediación de la portera, ya que es el dueño de la casa. Espera, se instala en la caja estrecha, pulsa el tercer botón.
El timbre resuena a lo lejos en el piso. Cécile abre la puerta, coge el sombrero, el paraguas mojado, le ayuda a quitarse el abrigo, y, al poco rato, hay tres personas sentadas a la mesa del recargado comedor, bajo la inmutable luz de la lámpara.
El marco a su alrededor parece eterno; los muebles, los objetos dan la impresión de existir desde siempre y de proseguir su vida farragosa sin hacer caso a los tres personajes que manejan su cuchara o su tenedor, ni a Cécile, de negro y blanco, que se desliza silenciosa sobre sus zapatillas.
Entonces, mientras se está sirviendo el segundo plato y sólo se oyen suspiros, Antoinette sufre un fallo de memoria. En el momento en que levanta la cabeza, descubre a su izquierda y a su derecha las dos caras ancianas, sus ojos expresan un estupor amedrentado: diríase que ve por primera vez el mundo que la rodea; se parece a una persona que despierta en una casa que desconoce. Aquellos dos personajes, que no dejan de serle familiares y que la encuadran como carceleros, le resultan desconocidos, no son nada suyo, ningún lazo los une a ella; no tiene motivo alguno para estar allí, respirando el mismo aire que aquellos dos pechos gastados y compartiendo su silencio amenazador.
De vez en cuando la señora Rouet la mira y sus miradas nunca son indiferentes, la mínima palabra tiene un sentido.
—¿Se encuentra mal?
—No me encuentro muy bien. He ido a casa de mi madre. He querido subir la Rue Caulaincourt andando. Había corrientes de aire. ¿Me habré enfriado?
La señora Rouet debe de saber que ha llorado, que aún tiene los párpados ardientes y doloridos.
—¿Ha ido al cementerio?
No lo entiende de momento. ¿Al ce…?
—No. Hoy no. Ha sido al llegar a casa de mi madre cuando me he sentido cansada y me han entrado escalofríos.
Se le empañan los ojos, podría llorar, lloraría, allí, en la mesa, de no hacer un esfuerzo, y no obstante, en este momento, se le saltarían las lágrimas sin razón, pues no piensa en aquel que no ha ido, se siente abstractamente desdichada, por nada y por todo.
—Tómese un grog y dos aspirinas antes de acostarse.
Si se analizaran las paredes del piso, se leería toda la historia de la familia Rouet. Se encontraría, entre otras, una fotograba de la señora Rouet de muchacha, con traje de tenis, una raqueta en la mano y, cosa rara, era delgada, como una muchacha de verdad.
Más lejos, en un marco negro, se hallaba el título de ingeniero del señor Rouet y, haciendo juego con él, la fábrica de su suegro cuando entró en ella el joven ingeniero a los veinticuatro años.
Llevaba el cabello cortado al cepillo, vestía con corrección, sin coquetería, como lo haría toda su vida, llevaba el vestuario de un hombre que trabaja, para quien todas las horas están dedicadas al trabajo.
¿Había trabajado en su vida algún otro hombre tanto como él?
Una fotografía de la boda. El ingeniero, a los veintiocho años, se había casado con la hija de sus jefes.
Todo el mundo aparecía grave, lleno de una felicidad serena, de una dignidad que nada podía dañar, como en una historia edificante. Los obreros habían mandado una delegación. Les habían servido un banquete en una de las naves de la fábrica.
Por entonces no era más que una pequeña fábrica. La grande, la que Rouet hace unos cuantos años ha vendido por cien millones, había sido fundada por él, él la había dirigido a fuerza de brazos, día a día, minuto a minuto, y, con todo, tanto para él mismo como para ella, ¿no había seguido siendo siempre su mujer la hija del amo?
—¿Has salido del despacho esta tarde, Germain?
Es un hombre de setenta años a quien tiene enfrente. Sigue tan alto, tan ancho, tan erguido como antaño. Su cabello, que se ha vuelto cano, permanece igual de recio. Se ha sobresaltado. Duda antes de contestar. Sabe que todas las palabras de su mujer tienen un sentido.
—He tenido tanto trabajo que ya no me acuerdo. Espera. En un momento dado, Bronstein… No, no creo haber salido del despacho. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque he telefoneado a las cinco y no estabas.
—Tienes razón. A las cinco he salido a acompañar a un cliente, el señor Michel, hasta la esquina de la calle. Quería decirle unas palabras sin la presencia de Bronstein.
Lo cree o no lo cree. Es más probable que no lo crea. Luego, dejará que se acueste primero, registrará su cartera, contará los billetes.
No manifiesta ningún enfado, sigue comiendo, tranquilo, sereno. ¡Hace tanto tiempo que dura esto!
Nunca se ha rebelado, no se rebelará nunca. Su cuerpo es como una corteza detrás de la cual la gente cree que no hay nada, porque se ha acostumbrado a guardárselo todo dentro. Además, en su interior, no hay ninguna rebeldía, apenas si puede llamarse amargura a eso. Ha trabajado mucho, mucho. Ha trabajado tanto que esa masa de trabajo, esa montaña de tarea humana que lleva a la espalda lo aplasta, lo asusta como el edredón que, en una pesadilla, amenaza con llenar todo el dormitorio.
Ha tenido un hijo. Era seguramente, sin duda alguna, hijo de su propia carne, pero nunca ha sentido que tuvieran cosas en común; vagamente lo ha observado crecer sin lograr interesarse por aquel ser amorfo y de poca salud; lo ha colocado en un despacho, luego en otro, y luego, al vender el negocio, porque el médico le prescribía descanso, lo ha colocado, como un objeto, con un título adecuado, en un negocio en que tenía intereses, un negocio de cajas fuertes.
Tres seres comen y respiran. La luz esculpe de modo distinto los tres semblantes; Cécile espía con mala cara desde la puerta el momento en que habrá de cambiar los platos, y cabría pensar que odia a los tres por igual.
En un bar de los Champs-Elysées hay, sin duda, un hombre alto, impecablemente trajeado, de tez pálida, labio irónico y tierno que toma cócteles hojeando los periódicos de carreras de caballos y que apenas se acuerda de la Rue Montaigne.
Hombres jóvenes, mujeres jóvenes, que tienen toda la vida por delante, beben y se excitan en la semioscuridad del estudio de la Rue Mont-Cenis, y Dominique arrastra hacia sí, maquinalmente, cerca del leño cuya diminuta llama le hace compañía, la canasta de las medias, enhebra la lana, agacha la cabeza, mete el huevo de madera barnizada en una media gris cuyo pie está tan zurcido ya, que no zurce más que zurcidos. No tiene hambre. Se ha acostumbrado a no tener hambre. Aseguran que el estómago se acostumbra, se hace pequeñísimo; ella debe de tener un estómago diminuto, le basta con nada.
El silencio sube de la calle negra y reluciente, rezuma de las casas, de las ventanas con cortinas corridas detrás de las cuales vive gente; el silencio mana de las paredes y la lluvia también es silencio, su susurro monótono es una forma de silencio, pues hace más sensible el vacío.
Llovía así, con una lluvia más intensa y más prieta, con bruscas corrientes de aire que trataban de girar los paraguas, cuando una noche, casualmente, pasaba Dominique por la Rue Coquillière, cerca de Les Halles, adonde había ido a comprar botones que hicieran juego con un viejo vestido que se había teñido.
En el ángulo de los porches abiertos se alineaban placas de esmalte y cobre, muchos nombres, profesiones, comercios en los que no se piensa nunca, por todas partes escaleras oscuras y tambaleantes, puestos al amparo de las puertas cocheras, un hormigueo negro, que olía al aceite de las patatas fritas que preparaba una vendedora en plena corriente de aire.
Dominique vio salir al señor Rouet de uno de esos porches. Nunca había sospechado que era a un sitio así adonde iba cada día, con su andar digno y acompasado, como un empleado que va a su oficina.
¿Cómo se las arreglaba para cruzar las calles viscosas sin mancharse los zapatos siempre impecables? Era su coquetería. A veces agachaba la cabeza para asegurarse de que ninguna mancha de barro estrellaba el negro reluciente de la cabritilla.
SOCIEDAD PRIMA
ARTÍCULOS DE FANTASÍA
ESCALERA B - ENTRESUELO
FINAL DEL PASILLO A LA IZQUIERDA.
Bajo la pálida placa de esmalte, una mano negra señalaba el camino.
En el entresuelo, en unas estancias grises de entarimado rasposo, donde se rozaba el techo con la cabeza, donde el papel de las paredes se enmohecía a trechos, había mercancías por todos los rincones, cajones, fardos, cajas de cartón, peines azules y verdes, polveras de galalita, cosas brillantes, niqueladas, barnizadas, vulgares, mal hechas, como las que se venden en bazares y ferias; una mujer de cincuenta años, con bata negra, las ordenaba de la mañana a la noche y atendía a los clientes; había una puerta que estaba siempre cerrada, a la que no se llamaba sin temor, y detrás, sentado, ante un escritorio amarillo, con una enorme caja fuerte a la espalda, estaba el señor Bronstein, con su cabeza calva, brillante, y un solo mechón de cabello negro como dibujado en tinta china.
A la izquierda del escritorio, un solo sillón, gastado pero confortable, detrás del sillón, una pila para lavarse las manos, un trozo de jabón y una toalla con borde rojo, que olía a cuartel.
Aquí, a este sillón, era adonde venía a instalarse el señor Rouet todos los días después de cruzar todas las estancias atestadas de quincalla sin brindarles una sola mirada.
—¿Hay alguien?
Pues, si había un cliente con el señor Bronstein, pasaba a un cuarto trastero donde aguardaba, como se aguarda detrás de una puerta o un biombo en las casas de citas, donde los clientes no se encuentran jamás.
La Sociedad Prima era su negocio; en ella había invertido sus millones, que el señor Bronstein hacía fructificar. Los artículos de fantasía eran una tapadera, la actividad de la casa se cifraba por entero en aquella gran caja indecente, abarrotada de letras, reconocimientos de deuda, extraños contratos.
Aquí, frente al judío polaco, venían a parar los pequeños comerciantes en apuros, los artesanos, los industriales agobiados. Entraban con una sonrisa forzada, decididos a fanfarronear, a mentir, y, a los pocos minutos, habían soltado toda la sucia verdad, no eran más que unos hombres con el agua al cuello, a los que podía habérseles obligado a arrodillarse ante la caja fuerte sagazmente entreabierta.
Cuando no llovía, el señor Rouet, por higiene, salvaba, a veces, con su paso regular, la distancia que separa la Rue Coquillière del Faubourg Saint-Honoré, rozando una vida turbulenta, y algunas mujeres que lo veían pasar siempre a la misma hora admiraban en él a un anciano vivaracho.
Dominique, sin querer, lo había seguido a otras partes, en peregrinaciones más turbias. Lo había visto, emboscado en su paraguas, deslizarse, agachado de espaldas, por las calles próximas a Les Halles. Lo había visto andar con otro paso, irregular, brusco, precipitarse hacia una figura lejana bajo un farol de gas, frenar, dar vuelta atrás para alejarse de nuevo, y no había entendido de buenas a primeras el significado de aquella caza; la angustiaban las perspectivas caóticas de las calles, aquellos porches helados y oscuros, aquellas escaleras que daban directamente a la calzada, los globos esmerilados que remataban las puertas de hoteles espantosos y las sombras inmóviles o huidizas, las cristaleras de pequeños bares en los que esperaba gente, sabe Dios qué, en una inmovilidad de figuras de cera.
El hombre de la trefilería, el hombre del Faubourg Saint-Honoré, de la mesa puesta en el comedor inmutable, seguía adelante, impulsado por una fuerza implacable; su marcha volvía a ser la de un anciano, las rodillas debían de temblarle; rozaba mujeres que salían de la oscuridad para agarrársele, sus rostros como imantados se acercaban un instante bajo la luz incierta, y él se iba de nuevo, pesado y ansioso, consumiendo su fiebre, con alternancias de esperanza y desaliento.
Dominique estaba al tanto. En la esquina de una callejuela lo había visto detenerse junto a una muchachita flaca, sin sombrero, con un mísero abrigo verde a los hombros en cuyas mangas no había enfundado los brazos. Andaba más furtiva que las otras, sin duda porque no tenía la edad, con sus largas piernas frágiles; había levantado la cabeza sacudiendo sus cabellos mojados, como para prestarse mejor al examen del hombre, y este la había seguido a unos pasos de distancia, como seguía Antoinette, en la Rue Montaigne, al italiano; se había sumido, tras ella, en una de aquellas aberturas sin puerta al final de la cual sus pies habían topado con los peldaños de una escalera; había brillado una luz. Dominique había huido, presa de miedo, y había dado muchas vueltas, con la angustia de no escapar de aquel laberinto inquietante.
Comían las natillas, los tres, bajo la lámpara. Cada cual pensaba en lo suyo, seguía el hilo sencillo o complicado de sus ideas; únicamente la señora Rouet miraba a los otros, como si hubiera llevado, sola, el peso de sus vidas y de la vida de la casa.
En la pared, delante de ella, colgaba un retrato de su hijo, a los cinco o seis años, tocado con un sombrero de paja, ambas manos en un aro. ¿Era ella la única que no había comprendido, ya en aquella época, que el niño no era como los otros, sino un ejemplar tarado, un ser borroso, inconsistente? Y en aquella otra fotografía en la que, adulto, trataba de mirar de frente, adoptando un aire bravo, ¿no era evidente que nunca daría de sí una vida como todo el mundo y que nada lo sacaría de su incurable melancolía?
De él, en la casa, no quedaba más que Antoinette, la extraña con quien no tenían ningún punto de contacto y que, muerto su marido, se sentaba a su mesa en vez de proseguir en la Rue Caulaincourt, con su madre, la vida que le correspondía.
Esto, desde fuera, se resumía en unas cortinas detrás de las cuales palpitaba un poco de luz y, en el comedor, en el hogar de los Rouet, toda la vida se concentraba en los ojos fríos de la anciana señora, que, tremendamente lúcidos, se posaban en los rostros, sin pasión, sin amor, ya fuera el rostro falsamente sereno de su maridó, ó el de su nuera, en el que la sangre fluía a flor de piel.
Lo sabía. Había sido ella quien había dictado el contrato matrimonial. Había sido ella, asimismo, desde los primeros años, quien había creado la vida de la casa, quien la había dirigido, encauzado; había sido igualmente ella quien había impedido que su hijo poseyera una existencia propia, quien hubiera querido que permaneciera niño toda su vida, hasta en su trabajó, en el que no era más que un empleado de la fábrica.
Había sido ella, ya que no podía impedir que se casara, quien había uncido el segundo hogar al suyo, y por ella por quien el matrimonio no tenía nada propio y sólo vivía del sueldo mensual de Hubert y de las cantidades que le daba ella.
En sus labios flotaba una sonrisa fría, mientras su mirada rozaba los hombros de Antoinette, aquella carne joven y ardiente, en la que tiritaban los escalofríos de la evasión.
Antoinette no poseía nada, salvó sus muebles. Tendría que aguardar, para disponer de dinero propio, a la muerte de sus suegros, y sólo gozaría entonces del usufructo de su fortuna que, después de su muerte, volvería por fin a parientes lejanos de los Rouet, ó más bien a algún Lepron.
Estaba muy bien así. Por eso permanecía en la casa, había ido a Trouville, por eso, además, por miedo a la pobreza, subía a comer con la familia y, durante horas, hacía compañía a su suegra.
—No ha comido casi nada.
—No tengo hambre. Disculpe.
Antoinette temía no poder llegar al final de la cena sin dar rienda suelta a su nerviosismo. Hubiera querido gritar, morder, vociferar su pena, llamar al hombre que no había acudido, como, trágicamente, llaman al macho las bestias del bosque.
—Parece que ha llorado.
Y Cécile, en la puerta, se refocilaba con cada golpe.
—Hemos hablado de cosas tristes, mi madre y yo.
—De Hubert, ¿verdad?
Antoinette estaba tan lejos que, sin querer, se le abrían los ojos de asombro.
¿Hubert? ¡Se acordaba tan poco de él! Apenas si era capaz, cerrando los ojos, de reconstruir su semblante. Estaba muerto, definitivamente. No quedaba nada de él, a no ser una imagen confusa, una impresión de tristeza ó más bien de vida lúgubre que se alargaba, amenazando con durar siempre.
—Un día que no llueva, iremos juntas a visitar su tumba. ¿Verdad, Antoinette?
—Sí, mamá.
No estaba segura de haber hablado. Su voz había cruzado el aire como la voz de otra. Necesitaba levantarse, relajarse.
—Les ruego que me disculpen.
Veía a los dos sentados frente a frente, hacía esfuerzos por convencerse de que era ella, Antoinette, la que estaba allí; repetía:
—Les ruego que me disculpen.
Huía. Tenía unas ganas locas de salir en la noche húmeda, de correr a los Champs—Elysées, de entrar en todos los bares en su busca, para gritarle que no podía ser, que no podía abandonarla, que lo necesitaba, que haría lo que fuera, que no ocuparía lugar alguno, apenas el de una criada, con tal que él…
—¡Cécile! Baje con la señora Antoinette. Creó que no está bien.
Entonces el señor Rouet, buscando un mondadientes en su bolsillo, preguntaba:
—¿Qué le pasa?
—Tú no puedes entenderlo.
Lo cierto era que ella no lo sabía todavía, pero lo sabría, estaba segura de ello, tan sólo vivía para saber cuanto pasaba a su alrededor, en el círculo que dominaba.
—La soledad le sienta muy mal. Es curioso que no tenga ni una sola amiga.
¡Qué palabras aquellas para un hombre! ¡Palabras! ¿Acaso los Rouet tenían amigos? Ni siquiera veían a los parientes más o menos cercanos de los que habían ido deshaciéndose según prosperaban y que les escribían humildemente por año nuevo porque eran ricos.
¿Para qué amigas? ¿Dejaría la señora Rouet que extraños, extrañas violaran su casa?
Ya tuvo que admitir a una, a Antoinette precisamente, porque su hijo la quería a toda costa, porque, con su debilidad, era capaz de ponerse malo.
—¡Te la daremos!
Se la habían dado. Había sabido lo que era. Pronto se había cansado de seguirla a todas partes, adonde corría, impulsada por su afán de agitarse y revolotear en torno a las luces.
—Confiesa que no eres dichoso.
—¡Que sí, mamá!
Entonces, ¿por qué le había dado por coleccionar sellos, y luego por estudiar español, solo, veladas enteras?
Ahora Antoinette era como una malva. La señora Rouet la había amaestrado.
—Diga a la señora Antoinette que suba. Subía.
—Antoinette, deme el hilo azul. No este. El azul marino. Pero enhébreme la aguja.
Palpitaba, temblaba de impaciencia, pero obedecía, se quedaba allí, horas y más horas, a la sombra de su suegra.
—¡Ah! ¿Has llorado? ¡Ah! ¿No tenías hambre?
¡Si al menos hubiera podido andar como todo el mundo! ¿No era paradójico tener un cerebro tan vivo, una mente tan ágil y tan lúcida, una voluntad tan firme y arrastrar con dificultad unas piernas que poco a poco se convertían en inertes columnas de piedra?
Luchaba. Cuando estaba sola, cuando nadie podía sorprenderla, se levantaba sin ayuda, a costa de dolorosos esfuerzos, se forzaba a andar alrededor de la habitación, abandonando el bastón adrede, contando los pasos; lo lograría, iba a poder con aquellas malditas piernas, pero nadie tenía por qué saberlo.
Antoinette no había ido a la Rue Caulaincourt a hincharse de ideas tristes. Los labios de la señora Rouet se proyectaban en una mueca desdeñosa. Conocía a aquella gente, esa especie de gente que no tiene más que deseos triviales y no piensa en nada más que en satisfacerlos.
Así era la madre de Antoinette. Seguro que su hija le llevaba dinero a escondidas, y cada billete se convertía en un gozo inmediato, una langosta, una cena en un restaurante, el cine, vecinas invitadas a comer pasteles en su casa o algún horrendo vestido que se compraba después de pasar el día recorriendo grandes almacenes.
—Mi hija que se ha casado con el hijo de los Rouet. Las trefilerías Rouet, ¿sabe? Una gente que tiene cien millones y vive como pequeños burgueses. ¡Cuando se casó, no tenían coche! Ella ha sido la que…
Estaba casi tan orgullosa de su otra hija, Colette, a quien mantenía un cervecero del Norte. Iba a verla a su piso de Passy, escondiéndose en la cocina cuando llegaba de improviso el cincuentón, y tal vez escuchaba; era capaz de oír, sin experimentar vergüenza alguna, los ruidos del dormitorio y del cuarto de baño.
—Déme las gafas, Félicie. ¿No ha subido aún Cécile? Una voz desde el recibidor.
—Ya voy, señora.
—¿Qué está haciendo?
—Al principio no quería que le pusiera la manta, me decía que me fuera, me ha gritado: «¡Déjame, haz el favor! ¿Es que no ves que…?».
Y la voz inmutable de la señora Rouet:
—¿Que qué?
—Que nada. No ha terminado. Se ha encerrado en el baño. He hecho la cama. Cuando he salido, estaba llorando, se oía a diez metros a través de la puerta.
—Déme las gafas.
A las doce de la noche la madre de Antoinette salía del cine de la Place Blanche con una vecina de rellano a la que había pagado la entrada. Quedaba aún la tentación de las cervecerías abiertas, de un pequeño placer suplementario.
—¿Y si nos tomáramos un licor en Graff?
Inmóvil en su cama, el señor Rouet esperaba el sueño, no esperaba nada más, pues hacía mucho tiempo que había aceptado los límites de su vida.
Dominique remendaba medias grises; todas las medias de la canasta eran grises; no llevaba otras, eran las que menos se ensucian; estaba convencida de que eran las más sólidas y que iban bien con cualquier vestido.
De vez en cuando levantaba la cabeza, distinguía perlas blancas en los cristales, algo de rosa difuso detrás de las ventanas de enfrente, nada más que negrura en el piso de encima, y volvía a inclinarse, alargaba el brazo para girar ligeramente el leño con objeto de mantener la llama amarilla.
Fue la última de la calle en acostarse. Los Caille no habían vuelto. Los esperó un rato en el silencio, se durmió, se levantó antes del amanecer, vio palidecer los cristales, y la pareja no regresó hasta las siete de la mañana tras haber rondado por Les Halles entre las verduras mojadas y los vagabundos resguardados bajo los porches.
Los dos traían cara cansada, sobre todo Albert Caille, porque había bebido demasiado. Por miedo a toparse con la dueña, abrieron sin hacer ruido con la llave y cruzaron el salón de puntillas.
La voz cansada de Lina preguntó:
—¿Qué hacemos?
—Primero dormir.
No hicieron el amor al acostarse, sino cerca del mediodía, adormilados, y volvieron a dormirse; eran las dos cuando se oyó el agua en el lavabo.
Antoinette, en la calle a las diez de la mañana, no había aparecido por el Faubourg Saint-Honoré, pero debía de haber telefoneado sobre las doce, la señora Rouet se había dirigido hacia el aparato, y sólo habían puesto dos cubiertos para el almuerzo.
Ahora el señor Rouet, puntual, salía de la casa y se dirigía hacia la Rue Coquillière.