Segunda parte

1

En el borde de la glorieta de los Champs-Elysées, haciendo esquina con la Rue Montaigne, había una confitería o una chocolatería; toda la planta baja estaba recubierta de mármol negro, liso, como una tumba; destacaban tres escaparates, sin marco, en los que, sobre la felpa blanca, no se veían más que dos o tres cajas de caramelos o bombones, iguales, de color malva y plata.

Después no había nada más, la Rue Montaigne era, tan sólo, una especie de canal brillante bajo la lluvia entre las paredes negras de las casas. No había nadie, no había nada, salvo, en primer término, una carretilla, con los varales al aire, que se reflejaba en el espejo mojado del asfalto, y, muy lejos, cerca del Faubourg Saint-Honoré, la parte trasera violácea de un taxi aparcado.

Allí encima caía el agua con un rumor continuo, grandes gotas se desprendían de las cornisas; los desagües se vaciaban de trecho en trecho en la acera y los porches exhalaban un hálito frío.

Para Dominique la Rue Montaigne tenía, tendría siempre, un olor a paraguas, a sarga azul marino mojada; se vería eternamente en el mismo sitio, en la acera de la izquierda, a cincuenta metros de la glorieta delante de un estrecho escaparate —el único de la calle, con la confitería de la esquina— donde se amontonaban ovillos de lana de hacer punto.

Se burlaban de ella, lo sabía, no lo disimulaban. De vez en cuando alzaba su nariz un poco larga, un poco torcida, lanzaba una ojeada tranquila a aquellas ventanas en forma de media luna del entresuelo del número 27.

Poco antes habían dado las cuatro. Era noviembre. Aún no era de noche. Tampoco podía hablarse de crepúsculo. La grisura que había reinado todo el día se hacía más densa, el gris más oscuro; el cielo, sobre la calle, apenas desprendía claridad; acá y allá, en las casas, las lámparas estaban encendidas; dos gruesos globos blancos brillaban en el entresuelo en las ventanas de media luna, donde había veinte, veinticinco muchachas, quizá más, todas de quince a veinte años, todas con bata gris, trabajando el cartón, pegando, doblando, pasándose las cajas unas a otras a lo largo de dos mesas largas, volviéndose a veces hacia la calle y rompiendo a reír señalando la figura de Dominique bajo el paraguas.

Era la cuarta, no, la quinta vez que esperaba de este modo, y ¿quién habría podido creer que no esperaba por su cuenta? Aquellas chicas, viéndola parada un cuarto, media hora, y luego marcharse sola, pensarían que él no venía, no venía, no vendría nunca, y eso las regocijaba.

¿Por qué hoy, en el momento de cruzar la glorieta, en el instante de descubrir la perspectiva fría y mojada de la Rue Montaigne que parecía escurrirse, había tenido Dominique el presentimiento de que aquello había terminado? Ahora estaba casi segura. ¿Lo había sentido Antoinette también? ¿Por qué se agarraba a la esperanza cuando eran ya las cuatro y veinte?

Como las últimas veces, Dominique había sido la primera en estar lista. No la asustaba ya el ridículo.

Estaba de pie, en su casa, vestida con su traje chaqueta azul marino, el sombrero puesto, y con los guantes y el paraguas en una silla al alcance de la mano. Desde que las ventanas estaban siempre cerradas, era preciso prestar más atención, en ocasiones adivinar, para entender las idas y venidas de la casa de enfrente. ¡Pero Dominique había llegado a conocerla tan bien!

Antoinette había almorzado arriba, en casa de sus suegros, como venía haciendo desde que la familia había regresado de Trouville. Era amable con ellos, casi vivía en su casa.

Todos los miércoles, todos los viernes, tenía que inventar un pretexto. ¿Qué había dicho? ¿Que iba al piso de su madre, en aquella casa tan alta de la Rue Caulaincourt cuyas ventanas daban directamente al cementerio? Es probable, pues había telefoneado, poniéndose la mano delante de la boca para ahogar su voz y que no la oyeran desde arriba. Había aprovechado un momento en que Cécile había salido.

—¿Eres tú, mamá? Pasaré a saludarte esta tarde. En fin, ya me entiendes… Sí. ¡Sí, sí, feliz! —Su sonrisa, no obstante, estaba un poco velada—. Que sí, mamá, tengo mucho cuidado. Adiós, mamá… Hasta un día de estos, sí.

Durante la comida, en casa de los Rouet, había tenido que mostrarse alegre. Hacía todo lo necesario. A menudo se pasaba horas a solas con su suegra, como para pagar la libertad de los miércoles y los viernes.

A las tres y media, no había bajado aún, y sólo estaba lista Dominique. ¿Había intentado retenerla la señora Rouet? Las tres cuarenta. Las tres cuarenta y cinco. Por fin surgía, apresurada, febril, se vestía con movimientos rápidos, bruscos, con miradas ansiosas al reloj, se ponía el abrigo de seda negra, los zorros plateados; en la escalera tuvo que subir de nuevo unos cuantos peldaños para coger el paraguas olvidado.

Una vez fuera. Dominique la seguía, Antoinette bordeaba la acera de la Avenue Victor—Emmanuel, sin pararse, sin volverse, con el paraguas algo inclinado debido a la corriente de aire que azota siempre aquella avenida.

Llegaba a su Rue Montaigne. ¿Acaso para ella, como para Dominique, la Rue Montaigne había dejado de ser una calle como otra cualquiera?

En todo caso, para Dominique esta calle tenía un rostro, un alma, y esta alma, hoy, se había manifestado al instante fría, con algo fúnebre.

Muy pronto, a veinte metros a la derecha, con gesto maquinal, Antoinette había accionado el picaporte de una puerta velada con una cortina de color crema; había entrado en el bar en cuya parte superior, colocado demasiado alto, colgaba un letrero en el que se leía en letras de un blanco crudo: ENGLISH BAR.

No había llegado, si no, habrían salido enseguida. Dominique no había hecho más que entrever, muy cerca de la puerta, la alta barra de caoba, los vasitos de plata, las banderitas en los vasos, el cabello pelirrojo de la dueña.

No había nadie aparte de Antoinette, que debía de empolvarse maquinalmente mientras confesaba a la dueña cómplice:

—¡Otra vez llega tarde!

El pequeño bar estaba vacío siempre, tan discreto que podía pasarse diez veces por delante sin sospechar su existencia; detrás de la gruesa cortina no había más que tres mesas oscuras, donde parecía que unas mujeres como Antoinette se relevaban para esperar, pues nunca estaban juntas.

Pasaban los minutos; las chicas, en el taller de cartonaje, bajo los globos esmerilados, seguían espiando a Dominique, que aguardaba, y la compadecían irónicamente.

Dominique no sentía vergüenza. Ya no sentía vergüenza de sí misma, y cuando, a través del escaparate atestado de ovillos de lana, una señora anciana la miraba con demasiada fijeza, se limitaba a dar unos pasos bajo el paraguas, sin tratar de no parecer una mujer que espera.

Al principio, inmediatamente después de Trouville, él llegaba siempre antes. La primera vez, Antoinette no tuvo que entrar. Acechaba, apartando con la mano la cortina de la puerta. Había salido, había murmurado unas palabras, observando los dos extremos de la calle, luego había andado delante; ella lo había seguido a unos cuantos pasos; ambos iban pegados a la pared, y, un poco antes de llegar al Faubourg Saint-Honoré, el hombre se había vuelto ligeramente antes de meterse en la entrada de un hotel.

Los montantes de la puerta de dos hojas eran blancos. Una placa de mármol anunciaba: HOTEL DE MONTMORENCY. Todo confort. Se veía una alfombra roja en el portal, palmeras en tiestos; se recibían, al pasar, bocanadas calientes de calefacción central, el olor soso de los hoteles de clientes habituales.

Antoinette entraba a su vez. Un poco más tarde, un mozo de habitación corría las cortinas de una ventana del primer piso, una luz pálida brillaba detrás de aquellas cortinas, y a partir de entonces reinaba el silencio; en la calle sólo quedaba Dominique, que se alejaba con un nudo en la garganta y la piel húmeda de sudor.

Llegó el momento en que Antoinette decidió marcharse del pequeño bar. Andaba deprisa. ¿Era por temor a algún encuentro fortuito? ¿Por vergüenza? ¿Para sumirse antes en el calor de la habitación de colgaduras de un rojo oscuro donde había adquirido ya sus costumbres?

Quizás hoy estaba haciendo confidencias a la mujer pelirroja del English Bar, pues era de las que pueden contar sus angustias a otra mujer, a una mujer como aquella, que lo sabía todo, lo comprendía todo, sobre todo en esta materia.

—Creía que al menos habría dejado una nota. ¿Está segura de que no hay nada? Habíamos quedado en que, si lo retenían en algún sitio, dejaría una carta al pasar. ¿No habrá telefoneado y Angèle cogido el recado?

Ya conocía el nombre de la criada que sustituía a veces a su señora en el bar.

En el anaquel hay tres o cuatro cartas de pie entre los vasos; los sobres sólo llevan nombres de pila: Señorita Gisèle; Señor Jean…

Se oye caer la lluvia y a veces el rumor es algo más fuerte; las gotas, en el alquitrán brillante, rebotan más altas, ha oscurecido; se enciende una portería, otra lámpara en un piso; se acerca alguien, pero entra en una casa antes de llegar al English Bar.

No vendrá, Dominique está segura. Podría irse, pero necesita quedarse, su mano derecha aguanta crispada el mango del paraguas; está toda pálida en la luz insuficiente, y las chicas de la cartonería deben de encontrarle mala cara.

¿Qué importa? Ya no la asustan esas miradas que emanan de las casas, ni las vidas que se descubren al atisbar por las puertas o las ventanas. Su actitud tranquila es un reto. No teme pasar por amante, una amante a la que van a dejar, y aun sin querer, toma su actitud melancólica, mima su ansiedad, se sobresalta cuando asoma alguien por la esquina de la calle.

Antoinette bebe algo con una paja, mira la hora en el pequeño reloj puesto en el anaquel, la compara con la del suyo de pulsera.

Las cuatro y media. Las cuatro treinta y cinco. Había prometido esperar un cuarto de hora, luego media hora. Decide:

—Cinco minutos más.

Vuelve a empolvarse, se pinta los labios.

—Si por casualidad viniera, dígale…

Parece que Dominique presiente que va a salir, que unos lazos invisibles unen a las dos mujeres.

Abandona su puesto ante el escaparate de lanas de hacer punto, concede una última mirada a las ventanas de media luna. Rían, señoritas, pequeñas imbéciles: ¡no ha venido!

Y Dominique se encuentra muy cerca de la puerta del bar cuando esta se abre, cuando sale Antoinette, tan febril que permanece un rato sin lograr abrir el paraguas.

Sus miradas se cruzan. Una primera vez, Antoinette no ha visto más que a una mujer cualquiera que pasaba. Ha vuelto a mirar, como si algo le llamara la atención. ¿Ha reconocido el rostro entrevisto a veces en una ventana? ¿O es que le ha extrañado ver en la cara de otra mujer el reflejo de la suya? La vista ojerosa de Dominique parece decirle:

Sólo ha durado unos segundos. ¿Unos segundos de verdad? En la esquina de la glorieta, espera aún, hace una breve parada ante las cajas de color malva y plata de la confitería; pasa un taxi, la salpica, Antoinette espera que este pare, pero sigue su marcha y ella se va, abandona la calle desierta, donde, al final, se abre el porche blanco de un hotel, con una alfombra roja, unas palmeras, un calor que sabe ya a cuerpos que se desnudan tras las cortinas corridas.

Su paso es brusco. Va a llamar a un taxi, cambia de idea, tira por los Champs-Elysées. Se detiene para dejar pasar una hilera de coches. Un gran café. Una orquesta. Se desliza por entre las mesas, baja al sótano entre un murmullo de conversaciones. Hay pasteles, chocolate, teteras de plata en los veladores, muchas mujeres; algunas están solas y esperan como esperaba ella antes; se deja caer en un rincón, en un asiento de cuero verde, y, con un ademán maquinal, se echa los zorros atrás.

—Un té. Papel para escribir.

Su mirada topa con Dominique, que se ha sentado no lejos de ella, como incapaz de romper el hechizo que las ata una a la otra; frunce las cejas; hace un esfuerzo de memoria.

¿Piensa en las dos notas que recibió tiempo atrás? No. ¿Acaso se pregunta por un momento si su suegra hace que la vigilen? ¡Qué va! No puede ser. Se encoge de hombros. ¡Qué importa! Abre el bolso, descaperuza una estilográfica de oro. Va a escribir. Tenía las palabras a punto y hete aquí que ahora no le sale nada, pasea a su alrededor los ojos que no ven nada.

De pronto se levanta y se dirige a las cabinas telefónicas, pide una ficha, permanece un momento en el silencio de una de las cabinas, donde se la ve a través del rombo de cristal.

¿Adónde ha llamado? ¿A casa de él? ¡No! Más bien a un bar que frecuenta, más arriba en los mismos Champs-Elysées. Debe de dar un nombre.

No está. Sale para pedir otra ficha, lanza a Dominique una ojeada en la que se lee cierta irritación.

¡No! Tampoco está. De modo que, mientras deja enfriar el té, escribe. Rompe la carta, empieza de nuevo. Ha debido de dirigirle primero reproches. Ahora suplica, se hace demasiado humilde, eso se lee en su cara; mima la carta, va a llorar, la rompe también. Lo que hace falta… Una notita seca, indiferente. La pluma parece más aguda, las letras más altas. Una notita que…

Levanta la cabeza porque una silueta masculina pasa ante ella y por un momento ha tenido la loca esperanza de que fuera él. El desconocido es alto, este también, lleva el mismo gabán muy largo, de un corte elegante, el mismo sombrero de fieltro negro. Hay, en los Champs-Elysées, varios centenares de hombres que visten igual, andan del mismo modo, tienen los mismos gestos, el mismo peluquero; pero no es él, no tiene su larga cara pálida, sus labios delgados de sonrisa tan particular.

¿Por qué, en su cabeza, lo ha llamado Dominique el italiano? Juraría que es italiano. No un italiano petulante o lánguido como se les representa. Un italiano con apariencia fría, gestos comedidos.

—¡Camarero!

Al final escribe un telegrama. Lo pega con la punta de la lengua.

El camarero llama a su vez:

—¡Botones!

Hay mucha luz, hace calor, el aire es un zumbido de voces, de música, de copas y platillos que entrechocan; se ven todas las caras sonrosadas debido al alumbrado y nadie imagina que fuera llueve, que la Rue Montaigne parece cada vez más un canal, sin nadie en el largo reflejo de agua, mientras las farolas eléctricas se encienden a trechos en los bordillos.

Antoinette no tiene nada más que hacer. No puede volver aún a casa. Mira a su alrededor, cree reconocer a una mujer joven de pardo que tiene un perrito en las rodillas; empieza a sonreír, la mujer la observa sin comprender y Antoinette se percata de que se ha equivocado, de que sólo hay un vago parecido; recobra la serenidad bebiendo un sorbo de té, al que ha olvidado de echar azúcar.

¿Sigue sintiendo la presencia de Dominique, sus ojos fijos en ella, tan ardientes que debiera percibir su influjo? Está mucho rato sin girarse hacia su lado, y luego, tras una ojeada furtiva, vuelve su mirada, interrogadora.

Se encuentra demasiado desamparada para mostrarse orgullosa.

«¿Por qué», parece preguntar, «por qué está usted aquí? ¿Por qué es usted la que parece sufrir?».

Y Dominique tiembla de arriba abajo; vive esta hora con la misma intensidad, si no más, que Antoinette; comprende la ironía de esta música, de esta muchedumbre, cuando lo que estaba previsto era la intimidad cálida de la habitación del primero, cuya trivialidad misma es una seducción más.

* * *

Antoinette ha vivido en Trouville. Un buen día, Dominique descubre que están cerrando los baúles en los dos pisos a la vez. Todo el mundo se ha marchado al anochecer, con Cécile y la criada de los Rouet padres; han cerrado los postigos. Durante semanas, Dominique no ha tenido ante sí más que los postigos.

Ya no tenía ni siquiera, a su lado, los ecos de la vida de los Caille, pues se habían ido, también ellos, a pasar unas semanas a una villa que los Plissonneau habían alquilado en Fouras.

Los Caille le han enviado una postal sin brillo, mal impresa, que representa algunos chaletitos pobres detrás de una duna, y han trazado una cruz sobre uno de esos chalets.

No conoce la propiedad de los Rouet; sólo ha visto Trouville una vez, durante unas horas, cuando era joven y llevaba aún trajes de baño a rayas. No puede imaginársela. Sólo sabe que están de luto, que no pueden, por tanto, unirse a la alegría de las vacaciones.

Durante un mes Dominique ha gravitado, vacía, en su soledad, dominada a veces por una angustia tan grande que le era preciso notar el roce de la gente, de cualquier gente, la de la calle, de los grandes bulevares, de los cines. Nunca ha andado tanto en su vida, hasta sentir náuseas, por el sol, ante las terrazas, por calles tranquilas como calles provincianas, donde hundía la vista por las ventanas, huecos de sombra de las casas.

En Trouville, sabe Dios cómo va a tener Antoinette noticias del italiano. Se la habían llevado consigo hostil, inerte, como un rehén. Ella seguía a sus suegros de mala gana, sin atreverse a oponérseles frontalmente, pensando en el día en que sería libre.

Y hete aquí que a la vuelta podría haberse creído que era su hija. Desde su regreso, debido a la costumbre de Trouville, donde vivían como en familia, comía arriba; hacían en cierto modo vida común, y, cuando no era Antoinette la que subía por la tarde, era la señora Rouet la que bajaba, sin que su bastón tuviera aspecto de amenazar.

Dominique no había necesitado más de tres días para entender. A las once, cada mañana, había visto a un hombre que pasaba y volvía a pasar varias veces. Y, detrás de la ventana, el dedo de Antoinette decía:

—No. Hoy no. Todavía no.

Primero había que organizar la vida en París, había que avisar a su madre. La primera salida había sido a la Rue Caulaincourt. Una Antoinette exuberante, radiante, que debía de tirar su sombrero en el comedor, arrellanarse en un sillón:

—Oye, mamá. Pasa algo. Tengo que contártelo. Si supieras…

En la Rue Caulaincourt cada cual habla libremente, se explaya, se porta de cualquier modo, da libre curso a sus humores. Está en su casa; madre e hijas son de la misma raza.

—¡Si supieras qué hombre es! Así que, como entenderás, digo amén a todo, le hago la corte a la vieja, me paso tardes cosiendo a su lado. Necesito al menos dos tardes libres por semana. Constará que vengo a verte.

Ha recorrido las tiendas, se ha comprado vestidos nuevos, bastante sobrios, a causa de la vieja.

Un día, por fin, el dedo, detrás de la ventana, ha dicho:

—Sí. —Luego, ha precisado—: Las cuatro. A las cuatro.

Antoinette ha cantado. Ha permanecido una hora encerrada en el cuarto de baño. Ha debido de mostrarse demasiado alegre durante la comida, a menos que, para engañarlos mejor, haya fingido abatimiento.

Vive. Va a vivir. Ha empezado a vivir. Su alma, su carne están satisfechas. Va a verlo, a estar sola con él, desnuda contra él. Va a vivir la única vida que vale la pena ser vivida.

Eso la hace tropezar con el bordillo, no se molesta en mirar detrás. En la esquina de la Rue Montaigne busca; no conoce aún el pequeño bar cuyas señas le han dado; una mano aparta la cortina, se abre la puerta; un hombre anda; lo sigue, desaparece tras él, engullida por el porche del hotel.

Los días, desde entonces, se han acortado. Las primeras veces aún había sol por las calles.

Ahora, en las casas están encendidas las lámparas, y cuando, la semana anterior, Antoinette salió del Hôtel de Montmorency unos minutos antes que su compañero y llamó a un taxi, en la esquina de la calle, para recorrer los pocos centenares de metros que la separan de su casa, era ya de noche.

Se ha acabado. No vendrá más. Dominique tiene la certeza de que ya no volverá. La última vez estuvieron los dos un cuarto de hora en el pequeño bar. ¿Por qué? Porque él le explicaba que no podía quedarse aquel día con ella, que un asunto exigía su presencia en otro sitio, entonces ella debía de suplicar:

—¡Sólo unos minutos!

Están sentados en el rincón próximo a la ventana. El bar es tan exiguo que hay que hablar bajo. Para no molestarlos, la dueña baga por la escalera de caracol que arranca detrás de la barra y lleva a la bodega transformada en cocina. Cuchichean, se cogen de la mano. El hombre está molesto.

—¡Sólo unos minutos!

Tiene conciencia de que lo pierde, se niega a creerlo. Él se levanta.

—¿El viernes?

—El viernes es imposible. Tengo que ir de viaje.

—¿El miércoles?

Hoy es ese miércoles y no ha venido. Dentro de un rato, en un bar del comienzo de los Champs-Elysées, el barman le entregará un telegrama a su nombre, estará con unos amigos, soltará:

—Sé de qué se trata.

¿Acaso se meterá la carta en el bolsillo sin leerla?

—¡Camarero!

Con las manos húmedas, registra el bolso en busca de monedas, y su mirada, una vez más, topa con Dominique, que la mira fijamente.

¿Qué le importa a Dominique? ¿No se burlan de ella las chicas de la cartonería? Ni siquiera finge interesarse por otra cosa. Es como el hermano y la hermana pequeños a los que también llamaba: «los pequeños pobres», cuando tenía seis años. Sucedía en Orange. Todos los días, a la misma hora, su niñera la llevaba a la alameda, con sus juguetes. Se instalaba en un banco e invariablemente los dos pequeños pobres se plantaban a dos o tres metros, el hermano y la hermana, harapientos, con la cara sucia, con costras en los cabellos y en las comisuras de los labios.

Sin la menor vergüenza, se quedaban allí, mirándola jugar sola. No se movían. La niñera les gritaba:

—¡Id a jugar más legos!

Sólo retrocedían un paso y volvían a quedarse quietos.

—No se acerque a ellos, Nique. Le pegarán bichos.

Lo oían. Debía de serles indiferente, pues no se movían, y la niñera acababa uniendo el gesto a la palabra, se levantaba, agitaba los brazos, hacía como para espantar a los gorriones:

—Brrrr.

No importaba que Antoinette se encogiese de hombros al pasar junto a ella. De todos modos, le dirigía un mensaje. Sólo era una mirada. Peor para ella si no la entendía. Aquella mirada decía:

«Ya ve, lo sé todo, desde el principio mismo. Primero no lo he entendido y he sido estúpidamente mala, he escrito las dos notitas para asustarla e impedir que disfrutara de su crimen. No la conocía aún.

No sabía que no podía actuar de otro modo. Era la vida la que la empujaba, necesitaba vivir. Lo ha hecho todo por ello. Aún habría hecho más. Ha seguido a Trouville al dragón de la torre. Ha contemplado de lejos a los que se divertían, a los que daban la sensación de vivir. Y para vivir, usted también, ha tenido el valor de ir a comer arriba, de sonreír a la señora Rouet madre, de coser delante de ella, de escuchar sus interminables recuerdos sobre la larva de su hijo.

»Los minutos del pequeño bar, las horas del Hôtel de Montmorency bastaban para pagarlo todo. Los prolongaba. Prolongaba el contacto de una piel sobre su piel, y por la noche, sola en su cama, seguía buscando a través de su olor un poco del olor del hombre…

»No ha venido. No vendrá más». Lo sé. Lo entiendo.

»Durante semanas, sus ventanas han estado cerradas y el color pardo de los postigos prolongaba siniestramente el color pardo de la pared; no había ya nada vivo frente a mí, nada tampoco en el piso; estaba sola, me ponía el sombrero sin mirarme en el espejo, bajaba a la calle como los pobres que sólo poseen lo que el transeúnte deja de sí al alejarse.

»¡Yo sí estoy!

»Él no ha venido. Todo ha terminado. ¿Qué es lo que vamos a hacer?».

A ratos, a Dominique le parecía que Antoinette iba a acercarse a ella, a hablarle. Saldrían juntas del espacioso café abarrotado, se hundirían una al lado de otra en la paz mojada de la noche.

—Tantos esfuerzos, tanta energía, tanta voluntad feroz para ir a parar a…

¿Había que empezar de nuevo, buscar a otro, otros días seguramente que no fueran ni miércoles ni viernes, un pequeño bar distinto e igual, un hotel al que se precipitaran uno tras otro?

Lo que expresaban ahora los ojos de Dominique era una pregunta, porque Antoinette sabía más que ella.

—¿Es así?

¿Soñaba con esto cierta noche en que no podía dormir y en que, acodada en su ventana, en camisón de seda, blancos como la luna los hombros, contemplaba el cielo? ¿Pensaba en esto cuando, con una mano en el marco de la puerta, esperaba a que su marido estuviera muerto para entrar en la habitación y derramar la medicina en la tierra del Phoenix Robelini?

Antoinette sufría. Sufría tanto que hubiera sido capaz allí, delante de todo el mundo, de arrastrarse a los pies del hombre si hubiera entrado.

Y Dominique sin embargo la envidiaba. Tomaba para ella, robaba furtivamente, de paso, una parte de todo esto, lo bueno y lo malo; ver el pequeño bar le producía una sacudida en el corazón, se le humedecía la piel cuando pasaba ante la fachada cremosa del Hôtel de Montmorency. ¿Qué iban a hacer ahora? Pues Domini que no podía imaginar que no hubiese ya nada. La vida no podía detenerse.

Torcieron, una detrás de otra, por la primera calle a mano derecha, cruzaron como un foso el rectángulo luminoso de un cine; los escaparates estaban brillantemente iluminados; los autobuses, como la calle era estrecha, pasaban a ras de las aceras; se cruzaban, se rozaban siluetas. Antoinette se volvió, impaciente, pero detrás de ella, en medio de la lluvia, sólo había una persona pequeña, insignificante, bajo un paraguas, una figura trivial, una mujer ni joven ni vieja, ni fea ni guapa, de aspecto enfermizo, demasiado pálida, la nariz algo larga, severamente torcida, Dominique, que andaba con paso apresurado a lo largo de los escaparates, como una mujer cualquiera que camina sin rumbo fijo, moviendo los labios, en la soledad del gentío.