Fue alrededor de las diez cuando Dominique había ido, la víspera, a echar la carta al buzón, muy lejos, por el barrio de Grenelle. Ahora no eran aún las cinco de la madrugada y ya estaba en pie. ¿Cuánto tiempo había dormido? Apenas tres horas. No tenía sueño. No se sentía cansada. Llevaba años casi sin dormir: eso había empezado cuando cuidaba a su padre, que la despertaba cada media hora.
A veces, completamente sola en la única habitación donde realmente vivía, movía los labios, casi articulaba palabras:
—Algún día tendré que hacerle entender a alguien…
¡No! Lo escribiría. No en una carta, pues ya no escribía a nadie. Había muchos pensamientos que expresaría en un cuaderno, y la gente se sorprendería mucho cuando lo hallase después de que ella hubiese muerto. Entre otras cosas, eso: los seres que no duermen, que apenas duermen, son seres aparte, mucho más de lo que uno se imagina, porque viven al menos dos veces cada acontecimiento.
¡Dos veces! Al pensar en esta cifra le entró su risita, contenida, de solitaria. ¡Son diez, cincuenta, son cien veces quizá las que ha vivido este acontecimiento!
Y sin embargo no tenía fiebre. La vieja Augustine podía observarla si quería desde su buhardilla, vería a la Dominique de cada día, con un pañuelo anudado alrededor de los cabellos, una bata de un azul descolorido ceñida en torno a su talle flaco.
No tardaría en suceder. Dentro de diez minutos a lo sumo, podría verse cómo se abren los cristales de la ventana de Augustine, que no tenía nada que hacer a las cinco de la madrugada pero que tampoco dormía.
Todos los postigos estaban cerrados, la calle estaba vacía; el asfalto, desde arriba, aparecía tan pulido por la riada que se precipitaba durante el día, que brillaba con reflejos de color violeta. Al fondo del cruce, donde empezaban el Boulevard Haussmann y la Avenue Friedland, podía distinguirse parte de un árbol, ni tan siquiera la mitad del follaje, y sin embargo era realmente majestuoso a pesar de la altura de las casas circundantes: unas ramas vivas, un mundo de hojas de un verde oscuro donde, de repente, unos segundos antes de que apareciera el sol por el horizonte, estallaba una vida insospechada, un concierto en el que parecían participar millares de pájaros.
La ventana estaba abierta de par en par. Dominique no la abría hasta después de hacerse la cama, pues le daba vergüenza exponer su cama deshecha, la crudeza de las sábanas arrugadas, la almohada hundida, incluso a la vista del único ser que hubiera podido vislumbrarla a aquellas horas, la vieja Augustine.
El gas estaba encendido en la estrecha cocina que había junto a la habitación y Dominique, con los mismos movimientos de todas las mañanas, ponía orden y quitaba el polvo.
A aquella hora su universo parecía ensancharse. Toda la calle participaba de él, la franja de cielo claro por encima de los tejados de enfrente, el árbol del cruce con el Boulevard Haussmann; la habitación resultaba más amplia, como un cuarto que, en el campo, da directamente a un jardín. Una hora más y sonarían las campanas de Saint-Philippe-du-Roule. A veces pasaba un coche, y, cuando paraba a doscientos metros, Dominique sabía que era frente a la verja del hospital Beaujon,[*] un enfermo o un moribundo a quien ingresaban, quizá la víctima de un accidente. Oía también los trenes, muy lejos, por la zona de Les Batignolles.
Y su padre, sobre la cabecera de la cama, su padre con el uniforme de gala de general, la miraba. El retrato había sido pintado de tal forma que la mirada la seguía por todos los rincones de la estancia. Le hacía compañía. Eso no la impresionaba ni la entristecía. ¿Acaso no había amado a su padre?
Desde los quince años había vivido con él, lo había seguido por todos los cuarteles. Durante los años que duró su enfermedad, en este piso del Faubourg Saint-Honoré, había cuidado de él día y noche como una enfermera, como una hermanita de la caridad, y nunca hubo intimidad entre ellos.
—Soy la hija del general Salès.
Pronunciaba involuntariamente Salès de un modo especial, como una palabra aparte, una palabra valiosa, prestigiosa. No toda la gente la conocía, pero bastaba el título de general, sobre todo para los comerciantes.
¿Sospechan los hombres que el comienzo del día es tan misterioso como el crepúsculo, que lleva suspendido el mismo grado de eternidad? No reímos a carcajadas, con una risa vulgar, en el frescor recién nacido de la aurora, no reímos como cuando nos roza el primer aliento de la noche. Nos mostramos más graves, con esa imperceptible angustia del ser ante el universo, porque la calle no es aún la calle trivial y tranquilizadora, sino un trozo de la totalidad en que se mueve el astro que pone destellos en las aristas vivas de los tejados.
Al lado duermen. Cuando se acerca a la puerta oscura, la que tiene la llave de su lado, puede oír sus respiraciones mezcladas; se empachan de sueño, como se han empachado de vida todo el día; los ruidos de la calle no los despertarán, a pesar de tener la ventana completamente abierta; el estrépito de los autobuses y los taxis se integrará naturalmente en sus sueños, acentuará su placer dándoles conciencia de su beatitud, y tarde, muy tarde, a las diez quizás, unos leves ruidos, el movimiento de un brazo, el chirrido de un muelle, un suspiro, serán el preludio de la explosión diaria de su vitalidad.
¡Tiene gracia que haya llegado a necesitarlos! Y más aún después de aquello, más después de la carta.
Eran más de las siete cuando salió a buscar una oficina de Correos que estuviera lejos, la hora de las terrazas llenas, de los sombreros de paja, de los vasos de cerveza sobre los veladores —había hasta hombres en mangas de camisa, con el cuello desabrochado, como en el campo.
Fue andando porque necesitaba alimentar su fiebre con el movimiento; iba deprisa, con paso algo brusco, y más de una vez tropezó con algún transeúnte.
Ahora se pregunta cómo ha podido llegar hasta el fin. ¿Habrá sido en gran parte a causa del muerto?
Hace ya tres días que no abren los postigos de la casa de enfrente, tres días que vive cara a cara con esa especie de rostro enmascarado.
Está al corriente, pues ha ido a ver. No ha podido resistirse. Además, todo el mundo tenía derecho a entrar y salir. Ha esperado al último minuto, la víspera a las cuatro en punto, después de que salieran unos hombres de la funeraria Borniol, que habían ido a cerrar el ataúd. Se había puesto su traje chaqueta negro.
La portera, indiferente, le ha echado una ojeada desde el fondo de su vivienda y ha debido de reconocerla como a alguien del barrio. En el segundo, la puerta estaba entreabierta, había una bandeja en el recibidor alumbrado con electricidad, un caballero de negro a quien no conocía ordenaba las tarjetas depositadas sobre la bandeja de plata.
¿Acaso iba ella a volverse como su tía Elise a medida que fuese envejeciendo?
Ha sentido placer al respirar el olor, un placer casi sensual, y eso que era un olor a muerte, el de los cirios, de las flores demasiado abundantes en estancias cerradas, junto a una especie de tufo soso de lágrimas.
No ha visto a Antoinette. Cuchicheaban, detrás de la puerta de la izquierda, la del salón grande. La puerta de la habitación estaba abierta y aquella habitación, irreconocible, había sido transformada en capilla ardiente; cinco o seis personas se deslizaban calladas en torno al ataúd, le daban la mano a la señora Rouet madre, que permanecía sentada cerca de una palmera que había en un tiesto.
Esos caballeros de cheviot negro y ropa interior demasiado blanca eran sin duda parientes venidos de provincias, seguramente parientes por parte de los Rouet, como esa muchacha apenas salida del pensionado que atendía a la anciana señora.
Dominique se ha equivocado tal vez. No. Está segura de no haberse equivocado. La señora Rouet madre tenía en su actitud, en toda su mole, algo duro, amenazador. Ya no era la misma persona. Era imposible burlarse de ella y de sus gruesas piernas, de su bastón de contera de goma y de su aire dictatorial.
El peso de la pena no la había encogido. Al contrario. Se había vuelto aún más alta, más majestuosa, y su dolor interior le aportaba una fuerza adicional que acrecentaba su odio.
Quizá su odio al mundo entero, a todo lo que no era su hijo, incluidos aquellos sobrinos, que estaban allí como acompañando al novio en una boda y que le hacían el agravio de vivir. En cualquier caso, su odio a aquella a quien no se veía, que estaba en algún sitio detrás de una puerta y nada tenía ya en común con la familia.
Dominique había recibido el golpe de aquella mirada de madre y se había turbado, como si aquella mujer hubiese sido capaz de adivinar. Pues la señora Rouet miraba a todo el mundo fría, duramente, parecía decir: «¿Y esa de dónde sale? Y aquel, ¿qué quiere?».
Sin embargo, permanecía incrustada en su sillón, maciza, sin desgranar el rosario que le habían puesto en la mano, sin mover los labios.
Casi avergonzada, Dominique había abandonado la capilla ardiente y, en el recibidor, había topado con la encargada de una gran casa de modas que se llevaba una caja. Cuchicheaban detrás de la puerta; era una prueba.
Dominique no había podido ver a Antoinette. No sabía nada de ella, salvo que había pasado las dos noches en el piso de sus suegros; había entrevisto la parte inferior de su vestido en el momento en que cerraba una ventana.
En cambio, en la chimenea tapizada de negro como el resto de la estancia había vislumbrado las dos plantas de interior con sus largas hojas delgadas.
Si no hubiera visto aquello, apenas durante un cuarto de segundo, quién sabe si habría escrito. En su casa, tan pronto se hubo quitado el traje, había buscado por todas partes un tratado de botánica antiguo, adornado con grabados en cobre, que había visto antaño en la biblioteca del general.
Los Caille estaban fuera. En una ocasión los había visto mientras cenaban en una taberna al final de la calle, no lejos de La Madeleine, tan alegres en medio del gentío como en la soledad de su cuarto.
Kentia Belmoreana… Cocos Weddelliana…
El libro olía a papel viejo, las páginas eran amarillentas, las letras, minúsculas, y por fin encuentra la imagen que buscaba; estaba segura de que las dos plantas eran Phoenix Robelini.
Entonces cogió una hoja de papel de dentro del cajón y escribió aquellas dos palabras, una vez, cinco veces, diez veces, luego sacó otra hoja, las escribió de nuevo en letra romana.
«La Phoenix Robelini de la derecha».
Nada más. ¿No era acaso bastante terrible ya? Tan terrible que de nuevo sentía brotar el sudor bajo los brazos y perderse en la tela de la camisa.
Las letras romanas le hicieron sonrojarse tras escribir las señas en un sobre. Quedaba feo, casi abominable. Olía a anónimo, y en alguna parte había leído que todas las letras inclinadas se parecen.
Sra. D.ª Antoinette Rouet 187 bis,
Rue du Faubourg Saint-Honoré
París (VIII)
Ahora, sola en su habitación, no entendía cómo había podido hacer aquello. Había tenido tiempo para reflexionar. Había corrido lejos, cruzado el Sena, atravesado todo el barrio de la École Militaire. En las calles había un ambiente como de vacaciones. Muchos taxis transportaban hacia la Gare de Montparnasse juguetes para la playa, pertrechos de pesca; vio pasar una canoa sobre el techo de un coche. Los que se quedaban en París debían de pensar: «Puesto que todo el mundo se marcha, está permitido ponerse a sus anchas…».
En la luz anaranjada había una extraña mezcla de quietud y efervescencia, como una tregua en medio de las inquietudes serias, las preocupaciones cotidianas, y Dominique seguía andando, recorría aceras desconocidas, descubría calles provincianas, donde algunas familias estaban sentadas delante de las puertas y donde los niños medio desnudos jugaban en plena calzada; se detuvo al fin, parando en seco, definitivamente, delante de una oficina de Correos, y se desprendió de su carta, permaneció un momento aún temblorosa, por lo que había hecho, pero como aliviada.
Podía creer que, aquella noche, los Caille lo habían hecho adrede. Durante siete años, desde la muerte de su padre, había vivido sola en aquel piso y nunca había tenido miedo, nunca había pensado que pudiera tenerse miedo a la soledad; había rechazado el ofrecimiento de una prima viuda que vivía en Hyères —era la viuda de un oficial de marina— y que le había propuesto que fuera a vivir con ella.
Cuando había mandado al periódico el anuncio de la habitación… Qué vergüenza al leer impreso:
«Se alquila habitación amueblada para una sola persona en piso magnífico del Faubourg Saint-Honoré.
Precio moderado».
Y le parecía que desde entonces su ruina era pública, definitiva. No obstante, era preciso. No había más solución que esta, el general Salès carecía de fortuna. La única propiedad de la familia consistía en una parte —un tercio— de aquella casa en la que se había instalado el general al jubilarse.
¿Acaso le guardaba Dominique rencor? Apenas. Podía mirar su retrato sin cólera y sin piedad. Durante gran parte de su vida no había sido para ella más que un hombre velludo, calzado siempre con botas, que hacía resonar sus espuelas, que bebía mucho y, cuando entraba en casa, anunciaba su presencia con grandes voces.
De paisano ya no había sido más que un viejo gruñón, solapado, que parecía reprochar a los transeúntes el ignorar que se cruzaban con un general.
Le había dado por jugar en la Bolsa y luego, tras perder, cuanto poseía, se había acostado, egoístamente; había decidido ponerse enfermo, dejando a Dominique al cuidado de todo lo demás.
Había vendido la parte de la casa que le correspondía. Si Dominique seguía ocupando su piso, era porque un primo suyo, único propietario actual del edificio, le permitía su usufructo. Le había escrito con su letra puntiaguda que daba a las palabras un aspecto cruel:
«… Sé cuánto le debo ya, pero, en la situación en que me encuentro, me veo obligada a pedirle permiso para buscar un inquilino que…».
Caille era quien había acudido, porque no era rico y porque, por el precio que le pedía, no habría encontrado en un hotel más que una habitación exigua e incómoda.
—Tendrá que pasar por el salón, pero allí no me encontrará casi nunca. Prohíbo formalmente las visitas. Ya entiende a qué me refiero. Tampoco quiero que cocine en el cuarto.
Le había dado a entender que una criada se encargaría de limpiar, pero, ya el segundo día, la había sorprendido haciéndolo ella.
—Todavía no he encontrado a nadie; espero que de aquí a unos días…
¡A él le daba perfectamente igual! Dominique no se había atrevido a decirle nada cuando, detrás de la placa de la chimenea, se había encontrado con una caja de Camembert y un mendrugo de pan. Era pobre.
A veces comía en su habitación, donde en vano buscó ella un hornillo. O sea que no guisaba. En aquella época salía temprano. Volvía tarde. Poseía dos camisas, un solo par de zapatos. Dominique había leído las cartas que recibía de su novia y que no se tomaba la molestia de esconder.
Toda una época que no habría podido definir, pero que dejaba añoranza, nostalgia.
—Nunca toleraré a una mujer en el piso. Un hombre, aún pase. Pero una mujer…
Había admitido a Lina por miedo a tener que poner de nuevo el anuncio, por miedo a ver a un extraño en casa.
—Con una condición: que sea su mujer quien limpie el cuarto.
Ahora era ella la que lo sentía. Ya no tenía excusas para entrar a cualquier hora en la habitación. Lo hacía todavía, pero furtivamente, después de echar el cerrojo en la puerta del rellano. Caille seguía con sus dos camisas y en el ropero colgaba el esmoquin que se había comprado de segunda mano para la boda. Lina dejaba en cualquier parte, a plena luz, sus prendad más íntimas.
Por la noche Dominique se había acostumbrado a no acostarse antes de que llegara la pareja. ¿Qué podían estar haciendo tan tarde? Mucho después del teatro y el cine, andarían errando por las calles o los pequeños bares aún abiertos, pues no tenían amigos. Y desde muy lejos reconocía sus pisadas por la calle.
En su habitación seguían hablando en voz alta. No tenían prisa. ¿No se levantaban cuando querían?
Su voz, detrás de la puerta, se convertía para Dominique en una compañía necesaria, hasta el punto de que cuando se rezagaban fuera más de lo acostumbrado no se encontraba bien, y, a menudo, se asomaba apoyada en los codos a la ventana para verlos llegar.
«Serían capaces de dejarse la puerta abierta».
Era una excusa. No quería cuidarse de ellos. Lo cual no impedía que, la víspera, se quedara a la ventana hasta las dos de la madrugada, viendo cómo iban apagándose las luces unas tras otras, contando los transeúntes, y con la vista clavada en aquellos postigos cerrados de la casa de los Rouet, de aquel piso vasto que sabía desierto en torno a un ataúd en el que el hombre del bigote incoloro estaba definitivamente encerrado.
Había llegado a contar las horas que la separaban del momento en que por fin se lo llevarían, en que se abrirían las persianas, en que las estancias empezarían a vivir de nuevo.
Los Caille habían llegado. ¿Hablaban? ¡Podían hablar así de la mañana a la noche! ¿Qué encontraban aún para decirse? ¡Ella que nunca hablaba con la gente, que a lo sumo se sorprendía a veces con un callado movimiento de labios!
La carta llegaría esta mañana, a las ocho y cuarto, la traería el cartero bajito que andaba de través, como arrastrado por el peso de su cartera. La portera la pondría en el casillero de los Rouet, con los cientos de cartas de pésame, pues habían enviado una cantidad considerable de esquelas.
Dominique tenía una esquela. La había robado. Los Rouet, que ignoraban su existencia, no le habían mandado una. La víspera, al pasar por delante de la portería, Dominique había entrado para asegurarse de que no había nada para ella. No recibía más de un par de cartas al mes, pero tenía ya su plan, había visto enseguida, en el casillero de la señora Ricolleau —la esposa del antiguo ministro— que vivía en el primero, un gran sobre ribeteado de negro.
Lo había cogido. Allí estaba la esquela, sobre el tapete gastado de la mesa.
«La señora Hubert Rouet, de soltera Antoinette Lepron,
»el señor y la señora Germain Rouet-Barbarit,
»El señor y la señora Babarit-Basteau…»
Había una lista larga:
«… tienen el dolor de participarle la muerte de su marido, hijo, nieto, tío, primo, sobrino, primo segundo, sobrevenida el día de hoy a consecuencia de una larga enfermedad…».
Los labios de Dominique se habían alargado como por efecto de un tic.
Y he aquí que la calle empezaba a animarse, otros ruidos se mezclaban con el canto de los pájaros del árbol; ya no se oía la fuente que manaba día y noche en el patio de la vieja mansión vecina; por último se paró una camioneta junto al bordillo, enfrente mismo, y unos obreros se pusieron manos a la obra después de despertar a la portera, que estaba de mal humor: eran tapiceros que venían a fijar delante de la puerta unas colgaduras rematadas por una R plateada.
La vieja Augustine, que no podía ver nada desde su ventana debido a la cornisa, no tardó en aparecer en la acera, aunque demasiado temprano para la compra, pues simplemente repartían la leche en la tienda de Aubedal y la salchichería Sionneau todavía no estaba abierta.
* * *
Aquel día ocurrió como con los acontecimientos de que se regocijan los niños con demasiada antelación, hasta el punto de estar desvelados la noche que los precede, y que parece que no acaban de producirse nunca.
Por ejemplo, instaladas sus colgaduras, los de la funeraria fueron a tomarse un vaso de vino a la taberna, dejando las cosas paradas.
En cuanto a los vecinos de la casa, se fueron al trabajo a la hora de costumbre, como si no ocurriera nada. Pasaron por entre las colgaduras, y sólo alguno se volvió para juzgar el efecto que producían. Los cubos de la basura ocuparon su lugar al borde de la acera; los postigos, en el piso de los Rouet padres, no se abrieron hasta las ocho. Pero como aquellas ventanas estaban más altas que las de Dominique, esta no veía a los ocupantes más que cuando se hallaban muy cerca de los cristales.
A las nueve pararon dos taxis con pocos minutos de intervalo; algunos de los familiares que Dominique había visto el día anterior en la capilla ardiente. Cada cuarto de hora niñas o jovenzuelos a quienes aquello no impresionaba en absoluto traían flores, aunque la mayor parte de amigos de la familia estaban de veraneo; debieron de telefonear a la florista.
El puesto del establecimiento Aubedal había ocupado su sitio de costumbre; la farmacia Bégaud había abierto, enmarcada también en negro y plata, como un comercio mortuorio.
Dominique, ya a punto, sus guantes de hilo negro encima de la mesa, era la única que iba adelantada, mientras que los Caille, que se habían movido un rato en la cama, habían vuelto a dormirse sin saber siquiera que había un entierro enfrente.
«Habrá mucha gente».
Algunos vecinos iban furtivamente a dejar su tarjeta, los que no tenían tiempo para asistir a los funerales o que juzgaban superflua su presencia.
A las diez menos cuarto Dominique vio bajar de un taxi a la encargada de la casa de modas. ¡Traía el vestido!
¡El traslado del difunto tenía lugar a las diez y media! Antoinette, arriba, debía de estar esperando en combinación.
La calle se llenó de pronto sin que pudiera saberse cómo: había grupos parados en las aceras, diez, quince taxis llegaron uno tras otro, hasta el punto de que había que esperar a que arrancara el precedente para poder apearse.
Un coche fúnebre apareció por fin: todas las siluetas negras acusaron cierta agitación, y cuando Dominique, que juzgaba que había llegado el momento de bajar, llegó ante la casa, asomaba el féretro por el fondo del pasillo; se adivinaban velos en el claroscuro, hombres con la cabeza descubierta, a los que situaba el maestro de ceremonias.
Nadie sospechó de la presencia de una delgada figura que se deslizaba, ansiosa, y que hubiera dado lo que fuera por cruzar su mirada con la de la viuda. Dominique tropezaba con unos y otros, murmuraba:
«Disculpe», se ponía de puntillas, pero no vio más que ropas negras, un velo, una mujer bastante vulgar, totalmente de luto, que sostenía a su hija, pues había ido la madre de Antoinette.
En cambio, no apareció la señora Rouet madre.
Su marido iba detrás de la nuera con el mismo paso con que salía cada mañana, sabe Dios adónde, y al ser el único de la familia, miraba a los presentes, uno por uno, como si los contara.
Lo que tanto había costado preparar ocurrió muy rápido. Dominique se halló enmarcada entre otras mujeres, formó parte de una hilera, subió sin ver nada las gradas de Saint-Philippe-du-Roule y fue a tomar asiento en una fila de la izquierda, muy lejos de Antoinette, a la que sólo veía de espalda.
Tal vez esta no había abierto aún la carta, perdida entre tantas cartas de pésame. Inconscientemente Dominique aspiraba con una especie de voluptuosidad el rumor del órgano, el olor a incienso que le recordaba su infancia y la primera misa de la mañana durante sus años de misticismo.
De joven, de niña, ¿no había sido la primera en levantarse para asistir a misa, y no conocía acaso ese olor de las calles al amanecer?
Si Antoinette se volviera… Luego, cuando el cortejo se congregue ante la iglesia, pasará muy cerca de Dominique, casi la rozará, y quizá descubra esta sus ojos a través del velo.
Hay en esta curiosidad algo infantil, un poco vergonzoso: así, antaño, cuando se había hablado en su presencia de una joven que había tenido relaciones con un hombre, Dominique había buscado enseguida su mirada, como si fuera a descubrir en ella unos estigmas extraordinarios.
Un día, cuando estaban de guarnición en Poitiers, el ordenanza de su padre había sido convicto de robo. Y Dominique lo había observado del mismo modo. De más pequeña había rondado mucho tiempo en torno a un teniente que había viajado en avión.
Todo lo que era vida la impresionaba. Lina, su inquilina, también, y a menudo pasaba horas luchando consigo misma a causa de aquella puerta que las separaba, aquella cerradura por la que podía mirar.
«Mañana lo haré».
Se defendía. Le repugnaba. De antemano, le daba náuseas lo que iba a ver. Luego se sentía realmente enferma, como si hubieran violado la intimidad de su propia carne, pero la tentación era irresistible.
En cuanto a Antoinette Rouet, había estado lo bastante hambrienta de vida como para permanecer inmóvil en el hueco de una puerta mientras moría su marido.
Había dejado pasar los segundos, uno a uno, sin moverse, sin un gesto, con la mano en el marco de aquella puerta, consciente de que cada segundo era para el hombre, en cuya cama había dormido, un segundo de agonía.
Después no lo había mirado siquiera. Había pensado en la medicina. Su mirada había errado por la estancia, se había fijado en una de las plantas de interior:
Phoenix Robelini
Y aquella planta permanecía allí, en el cuarto mortuorio, estaba aún, entre las colgaduras que debían de estar quitando los tapiceros. La vería a la vuelta. ¿Se atrevería a suprimirla?
¿Seguiría viviendo en la casa de los Rouet? ¿Mantendrían estos a su lado a una nuera con quien nada tenían que ver y a quien la señora Rouet madre detestaba?
A Dominique le entró pánico de pensarlo. Su mano se crispó en el reclinatorio. Tuvo miedo de que le robaran a Antoinette, ya sólo le urgió una cosa: estar de vuelta en el Faubourg Saint-Honoré, asegurarse de que las persianas estaban normalmente abiertas, de que la vida seguiría en el piso.
¿No era mal augurio ver a Antoinette junto a su madre, como si cambiara de nuevo de familia? ¿Por qué no estaba la víspera en la capilla ardiente?
«¡Porque la señora Rouet madre no ha querido!».
Dominique estaba segura. Ignoraba qué había pasado, qué iba a pasar, pero había visto a la anciana señora tan maciza y dura como una cariátide, y sentía que había penetrado en ella un sentimiento nuevo.
Algunos parientes, en las últimas filas de la familia, parientes lejanos, se volvían para inspeccionar la concurrencia, y la liturgia desarrollaba sus fastos monótonos.
Dominique seguía maquinalmente el ir y venir de los oficiantes; sus labios, a veces, acompañaban las oraciones con un murmullo.
Desfiló cuando la ofrenda. Rouet padre, muy erguido, miraba pasar uno a uno a los fieles, pero Antoinette se había arrodillado y mantenía la cara entre las manos.
Se conducía como cualquier viuda, con un pañuelo bordado de negro y arrugado en la mano, y, cuando pasó por último cerca de Dominique, esta, que sólo vio unos ojos algo más brillantes que de ordinario, una tez más mate, quizá debido al alumbrado y al velo, quedó decepcionada.
Después, inmediatamente después, hubo algo que le llamó la atención, por un instante se preguntó qué, su nariz se estremeció, en el aire adensado por el incienso notó el ligero perfume que Antoinette Rouet difundía a su paso.
¿De verdad se ha perfumado?
Cuando llegó afuera, en medio del crujir monótono de las suelas en las losas, cuando volvió a encontrar un triángulo deslumbrante de sol, se alejaban los primeros coches para dejar sitio a los siguientes, y se deslizó por entre la muchedumbre, se salió en cierto modo del entierro, apretó el paso a medida que se acercaba a su casa, por la acera sombreada del Faubourg Saint-Honoré.
Los postigos de los Rouet estaban abiertos. Los Caille acababan de levantarse, y el agua se salía del barreño del lavabo; la gramola estaba funcionando, persistía un ligero olor a gas y café con leche.
Dominique, mientras abría la ventana, acogió con alivio el espectáculo de las habitaciones de enfrente, de las que Cécile y otra criada expulsaban a golpes de trapo y escoba columnas de polvo luminoso.