A las tres de la tarde la monótona campana de un despertador estalló al otro lado del tabique y Dominique se sobresaltó como si sonara para ella —¿es que no iba a parar?—. Sensación de vergüenza.
¿Por qué? Aquel ruido vulgar no le despertaba más que recuerdos penosos, feos, enfermedades, preocupaciones en medio de la noche o al amanecer, pero ella no dormía, ni siquiera se había adormilado.
Ni por un instante había dejado de dar puntadas su mano; a decir verdad, el momento anterior había sido como un caballo de circo del que se han olvidado en pleno número y ha seguido dando vueltas, que se estremece y para en seco al oír la voz de un intruso.
¿Cómo ahí al lado, detrás de la puerta parda, casi junto a ella, pueden soportar ese estrépito insolente?
Les bastaría con tender el brazo, sin abrir los ojos, alcanzar el aparato que trepida en un velador, y no lo hacen, no se mueven, están desnudos, lo sabe, carne contra carne, entremezclados, brillantes de sudor, con el cabello pegado a las sienes; se complacen en ese calor, en ese olor a animal humano. Puede adivinarse que uno se mueve, se despereza, que unas pestañas se agitan; una voz soñolienta, la de la mujer, balbucea, sin duda buscando maquinalmente el cuerpo del hombre junto al suyo:
—Albert…
Los dedos de Dominique no se han parado. Su cabeza está inclinada sobre el vestido que remienda bajo la manga, donde se le desgastan todos los vestidos, sobre todo en verano porque suda.
Lleva cosiendo dos horas, con puntadas minúsculas, reconstruyendo una trama tan fina como la de la tela blanca con dibujos malva, y ahora que el despertador de sus inquilinos la ha sobresaltado, sería incapaz de decir en qué ha estado pensando durante estas dos horas. Hace calor. El aire no ha sido nunca tan bochornoso. Por la tarde el sol da de lleno en esta parte del Faubourg Saint-Honoré. Dominique ha cerrado sus persianas, pero no ha ajustado del todo las dos hojas; ha dejado un resquicio vertical de unos centímetros por el que descubre las casas de enfrente, y, a ambos lados de este resquicio por el que entra el sol difuminado, brillan las ranuras horizontales, más estrechas, abiertas en la madera.
Este dibujo luminoso, de donde brota un calor abrasador, acaba grabándose en los ojos, en la cabeza, y, si miras de pronto a otro lado, lo proyectas al mismo tiempo que la mirada, lo trasladas a la puerta parda, a la pared, al suelo.
Autobuses cada dos minutos. Se los oye afluir, enormes, al fondo de la zanja de la calle, tienen algo malévolo en su brutalidad, sobre todo los que suben a la Place des Ternes y de pronto, delante de la casa, donde se acentúa la cuesta, cambian ruidosamente de marcha. Dominique está acostumbrada, pero pasa como con los rayos de sol, los oye a pesar suyo, el ruido penetra en su cabeza, le deja una huella zumbante. ¿No ha parado el despertador al lado? Sin embargo, le parece estar oyéndolo aún. Quizás el aire es tan espeso que conserva las huellas de los sonidos como el barro las de las pisadas.
No ve las plantas bajas de enfrente. Sólo las descubre cuando se levanta. Y, sin embargo, ciertas imágenes permanecen presentes: por ejemplo, la puerta de color amarillo limón de la lechería; el nombre, en verde, sobre el escaparate: AUBEDAL; las frutas, las hortalizas; las cestas sobre la acera, y, de vez en cuando, a pesar de todos los ruidos de la ciudad, de los pitidos del guardia del cruce Haussmann, de los cláxones de los taxis, de las campanadas de Saint Philippe-du-Roule, llega hasta ella un apenas perceptible ruido familiar, distinto de los otros, el timbre agudo de aquella lechería.
Tiene calor, aunque va casi desnuda. Nunca se le ha ocurrido hacer lo que este día. Se ha quitado el vestido para zurcirlo y no se ha puesto otro. Se ha quedado en combinación, lo cual la turba, la avergüenza un poco; dos o tres veces ha estado a punto de levantarse para ponerse algo, sobre todo cuando su mirada se fija en su propio cuerpo, cuando siente que le tiemblan los pechos, que distingue, muy blancos, muy delicados, por el escote de la combinación. Hay otra sensación extraña, casi sexual, la de las gotas de sudor que, con intervalos más o menos iguales, se abren paso a través de la piel. Parece durar mucho rato. Se apodera de ella la impaciencia, y por último la gota tibia que ha brotado del sobaco se desliza lentamente a lo largo de sus costillas.
—Ahora no, Albert.
Una voz de niña. Lina, en el cuarto de al lado, no tiene todavía veintidós años. Es una muñeca grande, algo blanda, de cabello rojizo, con reflejos del mismo tono casi en toda su carne blanca; su voz es también blanda, toda afelpada de dicha animal, y Dominique se sonroja, parte el hilo con el movimiento brusco que tienen todas las modistas; quisiera dejar de oír, sabe lo que va a suceder ahora, no se equivoca, un chirrido anuncia ya la pieza de gramola que ponen siempre que «lo hacen».
Y ellos no han cerrado las persianas. Se creen al amparo de las miradas porque la cama se halla al fondo de la habitación, donde no llega el sol, también porque, en este mes de agosto, la mayor parte de los pisos de enfrente están vacíos; pero Dominique no ignora que la vieja Augustine, allá arriba, en una de las buhardillas, está mirándolos.
¡A las tres de la tarde! Duermen a cualquier hora, viven de cualquier modo y lo primero que hacen cuando vuelven a casa es desnudarse; no les da vergüenza ir desnudos, los enorgullece, y Dominique es la que ya no se atreve a cruzar el salón común, el salón que no les ha alquilado pero que han de cruzar para ir al retrete. Dos veces se ha encontrado a Albert en cueros con una toalla atada descuidadamente alrededor de la cintura.
Siempre ponen la misma pieza, un tango que habrán oído en circunstancias memorables, y hay algo peor, un detalle que hace más palpable su presencia, hasta el punto de que es como si pudieran verse sus movimientos: cuando acaba el disco, cuando ya no se oye más que el chirrido de la aguja, hay como una vacilación que dura más o menos rato, un silencio terrible, y casi siempre es la voz de Lina la que balbucea:
—El disco…
La gramola está junto a la cama; a través de los cuchicheos y las risas se intuyen los movimientos que hace el hombre para alcanzarla.
La quiere. La quiere como un animal. Se pasa la vida queriéndola y lo haría delante de todo el mundo; luego, cuando salgan, sentirán aún, en la calle, la necesidad de andar pegados el uno al otro.
El vestido está zurcido. Así resulta aún más pobre, más pobre incluso por haber quedado tan bien zurcido, con puntos tan pequeños. La trama de la tela está vacía de tantos lavados y planchados. ¿Cuánto hace ahora? El color malva se debe al medio luto. O sea, un año después de la muerte de su padre. Cuatro veranos llevando este vestido, lavándolo a las seis de la mañana para que esté seco y planchado cuando va a la compra.
Ha alzado la cabeza: la vieja Augustine ya está en su sitio, acodada a la ventana de su buhardilla, indignada, hundiendo la mirada en el cuarto de al lado, y, ahora que está de pie, Dominique siente la tentación, por un instante, de dar dos pasos, inclinarse, mirar por el ojo de la cerradura. Lo ha hecho alguna vez.
Las tres y diez. Va a ponerse el vestido. Luego zurcirá las medias que están en la cesta de mimbre pardo, una cesta que data de la época de su abuela, que siempre ha contenido medias para zurcir, de modo que podría creerse que son siempre las mismas, que podrían zurcirse durante siglos sin llegar al fondo.
Algo se refleja en la gran luna rectangular del armario ropero, y de pronto Dominique, cuya nariz se encoge un poco, deja caer un tirante de su combinación, luego el otro, como si no lo hiciese adrede; su mirada ardiente se clava en el espejo, en la imagen tan blanca de sus pechos.
¡Tan blanca! Antes nunca se le había ocurrido comparar, tampoco había tenido nunca la oportunidad de mirar el cuerpo de otra mujer. Ahora ha visto a Lina, que es dorada, está cubierta de un vello invisible que atrae la luz. Pero Lina, a los veintidós años, tiene formas imprecisas, hombros redondos marcados cada uno por un hoyuelo; está hecha de una sola pieza, sin talle, tan ancha de cintura como de caderas; sus pechos son voluminosos, pero cuando está echada, parecen aplastarse sobre ella con todo su peso.
Con una vacilación, como si pudieran sorprenderla, Dominique ha tomado en sus manos sus pechos pequeños, muy erguidos, muy agudos, que siguen siendo como cuando tenía dieciséis años. Su piel es más fina que la de las naranjas más finas, con brillos marfileños en ciertos huecos, en otras partes los furtivos reflejos azules de las venas. Dentro de tres meses cumplirá cuarenta años, será vieja; la gente debe de hablar ya de ella como de una solterona, y, sin embargo, ella sabe que tiene un cuerpo de niña, que no ha cambiado, que es joven y nueva de los pies a la cabeza y hasta el fondo del corazón.
Por espacio de un segundo ha apretado sus pechos como carne ajena; ha desviado la mirada del rostro que le ha parecido, delgado y pálido, más delgado que antaño, de modo que la nariz se ve aún más larga, algo torcida. ¡Dos o tres milímetros que tal vez han cambiado todo su carácter, que la han vuelto tímida, susceptible, taciturna!
Han puesto el disco de nuevo. Dentro de unos instantes se oirán idas y venidas, el hombre cantará, casi siempre canta después, luego abrirá ruidosamente el baño, su voz llegará más lejos. Se oye todo.
Dominique no quería alquilar la habitación a una pareja. Albert Caille iba solo cuando se presentó; era un joven delgado, de ojos ardientes, con tanta sinceridad en el semblante y tan sediento de vida, que era imposible negarle nada.
Hizo trampa. No le confesó que estaba comprometido, que se iba a casar pronto. Al anunciárselo, tomó aquel aire suplicante cuyos efectos conocía.
—Ya verá. Será exactamente lo mismo. Mi mujer y yo viviremos como solteros. Comeremos en un restaurante.
A Dominique, de pronto, le molesta su desnudez y se sube los tirantes; su cabeza desaparece por un instante en el vestido; tira de este en las caderas, comprueba, antes de sentarse, que nada anda suelto en la habitación, que todo está en su sitio.
Un claxon que reconoce. No necesita asomarse para ver. Sabe que es el pequeño coche descapotable de la señora Rouet. La ha visto salir después de almorzar, sobre las dos. Lleva un traje chaqueta blanco con un chal de organdí verde almendra y un sombrero a tono, zapatos y bolso del mismo verde.
Antoinette Rouet no saldría nunca con un atuendo que desentonase.
¿Y por qué? ¿Por quién? ¿Adónde ha ido sola al volante de su coche, que ahora permanecerá horas al borde de la acera?
Las tres y media. Llega tarde. La señora Rouet madre debe de estar furiosa. Dominique puede verla.
Le basta con alzar la vista. Al otro lado de la calle no les da el sol por la tarde y no cierran las persianas; hoy, debido al calor, todas las ventanas están abiertas, se ve todo, le da la impresión de encontrarse con ellos en su cuarto, bastaría con tender la mano para tocarlos.
La gente no sabe que hay alguien detrás de las persianas de Dominique. En la misma planta que esta, en la habitación grande, duerme Hubert Rouet, o, más exactamente, lleva ya unos minutos agitándose, indispuesto, en la humedad de las sábanas.
Lo han dejado solo, como todas las tardes. El piso es vasto. Ocupa toda la planta. La habitación es la última a la izquierda. Es rica. Los padres de Rouet son muy ricos. Se comenta que poseen más de cien millones, pero viven como burgueses; la nuera, Antoinette, la que vuelve con un traje chaqueta blanco al volante de su coche, es la única que gasta.
Dominique lo sabe todo. Nunca ha oído el sonido de su voz, que no cruza el hueco de la calle, pero los ve ir y venir de la mañana a la noche, sigue sus gestos, el movimiento de sus labios: es una larga historia muda de la que conoce los menores episodios.
Cuando Hubert Rouet se casó, su padre y su madre vivían en la misma planta, la segunda, y, en aquella época, Dominique tenía aún a su padre inválido acostado en el cuarto contiguo, el que alquiló después.
Apenas salía ya de casa. Su padre tenía un timbre al alcance de la mano y se ponía furioso si su hija no acudía a la primera llamada.
—¿Dónde estabas? ¿Qué hacías? Podría morirme en esta casa sin que…
Albert Caille se sacude en el baño. Menos mal que Dominique puso un trozo viejo de linóleo, porque si no, hace tiempo que el suelo estaría podrido. Se le oye agitarse, chorreando agua.
La señora Rouet madre está sentada delante de su ventana, exactamente sobre la cabeza de su hijo, pues, al casarse este, sus padres les cedieron el piso y subieron una planta. La casa les pertenece y también gran parte de la calle.
A veces la madre, que tiene las piernas mal, escucha. Se ve que escucha, que se pregunta si no la estará llamando su hijo. A veces, también, toca un timbre que comunica con la cocina del piso de abajo.
Dominique no puede ver esta cocina, pues da a la parte trasera de la casa, pero podría contar los segundos, está segura de que pronto verá a la criada del matrimonio joven entrando en el piso de la vieja.
Adivina:
—¿El señorito duerme? ¿No ha llegado la señora? Vaya a ver si mi hijo necesita algo…
Hace un mes, incluso algo más de un mes, que Hubert Rouet está en cama. Debe de ser algo grave, pues viene a visitarlo el médico cada mañana, unos minutos después de las nueve, al inicio de su recorrido. Dominique también reconoce su claxon. Asiste en cierto modo a las visitas. Conoce al médico, es el doctor Libaud, que vive en el Boulevard Haussmann y cuidó a su padre. Una vez sus miradas se encontraron, y el doctor Libaud dirigió un leve saludo a Dominique por encima de la calle.
Si no fuera por esta enfermedad, los Rouet estarían en Trouville, donde poseen una villa. Apenas hay gente en París. Los taxis son escasos. Muchos comercios están cerrados, incluso la marroquinería Sutton, al lado de la lechería, donde se venden artículos de viaje y donde, todo el resto del año, hay baúles de mimbre a ambos lados del umbral.
¿Acaso ha oído la vieja señora Rouet el coche de su nuera? Se agita. No tardará en llamar.
Y he aquí que Dominique también se pone febril. De repente, Rouet se ha vuelto en su cama, con la boca abierta, como si tratara en vano de respirar.
—Su ataque…
Es la hora. Tiene dos ataques diarios como mínimo, en ocasiones tres; una vez que tuvo seis le pusieron bolsas de hielo en el pecho todo el día y gran parte de la noche.
Inconscientemente, Dominique esboza el gesto de coger un objeto, el frasco lechoso que se halla en la mesilla de noche en la habitación del enfermo.
Es lo que él espera. Sus ojos están abiertos. Nunca ha sido grueso ni ha estado sano. Un hombrecillo gris, sin coquetería, a quien todo el mundo juzgó mal emparejado con su esposa cuando se casaron con gran pompa en Saint-Philippe-du-Roule. Lo que le hace más anodino aún es un bigote incoloro cortado a cepillo al borde del labio.
Dominique juraría que la mira, pero es imposible debido a los postigos casi cerrados; ella puede verlo, pero él a ella no; mira al vacío, aguarda, espera; sus dedos se crispan en el vacío, diríase que va a incorporarse, sí, se incorpora, mejor dicho, lo intenta, no lo logra y, de pronto, se lleva ambas manos al pecho, se queda así, doblado, incapaz de cualquier movimiento, con el semblante descompuesto por el miedo a morir.
Dominique casi podría gritarle algo a Antoinette Rouet, que debe de estar en la escalera, que abre la puerta del piso, se quita el sombrero, los guantes verdes:
—Dése prisa. El ataque…
Y una voz muy cerca de ella, abyecta a fuerza de serle familiar, pronuncia:
—Pásame las medias.
De modo que no puede por menos de imaginar desnuda, ahíta, al borde de la cama, a una Lina impregnada aún de un intenso olor a hombre.
El cielo es de pizarra; una línea parte en dos la calle, sesgadamente, pero aunque sea por el lado del sol, una misma materia espesa, viscosa, llena el universo hasta el punto de que los sonidos se hunden en ella y el estrépito de los autobuses no llega al oído más que como un zumbido lejano.
Suena un portazo; el baño, donde Albert Caille ha terminado sus abluciones y donde se le oye ir y venir alegremente silbando el tango que tocaba antes la gramola.
Ahí está Antoinette. Dominique se ha sobresaltado porque acaba de descubrirla casualmente, no estaba mirando las ventanas del enfermo, sino la ventana contigua, la de una especie de saloncito donde, desde que su marido está enfermo, Antoinette Rouet se ha hecho instalar una cama.
Permanece de pie cerca de la puerta que comunica las dos estancias. Se ha quitado el sombrero, los guantes. Dominique no se ha equivocado, pero ¿por qué se queda parada como si esperase?
Diríase que a la madre, allá arriba, la está avisando su instinto. Se nota que está inquieta. Tal vez haga un esfuerzo heroico para levantarse, pero hace ya muchos meses que no anda sin que la ayuden. Es enorme. Es una torre. Sus piernas son gruesas y rígidas como columnas. Las pocas veces que sale hacen falta dos personas para subirla a un coche, y siempre parece amenazarlas con su bastón de contera de goma. Ahora que ya no hay nada que contemplar, la vieja Augustine ha dejado su ventana. Seguro que está en el largo y casi a oscuras corredor de su planta, al que dan las puertas de todas las buhardillas, acechando el paso de alguien con quien hablar. Es capaz de espiar así durante toda una hora, con las manos cruzadas sobre el vientre, como una araña monstruosa, y nunca su rostro pálido bajo los cabellos blancos como la nieve abandona su expresión de dulzura infinita.
¿Por qué no hace algo Antoinette Rouet? Con toda la fuerza de su mirada clavada en el vacío incandescente, su marido pide auxilio. Dos, tres veces ha cerrado la boca, ha apretado las mandíbulas, pero no ha logrado apresar la bocanada de aire que necesita.
Entonces Dominique se queda yerta. Le parece que nada en el mundo sería capaz de arrancarle un ademán, un sonido. Acaba de adquirir la certeza del drama, de un drama tan inesperado, tan palpable que es como si ella misma, en este instante, participara en él.
¡Rouet está condenado a morir! ¡Va a morir! Esos minutos, esos segundos durante los cuales los Caille se visten al lado para salir, durante los cuales un autobús cambia de marcha para llegar al Boulevard Haussmann, durante los cuales suena el timbre de la lechería —nombre al que, como una incongruencia, nunca ha podido acostumbrarse—, esos minutos, esos segundos son los últimos de un hombre a quien ha visto vivir bajo sus ojos durante años.
Nunca le ha sido simpático. O, mejor dicho, sí. Es muy complicado. Es un caso feo. Al principio le tuvo rencor por dejarse dominar por su mujer, por esa Antoinette que de pronto trastornó la casa con su vitalidad, con su exuberancia vulgar.
Antoinette podía permitírselo todo. La seguía como un cordero (por cierto, tiene cara de cordero).
¡Menos mal que, arriba, intervino la vieja!
Llamaba.
—Pídale a la señora que suba…
Y hablaba, la vieja hablaba con un tono distinto al del cordero de su hijo; un matiz rosa, rojo, encendía las mejillas de la nuera, que de regreso en su piso se desahogaba con gesto rabioso.
«¡Te están domesticando, chiquilla!».
Entonces el cordero dejó de ser del todo cordero a los ojos de Dominique. ¡No es que él dijera algo!
No se enfadaba nunca. Aunque su mujer saliera todo el día, volviera con el coche cargado de paquetes costosos, exhibiera prendas vistosas, él no protestaba, pero Dominique había entendido que le bastaba, como a algunos niños que nunca se vengan ellos mismos, con subir a casa de su madre. Y allí hablaba, sin subir la voz, agachando la cabeza. Tenía que medir sus palabras. ¿Acaso fingía defenderla?
—Pídale a la señora que suba.
¡Ahora, en este mismo instante, Antoinette lo está matando! Dominique vive la escena. Participa en ella. Sabe. Lo sabe todo. Está a un tiempo en la cama con el moribundo y es Antoinette.
Antoinette que, con el calor aún de la vida de la calle, ha abierto la puerta del piso, que ha sentido gravitar de pronto en sus hombros el frío de la casa, el silencio, los olores familiares —el piso de los Rouet debe de oler a soso, con vaharadas de medicinas.
La puerta de la cocina se ha entreabierto:
—¡Ah! La señora ha vuelto. Precisamente iba a ver si el señor…
Y la criada echa una mirada al despertador. Eso significa que Antoinette llega con retraso, que es la hora del ataque, la hora de la medicina de la que hay que contar las gotas: quince, Dominique lo sabe, las ha contado muchas veces.
Antoinette se ha quitado el sombrero delante del espejo que le ha devuelto la imagen de una mujer joven y elegante, rebosante de vida, y, en el mismo instante, ha oído un ruido leve, el otro, el marido triste acurrucado en la cama, puestas ambas manos sobre el corazón, que amenaza con pararse…
La vieja, arriba, aquella torre implacable de suegra, ha llamado.
—¿Subo, señora?
Dominique ve surgir a la criada.
—¿Ha vuelto mi nuera?
—Acaba de llegar, señora.
—¿Mi hijo no ha tenido el ataque?
—La señora está con él.
¡Debería! Casi estaba. Le faltaban unos metros, Y, quizá debido a aquella imagen que le ha devuelto el espejo y que la sigue como su sombra, quizá debido a la pregunta de la criada, al timbre de la suegra, he aquí que se detiene.
Unas gotas de sudor cubren la frente de Dominique. Querría gritar pero no puede. ¿Siente de veras deseos de hacerlo? Vive un minuto atroz y, no obstante, experimenta como una alegría malsana, le parece que eso que está pasando bajo sus ojos la venga. ¿De qué? No tiene ni idea. No piensa. Está allí, tensa, tan tensa como la otra, que ha apoyado una mano en el montante de la puerta y que espera.
Si la criada bajara enseguida, Antoinette Rouet no tendría más remedio que entrar en la habitación, hacer los gestos de todos los días, contar las gotas, llenar medio vaso de agua, de mezclar, sostener la cabeza del hombre del bigote incoloro.
¡Pero la señora Rouet madre habla! El almohadón, a su espalda, está demasiado alto o demasiado bajo.
Lo arreglan. La criada desaparece en la sombra de la estancia. Va a bajar. No, le trae a la vieja una revista ilustrada.
Rouet no acaba de morir y hasta llega a incorporarse; ¡sabe Dios de dónde ha sacado esta energía! Tal vez ha oído un leve ruido al otro lado de la puerta, ya que mira hacia ella. Abre la boca; Dominique juraría que sus ojos se llenan de lágrimas; se apuntala y se queda así, inmóvil. Está muerto, es imposible que no esté muerto, y, sin embargo, no se desploma enseguida, sino con un lento aflojamiento de los músculos.
Su madre, justo encima de él, no ha adivinado nada; está ocupada en enseñarle a la criada una página de la revista. Quién sabe. ¿Acaso una receta de cocina?
Los Caille cruzan el salón. Como de costumbre, van a cerrar la puerta estrepitosamente. Algún día la arrancarán de sus goznes. Tiembla la casa entera.
Al otro lado de la calle, una Antoinette absolutamente tranquila levanta lentamente la cabeza, agita un poco su cabello moreno, da un paso adelante. En este instante Dominique distingue bajo su brazo un semicírculo de sudor, nota más su propio sudor, los vestidos se les pegan a ambas a la piel.
Diríase que la mujer no ha mirado la cama, que lo sabe, que no necesita confirmación. En cambio ve el frasco blanco en la mesilla de noche, lo alcanza, mira alrededor con súbita inquietud.
La chimenea, frente a él, es de mármol de color chocolate. En medio hay un bronce que representa a una mujer tendida, apoyada en un codo, y, a ambos lados del bronce, dos maceteros con plantas de interior de hojas finamente recortadas, unas plantas que Dominique no ha visto jamás.
Andan por encima de la cabeza de Antoinette. La criada va a bajar. El frasco está destapado. A las gotas les cuesta caer. Antoinette agita el frasco y el líquido cae en la tierra verdosa de una de las macetas, que lo absorbe enseguida.
Ya está. Dominique querría sentarse, pero quiere verlo todo; está asombrada por la simplicidad de lo que ha ocurrido, por la naturalidad con que la mujer, al otro lado de la calle, echa una última gota de medicina en el vaso, otra gota de agua, luego se dirige hacia la puerta.
Se nota, casi se la oye llamar:
—¡Cécile! ¡Cécile!
Nadie. Echa a andar. Desaparece. Cuando vuelve, la acompaña la criada. Ha encontrado un pañuelo por el camino y lo muerde, se lo pasa por los ojos.
—Suba a avisar a mi suegra.
¿Es posible que no le tiemblen las piernas como a Dominique? Mientras Cécile se precipita escaleras arriba, ella permanece a distancia de la cama, no mira hacia ese lado; su mirada yerra por la ventana, parece fijarse un instante en las persianas detrás de las cuales acecha Dominique.
¿Se han cruzado sus miradas? Imposible saberlo. Es una pregunta que angustiará con frecuencia a Dominique. Le da vueltas la cabeza. Querría no ver más, cerrar herméticamente los postigos, pero no puede; piensa de pronto que, unos minutos antes, se miraba los pechos desnudos en el espejo y siente vergüenza, le entran remordimientos, le parece que ese acto, en este momento, resulta particularmente más vergonzoso; piensa también, Dios sabe por qué, que Antoinette ni siquiera tiene treinta años. Ahora bien, ella, que pronto cumplirá cuarenta, se siente a menudo niña.
Nunca ha podido convencerse de que es una persona mayor, como lo eran su padre y su madre cuando ella era pequeña. Y he aquí que ahora una mujer mucho más joven que ella se conduce a sus ojos con una simplicidad desarmante. Mientras llega la suegra, ayudada por Cécile y una doncella, que la sostienen, Antoinette llora, se suena, explica, señala el vaso, afirma sin duda que el ataque ha podido más, que la droga no ha hecho efecto.
El cielo, por encima de la casa, sigue siendo de un amenazante color de pizarra candente; va y viene gente por la acera como hormigas por el surco que ha abierto la columna en el polvo; los motores están en funcionamiento, los autobuses resuellan; miles, decenas de miles de veraneantes retozan en el agua azul de las playas; miles de mujeres bordan o hacen punto bajo casetas rayadas de rojo o amarillo levantadas en la arena cálida.
Enfrente telefonean. El señor Rouet, el padre, no está. Nunca está. Diríase que le horroriza su casa, donde sólo se le ve a la hora de comer. Sale, regresa con la puntualidad de un hombre obligado a llegar a la hora a su despacho, y sin embargo hace años que traspasó su negocio.
Seguro que el doctor Libaud no está en casa. Dominique lo sabe. Más de una vez llamó por su padre a esta misma hora.
Las mujeres están desorientadas. Diríase que tienen miedo delante de ese hombre que sin embargo está realmente muerto, y Dominique apenas se sorprende cuando ve a Cécile salir del portal, entrar en la lechería, salir acompañada del señor Aubedal, con un delantal blanco, que la sigue a la casa.
Dominique está exhausta. La cabeza le da vueltas. Hace un buen rato que ha tomado su parco desayuno y con todo tiene el estómago revuelto, le parece que va a devolver, duda un instante en cruzar el salón por miedo a encontrarse con uno de los Caille medio desnudo, y acaba recordando que han salido.