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Andaba deprisa, como si la persiguieran, o, más bien, según se acercaba a su casa, sus pasos se hacían más precipitados, más irregulares; tenía la febrilidad de los nadadores que bruscamente son conscientes de su imprudencia y nadan alocadamente hacia la playa donde por fin tocarán fondo.

Era exactamente eso. Empezaba a tocar fondo ya en el portal, donde la acogía la sonoridad propia de aquella antigua mansión transformada en casa de vecindad; sus suelas reconocían la granulosa rugosidad de las losas amarillas, separadas; se veía minúscula, deformada, en la bola de cobre de la escalera, y su mano se deslizaba con satisfacción física por el pasamanos pulido; más arriba, invariablemente en el mismo peldaño, hacía una pausa para buscar la llave en el bolso, y, en ese momento, cada vez sentía una leve angustia, pues no encontraba enseguida la llave y, como si casi fuera verdad, se preguntaba si no la había perdido.

Por fin estaba en casa. No del todo en su casa, en el salón, sino tan sólo en su cuarto, la única estancia donde se había confinado y que a veces hubiera querido que fuese más pequeña todavía, como para impregnarla más de sí misma.

Cerró la puerta con llave y se detuvo cansada, sin aliento, donde se detenía siempre, delante del espejo, buscando en él, para recibirla, su propia imagen.

Sentía por sí misma, por Dominique, por ella, a quien antaño llamaban Nique —pero ahora, ¿quién la hubiera llamado así si no ella misma?—, sentía por Nique una compasión inmensa, y le causaba alivio mirarla en aquel espejo que había acompañado a los Salès por todas las ciudades de guarnición y que la había visto de niña.

No, todavía no era una vieja solterona. No tenía arrugas en la cara. Su piel seguía tersa por más que viviera recluida. Nunca había tenido mucho color, pero aquella piel era de una finura infrecuente, y Dominique se acordaba de la voz de su madre que decía, con unas inflexiones tan delicadas:

—Nique tiene el cutis de los Le Bret. En cuanto a su testa, es la de su abuela de Chaillou.

Era un sosiego, saliendo del barullo de la calle donde la gente exponía sin pudor su vitalidad, encontrar, como dioses familiares, ciertos nombres que no eran tan sólo nombres, sino las referencias vivas de un mundo del que formaba parte y al que veneraba.

Las sílabas de aquellos nombres tenían un color, un perfume, una significación mística. Casi todos, en la estancia donde Dominique recobraba posesión de sí misma guardando aún en la boca el sabor a polvo anónimo de la calle, estaban representados por un objeto.

Así, no había despertador ni reloj de pared en la estancia, sino un diminuto reloj de bolsillo de oro, sobre la cabecera de la cama, con la caja adornada con una flor de perlas o polvo de rubíes, era el reloj de su abuela de Chaillou; evocaba una vasta casa campestre en las afueras de Rennes, que todo el mundo llamaba el palacio.

—El año en que hubo que vender el palacio…

Servía de estuche al reloj una zapatilla de seda roja bordada de verde, de azul, de amarillo, y era Nique la que la había bordado, cuando tenía siete u ocho años y estaba de pensionista en Nimes, en la escuela de las Hermanas de la Ascensión.

Encendía el gas, ponía una servilleta a un extremo de la mesa, a modo de mantel. En la mayor parte de los pisos de la calle debían de estar cenando, por lo menos en aquellos cuyos inquilinos no estaban de veraneo, pero no se veía a nadie en las habitaciones de Antoinette Rouet.

Para librarse de esa obsesión por Antoinette, de quien no se apartaba un instante su pensamiento, Dominique tenía ganas de jugar al juego, de jugar a pensar, como decía antes y como decía aún,, mitad consciente, mitad inconscientemente.

Ello requería una disposición mental particular. Había que alcanzar el estado de gracia. Por la mañana, por ejemplo, haciendo la compra, era imposible. Imposible asimismo empezar en un momento determinado. Era algo parecido a soñar despierto, y no se sueña voluntariamente, a lo sumo se puede conseguir progresivamente un estado favorable.

La palabra Chaillou era una buena palabra para empezar, una palabra clave, pero había otras, por ejemplo tía Clémentine. Tía Clémentine, era por la mañana, sobre las once, cuando el frescor daba paso al sol más pesado del mediodía y cuando empezaba a notarse el olor de la propia piel.

Una villa en La Seyne, cerca de Tolón. El marido de tía Clémentine —era una Le Bret y se había casado con un Chabiron— era ingeniero en el arsenal de Tolón. Dominique estaba de vacaciones en su casa por un mes; leía en un jardín florido de mimosas; oía bajo el sol abrasador el jadeo de las máquinas de los astilleros; no tenía más que incorporarse para distinguir, a través de un entrecruzamiento de grúas y puentes giratorios, una franja de mar de un azul intenso; y todo eso se estancaba, formaba un conjunto tan compacto que era un alivio, a las doce, oír el grito desgarrador de las sirenas de las fábricas al que respondían las sirenas de los navíos en la ensenada y al que seguían las pisadas de obreros y obreras cruzando el paso a nivel.

Tía Clémentine no había muerto. Su marido había fallecido hacía ya mucho tiempo. Ella seguía viviendo sola en su villa, con una criada vieja. Y Dominique, mentalmente, ponía cada objeto en su sitio, hasta el gato rubio que ya no debía de existir, la cara velluda del antiguo general, su mirada que expresaba siempre un reproche helado.

—¡Bueno! Y mi pipa?

Fumaba en la cama, ya no se afeitaba, apenas se lavaba la cara. Diríase que iba sucio adrede, que se convertía a propósito en un objeto repugnante, y a veces decía con una satisfacción diabólica:

—¡Empiezo a apestar! ¡Confiesa que apesto! ¡Confiésalo puesto que es verdad! ¡Apesto, joder!

Ahora en la habitación de su padre entraban los Caille. Ya no le hacía falta jugar a pensar, buscar temas para soñar. Enfrente tenía a Antoinette y los Rouet padres; al lado, separados de ella por una simple puerta, a los jóvenes que regresaban con su maleta vacía.

¿Qué estaban haciendo? ¿Qué trajín era este al que no estaba acostumbrada? No era su hora. Apenas habían tenido tiempo de cenar. ¿Por qué no iban al cine, o al teatro, o a algún baile, cuyas musiquillas les oía canturrear por la mañana?

Llenaban un cubo. El grifo estaba abierto del todo. Eran capaces de olvidarlo y dejar que el agua se derramara por el suelo. Con ellos siempre temía una catástrofe de este tipo, pues no tenían el menor respeto a los objetos. Para ellos un objeto, sea el que sea, se sustituye por otro. Cuesta tanto y sanseacabó.

¡Con lo que se disgustaba ella por una mancha en una alfombrilla o en una cortina! Hablaban pero armaban demasiado ruido desplazando objetos para que pudiera distinguir las palabras. Augustine estaba en su ventana. Había tomado su turno de guardia; para ella era una verdadera guardia: no bien había cenado cuando se acodaba con todo su peso en la ventana abuhardillada; llevaba un corpiño negro con pequeños dibujos blancos; la sombra violeta de la noche resaltaba la blancura de su cabello; allí estaba, plácida, dominando la calle y los tejados. Pasaba mucho rato antes de que una u otra ventana se poblara de gente que, concluida la jornada, se asomaba a tomar el fresco.

Dominique había jugado al juego con la vieja Augustine también, los días de melancolía, cuando el espejo le había devuelto una imagen cansada, unos ojos con ojeras, unos labios sin color, cuando se sentía vieja.

¿Cómo había empezado la vieja Augustine? ¿Cómo era a los cuarenta años? ¿Qué hacía entonces?

La historia de Augustine acababa invariablemente con su entierro, que Dominique imaginaba en todos sus pormenores.

—¿Qué pasa?

No. Ella no había pronunciado estas palabras. La pregunta se había formulado en su interior. Habían llamado a la puerta. Y miraba en torno suyo con angustia, se preguntaba quién podía haber llamado a su puerta; su sorpresa era tan grande que no había pensado en los Caille. No le dio tiempo ni a dar unos pasos, cuando llamaron de nuevo; hacía girar la llave sin hacer ruido para no dar la impresión de que se encerraba; había echado un vistazo al espejo para asegurarse de que no había ningún descuido en su atuendo.

Sonreía con una sonrisa crispada, pues es preciso sonreír cuando se recibe a alguien.

Un recuerdo más de su madre, que tenía una sonrisa de una melancolía infinita.

«¡Cuesta tan poco y hace la vida tanto más agradable! ¡Si todo el mundo hiciera un pequeño esfuerzo!».

Era Albert Caille. Parecía confuso, se esforzaba por sonreír, también él.

—Disculpe que la moleste.

Dominique pensó: «Viene a decirme que dejan la casa».

Y él, a pesar de su educación, hundía la mirada en los rincones de aquella estancia en la que vivía Dominique. ¿De qué se asombraba? ¿De que se confinase en un solo aposento teniendo otros a su disposición? ¿De que no hubiese allí sino muebles y objetos discordantes y anticuados?

—Hemos recibido una carta de mis suegros. Llegan de Fontenay-le-Comte mañana a las once de la mañana.

A Dominique le deja pasmada que se sonroje, él siempre tan a gusto en la vida. Observa que sus rasgos adquieren una expresión infantil, la expresión de un niño que desea algo, que teme que se lo nieguen, que suplica con un mohín, una mirada.

¡Es tan joven! ¡Nunca lo ha visto tan joven! Hay aún candor en él, detrás de su pillería.

—No sé cómo explicárselo. Si aún no hemos tomado un piso, es porque mi posición puede cambiar de un día a otro. Comprende. Mis suegros están acostumbrados a la vida cómoda de provincias. Es la primera visita que nos hacen después de nuestra boda.

Dominique no ha pensado en pedirle que pase. Lo hace, pero él se queda cerca de la puerta.

Dominique adivina que Lina espera, escucha.

—Desearía tanto que no se llevaran muy mala impresión. Sólo estarán un día o dos, ya que mi suegro no puede dejar mucho tiempo sus negocios. Si, durante ese tiempo, nos permitiera disponer del salón como si fuera nuestro. Estoy dispuesto a abonarle un suplemento de alquiler.

Dominique le agradece su vacilación antes de pronunciar la brutal palabra «pagar» y haberla sustituido por «abonar».

—Por lo demás, estaremos fuera desde la mañana hasta la noche. Mis suegros irán al hotel.

El cree que Dominique duda, que piensa: «¿Me toma por una solterona? ¿Me ve vieja? ¿Soy para él una mujer, una mujer como… una mujer con quien…?».

Ve el espectáculo contemplado varias veces por el ojo de la cerradura y se turba; se avergüenza de sí misma, por nada en la vida permitiría que un hombre, fuera quien fuera… Pero saber que a un hombre, a Caille, por ejemplo, podría pasársele por las mientes…

—Mi mujer quisiera también…

Ha dicho «mi mujer», y se trata de esa cría incompleta aún, de formas indecisas, de esa especie de muñeca repleta de serrín, de labios infantiles, que se ríe de todo por nada, enseñando unos dientes iguales a los dientes de leche.

—Mi mujer quisiera también, para esos dos días, cambiar algunos pequeños detalles del cuarto. No tema. Volveremos a ponerlo todo en su sitio. Tendremos mucho cuidado.

A causa de sus pensamientos, Dominique no se atreve a mirarlo. Le parece que Caille lo adivinaría.

¿Se atrevería, por ejemplo, a acercársele, tender las manos como lo hacía a buen seguro con otras, pues siente curiosidad innata por todo lo que es carne de mujer?

Sonríe, su mirada suplica, desarmado. Y la voz de Dominique dice:

—¿Qué quieren cambiar en la habitación?

—Si… si no le molestara demasiado, desmontaría la armazón de la cama. ¡Oh! Estoy acostumbrado.

Poniendo el somier en el suelo obtendríamos un diván, y hemos traído una cretona para cubrirlo.

¿Entiende?

¡Como enfrente! ¿No es extraordinario? ¿No ha hecho esta mañana Antoinette Rouet exactamente lo mismo? Así, ella y la joven pareja comparten un gusto idéntico, y Dominique cree entenderlo: ya no conciben la cama como un instrumento de descanso, la convierten en algo distinto, más carnal, la armonizan con otros fines, con otros gestos.

—Diga, ¿nos lo permite?

Se da cuenta de que su blusa vuelve a estar mojada debajo de los brazos y esa sensación de humedad cálida le da picor en los ojos. Muy deprisa dice:

—Sí. Háganlo. —Luego se lo piensa mejor, no obstante, añade—: ¡Pero cuiden de no estropear nada!

Se van a reír de ella por esta recomendación. Dirán: «La vieja teme por sus cuatro muebles y sus cortinas de tiempos de Maricastaña».

—Se lo agradezco en el alma. A mi mujer le hará tanta ilusión.

Se marcha. En el salón Dominique descubre las flores, toda una brazada de flores olorosas que han dejado en el mármol de una consola antes de repartirlas en los floreros.

—Sobre todo no pongan flores en el jarrón azul, está rajado y se saldría el agua.

Se sonríe. Está contento. Tiene prisa por estar con Lina.

—No se preocupe.

Se pasarán la velada armando barullo: podrá oírseles llenar cubos de agua, fregar, frotar, dar cera a los muebles, y Dominique, entreabriendo la puerta del salón dos veces, verá a Albert Caille, con la camisa arremangada, enfrascado en la limpieza.

Tiene que cerrar herméticamente la puerta para sentirse un poco en su casa. Se acoda en la ventana, ligera, descuidadamente, como de pasada, y no con esa fuerza estática de la vieja Augustine, a la que se adivina decidida a permanecer horas en su sitio; la calle está tranquila, casi vacía; un anciano caballero muy flaco, vestido todo de negro, pasea un perrito y se para sin impaciencia siempre que se para el animal; los Aubedal se han sentado ante el umbral de su tienda; se nota que han bregado todo el día, que tienen calor, que sólo disponen de unos momentos de respiro, pues el marido deberá estar en Les Halles a las cuatro de la madrugada. Su criada, la que trae la leche y siempre lleva el pelo en la cara, está sentada a su lado, con los brazos caídos, la mirada vacía. Puede que no tenga más de quince años, y ya tiene unos pechos gruesos de mujer, como Lina, quizá más gruesos. Quién sabe si ya…

¡Seguro! ¡Con su amo! Aubedal es el hombre que le causa a Dominique la impresión más desagradable. Es tan sólido, está tan lleno de sangre cálida, que parece que se la siente latir violentamente en las arterias, y sus ojos miran con una arrogancia de animal sano.

A veces, desde el Boulevard Haussmann, se oyen voces: es un grupo que anda por la calle y habla alto, como para todo el universo, sin importarle la gente acodada en su ventana o que toma el fresco en silencio.

La luz es cobriza, las casas tienen reflejos de cobre, una chimenea de ladrillo parece sangrar, y los colores, por la parte de la sombra, tienen una profundidad tremenda; los objetos más inanimados parecen vivir por sí solos; diríase que, terminado el día, calmada la agitación, a la hora a la que los hombres ponen una sordina a su existencia, las cosas empiezan a respirar y a vivir su existencia misteriosa.

Acaban de cerrar las ventanas de la habitación de Antoinette. Dominique ha vislumbrado el vestido negro y el delantal blanco de Cécile. Por un segundo ha distinguido la intimidad de la cama que ya han cubierto; luego corren las cortinas, que dejan filtrar un vago resplandor rosa, el de la lámpara de pantalla rosa, que han colocado antes en un velador.

¿Acaso Antoinette, como una prisionera, va a acostarse ya? Justo por encima de su cabeza la señora Rouet madre está instalada en su puesto, junto a ella, su marido. Dominique sólo ve de él una zapatilla de charol, unos calcetines de chinés y el borde del pantalón, pues tiene un pie apoyado en la barandilla de la ventana.

Charlan sin ardor, sin prisa. Tan pronto habla la anciana señora, y Dominique ve agitarse sus labios, como calla, vuela hacia el interior de la estancia, escucha lo que le dice su marido.

Dominique tiene ganas de que acabe todo, de que los vecinos desaparezcan unos tras otros, los Aubedal, que arrastran las patas de sus sillas por la acera y desencadenan un estrépito metálico al fijar las barras de hierro en sus postigos, primero; después aquella mujer pálida de quien no sabe nada, a la izquierda, en el tercer piso del establecimiento de los Sutton, los de la tienda de marroquinería. Tiene un hijo. Dominique se la ha encontrado a menudo con un niño de cinco o seis años, muy bien arreglado, sobre el que su mamá experimenta de continuo la necesidad de inclinarse, pero actualmente debe de estar enfermo, pues hace por lo menos dos semanas que no se le ve fuera, y el médico va todas las mañanas.

¡Sí, que desaparezca todo esto! Hasta preferiría ver los postigos herméticamente cerrados como en invierno, pues hay quien, en esta estación del año, duerme con las ventanas abiertas, de modo que parece notarse el vaho de su respiración salir de las casas; la ilusión es tan intensa, a ratos, que a Dominique le parece que alguien, dormido, acaba de volverse en su cama sudada.

Los pájaros del árbol, de la parte de árbol que puede distinguir al extremo de la calle, en el cruce donde pasea aburrido un guardia urbano sin saber qué hacer con su bastón blanco, se han puesto a vivir con la misma exaltación que por la mañana, una exaltación que cesará de súbito cuando se apaguen las últimas luces rojizas y el cielo, vuelto de un color verde glaseado por la parte opuesta a poniente, cobre poco a poco la blandura de la noche.

No tiene sueño. Casi nunca tiene sueño. La gran limpieza de los Caille la irrita, trastorna su universo; se sobresalta con cada ruido nuevo, se inquieta, se pregunta asimismo por qué se ha acostado Antoinette tan temprano, cómo puede acostarse, dormir en paz tras la jornada que acaba de vivir, en la habitación en que pocos días atrás su marido, cubierto por un sudor mortal, pedía desesperadamente auxilio, con todo su ser, sin más voz que un pez arrojado a la hierba y que aspira vorazmente el aire mortal.

El reloj de Saint-Philippe-du-Roule da las horas, las medias. Se ha disuelto toda la luz del día y aparecen reflejos en los ángulos de los tejados de enfrente, los rayos de una luna que no se ve aún, que va a emerger de detrás de aquellos tejados, y eso le recuerda a Dominique la plaza mayor de Nancy, cuando era niña y las primeras lámparas de arco voltaico emitían los mismos rayos lustrosos, tan agudos que atravesaban las pupilas.

Sólo le queda por recogerse a la gorda Augustine. Lo hace, cierra su ventana. Va a desplomarse en su cama con todo su peso. ¿Qué indumentaria nocturna lleva, santo Dios? Se la ve envuelta en prendas informes, chambras, pantalones, enaguas de felpa, de algodón impregnadas de su olor.

Dominique no ha encendido la lámpara. Por debajo de la puerta le llega una raya de luz del cuarto de los Caille, que han dejado la ventana abierta, pues se distingue el rectángulo más claro de la calle proyectado en la oscuridad.

Es la una cuando apagan la luz. La ventana rosa se ha apagado también enfrente, en la habitación de Antoinette. Los Rouet, en el piso de arriba, están acostados.

Dominique se ha quedado sola, mira la luna, completamente redonda, de una plenitud inhumana, que acaba, por fin, de ascender unos centímetros sobre una chimenea. A causa del cielo excesivamente claro, liso y luminoso como un cristal esmerilado, apenas si se distinguen las estrellas, y acuden unas palabras a la memoria de Dominique: «Muerto de un balazo al corazón, de noche, en pleno desierto…».

Sólo un cielo como este puede dar idea del desierto. Una inmutable soledad bajo los pies, sobre la cabeza, y esa luna nadando en un universo sin límite.

«… al frente de una columna de veinte tiradores».

Se vuelve. Sobre la tapa de la máquina de coser puede adivinar, a pesar de la oscuridad, la forma de devocionario, cuya encuadernación está protegida por un forro de paño negro. Es el misal que le dieron para su primera comunión. Una de las estampas, de fino pergamino iluminado, lleva su nombre con sus iniciales en letras doradas.

Otra estampa, en este misal, es una esquela mortuoria.

«Geneviève Améraud, Auger de soltera,

cristianamente fallecida en su…».

Angulema. Su padre no era entonces más que coronel. Vivían en una gran casa cuadrada, de un amarillo muy suave, con un balcón de hierro forjado, cortinas de color verde almendra en las ventanas que daban a un bulevar donde había una calle para los jinetes, y a partir de las cinco de la mañana se oían las cornetas del cuartel.

La señora Améraud era una viuda que vivía en la casa contigua. Era menuda, andaba con pasos diminutos, y la gente decía: «Suave como la señora Améraud».

Sonreía a todo el mundo, pero, con mayor facilidad, le sonreía a los quince, a los dieciséis años de Nique; la hacía entrar en el salón donde pasaba horas monótonas, sin que al parecer adivinara que, si la chica se arrellanaba gustosa en su casa, se debía a su hijo Jacques.

Y eso que sólo lo veía durante las vacaciones, ya que estaba en Saint-Cyr. Llevaba el cabello cortado al cepillo. Tenía el semblante grave. La voz también. Causaba extrañeza aquella voz de bajo en un chico tan joven que sólo tenía un leve bozo en los labios. Pero era una gravedad suave.

—Nique.

Durante tres años, exactamente, lo había amado, sola, sin decirle nada a nadie, lo había amado con toda su alma, sólo había vivido pensando en él.

¿Lo sabía él? ¿Conocía la señora Améraud la razón de aquella presencia cotidiana de la niña en su casa?

Una noche había sido invitado el general. Habían servido coñac añejo, licor, pastas a la canela. Jacques llevaba el uniforme de alférez y debía marchar a África al día siguiente.

La pantalla de la lámpara era de color de rosa, como en la habitación de Antoinette, por la ventana abierta al bulevar se veía el reflejo de la luna en los troncos claros de los plátanos, que se volvían luminosos; desde el cuartel se había oído el toque de queda.

Dominique se había ido la última. La señora Améraud se había retirado discretamente; el coronel Salas esperaba, encendiendo un puro, en medio de la acera, y entonces, como en un acceso de vértigo, en el momento en que Jacques retenía un instante su mano en la suya, Dominique había balbucido:

—Lo esperaré siempre… siempre.

Notó que le subía un sollozo, Dominique retiró su mano, tomó, para alejarse, el brazo de su padre.

Eso era todo. Excepto una postal, la única que recibiera de él. Una vista de un pequeño puesto en tierras resecas, en la linde del desierto, un centinela en sombras chinescas, la luna, y en tinta, cerca de aquella luna pálida, dos palabras flanqueadas por signos de admiración: «¡La nuestra!».

La misma luna que los había alumbrado la noche de Angulema y bajo la que Jacques Améraud iba a morir de un balazo al corazón en el desierto.

Dominique asomaba un poco la cabeza por la ventana para sacar la frente a la brisa fresca que rozaba las casas, pero retrocedió sonrojándose. De la ventana próxima llegaban hasta ella sonidos, un murmullo que conocía muy bien. ¡Así que no dormían! Arreglada la habitación, puestos los ramos en los floreros, apagada la luz, era esto, siempre esto lo que los arrastraba, y lo más ofensivo quizás era aquella risa nerviosa de hembra feliz, sofocada pero tanto más violenta.

Dominique quiso acostarse. Se retiró al fondo de la habitación para desnudarse y, sin que hubiera luz en la estancia, su cuerpo blanco se dibujó en la sombra; se dio prisa en cubrirse, se aseguró de que la puerta estaba cerrada, luego, en el momento de meterse en la cama, echó una última mirada a la ventana de enfrente y vio a Antoinette que se había acodado en ella.

Sin duda no había podido dormirse. Había vuelto a encender la lámpara rosa. Esta alumbraba el desorden del diván transformado en cama para la noche, la almohada, donde se dibujaba en su hueco la forma de la cabeza, las sábanas bordadas, un libro abierto, una colilla humeante en una copa.

Reinaba en la habitación como una voluptuosa atmósfera de apatía, y Dominique se escondía tras una hoja de la ventana para contemplar a Antoinette tal como se perfilaba en la claridad lunar. Sus morenos cabellos sueltos se extendían por los hombros de una blancura lechosa. Su cuerpo, en un camisón sedoso y muy calado, tenía una plenitud cuya revelación no se le había ofrecido hasta entonces a Dominique.

Acudió a sus labios una palabra, una palabra muy simple, la palabra «mujer», que creía entender por vez primera. Apoyada de brazos en la barandilla de hierro forjado, Antoinette se inclinaba hacia adelante, de modo que su pecho se aplastaba un poco en la blancura de los brazos; los senos se alzaban ligeramente; se veía un hueco de sombra en el escote del camisón; la barbilla era redonda, como apoyada, también ella, en un círculo de carne suave.

Poco antes, cuando ambas hermanas estaban frente a frente, Dominique había pensado que la pequeña era la más guapa. Ahora comprendía su error: la que tenía ante sí era una mujer en todo su esplendor, asomada al frescor de la noche, en la frontera entre el infinito y una habitación alumbrada de color de rosa. Una criatura con cosas pendientes, que estaba hecha para algo, algo a lo que aspiraba con todas las fibras de su ser. Dominique estaba segura de ello; la trastornaba la mirada patética de los ojos oscuros fijos en el cielo, sentía un suspiro que le hinchaba el pecho y la garganta para exhalarse por fin a través de los labios carnosos antes de que, en una especie de espasmo impaciente, se incrustasen en ellos los dientes.

Tuvo la certeza de que se había equivocado, de que se había comportado como una burra, ni siquiera como una cría, sino como una burra, como la burra solterona que era, y sintió vergüenza.

Vergüenza de aquella carta cuyo inocente misterio se parecía a los misterios que distraen a los colegiales.

«El Phoenix Robelini de la derecha».

Y ante la tranquilidad de Antoinette, durante los días siguientes al envío de la carta, se había sumido en un mar de conjeturas; había pensado que tal vez no la había recibido, que quizá no conocía el nombre de la planta de interior.

¡Qué más le daba a Antoinette!

Dominique, poco antes, había creído asestar un golpe decisivo. Sí, había maldad en su gesto, o más bien no, un sordo instinto de justicia, ¿acaso envidia? ¡Qué importa! Poco antes, como una solterona en efervescencia, había garrapateado otra nota; había pensado ser cruel, lacerar la carne con la punta de su pluma.

«¡Sabe muy bien que lo mató!».

¿Era eso lo que había escrito? ¡No!

«Mató a su marido. Lo sabe muy bien».

¿Lo sabía? ¡Era tan poco importante! Lo único importante era aquella carne viva que huía del diván alumbrado de rosa y que, en su inmovilidad, bajo la tranquila apariencia de una mujer asomada a su ventana, no era más que un irresistible impulso hacia la vida que creía necesaria.

Dominique, de pie, descalza, escondida como una culpable tras una hoja de la ventana, se avergüenza de sí misma, que no había entendido, que no había visto de lo que ocurría enfrente sino los detalles más aparentes y los más sórdidos, que había gozado con ellos, incluso hoy mismo, espiando las apariciones de una suegra amenazadora, las actitudes diplomáticas de un suegro aburrido, el abandono vulgar de Antoinette en presencia de seres de su raza, los billetes de banco que sacaba furtivamente de un cajón para entregárselos a su madre, y hasta aquella luz tierna, aquel camisón de una seda demasiado rica, el cigarrillo que se consumía en la larga boquilla de marfil.

Atenta a la vida de otra, Dominique olvidaba respirar por su propia cuenta, su ardiente mirada fija en aquella mujer asomada a la ventana, en aquellos ojos perdidos en el cielo; hallaba en ella una vida más vibrante, una vida prohibida; sentía latir la sangre en sus venas, adueñarse de ella un vértigo, y bruscamente se echaba en la cama, hundía la cara en la blandura de la almohada para ahogar un grito de impotencia que le desgarraba el pecho.

Así permaneció mucho rato, rígida, los dientes apretados en la tela que humedecía su saliva, dominada por la sensación de que allí había alguien.

«Ahí está».

Dominique no se atrevía a aventurar un movimiento, no se atrevía a volverse. Acechaba el ruido más leve que daría fin a su suplicio, le advertiría que estaba libre. Y fue mucho más tarde, mucho después de que los Caille se durmieran, carne con carne, el chirrido prosaico de una falleba.

Por fin pudo alzar la cabeza, medio volverse. Ya no había más que una ventana cerrada, el forro mate de las cortinas, un taxi que pasaba, y sólo entonces se dejó llevar en el sueño.