TÍA SARA HABÍA sido educada a la inglesa. Su casa tenía tres plantas. Estaba pintada de rosa. El tejado era de pizarra negra. Y las ventanas, muchas, desaparejadas, algunas convertidas en graciosos balcones pintados de blanco.
Tenía un jardín medio regular. Sembrado de geranios. Nada más que de geranios. Los había de todas las especies. Desde el «Lief» rosa pálido al escondido «Beauté Poitevine». Allí estaba el «Madame Salleron», más apreciado por sus hojas que por sus flores; el «Madame Crousse», loco por suspenderse en torno a cualquier muralla, y hasta las especies más recientes, como el «West Brighton», o la más antigua, como el «Meteor». Crecían de forma prodigiosa. Sólo destacaba una esquina del edificio, asustada de aquella invasión. También, en una pequeña pérgola con balaustrada que daba al mar, se aburría solitario un naranjo de naranjas agrias. La casa estaba rodeada de un muro inclinado, pintado de cal blanca, todo él cansado de tanto geranio. Una verja de hierro de la que arrancaba una escalera de mármol y en lo alto de la verja una cifra en hierro forjado: 1895. La puerta de entrada era grande, de madera de roble tallada, vigilada por dos columnas de piedra gris que sostenía un tejadillo de vidrios azules oscurecidos por la mancha de la buganvilla. Las columnas tenían unos bajorrelieves de loza muy modern style. Borrachera de cardos borriqueros.
David llamó al timbre. Abrió la puerta una mujer menuda, de mediana edad, encorvada, vestida de negro, con delantal blanco y andares de grajo.
—¿Está la señora?
—Está en su cuarto, pero no tardará en bajar. Si quieren pasar al salón…
El orden reinante era perfecto. Los suelos lanzaban el brillo intenso de un encerado recalcitrante. Las paredes —las del vestíbulo— estaban tapizadas de damasco rojo. Los muebles —escasos— que llenaban aquella pieza, eran de estilo español. El salón le pareció a Cristina una inmensa jaula circular en la que se mezclaban toda clase de muebles. Emma solía llamar a aquello la almoneda. Abundaban los ingleses, en particular los «Chippendale», «Adams» y «Victorianos».
Inevitables apliques Luis XVI, cornucopias, dos espejos venecianos, jarrones de todas clases, una araña de cristal inmensa, litografías, algún que otro oscuro paisaje cargado de bruma, melancólicas marinas con olas que no terminaban de estrellarse nunca y —como en toda casa rica de la ciudad— un Tapiró se alzaba por detrás de una vitrina hinchada de abalorios. Algunos candelabros encendidos y las cortinas de las ventanas corridas, prestaban a todo el conjunto un no sé qué misterioso y bello.
—¿Por qué no abren las ventanas? —quiso saber Cristina.
Se respiraba mal entre tanto mueble. David corrió una de las cortinas y enseñó el ventanal. Aparecieron entonces gruesos tablones que condenaban el ventanal. Todas las ventanas de la casa que daban al mar estaban condenadas.
—No son feos estos muebles —señaló Cristina. Pero en el fondo no le gustaban. Encontraba en ellos una cansina tristeza.
—Todos estos muebles (o casi todos) pertenecieron a un barco. Un barco inglés que a mediados del siglo pasado vino a encallar por estas playas. Y gracias a él se enriqueció la familia del marido de tía Sara.
—Eso tiene gracia.
—No. No tiene mucha gracia. Quien mandaba aquel barco era un joven capitán inglés a quien por primera vez habían encomendado el mando de un navío de semejante importancia. Al ser informado por los expertos de la gravedad del percance ya que el barco en cuestión nunca jamás volvería a flote se suicidó. Su cuerpo se lo tragó el mar para siempre.
—¡Qué dichosa ciudad! Siempre llena de leyendas.
—Sí. Es cierto. De leyendas absurdas y de personajes absurdos también —asintió David.
La mujer que parecía un grajo apareció reflejada en el cristal de uno de los espejos, iluminado su rugoso rostro por el resplandor de los candelabros.
—La señora los espera en el comedor.
David y Cristina se echaron a reír.
—Tía Sara está cada vez peor —se disculpó el muchacho—. Siento haberte traído, Cristina.
Cristina tomó la mano de David y esbozó una sonrisa:
—No te preocupes. Lo estoy pasando muy bien.
El comedor era una pieza «más sencilla». Menos cargada. Los muebles eran de estilo isabelino. En el aparador se mezclaban los objetos de plata con las brazadas de geranios.
—No quiero otra flor —dijo de pronto una voz a espaldas de los muchachos.
—Ésta es Cristina, tía Sara —presentó David.
—¿Cómo está Lidia?
—¿Lidia?
—Lidia era su abuela.
—Mi madre se llama Isabel —sonrió Cristina estrechando la mano de la mujer.
—¡Ah, si, Isabel! No la conozco. Yo conocía a tu abuela. Era una mujer estupenda. De lo mejor. Claro que entonces yo era muy niña. Solíamos ir a merendar Emma y yo a su casa. ¿Vivís todavía en el Monte?
—¡Claro que sí, tía Sara! Somos vecinos.
Las cortinas de otomán estampado estaban corridas. También aquella habitación daba al mar.
La tía Sara no vestía de negro. Ni tampoco era mucho mayor que Emma. Eso sí, llevaba la cara empolvada y el cabello recogido en dos soberbias trenzas. Y un vestido de terciopelo color de mandarina. El cabello era negro, como el de su hermana, pero a la luz de aquellas velas despedía el destello de las alas de un cuervo.
—Tía Sara no tiene luz eléctrica en su casa —aclaró David.
—No. No tengo luz eléctrica —repitió la mujer, que poseía una voz afelpada y sonora. Pero no explicó por qué.
—Vamos a cenar.
Con un gesto casi majestuoso invitó a los muchachos a que se sentaran.
La mesa era ovalada, de madera de cerezo, y estaba cubierta por un mantel de hilo de Holanda bordado de crisantemos gigantes. Los candelabros eran semíticos. Un cesto cargado de rojas manzanas. En el centro, una fuentecilla de plata con distintas clases de geranios. La mujer grajo entró, portadora de una fuente de porcelana de Sajonia.
—En mis tiempos había cierta grandeur en todos nuestros actos. Hoy todo eso se ha perdido.
—Hoy… —empezó a decir David. Pero en aquel instante el reloj del vestíbulo, que Cristina no había llegado a ver, hizo reventar sus ocho campanadas. Fue como si una monstruosa jarra de cristal viniera a estrellarse contra la límpida superficie del suelo y el espacio se rellenara de perezosos tintineos. Para David, cada una de aquellas campanadas era un recuerdo vibrante de la vida de Jacky.
—Lo he mandado arreglar hace poco —confesó tía Sara—. ¿No te parece maravilloso, querido? Es como si todo hubiera vuelto a la normalidad.
Los rostros se reflejaban en el cristal de los espejos bañados de una claridad cerúlea, cual si estuvieran burlándose de su propia existencia. El silencio era algo tangente. No. No era un silencio. A Cristina se le encogió el corazón y sintió una terrible y escondida congoja. Aquello era un murmullo lejano. Era el ruido del mar.
Cristina encendió la luz y la mujer-árbol, que estaba dormida, removió sus ramas y lanzó un áspero gruñido. Despertó.
—¿Qué hay? ¿Qué pasa? ¿Eres tú? ¡Hija, ahora que me estaba quedando dormida!
Eran las diez. Pero las diez en el Monte son las dos de la madrugada en la ciudad. Incorporándose en el lecho, con los cabellos cómicamente desordenados —ella hizo un intento lleno de coquetería por poner un poco de orden en sus raíces—, preguntó:
—Qué… ¿Qué te ha parecido la tía Sara?
—Calla… —musitó Cristina.
—No comprendo cómo hay pobres que envidien a los ricos —dijo Consuelo.
—Mujer, no creo que la tía Sara sea muy rica.
—¿Que no? Muerto Ezequiel, todo fue a parar a sus manos. Y cuando ella muera, todo irá a parar a manos de David.
—¡Pobre David!
—Ezequiel y su hermano eran unos enfermos…
—Consuelo…
—Sí, mujer. No digo ninguna mentira. Desequilibrados. Medio bobos, como ese rey que tuvo Francia… Y Jacky, el pobrecito, hizo bien en quedarse en el fondo del mar.
—¿Tú lo sabías?
—¡Qué tonta eres! Lo sabíamos todos.
—Pero, Consuelo, tú pareces el coro de las tragedias griegas.
—No. Yo sólo parezco ochenta y cinco años de vida.
—¿Has cenado?
—A regañadientes. La buena de Zohra, antes de marcharse, insistió en que me tomara un plato de sopa y un muslo de gallina.
Cristina no se movió. En aquellos momentos admiraba profundamente a Consuelo. Encontraba en ella la réplica —no importa que fuera inexacta— de sus largos años de dialogar, frente a la batería, en el teatro de ese mundo ajeno que era su vida. Un mundo ignorado y mal comprendido de todos. Ante Consuelito desaparecían todos los misterios del ridículo. Ese temor absurdo a una crítica despiadada de cualquiera de sus desgarbados gestos. Durante años, en su casa y en el colegio, había tenido que andar como una pobre equilibrista de circo barato que atravesara un alambre con unas mallas rosas y una sombrilla de tres colores. Desde que Nanny «Cara de Caballo» fue despedida. Desde entonces. Porque Nanny, como buena inglesa, acostumbrada a un clima evasivo, había sido la primera en abrirle la puerta del espejo. Y desde entonces, contra viento y marea, contra las ásperas injusticias de su madre, en nombre de una fe que ella adivina bastante débil, una fe hecha más de forma que de fondo. Contra las fluctuaciones de un padre que por motivos presentidos intenta jugar con dos barajas. Contra la absoluta estupidez de una gente absolutamente falsa. De una autenticidad de pacotilla, que sólo utilizan para ocultar sus jorobas. Como lo han sido y lo serán sus compañeros de clase, los padres de sus compañeros y el mundo de Alicia y su madre. Contra todos ellos. Cristina se siente ahora navegar en una prodigiosa balsa sobre un mar cristalino, capitaneando una tripulación de seres maravillosos: Emma, David, Consuelito y hasta la misma tía Sara. Sí, aquellos personajes no poseían ninguna autenticidad. Aquella marinería no tenía nada de franca, ni de sincera, ni siquiera de culta. Al contrario, eran convencionales y chiflados. Aquella mesnada no poseía pupila y lengua como navajas de afeitar. Ni palabras cortantes en forma de bisturí. Todo lo contrario. Eran tristes. Eran personajes solitarios que buscaban el consuelo de la inevitable soledad en el bosque intrincado de lo absurdo. Y lo verdaderamente prodigioso era que todos ellos habían encontrado tan ansiado consuelo.
Carta de Isabel a Cristina. Que no coma demasiada fruta. Sobre todo, sin lavar. Que cumpla con sus deberes religiosos. Que no salga si no es con Consuelo. Lecturas piadosas. Descanso. Ella se siente mejor. Que de ningún modo intente cortarse el cabello. Que los médicos que la atienden son estupendos y que la clínica es de ensueño. Que Consuelo arregle «como ella sabe» el cuarto de tía Laura. Que no olvide decir a Alí como tiene que quedar el bungalow que ha dejado Miss Thompson. Que no sea loca. Que papá se pasa todo el tiempo en la Gran Peña, con sus antiguos amigos, y que los domingos, como si ella fuera una niña muy pequeña, le lleva pasteles, flores y un muñeco de trapo. Que al llegar vio una comedia preciosa y un poco verde, aunque de mucha risa. Que no deje de felicitar a Fulanita y a Menganita, porque el quince es la Virgen de Agosto. Fiesta de precepto. Bueno. Una mosca termina por cagarse en una esquina de la carta de Isabel. Y un gato araña el papel y lo convierte en un juguete. Y Cristina se ríe. Y Consuelo piensa que ella es demasiado vieja para tantas responsabilidades:
—¡Cuidar de la niña! Tu madre parece tonta. Ni tú eres una niña, ni yo tengo por qué cuidar de ti. Si tu abuela estuviera viva…
Los gatos, en su reino. Zohra, en la cocina. Sol en la terraza. Y en la sala, luz, mucha luz. Cristina piensa que de buena gana se acostaba con cualquier hombre, siempre que el hombre se pareciera a aquel hijo de un amigo de su padre. Cristina tiene de vez en cuando malos pensamientos, y entonces piensa en las cosas del sexo y en los problemas y complicaciones que todo aquello arrastra. También piensa con mucha frecuencia que hubo un tiempo en que estuvo enamorada de Alicia. Pero ahora Alicia no es más que un cuerpo roído de gusanos, como los buenos quesos. Y que seguramente David tuvo algo que ver con Jacky. Y que quién más y quién menos todos tienen por qué callar. Y que su madre reventará por algún lado. Y todo eso que tiene terminará de mala manera, por no haber querido desahogarse a tiempo. Consuelo manda al diablo tantísimo gato, y dice que ya está harta de Monte y de casa de diez habitaciones. Pero de pronto estampa un beso en la mejilla de Cristina y se echa a llorar. Infantilismo o senectud. Lo que sea. El verano es demasiado largo. El mundo, demasiado pequeño. La vida, demasiado asquerosa. Y a veces se duda de la existencia de Dios.
—¿Qué te parece si mañana nos fuésemos a la finca de Agla? ¿No hay acaso que echar un vistazo al bungalow?
—Me parece estupendo. Es una finca que yo no conozco.
—Y yo hace treinta años por lo menos que no pongo los pies en ella.
—Pero tú no puedes ir andando hasta allí, Consuelo.
—Claro que no. ¿No tenéis un chófer y un coche?
—Le tengo tirria al chófer. Bueno. Llamaré luego a la oficina.
Aparecen más gatos.
Ris-ras hace la puerta. Y se queda bamboleándose como en los bares del lejano Oeste. Emma, tumbada en un sofá, rodeada de cojines por todas partes, parece la protagonista de The Barrets of Wimpole Street. Alza la vista de un libro que estaba leyendo. Acaba de aparecer Cristina. Lleva un bretón en la mano y un ligero vestido de listas azules y blancas. David, envuelto en un albornoz, baja en aquellos momentos de la parte alta de la casa. Cristina intenta adivinarlo desnudo, pero no consigue excitarse. Siente súbitamente una inmensa simpatía por aquel muchacho que había conocido de pequeña. Su mirada acariciadora abarca la pálida figura de Emma.
«Me he bebido media botella de whisky», piensa. Aquella mañana, buscando un lapicero en el despacho de Julio, descubrió una botella recién empezada.
—¿Qué ocurre, Cristina?
—Nada. Nos vamos a pasar el día a la finca. Yo había pensado que si vinierais vosotros, sería estupendo.
—Es un problema —ronronea Emma, columpiando el libro de un lado para otro, como si fuera un abanico de plumas. Luego lo deja encima de una mesita. David se aparta un mechón de cabellos —el de siempre— que estorba en su frente.
—¡Mamá! A mí me gustaría conocer esa famosa finca. Tú me has hablado mucho de ella.
—Sí, querido. Pero entonces era distinto. En aquellos tiempos yo era una muchacha soltera y la abuela de Cristina una prodigiosa anfitriona.
Cristina interviene airada:
—Si es por eso… Supongo que no estará como en los tiempos de mi abuela. De todos modos, Consuelo y Zohra se han ocupado para que no nos falte nada de comer.
—¿Qué te parece, David? —consulta la madre.
—Me parece que debemos decir que sí.
—¿Y Radia?
—En Rabat con el hermano. No vuelve hasta mañana.
Hay un silencio. Luego Cristina ordena casi:
—¡Bueno! Daos prisa. Voy a decírselo a Consuelo. Dentro de media hora estamos aquí por vosotros. Consuelo se pondrá muy contenta.
Cristina (mucho whisky) besa entusiasmada las mejillas de Emma, que se incorpora con delicioso gesto para recibir la ofrenda.
—¿Y a mí? —suplica, lleno de buen humor David.
—Sí, mi rey.
David huele a «Jean Marie Farina».
Consuelo no se pone contenta.
—Entonces ¿van a venir? —gruñe.
—Sí.
—Ya me lo suponía yo. Y yo conozco a Emma. Es de las que se sientan debajo de un árbol y dicen que la Naturaleza es una maravilla. Y una se tiene que cargar todo el trabajo. Pues lo que es hoy…
—No protestes, Consuelo. Emma ha dicho que traerá cuatro botellas de champán, para celebrarlo.
—Ésa se cree que el campo es una opereta. Si vamos a la finca es para trabajar. Ya has leído lo que dice tu madre en su carta. ¡Sabe Dios cómo habrá dejado la inglesa la cabaña! Una inglesa que se ha pasado su vida fumando y bebiendo como un carretero.
Cristina siente una pequeña punzada de culpabilidad.
—Consuelo —pregunta Cristina obsesionada—, ¿tú crees que esa mujer vivía sola?
—Sí. Eso es lo gracioso y lo que más me indigna de esas extranjeras. Vienen a la ciudad para acostarse con alguien y terminan viviendo solas en una cabaña acompañadas de media docena de perros.
—Bueno, es que, en el fondo, eso de acostarse con alguien me parece a mí que no debe de ser nada del otro mundo.
—No. Si no lo es… Bueno, según… Pero lo que de verdad importa en esta vida es quererse.
—En este mundo, Consuelo, yo creo que lo importante es no sentir ganas de nada.
—Sí. Tienes razón.
—Lo malo es que para llegar a eso hay que tener tus años.
—Y que pasar por lo que yo he pasado. Métete en la cabeza una cosa, niña. El pez grande se come al pez chico. Y en este mundo o te defiendes a dentelladas o tienes que andar bajo la tiranía de cuatro hijos de perra que son los que te hincarán el diente y no te dejarán resollar. La habitación, que es la alcoba de Consuelo, vuelve a llenarse de gatos, y la mujer tiene que espantarlos definitivamente con gran disgusto de Cristina.
El chófer llega a la una. A la una en punto. Emma aparece enfundada en unos pantalones negros y con una blusa de popelina roja.
—Parezco una caricatura —se disculpa.
—Yo te encuentro estupenda —confiesa Cristina.
David lleva un pantalón de sarga y una camiseta de manga corta y rayas negras.
—¿Verdad que se parece al protagonista de Anna Christie?
—¿Anna Christie? —pregunta Cristina.
—Una comedia de O’Neill que hace muchos años llevaron al cine. Y que yo vi de recién casada con Tommy, porque adoraba a Greta Garbo. Pero estos niños… —se queja—. ¡Qué sabéis vosotros! ¿Verdad que mi David no es vulgar?
Cristina mira a David. David mira a Cristina, no sin cierto reparo:
—No, mamá. Desgraciadamente no debo de ser muy vulgar —conviene el muchacho.
Cuando ya están todos dentro del auto, y Zohra los despide, aparece por el recodo del camino Alí, el viejo guarda de la finca, que vuelve del mercado. Viene subido en una mula que se espanta las moscas desdeñosamente. Lleva los capachos cargados de flores que no ha podido vender. Es muy viejo. Tiene nietos y bisnietos, y a lo mejor tataranietos. A Cristina le ha entusiasmado siempre, porque cuando tenía la barba pelirroja de «henna» se parecía a un Rey Mago, y cuando se le puso del todo blanca y ya no quiso teñírsela se parecía a Santa Claus. Viene de un humor de perros porque no ha vendido las flores. Las mujeres intentan consolarlo.
—En noviembre tiene mimosas y lirios, Alí.
—La flor de los pobres. Eso no da dinero. Las vende todo el mundo. Crecen por todos los rincones de la ciudad.
—¿Y los crisantemos? En noviembre es el mes de los muertos para los nesranis, y todo el mundo compra crisantemos. Se venden caros.
—En Agla no hay crisantemos.
Resulta inútil consolarlo. Lleva una sombrilla roja, remendada, colgando de un capacho. Y cuando, cansado de sol, la abre, parece que alguien ha lanzado al azul de la mañana un escupitajo sanguinolento.
El automóvil avanza por la estrecha pista, dejándose atrás al cansino jinete.
—Este sendero me recuerda los grabados de Gustavo Doré para la Divina Comedia —dice Emma.
Sentadas en el automóvil, forman un conjunto extraño. Cristina, con su bretón y un aire de colegiala. Emma, desvaída, difusa, como una mancha. Consuelo, tiesa, en medio de las otras dos. Majestuosa. Más árbol que nunca. En el asiento delantero, junto al chófer, David. El camino es estrecho, tortuoso, empedrado, bordeado por un costado de crecidos picachos en los que se albergan las águilas marinas. Salpicado de cabras que contrastan con lo inesperado del mar, lleno de espumas blancas. Sopla furioso un poniente capaz de convertirse en levante de un momento a otro. Unas encinas rompen de pronto el monótono gris pardo, y en un recodo desaparece el mar. Asaltan de pronto a los viajeros la sombra verde y negra de unos nogales, el abanicamiento de los fresnos, olmos, encinas, pinos y eucaliptos. Las mimosas y las adelfas. Las higueras y las araucarias. Las margaritas salvajes y el vuelo de los abejarucos. El dardo brillante que forman las plumas de un martín pescador. Los gallos y algún que otro mirlo escondido en la fronda y que lanza sus inquietantes trinos haciendo lanzar entusiasmada a Emma todo un repertorio de frases, fruto de sus noches de insomnio y de lectura. Emma posee el don extraño de nimbar cada una de sus noticias con la aureola de lo increíble:
—Ya tienen que haber llegado los flamencos a la laguna de Sidi-Kassem. Un día de estos tenemos que ir a verlos, Cristina. ¡Lástima que no pueda venir Sarita!
—Cerca de casa una cigüeña acaba de levantar un nido. Lo que quiere decir que en Europa empieza a hacer frío.
—¿Sabes una cosa, Cristina? Tenemos un mochuelo. ¡Pobrecito! Tiene unos ojos preciosos. Es muy pequeñito. Ha debido de caerse de algún nido.
—Una noche vendrá la madre y nos arrancará los ojos —pronostica de pronto David.
El camino se hace cada vez más estrecho. El chófer protesta al seguir el muro de innumerables árboles que pueblan aquel contorno. Se oye brotar el agua de un manantial cercano. Agla está allí. Es un cercado de alambre y madera que se pierde entre bejucos y un ramaje intrincado. David y Cristina ayudan a Consuelo. Un podenco se acerca al grupo ladrando primero y husmeando después.
Allá en el horizonte aparece Alí, con su mancha roja bamboleándose en el aire. La mañana —como de costumbre— resulta espléndida.