SEPTIEMBRE. Laura abre de par en par la ventana de su alcoba.
—Hay una pequeña nube, Isabel.
Isabel, que se pasa un peine por los cabellos, grita:
—Cierra esa persiana, mujer. Me molesta la luz.
Laura se encoge de hombros. Le parece estúpido que a alguien le moleste la luz del sol y prefiera tener la persiana cerrada y la luz eléctrica de la habitación encendida. Sobre todo, en una maravillosa mañana de septiembre. Cosas de su hermana.
—¿Qué te parecen los Cardovan?
—La vieja tiene manías de grandeza —puntualiza Isabel.
—Pero deben de tener dinero.
—¡Cualquiera sabe!
—Yo los encuentro muy pasados de moda. Para ellos es como si en Europa no hubiera habido una guerra.
—Ten en cuenta que ellos no viven en Europa.
—¿Y Julio?
—Tiene lo suyo. Es un zorro disfrazado de oveja.
—Pues me parece a mí que tú le has caído en gracia.
—Si consiguiéramos al menos que se asociara con papá… Yo creo que eso de las galletas baratas puede resultar un buen negocio.
—Tal para cual —lanza Laura con cierto fastidio.
En ese momento llaman a la puerta. Es una criada.
—Las señoritas pueden bajar para el desayuno.
Laura termina de vestirse. Isabel empieza de desnudarse.
Lidia ya está sentada en la terraza. Parece un personaje de Darío Nicodemi, o de D’Annunzio, con una gran pamela acampanada cargada de rosas blancas, ante una mesa cuidadosamente preparada y junto a un hombre cuyo rostro oscurece la sombra protectora del quitasol. Laura se acerca a la pareja.
—¡Laura, querida, aquí tienes a mi hijo Jaime! La oveja negra de la familia. —Jaime, que se pone de pie para estrechar la mano de la recién llegada, lleva un suéter blanco y unos pantalones de franela también blancos. Y cerca descansa la raqueta de tenis. Parece un anuncio de «Vacaciones sin Kodak son vacaciones perdidas». No se parece «en nada» a Julio. Es alto, delgado, moreno. Tiene la mirada a lo ave de presa. Y fija sus ojos en la muchacha con estudiada gravedad. Gravedad que rompe con su sonrisa.
—¿Qué hay, Laura? Mi madre se ha pasado toda la mañana hablándome de ti.
—¿De veras? Llevamos un rato despiertas en la alcoba. Pero no nos atrevíamos a bajar.
—En esta casa todo el mundo se levanta muy temprano. Yo no quise llamaros porque veía cerradas las persianas de vuestra habitación. Hasta que te asomaste a la ventana…
—Ahora viene Isabel.
—¿Qué tal habéis pasado la noche? ¿Os han molestado mucho los mosquitos?
—No. Yo duermo como un lirón.
—¿Y Julio? —preguntó Laura.
—Ha salido de casa muy temprano.
Jaime quiso saber si Laura jugaba al tenis.
—Sí. Pero muy mal. Tú ya veo que sí.
—Me defiendo. Le tengo dicho un millón de veces a mamá que arreglen el terreno…
—Esas cosas, hijo, se las tienes que decir a Julio.
—Ya. Para que me conteste que no.
Luego llega Isabel. Se ha preparado, dispuesta a recibir las felicitaciones de Julio.
—Julio se marchó muy temprano a la ciudad, Isabel —anuncia con sorna Laura. Lidia Cardovan se echa a reír. Isabel arruga el entrecejo. Jaime protesta:
—Las mujeres siempre andáis hablando en clave.
—Era una broma. Lo siento, Isabel. Mi hermana no tiene sentido del humor.
—La vida hay que tomársela en serio si queremos llegar a algo.
—No estoy de acuerdo contigo —objeta Jaime, pero Isabel corta:
—La fiesta de anoche resultó espléndida. Fue una lástima que «tus ocupaciones» te impidieran asistir a ella.
—Las ocupaciones de mi hijo huelen a Chanel —confiesa en broma Lidia.
—Bueno, me marcho si vais a empezar a bombardearme. Las fiestas de mamá suelen resultar bastante aburridas.
—Supongo que los invitados de mamá también te parecerán bastante aburridos.
—Si yo llego a imaginarme que vosotras erais así, por nada del mundo me hubiera perdido esa fiesta.
Esto lo dice clavando su mirada en Laura. La muchacha sostiene aquel mirar con natural firmeza. La sonrisa de Jaime termina por desconcertarla.
—Es usted un «señor muy cumplido».
—Gracias. Me voy.
—¿Adónde vas, Jaime?
—Tengo muchas cosas que hacer en la ciudad. Y como Julito se ha llevado el coche…
—¿Te volveremos a ver un día de éstos? —pregunta la madre con sorna.
Las niñas de Arlánzazu se echan a reír. Por dos cosas. Por lo que acababa de decir Lidia y porque de pronto descubren que las dos llevan el mismo vestido, con los mismos volantes. Laura amarillo. Isabel rojo. Y parecen la banderita española.