¿De qué le serviría pedir ayuda a sus fantasmas familiares, que no serían en torno a ella sino unos santos de quienes se duda, en quienes ya no se cree, a quienes, con todo, se pide furtivamente perdón?
El aire está limpio, los objetos están en su sitio, con su color, su densidad, sus reflejos, con su humildad tranquilizadora, todos están al alcance de la mano de Dominique, que ha querido reducir su universo a las cuatro paredes de una habitación, y, a estas horas, podría decirse que el mundo visible más allá del rectángulo azul pálido de la ventana, ese gran espacio de frescor matutino, en el que los menores ruidos forman eco, le pertenece asimismo, puesto que la vieja Augustine no se ha levantado aún.
Dominique está pálida. Tiene la cara cansada. Ni el agua fría ni el jabón han podido borrar las huellas de las malas horas pasadas en la cama húmeda, que un poco antes, a las cinco de la madrugada, cuando han sonado los primeros pasos por la calle, ya había recobrado, bajo la severa colcha, su aspecto inofensivo de objeto mortuorio.
Durante años, durante toda su vida, Dominique se ha hecho la cama tan pronto se despierta, apresurándose, sin saber exactamente el motivo, a borrar a su alrededor lo que podía recordar la vida de la noche. Sólo que esta mañana —se ha levantado con un dolor de cabeza sordo, una sensibilidad exagerada de las sienes—, ha sido cuando le ha llamado la atención esa manía: su mirada ha buscado otro objeto ritual, la canasta de mimbre pardo que contiene las medias para zurcir y el gran huevo de madera pulimentada.
Un aire más suave, casi dulzón, la ha envuelto fugitivamente, ha sentido la presencia de su madre; con un esfuerzo quizás hubiera podido ver su rostro alargado como el de las Vírgenes de las estampas religiosas, la sonrisa que emanaba de ella sin que la dibujara particularmente tal o cual rasgo de su fisonomía, su mano que en cuanto llamaban a la puerta se apoderaba de la canasta de las medias para esconderla en un armario.
«A la gente no se le enseñan las medias agujereadas».
Tampoco se le enseñan cosas informes, de una intimidad demasiado evocadora, como son las medias enrolladas; nunca, durante el día, una puerta entreabierta hubiera dejado vislumbrar la pata de una cama o el mármol de un lavabo pálido, como un cuerpo desnudo.
Por más que hurgaba en sus recuerdos, Dominique no hallaba en ellos el de su madre en bata o en combinación, o siquiera con el pelo despeinado.
Le venía a la memoria una frase y se daba cuenta ahora, a sus cuarenta años, de que aquella frase aparentemente tan simple había extendido su influencia a lo largo de toda su vida. ¿Dónde la habían pronunciado? A Dominique le costaba bastante orientarse respecto a las casas en que había morado antaño, pues por todas partes había vivido en el mismo ambiente; las casas de los Salès se parecían entre sí como se parecen los hoteles de cierta categoría: grandes casas claras —cosa curiosa, en todas partes, o en casi todas, había un balcón—, unos árboles cercanos, una plaza o un bulevar, barrios habitados por médicos, abogados, y el eco próximo de los toques de un cuartel.
Un tío, al que no veían con frecuencia, había ido a visitarles. Se habían juntado algunas personas en el salón. Dominique andaría tal vez por los catorce años. Todavía no la habían mandado a la cama.
Hablaban de los perros, de su instinto.
—Por el olor es por lo único que distinguen a la gente. Conozco a una señora anciana, ciega, que, tan pronto pasa alguien, empieza a husmear, y al momento dice un nombre sin equivocarse nunca…
A la señora Salès se le dibujó aquella sonrisa forzada, aquel imperceptible movimiento de cabeza que era maquinal en ella en cuanto algo la disgustaba. ¿Había adivinado ya que Dominique le preguntaría?:
—¿Es cierto que las personas huelen, mamá?
—No, cariño. Tío Charles no sabe lo que dice. Sólo huelen las personas que no se lavan.
¿De qué le serviría la sombra dulce y melancólica de aquella madre, cuando Dominique espía las ventanas cerradas, tras las que Antoinette Rouet se embriaga de sueño?
Todos los fantasmas de Dominique son de la misma raza, así como todas las palabras que ascienden del fondo de su memoria.
—Los Cottron han ido a tomar las aguas a La Bourboule.
No se cita el nombre de la enfermedad, no se evoca la carne enferma.
—La joven señora Ralet acaba de tener un niño.
No se dice «dar a luz» para precisar la imagen; todo acontece siempre en un universo de medias tintas, en el que los individuos sólo aparecen lavados, peinados, risueños o melancólicos.
Ni los nombres propios mismos dejan de ser como tótems; no se pronuncian como palabras ordinarias, como los nombres de la gente de la calle; tienen su nobleza propia, habrá unos diez, no más, que tengan acceso a este vocabulario, donde se juntan la familia de
Brest, la familia de Tolón, el teniente coronel y el ingeniero de la marina, los Barbarit, que se han emparentado con los Lepreau y que así han accedido al círculo sagrado por parentesco lejano con Le Bret.
Esta gente, piensa hoy Dominique, no era, sin embargo, rica. La mayor parte poseía un modesto patrimonio.
—Cuando Aurélie herede de su tía de Chaillou.
Los Rouet, por ejemplo, con sus millones aplastantes, no hubieran tenido entrada en el círculo mágico, nada brutal o vulgar cabía en él, nada crudo, nada que oliese a vida cotidiana.
Era tan cierto que, aun diez días atrás, Dominique veía vivir a la gente de enfrente con una curiosidad despectiva. Se fijaba en ellos, porque, de la mañana a la noche, se abrían sus ventanas ante sus ojos, igual que se fijaba en la vieja Augustine, en la señora del niño enfermo y hasta —sabe Dios muy bien qué abismo los separaba— en los infectos Aubedal.
Pero no eran nada suyo, carecían de misterio. Gente vulgar que había hecho fortuna en las trefilerías
—Rouet padre había fundado una de las trefilerías de cobre más importantes— y que vivía acorde con su estatus.
Que Antoinette hubiera entrado en la casa era cosa trivial: un soltero de cuarenta años, de constitución y carácter débiles, que se dejaba conquistar por una mecanógrafa porque era guapa y sabía lo que quería.
He aquí el prisma simple y duro bajo el que Dominique los había observado durante años.
«Ha vuelto a salir sola con el coche. Lleva un traje nuevo. Su último sombrero es extravagante».
O también:
«El mismo no se atreve a decirle nada. Su mujer lo impresiona. Se deja mandar como un tonto. No es feliz».
A veces, por la noche, los veía solos en el saloncito y se notaba que no sabían qué hacer ni qué decir.
Hubert Rouet cogía un libro, Antoinette se hacía con otro a su vez, no tardaba en dejarlo o en mirar las páginas por encima.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Qué te gustaría hacer?
¿No entendía que no quería, que no podía hacer nada precisamente con él?
Entonces, las más de las veces, ordenaba sus vestidos, sus chucherías, o se acodaba en la ventana y miraba afuera, como una reclusa, esperando la hora de ir a la cama.
Sí, hace diez días aún, Dominique habría concluido simplemente, como hubiera hecho su madre, con la ligera sonrisa de aquellos que están por encima de tales tentaciones:
—Una no puede ser feliz cuando se casa fuera de su mundo.
El mundo de los Rouet no tenía interés. Aquel de donde salía Antoinette era, por así decir, inexistente.
«No, cariño, no, sólo huelen los que no se lavan».
Y eso que, sobre las nueve, cuando Cécile fue a descorrer las cortinas y a abrir la ventana, cuando hubo puesto la bandeja del desayuno en la cama, en la que Antoinette se había recostado sobre la almohada, a Dominique le palpitaban las narices como si, a través de la calle, hubiera sido posible percibir el olor de la joven esposa, que se desperezaba al sol, repleta de vida, ojos y labios glotones, carne descansada, y embotada aún por la voluptuosidad del sueño.
Caille se había ido temprano a la estación, donde iba a esperar a sus suegros, y Lina daba el último repaso a la limpieza de su vivienda, se la oía ir y venir canturreando del cuarto al salón, donde persistía el perfume de los ramilletes.
El cartero había pasado a las ocho y cuarto. Antoinette iba a recibir la carta, aquella carta de la que Dominique no esperaba ya nada, de la que se avergonzaba, como quien, cegado por la ira, ha golpeado con un arma inofensiva sin rasguñar siquiera.
Por poco, tan asqueada estaba de sí misma, no habría asistido a la escena. Tuvo la tentación de aprovechar aquel momento para hacer la compra. Se sentía vacía. Se empantanaba, igual que en esos sueños imprecisos que se tienen al amanecer después de pasar una mala noche, y su habitación le parecía lamentablemente triste, su vida más pobretona que la llamita amarilla que siempre da la impresión de que va a apagarse delante del tabernáculo; el recuerdo de Jacques Améraud se hacía gris, y Dominique le guardaba rencor a la vieja y tierna señora Améraud como si esta lo hubiera animado en su renuncia.
Cuántas veces, desde la muerte de su madre, había oído a señoras del clan, las Angibaud, las Vaillé, las Chaillou, decirle con serena unción:
—¡Su madre, hija mía, era una santa!
No había intentado esclarecer estas palabras. Como tampoco, de pequeña, tenía derecho a indagar el sentido del sexto mandamiento, a pronunciar, más que como fórmula mágica, «No cometerás actos impuros de pensamiento, palabra, obra u omisión».
¿Qué había ocurrido, cuando tenía seis o siete años, que había transformado la atmósfera de la casa?
Sus recuerdos eran imprecisos pero vívidos. Anteriormente a aquella época, había risas, verdaderas risas en torno a ella; a menudo había oído silbar a su padre en el baño, salían juntos, los domingos.
Luego su madre había estado enferma, había pasado en cama interminables semanas; su padre, que se había vuelto grave y furtivo, se veía obligado a estar todo el tiempo fuera, debido a su servicio, o encerrado en su despacho.
Dominique no había oído nunca la menor alusión al hecho que se había producido.
«Su madre es una santa».
¡Y su padre era un hombre! Este rasgo se le ocurrió de pronto con una evidencia deslumbrante. Su padre tenía un olor. Su padre olía a tabaco, a alcohol, a soldado.
Su padre, en definitiva, desde que ella tenía siete años, había dejado de formar parte de la familia. Ya no era él, era sólo el teniente coronel Salas, más tarde el general, quien pertenecía al clan. No el hombre.
No el marido.
¿Qué falta tan terrible había cometido para ser excluido de este modo, para que su mujer no fuese ya más que una sombra de mujer, una sombra cada vez más borrosa, que había acabado por extinguirse del todo en plena juventud? ¿Qué había hecho para que ella, Dominique, no lo hubiese querido nunca, no hubiera sentido nunca la tentación de quererlo, no se hubiera preguntado nunca por qué no lo quería?
Al topar con su propia mirada en el espejo no intentó mitigar su dureza, tuvo consciencia de que estaba pidiendo cuentas a fantasmas, a todo cuanto la había acompañado en su soledad como una música callada: sombras tranquilizadoras, recuerdos luminosos, perfumes de antaño, objetos píos.
Frente a ella, Antoinette bostezaba, hundía los dedos en su cabellera densa, se acariciaba el pecho y, luego, vuelta hacia la puerta, decía seguramente:
—¿Qué pasa, Cécile?
El correo. Antes de leerlo se sentó al borde de la cama, buscó sus chinelas con la punta de sus pies des-calzos y su impudor tranquilo ya no ofendió a Dominique, que comprendía, que la hubiera querido aún más bella, más prestigiosa, entrando, seguida de sirvientas, en un baño de mármol.
La señora Rouet madre estaba en su torre; tampoco ella se mostraba nunca desarreglada, parecía surgir de la noche toda acorazada, duras ya las facciones, fría y lúcida la mirada.
Antoinette bostezaba aún y bebía un sorbo de café con leche, abría un sobre, dejaba una factura sobre la cama, junto a ella, luego otra carta de la que sólo leyó las primeras líneas.
Le llegó entonces el turno al mensaje de Dominique. Abrió el sobre sin mirarlo, leyó unas palabras, frunció el ceño como si no lo entendiera, luego, naturalmente, con ademán tranquilo, recogió el sobre que se había caído, hecho una bola, en la alfombrilla.
«Mató a su marido,
»Lo sabe muy bien».
¡Cómo hubiera querido quitársela Dominique! ¡Cuán ingenuas eran las palabras que pretendían ser vengativas, crueles: el arma estúpidamente inofensiva!
¿Había matado a su marido? Tal vez. Ni eso. No le había impedido morir.
«Lo sabe muy bien».
No. Antoinette no lo sabía, no lo sentía, prueba de ello es que leía de nuevo la nota tratando de entender, permaneció un momento pensativa, sin mirar una sola vez hacia la ventana de enfrente.
Recapacitaba.
¿Quién había podido hacerle aquella marranada?
Tampoco dirigió mirada alguna a la chimenea, allí donde la planta de interior —¡y eso que Dominique había buscado su nombre exacto en una obra de botánica!—, allí donde la planta de interior se hallaba aún la víspera.
En cambio levantó la cabeza. Y fue hacia el techo hacia donde se volvió, hacia la torre donde su carcelera estaba montando guardia.
¿La vieja?
¿Por qué lo habría escrito?
Antoinette se encogía de hombros. No era eso. ¿Iba a cansarse indagando más, hirbiéndole la sangre?
Tras dejar caer el papel cerca de los otros se fue a la ventana a respirar el aire de la calle, a llenarse los ojos con las manchas de sol y las siluetas en movimiento. Seguramente aún pensaba un poco en ello.
¡No! No era su suegra. Ciertamente estaba convencida de que había matado a su hijo, pero no así, era una sensación más que una certeza, que una sospecha, una sensación natural en una suegra que odiaba a la viuda de su hijo.
Cosa curiosa, Dominique temió que la mirada de Antoinette fuera a posarse en su ventana, en ella, en su flaca silueta moviéndose por una habitación que de pronto la avergonzaba: entonces fue a cerrar su ventana evitando que la vieran.
El rumor empezó en la escalera, un piso más abajo, acentos gozosos, una recia voz de hombre, una risa de mujer, luego Albert Caille, muy animado, que tanteaba antes de dar con el ojo de la cerradura, una admiración exagerada cuya vulgaridad evocó de pronto a Dominique los escandalosos invitados de una boda que pueden verse salir de los merenderos.
Lina se precipitaba, gritaba:
—¡Mamá!
Debió de pasar mucho rato abrazada a su madre, pues la recia voz del padre retumbaba divertida:
—¿Conque yo ya no pinto en absoluto?
Dominique no veía nada y, no obstante, se imaginaba una escena coloreada, unos colores brutales, unas cosas gruesas, sólidas, un señor bien afeitado, bien trajeado, oliendo a colonia, muy orgulloso de sí, un importante empresario de provincias encantado de venir a ver por vez primera a su hija casada en París.
Lina seguía el juego.
—¿Qué es?
—Adivina.
—No sé. Dame.
—Cuando lo hayas adivinado.
—¿Un vestido?
—A una señora joven que vive en París no se le trae de Fontenay-le-Comte un vestido.
—La caja es demasiado grande para una joya. Dámela, papá.
Se impacientaba, pataleaba riendo, gritaba a su madre:
—Te prohíbo registrar mis cajones… ¡Albert! Prohíbele a mamá que revuelva nuestras cosas. Vamos, papá, sé bueno. ¡Ah! Ya sabía yo que te dejarías convencer. ¿Dónde están las tijeras? Albert, dame las tijeras. Es… ¿Qué es? ¡Espera! ¡Un cubrecama! ¡Ven a verlo, Albert! Exactamente el rosa que me gusta.
Gracias, papá. Gracias, mamá.
¿Por qué a la madre le daba por hablar bajito? Porque hablaba de la dueña, seguro. ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Cómo es? ¿Se porta bien con vosotros?
La contestaban unos susurros. Dominique habría jurado que el padre se había quitado la chaqueta, que las mangas de su camisa inmaculada formaban dos manchas deslumbrantes en la estancia.
Aquella tampoco era gente del clan. Su exuberancia irritaba a Dominique en su fuero más interno, el más «Salès-Lebret», pero encontraba, no obstante, ciertos puntos de contacto, sobre todo en el susurrar de la mamá a la que imaginaba bajita, algo gruesa, vestida de seda negra, con tres alhajas que sólo llevaba en las grandes ocasiones.
Rápidamente se cambió de ropa, se puso su mejor vestido, se aseguró con un vistazo de que nada andaba tirado a su alrededor, y un movimiento reflejo le hizo mirar el retrato de su padre en uniforme de gala de general, con sus condecoraciones colgadas del marco.
Otra ojeada por encima de la calle, a través de los cristales y la muselina de los visillos, una mirada hacia Antoinette para pedirle perdón.
Los susurros ya no venían del cuarto sino del salón. Sonó una tos. Llamaron ligeramente a la puerta.
—Discúlpeme, señorita. Soy la mamá de Lina.
Era bajita, iba vestida de seda negra como Dominique había pensado, sólo que era más seca, más vivaracha, una de esas mujeres que se pasan la vida subiendo y bajando escaleras en una casa demasiado grande de provincias persiguiendo el desorden.
—¿La molesto, tal vez?
—En absoluto, se lo aseguro. Tenga la amabilidad de pasar.
Las palabras acudían por sí solas, de muy lejos, y la actitud algo reservada, la sonrisa exagerada, aunque con ese asomo de melancolía, de indulgencia, apropiado cuando se trata de un matrimonio joven.
—Quería agradecerle la bondad que ha demostrado con esos críos. Tengo que preguntarle si no la estorban demasiado. Los conozco, ¿comprende? A su edad no se piensa mucho en los demás.
—Le aseguro que no tengo queja.
La puerta se había quedado abierta. El salón estaba vacío, las flores clavadas en su sitio, y Dominique habría apostado a que Lina miraba a su marido aguantándose las ganas de reír.
—Mamá está con el dragón.
¿Habrían discutido en voz baja antes de dar aquel paso?
—Ve sola, mamá. Te juro que es preferible que vayas sola. Yo no podría conservar la seriedad. —Ven conmigo, Jules.
—Ni hablar. Eso es mejor que se haga entre mujeres.
La habían visto salir. Los tres estaban escuchando. Luego la madre les contaría que Dominique se había puesto su mejor vestido para recibirla.
—Siéntese, por favor.
—Sólo estaré un momento. No quisiera estorbarla. Hubiéramos preferido ver a nuestros hijos instalados ya ahora. Que habría sido lo más natural, puesto que mi marido es fabricante de muebles. No quisieron. Sostienen que primero prefieren conocer bien París, elegir su barrio. Mi yerno tiene que consolidar su situación. Está saliendo muy airoso, para su edad… ¿Ha leído sus artículos?
Dominique, que no se atreve a decir que sí, inclina la cabeza con gesto afirmativo.
—A mi marido y a mí nos alegra que estén en casa de una persona como usted. Por nada en el mundo hubiera querido que fueran a un hotel, o a una pensión cualquiera.
Una ojeada al retrato, a las condecoraciones.
—¿Es su señor padre?
El mismo movimiento afirmativo de la cabeza, con ese asomo de orgullosa humildad que conviene a la hija de un general.
—Espero que no le siente mal que nos hayamos tomado la libertad, mi marido y yo, de traerle un pequeño recuerdo, en prueba de gratitud; sí sí, de gratitud por lo que está haciendo por nuestros hijos.
No se ha atrevido a presentarse con el paquete en la mano, va a buscarlo a la mesa del salón: Dominique adivina que no lo han traído para ella. Lo han discutido en voz baja, en la habitación.
—Más vale dársela. Os mandaré otra.
Es una lamparita de alabastro para la mesilla de noche, que han cogido de su almacén, pues también se dedican a la decoración.
—Una cosa muy modesta…
Dominique no sabe qué decir. Le ha dado tiempo a echar dos o tres vistazos a su alrededor. Lo ha visto todo. Se sonríe de nuevo.
—Gracias una vez más. No la retendré más tiempo. Sólo vamos a estar en París hasta mañana por la noche y tenemos que visitarlo todo. Adiós, señorita. Si los chicos alborotan demasiado, si no se portan bien, no dude en reñirlos. ¡Son tan jóvenes!
Nada más. Está sola. Un silencio, al lado, donde la madre se ha reunido con la familia. Más alerta que su hija, ha advertido la puerta de comunicación; ha debido de llevarse un dedo a los labios. Lina se aguanta la risa que quisiera estallar; una pausa, durante la cual adoptan un tono normal de voz, luego la madre habla alto adrede.
—¿Y si aprovecháramos que aún no hace mucho calor para ir al Zoo de Vincennes?
Se ha roto la magia. Todos hablan a la vez, se preparan en pleno barullo, el ruido se desplaza al salón, se aleja hacia la puerta de dos hojas, se atenúa en la escalera.
Dominique está sola y maquinalmente se quita el vestido, enciende el gas, que hace puf; la ventana está cerrada, no pueden verla, se queda en combinación como por desafío.
¿Por desafío a quién?
¿A ellos —se llaman Plissonneau— que se han puesto los mejores arreos para venir a ver a su hija a París?
Otra boda que no habrá resultado fácil. Los Plissonneau viven más que holgadamente. Albert Caille es hijo de un agente de policía. De vez en cuando coloca un artículo o un cuento en los diarios, pero ¿se le puede considerar a eso un empleo? Sólo por cómo ha hablado de ello la señora Plissonneau…
¿Por qué permanece medio desnuda, a sabiendas, mirándose cada vez que pasa por delante del armario de luna? ¿Es a Antoinette, que no le hace ningún caso, que seguramente ignora su existencia, a quien quiere desafiar?
¿A sus fantasmas, a los que sólo evoca con amargura, como si la hubieran engañado indignamente?
¿No será más bien a sí misma a quien desafía, descubriendo a plena luz la pálida piel de sus piernas y sus muslos, sus hombros sin redondeces, su cuello, que enmarcan dos fosos huecos?
«¡Ya ves cómo eres, Nique! ¡Ya ves cómo te has vuelto!».
¡Nique! ¡La han llamado Nique! Sus primas, sus tías todavía la llaman así en sus cartas. Pues se escriben de vez en cuando, por año nuevo, con motivo de una boda, un nacimiento o una defunción. Se comunican noticias unos de otros; usan nombres que sólo evocan a niños, aunque ahora se aplican a personas mayores.
«Henri ha sido llamado a Casablanca y su mujer se queja del clima. Te acordarás de la pequeña Camille, que tenía el cabello tan bonito. Acaba de tener su tercer hijo. Pierre está preocupado, porque su mujer goza de poca salud y no quiere cuidarse. Cuenta con tía Clémentine para hacerle entender que en su estado…».
¡Nique! ¡Nique y su larga nariz torcida que tanto la hizo sufrir!
Hace mucho tiempo que ya no es Nique excepto en esas cartas que llenan un cajón con olor soso.
¡Anda! Nunca había advertido en sus muslos —ella no piensa en la palabra muslos, se dice piernas, desde los talones hasta la cintura—, nunca se había fijado en esas finas líneas azules parecidas a los ríos en los mapas de geografía. ¿No se quejaba tía Géraldine, la hermana de su madre —se casó con un ingeniero empleado en polvorines y tienen una villa en La Baule—, no se quejaba de sus varices?
Va a llorar. No, no lo hará. ¿Por qué iba a llorar? Así lo quiso ella. Ha permanecido fiel a su juramento, fiel a Jacques Améraud.
Ya no cree en ello. ¿Es verdad que ya no cree en ello? No se puede pelar patatas y raspar zanahorias en combinación. Tiene que vestirse.
No antes de apostarse tras los visillos de la ventana, no antes de hundir la mirada enfrente, donde, en la habitación desordenada, en la habitación que huele a mujer, que huele a todos los deseos de la mujer, Antoinette ha vuelto a acostarse, no entre las sábanas, sino encima de ellas.
Con la cabeza sobre las almohadas lee un libro de tapas amarillas, que mantiene a la altura de los ojos.
Una pierna cuelga de la cama hasta la alfombrilla, y una mano, maquinalmente, acaricia su costado a través de la seda del camisón.
—¿Qué pasa, Cécile?
Cécile quisiera empezar a hacer la habitación como en todas las casas donde se ventila la ropa de las camas apoyada en el borde de las ventanas.
¿Qué más da, Antoinette?
—Empieza.
Antoinette sigue leyendo. En torno a ella se sacuden las alfombras, se pone orden. Cécile corre a pasitos, rígida y despectiva: irá a contárselo al dragón de la torre. Eso no es vida.
Antoinette se limita a cambiarse de sitio, a instalarse en el butacón, cuando no hay más remedio que hacer la cama.
Dominique aún no ha bajado a la compra. Le sigue doliendo la cabeza. Se pone el vestido zurcido, el sombrero, que tiene cuatro años, que nunca ha ido a la moda, que muy pronto será un sombrero anónimo de solterona; busca la bolsa de la compra.
Hace bochorno. Quizás hoy estalle por fin la tormenta. El sol está cubierto, el cielo es de color plomizo. La portera lava el porche con cubos de agua. Al pasar ante una pequeña tasca, unas casas más abajo, a cuyos dueños, de Auvernia, Dominique compra la leña, le impacta en plena cara un fuerte olor a vino; oye al hombre de cara negra con su acento sonoro; distingue, en una zona oscura del sótano en la que no brilla más que el estaño de la barra, a unos albañiles en camisa que charlan, vaso en mano, como si el tiempo hubiese detenido su curso.
Nunca había hundido la mirada en ese lugar, ante el que ha pasado tan a menudo, y la imagen se le graba en la memoria, con su olor, lo espeso del aire, la sombra azulada de los rincones, la tela cruda de las camisas de los albañiles, el color morado al fondo de los gruesos vasos. Los bigotes del de Auvernia se confunden con el carbón de su cara, en la que los ojos se dibujan en blanco, y su voz sonora persigue a Dominique en el calor como de horno de la calle de grandes lienzos de paredes grises, ventanas abiertas, de alquitrán que se derrite bajo los estrepitosos autobuses verdes y blancos cuyo cobrador tira del timbre.
Lee vagamente: PLACE D’IENA.
¿Place d’Iena? Frunce las cejas, se para un instante en medio de la acera. Un chiquillo que corre le da un empujón. ¿Place d’Iena? El autobús está lejos. Aprieta su portamonedas en la mano. Ha soñado en plena calle, despierta, cruza el umbral de la salchichería Sionneau, adonde va a comprar una chuleta.
—Más bien delgada. Del solomillo.
Evita los espejos que la asedian por todas las paredes de la tienda, y la visión de un montón de carne picada en una fuente lívida por la que ha manado sangre rosada le da náuseas.