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Allí donde Dominique, impaciente, y luego exasperada, esperaba ver el miedo o tal vez un remordimiento fue donde brotó la violencia. Y aquella violencia estallaba tan libremente, semejante a una fuerza natural, que Dominique durante un largo rato dejó de comprender.

Era el quinto día después del entierro y aún no había pasado nada. El tiempo era el mismo, el sol igual de ardiente, con la diferencia de que, desde entonces, todas las tardes, sobre las tres, el cielo cobraba un matiz plomizo, el aire se hacía más bochornoso aún, unos efluvios malsanos oprimían hasta al perro de los Aubedal tumbado en mitad de la acera; mecánicamente se miraba al aire con esperanza, la esperanza de ver estallar por fin aquel cielo agobiante, pero, si a veces parecía que se oían a lo lejos fragores indistintos, la tormenta no reventaba, o iba a reventar lejos de París.

Con los nervios tensos, Dominique, durante esos cinco días, no hacía más que esperar, y a la postre ya no sabía qué la aliviaría más, el desencadenamiento de los elementos o el suceso que espiaba durante horas, que era incapaz de prever, que no podía no producirse.

Era impensable que, enfrente, Antoinette viviera algo así como en suspenso, como en un hotel de paso, como en una estación. Para convencerse Dominique se repetía: «No ha leído la carta. O no la ha entendido. Quizá no conoce el nombre de la planta…».

Volvía a dormir en la gran cama de matrimonio, la que había sido el lecho de enfermo de su marido, donde lo había visto morir. Salía poco. Cuando salía, llevaba su ropa de luto, pero en casa no había renunciado a las prendas de interior suntuosas, que tanto le gustaban, a las recias sedas recamadas.

Se levantaba tarde, desayunaba en la cama, perezosamente. Hablaba un momento con Cécile, y se advertía que las cosas no iban bien entre las dos mujeres. Cécile se mostraba rígida, reservada. Antoinette la soportaba con visible impaciencia.

Pasaba horas en el piso, ordenaba cajones, apilaba ropas del difunto, llamaba a la criada para mandarle que las llevara a algún armario lejano.

Leía. Leía mucho, cosa que antes no había hecho nunca, y no era frecuente verla sin un cigarrillo al extremo de una larga boquilla de marfil. ¡Cuánto tiempo podía pasar, al borde de un diván, puliéndose las uñas, o también, delante de un espejito, depilándose seriamente las cejas!

Ni una mirada a las ventanas de enfrente. Ignoraba a Dominique, ignoraba la calle, iba y venía, como sin darle importancia, por aquel universo provisional.

No fue hasta el quinto día, hacia las nueve de la mañana, cuando ocurrió la historia de las maletas, mejor dicho, cuando ocurrieron las dos historias de la maleta, pues, por una curiosa coincidencia, una maleta tuvo también su papel en el piso de Dominique.

Esta, un poco más temprano, había bajado a la compra. Sucedió un pequeño incidente. En la lechería de Aubedal tres o cuatro mujeres formaban un corro junto al mostrador de mármol blanco. La lechera la había servido primero, no para hacerle un favor, sino porque algunas clientas tenían la costumbre de quedarse un rato charlando, mientras que se despachaba enseguida a las parroquianas sin importancia.

—¿Qué desea, señorita?

—Ciento veinticinco gramos de roquefort.

La voz de Dominique era sorda, tajante. No quería manifestar vergüenza por confesar su pobreza, y miraba adrede a los ojos a las comadres.

La señora Aubedal pesaba. Las mujeres callaban.

—Pasa un poco. Un franco cincuenta.

Era demasiado. No podía comprarse más que un franco de queso. Sus gastos estaban minuciosamente calculados y tuvo valor para decir:

—Tenga la bondad de pesar un franco justo.

Nadie dijo nada. Nadie rio. Hubo, no obstante, en la tienda tan clara, una agitación jocosa y feroz en torno a aquel diminuto pedazo de roquefort al que la lechera se aplicaba a amputar una parcela.

Al pasar por el portal de su casa, Dominique se sorprendió al ver a Albert Caille que había bajado en pijama para asegurarse de que no había una carta para él. Parecía asombrado, confuso, insistía, fisgoneaba en las casillas de todos los inquilinos.

Dominique subió, preparó algunas verduras, y al poco rato oyó un prolongado cuchicheo en la habitación de los Caille. Lina se levantó, se lavó más rápidamente que de costumbre. Los dos estuvieron listos en menos de diez minutos, y fue entonces cuando intervino una primera maleta. Dominique reconoció dos ruidos metálicos: los de los cierres de una maletita de viaje.

Se asustó al pensar que sus inquilinos iban a dejarla y se acercó a la puerta del salón, la entreabrió, no tardó en verlos salir. Alberto Caille llevaba la maleta en la mano.

No se atrevió a detenerlos, a preguntarles. Se limitó a echar el cerrojo una vez que estuvieron fuera, entró en su habitación desordenada y luego en el lavabo, vio los cepillos de dientes, la maquinilla de afeitar sucia, ropa tendida, el esmoquin en el ropero, luego, como la vieja Augustine, allá arriba, estaba en la ventana, se sintió incómoda y volvió a su cuarto.

¿Por qué habían cogido la maleta? La noche anterior no habían ido a cenar como de costumbre y, sin embargo, no los había visto volver cargados de paquetitos como cuando se quiere comer una tontería en casa.

La señora Rouet madre estaba en su sitio, en su torre, como decía Dominique, o sea, sentada junto a la ventana situada exactamente encima de la habitación en que había muerto su hijo. Era una ventana alta que arrancaba del suelo, como todas las ventanas de la casa, de modo que se la veía de cuerpo entero, de abajo arriba, siempre en el mismo sillón, con el bastón al alcance de la mano; de vez en cuando tocaba el timbre, llamaba a una de las criadas, daba órdenes a una persona invisible, o bien, de cara hacia el interior oscuro de la estancia, vigilaba algún trabajo que acababa de encargar.

Pasaron varios minutos sin que Dominique viera a Antoinette, que estaría en el cuarto de baño, luego, bruscamente, la vio, con una bata de un verde pálido, los cabellos algo despeinados, ayudando a Cécile a empujar hasta el centro de la estancia un baúl bastante pesado.

Entonces le latió el corazón.

«Se va a marchar».

¡Por eso estaba tan tranquila! Esperaba a que concluyeran las formalidades. La víspera había ido un hombre de oscuro, que debía de ser el notario de la familia. El señor Rouet no había salido como de costumbre. Antoinette había subido al piso de sus suegros, sin duda para una especie de consejo de familia, para un arreglo de la situación.

Ahora se iba, y la impaciencia de Dominique se convertía en exasperación, se transformaba en rabia.

La asaltaban mil ideas, y, sin embargo, hubiera sido incapaz de decir por qué se negaba a admitir la marcha de Antoinette Rouet, por qué estaba decidida a oponerse a ella por todos los medios.

¡Hasta pensó en ir a verla! Pero no hacía falta. No tenía más que escribirle.

«Le prohíbo que se vaya de casa. Si lo hace, lo cuento todo».

En el baúl apilaban ropa interior, trajes, y aún iban a buscar a otro cuarto maletas y sombrereras.

Antoinette estaba serena, Cécile, más rígida, más reprobadora que nunca, y en cierto momento, cuando su señora colocaba alhajas en un joyero, la criada se esfumó.

Dominique lo adivinó, se alegró de haberlo adivinado. Sólo tuvo que alzar la cabeza. El tiempo de subir un piso, de llamar. La señora Rouet madre volvía la cabeza, decía: «¡Pase!».

Escuchaba, fruncía el entrecejo, se levantaba de un sillón apoyándose en el bastón.

Dominique triunfaba. ¡Ahora lo sabía! Miraba a Antoinette con una sonrisa parecida a una risa sardónica.

¡No creas que te irás así como así!

Lo esperaba, y, no obstante, la aparición la impresionó tanto que fue como un golpe. Vio a Antoinette volviendo bruscamente la cara. Vio al mismo tiempo, en el hueco de la puerta, a la señora Rouet madre, que había bajado y que permanecía inmóvil, maciza, apoyada en el bastón. La anciana señora no decía nada. Miraba. Su mirada iba de un baúl a una maleta, a la cama deshecha, a la bata verde de su nuera, al joyero.

Fue Antoinette la que se turbó y quien, levantándose como una colegiala culpable, rompió a hablar con locuacidad. Pero, desde las primeras frases, una palabra tajante la hizo callar.

¿Qué había querido explicar? ¿Que no tenía motivo alguno para quedarse en París en pleno agosto con aquellos calores? ¿Que desde siempre su familia había pasado el verano en el campo o en la costa? ¿Que su luto sería el mismo en otra parte que en un piso triste y asfixiante?

Pero lo que tenía ante sí, aquello con lo que tropezaba su sed de espacio y movimiento, era una fuerza fría, inmutable, siglos de tradición, una verdad con la que no podían nada las verdades de la vida.

Hubo un momento en que la contera del bastón se levantó. Tocó el faldón de la bata de seda verde, y este ademán bastaba, era más que una condena, era la expresión total del desprecio, un desprecio que no se dignaba a expresar el semblante de la anciana señora, su bastón se encargaba de este cometido.

La señora Rouet madre desapareció. Al quedarse sola, Antoinette se miró largo rato en el espejo, con los puños en las sienes, luego se dirigió bruscamente hacia la puerta, llamó:

—¡Cécile! ¡Cécile!

La criada emergió del fondo invisible del piso. Las palabras fluyeron, fluyeron, mientras la criada, impasible como su principal señora, la de arriba, permanecía rígida y evitaba bajar los ojos.

Era una muchacha flaca, muy morena, sin coquetería, que llevaba los cabellos peinados hacia atrás, donde formaban un moño compacto. Tenía el cutis amarillo, sobre todo en el cuello, el pecho liso, y mientras escuchaba sin impaciencia apoyaba ambas manos en el vientre; aquellas dos manos cruzadas proclamaban su confianza en sí misma así como su desprecio por aquella cólera que estallaba en torno a ella sin alcanzarla.

Dominique no oía las palabras. Sin darse cuenta se acercó tanto a la ventana que si Antoinette se hubiera vuelto hacia ella, hubiera comprendido que la observaban desde hacía tiempo y, quizás, a la vez, hubiera adivinado más cosas.

Su cabellera morena, flexible, espesa, se agitaba en torno a su cabeza y su masa sedosa pasaba de un hombro al otro, su bata se entreabría, sus brazos medio desnudos gesticulaban; volvía constantemente la mirada hacia aquellas dos manos cruzadas con descaro sobre el vientre.

Por último Antoinette no pudo más. Fue un verdadero arrebato_ Se lanzó sobre Cécile, sobre aquellas manos que separó de forma brusca y, como la criada seguía sin moverse, la agarró de los hombros, la zarandeó, la golpeó varias veces contra el marco de la puerta.

En aquel momento, por espacio de un segundo, la sirvienta miró por la ventana, sin duda, inconscientemente, quizá porque un soplo de aire levantaba un ala de las cortinas; su mirada se cruzó con la de Dominique y esta tuvo la certeza de haber sorprendido como la sombra de una sonrisa.

¡De una sonrisa tan satisfecha!

«¡Ya lo ve! Eso es lo que vale esa mujer que se ha introducido en nuestra casa, que ha pretendido vivir con el señorito Hubert y que ahora…».

¿No iba dirigida más bien a Antoinette aquella sonrisa contenida?

«Siga pegando. ¡Excítese! ¡Despechúguese! Parézcase cada vez más a lo que es en el fondo, una pescadera mal hablada, como su madre, que ha vendido marisco en el mercado. ¡La están mirando! Usted no lo sabe, pero la miran y la juzgan».

Antoinette la soltó. No dio más que tres o cuatro pasos por la habitación, hablando con el mismo apasionamiento. Al volverse se quedó estupefacta cuando vio a la criada en el mismo sitio, y se arrojó otra vez sobre ella, con más fuerza que antes, la empujó al saloncito contiguo, la sacudió, casi la tiró al suelo, hasta que llegó por fin a la puerta del rellano.

La echaba fuera. Puede que corriese el cerrojo. Y cuando volvió a aparecer, estaba casi tranquila, aquel arrebato la había aliviado; seguía hablando sola, iba y venía por todo el piso en busca de una idea, pues conservaba una imperiosa necesidad de actuar.

¿Fue la visión de la cama aún deshecha, con la bandeja del desayuno sobre la colcha?

Se dirigió hacia el teléfono, marcó un número.

En la torre, la señora Rouet madre se había vuelto hacia el interior. Cécile estaba allí, sin duda alguna.

La anciana señora no se levantaba ya. Escuchaba. Hablaba serenamente.

Por teléfono Antoinette insistía. Sí, tenía que ser enseguida. Dominique no sabía qué había decidido, pero entendía que aquello debía realizarse inmediatamente.

Había momentos en que Dominique se olvidaba de respirar, hasta tal punto la trastornaba aquella vitalidad. El crimen la había impresionado menos, pues, sin duda alguna, lo que se había cometido bajo sus ojos era un crimen. Al menos había acontecido en silencio, sin ademanes. No había sido más que como la conclusión de una vida secreta ahogada, mientras que ahora aquella vida rebosaba, borboteante, invasora, con toda su terrible crudeza.

No sabía dónde meterse. No quería sentarse. No quería perderse nada de lo que pasaba, y eso le hacía daño, le producía vértigo; era tan doloroso, más intenso todavía que cuando miraba por el ojo de la cerradura, que la primera vez, por ejemplo, que había presenciado el acto carnal en toda su brutalidad, como cuando había asistido al empuje de un miembro viril brillante de fuerza animal.

¿Era Antoinette así? Todo el ser de Dominique se rebelaba ante aquella necesidad de vida, espléndida y vulgar.

Quería escribir enseguida. Las palabras que se le ocurrían tenían la misma crudeza que el espectáculo que presenciaba.

«Usted mató a su marido».

Sí, lo escribiría, iba a escribirlo ahora mismo, lo hizo, sin recapacitar, sin cuidarse, esta vez, de desfigurar su letra.

Añadió instintivamente: «¡Lo sabe perfectamente!».

Y esas palabras denunciaban su tormento más íntimo, la verdadera causa de su indignación. Habría comprendido los remordimientos. Habría comprendido una angustia que las horas que pasaban habrían destilado lentamente. Lo habría comprendido todo, admitido todo, absuelto todo quizás, excepto aquella impasibilidad, aquella espera de los cinco días, y luego esa marcha gozosa —pues, de no detenerla, se iría, por supuesto, tan contenta— y, por último, esa rebeldía que descubría su inconsciencia.

«¡Lo sabe perfectamente!».

No cabía duda, pero Antoinette no parecía darse cuenta. Lo sabía, tal vez, pero no lo sentía. Era viuda.

Se había librado, por fin, de un marido insulso y aburrido. Era rica.

Se iba, ¿por qué no?

Dominique estuvo a punto de bajar enseguida para ir a echar la carta a Correos, pero una camioneta paró enfrente, bajaron dos hombres cargados de herramientas, vestidos de azul.

Antoinette los recibió en el umbral del piso, donde Cécile no había vuelto a aparecer.

Estaba calmada. Sus gestos eran nítidos. Estaba decidida. Sabía qué quería y su voluntad se cumpliría en el acto.

Lo primero que había que hacer era desmontar y alejar aquella enorme cama burguesa: los mozos quitaban el somier, que iban a dejar al recibidor, después desatornillaban los montantes; la habitación, en consecuencia, parecía desnuda, tan sólo con un cuadrado de polvo fino para indicar el lugar donde había muerto Hubert Rouet.

Antoinette seguía dando órdenes, yendo y viniendo sin importarle la bata entreabierta, la seguían los hombres que obedecían con indiferencia y que trasladaban a la habitación el diván en que había dormido Antoinette durante la enfermedad de su marido.

Echó una ojeada a las oscuras cortinas que no se corrían casi nunca, estuvo a punto de exclamar:

«¡Quítenlas!».

Sin duda pensó que las ventanas no podían dejarse desnudas y que no había otras cortinas disponibles.

Las dos macetas, con sus plantas de interior, estaban aún en la chimenea, y un ademán decidió su destino. Dominique no pudo dar crédito a sus ojos cuando vio a Antoinette dejarlas marchar sin una mirada, sin un estremecimiento, sin un recuerdo de lo que había pasado.

Los Caille no volvían. Eran las once y la calle estaba casi desierta; el farmacéutico había bajado su toldo de un amarillo descolorido; los postigos de algunas tiendas recordaban una mañana de domingo.

Ya a las once y media, los mozos habían acabado su trabajo, cambiado muebles de sitio, guardado los que sobraban en un cuarto que daba al patio de luces, del que, por un segundo, Dominique entrevió la claridad glauca al fondo de una sucesión de puertas.

Entonces, una vez sola y contemplando el espectáculo que la rodeaba, Antoinette pareció decir con cierta satisfacción: «¡Ya que quieren que me quede!…».

Se organizaba, vaciaba los baúles, las maletas, arreglaba de otro modo armarios y cajones, a veces encendía un cigarrillo, encogiéndose de hombros tras un vistazo al techo encima del cual sentía la presencia aplastante de su suegra.

¿Sospechaba que los acontecimientos iban a precipitarse y a hacer de aquel un día decisivo? En cualquier caso la acción le gustaba, la acogía con alivio. No se molestaba en vestirse, en ir a almorzar fuera, y Dominique la vio salir de la cocina con un trozo de carne fría sobre un pedazo de pan.

El señor Rouet padre regresó a casa. Dominique sólo lo vio en la calle. Su mujer desapareció de la ventana y era fácil imaginarlos en la penumbra de su piso, ella lo ponía al corriente, ambos consideraban las medidas que era preciso tomar.

Y, en efecto, un poco más tarde, Antoinette se sobresaltaba oyendo el timbre de la puerta de entrada. A la segunda llamada fue a abrir. Su suegro entró, frío y sereno, aunque menos frío que su mujer, como si hubiera ido a limar las asperezas.

Allá arriba le habrían dicho: «¡Ten firmeza! ¡Sobre todo ten firmeza! No te dejes impresionar por sus lágrimas y sus pamplinas».

Quizá para dar más solemnidad a su visita, en aquel piso que en otro tiempo era casi común a los dos matrimonios, había ido con sombrero y, sentado, lo mantenía en equilibrio sobre las rodillas, cambiándolo de sitio cada vez que cruzaba o descruzaba las piernas.

—Hija, he venido… —Así debía de hablar— tras los penosos momentos que acabamos de vivir… es evidente… debe entenderlo… es evidente que hay que… aunque sólo sea por la gente.

Para Dominique supuso una nueva sorpresa el ver a una Antoinette perfectamente sosegada, casi sonriente, a una Antoinette que decía a todo que sí, con más ironía, quizá, que convicción.

¡Pues claro! ¡Prescindiría de sus vacaciones, puesto que a sus suegros les importaba tanto! Sólo se había permitido hacer más habitable el piso para una persona sola. ¿Era acaso un crimen? ¿No tenía derecho a arreglar a su gusto el sitio en que estaba condenada a vivir? ¡Pues eso era todo! Puede que dentro de un tiempo cambiara el papel, que tanto lo necesitaba, y que era excesivamente triste para una mujer joven. Hasta ahora no había dicho nada, ya que le gustaba a su marido, o, mejor dicho, a sus padres.

¡Vaya! El propio señor Rouet estaba encantado de verla tan dócil. Pero quedaba aún una exigencia que formular. Dudaba, desplazaba dos o tres veces su sombrero, cortaba con los dientes la punta de un puro que no encendía.

—Sabe que Cécile forma, por así decirlo, parte de la familia, que lleva quince años en casa…

Un hombre no se percata de esas cosas, pocas veces es capaz de advertir el odio en una mujer, porque en su casa las cosas no son así. Un simple erguir el busto, un estremecimiento apenas visible, una tensión pasajera de los rasgos, y luego una sonrisa condescendiente.

¡Muy bien! De acuerdo. Cécile puede volver. Seguirá espiándola, subiendo diez veces al día a recibir órdenes al piso de su suegra y a contarle lo que pasa abajo.

Y qué más? ¿Nada más?

¡Vamos! ¡Vamos! ¡No se disculpe! ¡Es muy natural! Pues claro, un leve malentendido. Todos estamos nerviosos con este tiempo bochornoso.

Acompaña a su suegro hasta la puerta. Él le da la mano, encantado de que la entrevista haya transcurrido tan bien, se lanza escaleras arriba, que sube de cuatro en cuatro, para ir a contar a su mujer que ha salido triunfante en todo el asunto, que se ha mostrado firme, inconmovible.

Ya baja de nuevo Cécile, como si nada hubiera pasado, impecable con su traje negro bajo su delantal blanco, la voz aguda, los rasgos agudos:

—¿Qué desea que le sirva la señora?

¡Ah! ¿Sí? Ha comido. Gracias. No necesita nada. Una llamada por teléfono, tan sólo, porque hoy, después de esas idas y venidas, el vacío es menos soportable, como las corrientes de aire los días de limpieza general.

Una llamada por teléfono familiar, cariñosa, se le nota en la cara, en la sonrisa. Habla con alguien con quien tiene confianza, pues esa sonrisa, de vez en cuando, está llena de amenazas para con un tercero.

—De acuerdo, ven.

Mientras tanto, va a echarse en su diván, la mirada fija en el techo, con su larga boquilla en los labios.

Los Caille aún no han vuelto.

La carta de Dominique está encima de la mesa, cerca de un pequeño envoltorio en el que el roquefort se ha vuelto blando y viscoso.

¿La envía? ¿No la envía?

* * *

No es una vendedora de marisco. Es verdad que su padre fue marisquero en Dieppe, pero ella, la madre de Antoinette, se casó con un empleado del metro, de modo que nunca vivió detrás de un puesto de pescado, y menos aún en Les Halles.

Es alta, recia, debe de tener la voz más grave que el término medio de las mujeres. Ha sabido realzar su medio luto con una franja blanca en la base del sombrero. Sólo su modo de pagar el taxi tras observar el taxímetro revela una persona que no necesita a un hombre para dirigirla en la vida.

No va sola. La acompaña una mujer joven, que no tendrá más de veintidós años, y que no viste de luto, no va a asistir al entierro; no hace falta mirarla mucho rato para darse cuenta de que es la hermana menor de Antoinette.

Lleva un traje chaqueta muy elegante, un sombrero firmado por una gran sombrerera. Es guapa. Esa es la primera impresión que da. Mucho más guapa que Antoinette, con una mayor reserva que turba a Dominique, reserva, por lo demás, que Dominique no entiende. No podría decir si es una chica o una mujer. Sus grandes ojos son de un azul oscuro muy serenos, su actitud, más reservada que la de su hermana. Tiene el labio superior respingado, lo que quizá contribuya más a darle ese aire de juventud y candor.

Antoinette no ha tenido que vestirse para ellas y se besan; con una mirada, Antoinette anuncia: «¡La vieja está arriba!».

Se deja caer en un sillón, señala el diván a su hermana, que se contenta con una silla y conserva su actitud de muchacha de visita.

¿No será su traje chaqueta tal vez demasiado impecable, demasiado rígido, como todo en su atuendo, lo que evoca ya a una mujer?

—Dinos.

Es lo que debe de decir la madre, que examina las paredes y el mobiliario a su alrededor, y Antoinette se encoge de hombros, de un modo más vulgar que cuando está sola. Habla; se percata asimismo de que su voz es más vulgar, un poco como la de un chulo, que debe de estar usando palabras no muy bien sonantes, sobre todo cuando alude a la vieja de la torre y su mirada se dirige maquinalmente al techo.

Durante todo el tiempo que Antoinette ha estado casada, Dominique no ha visto nunca a esta hermana en la casa, y no le sería difícil contar las veces que ha divisado a la madre. Comprende por qué. Es fácil de comprender.

Desde que están allí, el piso ya no es igual, lo invade no se sabe qué dejadez, qué desorden; la madre ha dejado el sombrero sobre la cama; más tarde tal vez se eche, agobiada por el calor, mientras que sólo la hermana conservará las formas de una visita bien educada.

Antoinette sigue contando, imita la llegada de su suegra, más bien su aparición en el hueco de la puerta, las idas y venidas de su espía Cécile: imita las pamplinas de su suegro, su falsa dignidad; le da risa, de dientes afuera, y su gesto final concluye:

—¡Peor para ellos!

¡Esto no tiene ninguna importancia, vamos! Ya se arreglará ella. Ya se arregla. Tiene tiempo de sobra.

Al fin y al cabo hará lo que se le antoje, por mal que les sepa a todos los Rouet de la creación.

¿Ha oído voces, desde arriba, la Rouet madre? El caso es que toca el timbre, no tarda en interrogar a Félicie que acude a recibir órdenes.

—Es la familia de la señora, su madre y su hermana. ¡No! ¡Eso no! La madre, pase, pero la hermana que… la hermana a quien…

A Antoinette apenas la sorprende.

—¿Qué os decía? Esperadme un momento.

¿Va a subir en bata, esa bata demasiado verde que el bastón ha estigmatizado antes? ¿Para qué?

Descuelga un vestido negro, el primero que encuentra, se planta ante el espejo. Está en viso, delante de su madre y su hermana; se arregla el cabello, se va poniendo horquillas, que sostiene entre los labios.

—¿Así voy bien?

¡En marcha! Sube. Si Dominique no la ve, es como si la siguiera con la vista. El perfil vuelto de la señora Rouet madre es elocuente. Nada de cólera. Algunas palabras que se desprenden de ella como la escarcha de una ventana.

—Creí que había quedado claro, de una vez para siempre, que no recibiría aquí a su hermana.

La hermana, abajo, sabe por dónde andan los tiros, pues ya se ha levantado, se arregla un poco, delante del espejo, ella también, sólo espera a que llegue Antoinette para marcharse.

Ahí llega.

—¡Ya está! ¡No ha fallado! Sólo me queda echarte a la calle, pobrecita. ¡Orden del dromedario!

Rompe a reír, una risa que, a través de la calle, le hace daño a Dominique. Antoinette besa a su madre, la vuelve a llamar, se dirige hacia un mueble pequeño del que saca unos billetes de banco.

—¡Toma! Llévate eso al menos.

* * *

Antoinette duerme en el diván, con un pie colgando casi hasta el suelo, y en su semblante no hay rastro de emoción alguna, de apuro alguno. Duerme con los labios entreabiertos, en medio del calor de la tarde, con toda la vida de la calle que zumba en torno a ella.

Los Caille no han vuelto, y Dominique, una vez más, ha inspeccionado su habitación después de echar el cerrojo de la puerta que da al exterior.

Ahora sabe que no se han marchado. En el armario ropero no ha encontrado el abrigo de Lina, un hermoso abrigo de invierno de paño beige, adornado con marta, que se ha traído de casa, un abrigo completamente nuevo de rica burguesa de provincias.

Dominique ha salido y, hasta el último minuto, ha evitado tomar una decisión; furtivamente ha echado la carta en un buzón de la Rue Royale. La ha rozado un autocar abarrotado de extranjeros y le ha parecido que aquella gente que pasaba, deslumbrada por la ciudad desconocida, escapaba a la corriente ordinaria de la vida.

Ha sentido la punzada de la envidia en el pecho. Ella no ha estado nunca al margen de lo cotidiano monótono y nauseabundo. Apenas algunos años, mucho tiempo atrás, antes de cumplir dieciocho años, pero no se daba cuenta, no era capaz de disfrutarlo.

Incluso esta mañana ha tenido que exigir a aquella rechoncha señora Aubedal, a quien detesta, que quitase un trocito del queso ya pesado porque la porción era grande y demasiado cara. ¡Todo es demasiado caro para ella!

Los Caille han ido a vender el abrigo de Lina, o lo han llevado al Monte de Piedad, pero viven como si no tuvieran necesidad de calcular.

¡Viven! Precisamente, se los encuentra, de bracete, nota que la maleta que golpea los flancos del hombre está vacía; nota sobre todo, por sus labios golosos, por el brillo de sus ojos, que lleva dinero, que es rico, que va a vivir aún más, y Lina lo sigue sin preguntarse adónde la lleva.

Habría querido pasar inadvertida, pero Lina la ha visto, ha pellizcado el brazo de su compañero murmurando algo. ¿Qué?

—La casera…

¡Pues para ellos es la casera! A no ser que haya dicho:

—¡La vieja bruja!

¿Cree que a los cuarenta años se siente una vieja?

Y hete aquí que Caille la saluda con un amplio gesto con el sombrero, a ella tan oscura y tan menuda que anda pegada a las paredes, como para ocupar menos espacio en la calle.

Y esos miles de individuos que van y vienen, que beben, beatíficamente arrellanados en las terrazas, que se interpelan, que miran las piernas de las mujeres, los vestidos demasiado finos pegados a las caderas, todo ese olor a cuerpos humanos, a vida humana que se le pega a la garganta, que se le sube a la cabeza.

¡Tiene, ese día, tantas, tantas ganas de llorar!