SE ACERCA OCTUBRE. Cristina tiene ya cinco años. La guerra ha terminado. Julio, para librarse de lo de la lista negra, ha tenido que soltar un buen puñado de dinero. Ahora anda siempre de pésimo humor. Isabel, absorta en sus pequeñas ceremonias. Cristina, todo el tiempo leyendo.
—Julio, he inscrito a la niña a un colegio —confiesa la mujer una noche, mientras cenan cerca de la puerta vidriera y la casa se llena de mosquitos.
—Y yo he tenido que vender la propiedad de los Suanis —anuncia Julio.
—¿Estás loco?
—Sí, querida. Y por una miseria. Sólo el terreno valdrá dentro de un par de años una fortuna. Pero había que salir del atolladero. Además, hay a la vista un negocio estupendo. Con los americanos.
Isabel comienza a deshacer migas de pan, que deja caer lentamente sobre el plato, simulando una pobre nevada.
—Pues como te decía… Esta mañana bajé a la ciudad. A mis cosas —aclaró con tonillo irónico—. Y aproveché un momento para inscribir a la niña en un colegio. Ya está en la edad. Y aquí se pasa todo el día leyendo cosas absurdas que tú te dejas olvidadas en el sillón de tu despacho. Y escondiéndose con los libros robados en los lugares más excéntricos. ¿A que no sabes dónde la hemos encontrado hoy?
—En el famoso armario.
—No, ¡quia! Debajo de un macizo de hortensias. Dormida. Con una novela de Hemingway debajo del brazo, como si fuera un oso de peluche.
Julio se echa a reír y mientras enciende un cigarro pregunta:
—¿Y en qué colegio la has inscrito?
Isabel vacila. Deja de martirizar el trozo de pan que hasta hace poco tenía en una mano.
—Pues en el que más nos conviene de momento. Ya sabes que es el más económico y el que está más cerca.
—El de las monjas, ¿no?
—Sí —susurra Isabel.
—De acuerdo. Lo importante es que se ponga en contacto con otras niñas. Que conozca otras caras.
—Sólo se tratará con las niñas de su misma condición social, Julio. Me lo han asegurado las profesoras… Las niñas pobres tiene horas distintas de recreo, y ocupan la planta baja del colegio.
—Ya. ¡Bravo, Isabel! Te felicito. Que nuestra querida Cristina no pierda el brillo de su pedigree. La hija de un vendedor de galletas y de una provinciana con pretensiones de duquesa sólo debe codearse con las hijas de otros vendedores de productos más o menos alimenticios, o con las de algún militar o empleado de banco. Y, naturalmente, si al colegio va la hija de alguna aristócrata descarriada, sería prodigioso, maravilloso… Poder invitar a una condesa a tomar el té una tarde y convencerla de que debe pertenecer a la Junta de Damas Azules y salvar a todos los pobres católicos de la ciudad del inminente y desgraciado pecado del alcoholismo.
—No es eso, Julio. Tú no lo entiendes. Es una cuestión de principio.
—No. La verdad es que no lo entiendo.
Al levantarse, Julio oculta unos momentos con su cuerpo la luz que despide la lámpara y en torno a la que danzan múltiples insectos. Abandona la habitación.
—¿No vas a tomar café, Julio?
Pero el marido no contesta.
—Eso es lo que quiere, Magda —dice una mañana Isabel por teléfono a una amiga secreta—. Que mandemos a la niña a uno de esos colegios mixtos donde niños y niñas de todas las religiones y de todas las razas andan sueltos, sin vigilancia de ninguna clase, como lobitos. No. Claro. Si no fuera porque mi formación religiosa es consistente, que si no, no sé adonde iríamos a parar. Si las madres no estuviéramos al quite para cuidar la moral de los hijos…
Cristina vuelve al jardín, cansada de la voz de su madre. Julio llega a las doce, con un cigarro en la boca. Un cigarro de marca. Isabel se halla sentada en la terraza, para disfrutar del sol de septiembre, mientras termina una de sus intrincadas labores de punto. De la cocina se escapa un olor suculento a comida. Por la parte del mar llega una brisa fresca que mece los geranios y levanta el flequillo que se ha dejado Isabel. Eso la obliga a pasarse la mano por la frente de vez en cuando, como si viviera en una constante pesadilla. Julio se acerca a su mujer canturreando. Isabel lo mira asombrada.
—¿Qué te pasa?
El hombre toma la barbilla de su mujer, le alza casi a viva fuerza el rostro y estampa en su frente el chasquido de un beso. Luego quiere levantarla en vilo, como cuando eran jóvenes. Pero Isabel, que no tiene ningún sentido del humor, se pone colorada, y llena de cólera grita:
—¡No me toques Julio! Vienes apestando a whisky. Te prohíbo terminantemente que pongas encima de mí tus asquerosas manos…
Julio se aleja unos pasos. Pero no por ello pierde el optimismo. Al contrario, aparta de sus labios el cigarro, y deja caer la ceniza en la corola de una rosa «Président Hoover». Luego explica:
—Vamos a ganar un dineralazo.
—Falta nos hace. Tengo que tapizar el chintz toda la sillería de la sala. Arreglar el porche. Y transformar por completo el cuarto de baño.
—Mira —señala Julio hacia un paquete, que al llegar había ocultado en un jarrón de barro en el que en un tiempo hubo sembrado un matojo de madreselva.
—¿Qué es eso?
—¡Adivínalo!
—No estoy para charadas.
Julio desenvuelve el paquete, —hojas de un Herald Tribune atrasado— y extiende con ademán de prestidigitador de gran clase, las dos piezas de tela que se desenrollan al sol de la mañana como traviesas culebrinas de vivos colores. Isabel acaricia el tejido con gesto de entendida.
—¿Qué es eso, Julio? Parece popelina. Pero no. No es popelina. Y es muy bonita. La de cuadritos azules y blancos me gusta más que la de amarillos.
Cristina, que aparece de no se sabe dónde, se acerca. Se deja besar por su padre y luego se queda mirando. Afirma lo que siempre han afirmado los niños:
—Esto es para mí —y luego roza con sus dedos una de las piezas de tela.
—Sí, nena —le confirma el padre.
—No estaría mal la idea de hacerle unos «babis» para el colegio… —propone ligeramente Isabel.
—Una idea estupenda —puntualiza Julio.
Cristina contempla arrobada aquellas dos anchas fajas de tela, que se mezclan una con otra, forman curiosas arrugas y caen como agotadas por un cansancio imaginado sobre un sillón de mimbre, a la sombra de las acacias. Son como dos alegres comadres tumbadas al perezoso sol del mediodía.
—¿Dónde las has comprado, Julio? —pregunta Isabel.
—No las he comprado. Son una muestra. Esto viene de los Estados Unidos. Y se venderá al peso. Por kilos. Como las manzanas. Será la última novedad. Todo el mundo creerá que resulta mucho más barato. Y ganaremos montañas de dinero.
—¡Dios mío! ¿Y sólo traerán popelina? —se apuró Isabel.
—No, si esto no es popelina. Esto es nylon. Y además traeremos orlón, dacrón, tergal…
—No entiendo una palabra… —sonrió, satisfecha de su ignorancia, la mujer.
—Nuevas materias que proporcionan a los tejidos impermeabilidad, los hace ininflamables, inarrugables, y entonces no hay que plancharlos, claro, y a lo mejor ni siquiera lavarlos. Cuento. Un producto de la posguerra. Cuento americano. Ya verás.
—Pues, hijo, donde se ponga una buena pieza de seda cruda…
Cristina sólo piensa en sus «babis».
—Mamá, ¿y qué más?
—Como todavía hace calor, un sombrerito de paja que he visto esta mañana en Galerías Lafayette.
—¿Y cuándo voy al colegio?
—Irás el cinco de octubre. Después de la festividad de San Francisco.
—¿Y cuándo es el cinco de octubre?
—Dentro de quince días.
Cristina vuelve a esconderse debajo de su macizo de hortensias.
Poco antes de que termine el mes, hace venir a la costurera. Llega una mañana en que, como siempre, el cielo ha empezado a nublarse. Hace un calor insoportable. Cristina la descubre en el cuarto de la plancha, especie de leonera rectangular pintada de cal azul claro. La ventana, altísima, da al mar. La mujer está sentada en una silla de anea, muy cerca de la máquina de coser. El suelo de aquella estancia es de losetas rojas.
—El veranillo de los membrillos… —murmura en aquellos momentos la costurera, con una voz cascada que entusiasma a Cristina. Es ya vieja. Lleva el cabello recogido en un moño. Todo blanco. Cara menuda, salpicada de arrugas, y unas antiparras que le cuelgan milagrosamente de una nariz respingona. Los ojos son muy pequeños, como dos granos de café. Y la boca también diminuta, con una lengüecita que parece de gato, y que en aquel instante saca para ensartar la aguja. Viste con pulcritud una bata de percal estampado, con delantal de sarga de amplios bolsillos. Bolsillos que despiertan la curiosidad de la niña porque de ellos ha sacado una lata de té en la que guarda el dedal, las agujas, las tijeras y un acerico de fieltro en forma de corazón. Calza unas zapatillas de felpa roja, y las piernas las lleva enfundadas en unas medias grises de algodón. En lo alto de la cabeza se ha colocado un geranio de color sarmiento, que había arrancado al vuelo cuando pasó por el jardín. La niña entra en el cuarto y ella alza la vista.
—¿Qué haces aquí? Dirás que estoy tonta porque me has pillado hablando sola.
Cristina se asombra. Se siente intimidada en sus propios dominios por aquel timbre de voz.
—¿Dónde vives? —le pregunta, con la esperanza de una respuesta absurda. Por ejemplo: que viva en el tronco de un árbol.
—Allá en los mil demonios —le contesta con misteriosa vaguedad la mujer—. ¿Y tú? ¿Eres de la casa?
La niña sonríe:
—No. Yo vivo en aquel armario.
—Haces muy bien. En una cajita de madera terminaremos todos.
A Cristina le entusiasma la idea de terminar en una cajita de madera como si fuera un kilo de pasas de Corinto.
—¿Me vas a hacer los «babis»?
—¿Son para ti?
—Sí. Voy al colegio la semana que viene. ¿Te gustan?
—No están mal. Para los años mozos. ¡Quién los tuviera!
—¿Yo tengo años mozos?
—¡Claro! Tú eres un retoñillo. ¿Cuántos tienes?
—Cumpliré seis dentro de poco. Seguro.
—Cuando yo tenía tu edad, ya había visto el cometa y habíamos perdido la guerra de Cuba. ¡Qué de cosas!
A la chiquilla le sorprende aquella especie de soliloquio.
—¿Me puedo quedar contigo?
—Si no vas a dar mucha guerra…
—No.
La vieja la mira.
—Pareces una niña buena.
Cristina se enfurruña y protesta:
—Ya soy mayor.
—¿Cómo los quieres? —pregunta la costurera de pronto. Casi sin venir a cuento.
—¿El qué?
—Los «babis», tonta. ¿Estás en las nubes?
—No sé. ¿Mi madre no te ha dicho nada?
—Yo con tu madre no me entiendo muy bien, hija. A mí no me han explicado nada de «babis».
Cristina siente una ligera punzada en el pecho. Le horroriza la idea de pensar que han podido olvidarse de ella.
—Espera, voy a llamar a mamá.
Pero la viejecita la detiene.
—Deja. No te molestes. Ya sé cómo tienen que ser los «babis». Con dos bolsillitos delante y que se abrochen por detrás. Y con un poquito de vuelo para que tengan gracia. Y más bien cortos para que te asomen los vestidillos y por la falda se vea que eres niña rica.
La viejecita habla y habla sin dejar de dar puntadas, mientras un rayo de sol se quiebra en el regazo de su bata de percal, como si fuera la sombra luminosa de un hijo. Las antiparras parece que van a estrellarse de un momento a otro contra las baldosas rojas, y a la niña no se le ocurre otra cosa que imaginarse una granizada de cristalitos blancos. De la silla de anea salta a la Singer como si fuera un tití.
—¿Tienes hijos? —quiere saber Cristina.
—Uno tuve.
—¿Se murió?
—Me lo mataron.
—¿En la guerra?
—No. En la calle.
—¿Cuántos años tenía?
—Siete.
—¿Y cómo era?
—Rubio, con los ojos verdes. Igualitos que los de su padre, que en Gloria esté.
—¿Le gustaba jugar?
—Mucho.
—¿Y a qué jugaba?
—A la guerra.
—¿Tenía muchos juguetes?
—Ninguno. Éramos pobres. Pero lo que más le gustaba eran los caballos de cartón.
—¿Le compraste alguno?
—No. —¿Por qué?
—Porque un caballo de cartón cuesta caro.
—¿Por qué te lo mataron?
—Porque sí. Porque había llegado su hora. Una mañana de domingo, yo acababa de bañarlo y vestirlo. Me acuerdo que llevaba unos pantaloncitos de pana y una camisa blanca. Y al cruzar la acera para ir a la iglesia, me lo mató un coche de caballos.
—¿Sí?
—Sí. Un coche de gente rica. Yo no me enteré hasta más tarde. Aquel día me había ido a coser a casa de una inglesa. Y vinieron a buscarme las vecinas. Y me llevaron al dispensario. Allí estaba mi niño, con la cabecita vendada y una sonrisilla en los labios, la misma que ponía cuando se quedaba dormido.
—¿Y no estaba dormido?
—No. Estaba muerto. Y aquellos señores, que eran muy ricos, le pagaron un entierro de primera. Y me dieron algunos billetes. Y duros de los de entonces. Y mi Lisardo tuvo un buen entierro, sí, señor.
—¿Cómo fue?
—Con la cajita de terciopelo blanco, forrada por dentro de raso celeste. Y las coronas eran todas de claveles, que debían costar un dineral.
—¿Por qué claveles?
—Cosas de gente rica.
—¿Y no le compraste un caballo de cartón?
—No. No puedo verlos. Ni en pintura.
Llegó el ansiado día. Cristina consigue reunir, en una cartera de box-calf, un cuaderno, una caja de lápices de colores, un sacapuntas y una pizarra con su esponja. Sin contar una inquieta alegría a cosa nueva. Ante un espejo con los bordes pintados de blanco que hay en el cuarto de baño, se admira vestida. Para empezar; han decidido que aquella primera semana lleve el «babi» de cuadros azules y blancos. El sombrero es de paja, con cuatro flores silvestres, y le hace la cara pequeña, enmarcando con envidia de crío la impaciencia reflejada en su rostro. Los cabellos sueltos y una inconstancia en todos sus gestos la convierten en un diminuto pegaso dispuesto a batir alas y lanzarse por el azul de la ventana.
—¿Vamos? —le grita la madre allá abajo, en el vestíbulo. La luz llega a romperse en la luminosidad del techo, atravesando como un dardo el hueco de escalera, desafiando el infinito de la mañana. La niña se apoya unos instantes en la baranda, sin decidirse a bajar, presa de una angustia indecible. Conocer caras nuevas, nuevas voces y rincones ajenos a su mundo de todos los días. Le flaquean las piernas y está a punto de echarse a llorar.
—¡Cristina!
La voz de la madre la obliga a bajar de prisa la escalera. A olvidar por unos minutos aquel miedo inexplicable que por primera vez en su vida la asalta con caricia de mano descarnada. La novedad, el misterio, la aventura, una fuerza invisible la empuja escalera abajo. Y ya en presencia de su madre, el convencimiento de que ha quedado atrás el peligro.
—¿Vienes conmigo, mamá?
—No. Te llevará Hamú en el auto.
—¿Y luego irás por mí?
—No seas idiota, querida. Hamú te recogerá.
Poco antes de atravesar la verja Cristina se vuelve, alza la vista hacia la balaustrada, fija sus ojos en el porche, con la esperanza de que Isabel esté allí, haya salido a despedirla y agite la mano en señal de saludo. Pero sólo ve un gato tendido en el primer escalón, ocupado en lamerse el vientre, de un color rosa pálido.
El colegio se halla emplazado en un lugar terrible. En pleno mercado. Ahogado entre almacenes de frutas y verduras. Próximo a las pescaderías. La puerta que sirve de entrada no es de fácil acceso. Imposible en auto. Las dificultades para aparcar son enormes, por la estrechez de las calles y el hacinamiento de puestos. Hamú se pone furioso. Termina por dejar el auto donde puede y tomar a Cristina de una mano. Hay que subir por una escalera bordeada de tenderetes, en los que venden especias. La diversidad de olores es tanta y tan prodigioso el colorido de todo aquello, que la niña, fascinada, llega a marearse. Por fin se encuentran ante un portalón de aluminio a medio entornar y allí, sin esperar más, Hamú la suelta de la mano y la deja sola.
De nuevo vuelve a convertirse para Cristina el suelo en la superficie sin fondo de un lago. Avanza por un camino empedrado, cercado de eucaliptos, espiada por otras niñas que andan desparramadas entre la sombra de los altos árboles. Llevan unos horrorosos uniformes que a ella quieren parecerle negros. El sendero es largo y difícil, como si nunca se fuera a alcanzar los peldaños que llevan a la puerta principal. Escalera de mármol. Y arriba, en el último tramo, la espera una monja con las manos escondidas en las mangas del hábito. Y que, por culpa de uno de esos complicados juegos de luz y de sombra que fabrica el viento con las ramas de los eucaliptos, parece haber perdido en aquellos instantes el rostro.
—¿Tú eres la niña que vive en el Monte? Ven conmigo.
Y aparecen inmensos corredores, llenos de luz a ratos y a ratos sumidos en una penumbra dulce. Cristina va detrás de la franciscana, cuyo rostro no consigue entrever. Procura igualar sus pasos. Pasan ante infinidad de puertas cerradas. Sólo una entreabierta, de la que sale un violento perfume a flores secas. Cristina aligera el paso.
—Es la capilla —susurra la monja, que a veces, siempre dependiendo del juego de luz o de sombra, es alta, muy alta, o baja y ancha como una tortuga gigante de los mares del Sur. Se detienen en una parte del pasillo, ante una puerta de cristal esmerilado. La monja llama antes de entrar.
—Sor Montserrat, aquí le traigo a la niña nueva. A la niña que vive en el Monte. —Y sin volverse, sin que Cristina pueda ver su rostro, pregunta—: ¿Cómo te llamas, hija?
—Cristina.
—Se dice para servir a Dios y a usted —y empujándola hacia una mesa de caoba con aires de ataúd, la franciscana que no tiene rostro abandona el despacho. Tampoco logra la niña ver con claridad la figura que, sentada tras aquella mesa, le resulta misteriosa.
—¡Siéntate, o acércate! No te veo. Debes de ser una niña muy pequeñita. ¿Sabes una cosa? Las más pequeñitas son las que con más facilidad entran en el cielo.
Aquella voz tiene gafas. Y cuando por fin descubre el rostro, deja de cavilar en su inquietud. Es una mujer gruesa, sonrosada, transparente.
—¿Cuántos años tienes?
—Seis.
—¿Sabes leer?
—Sí.
—Bueno. Te mandaremos a primera. ¿Y escribir?
—Un poco, sí.
—Se dice sí, hermana; o sí, madre; o sí, Sor Montserrat.
—Sí, hermana; sí, madre; sí, Sor Montserrat.
La religiosa se echa a reír y Cristina repite en su mente aquellas palabras, convencida de que se trata de un juego.
—Dame la mano.
Obedece. De aquella mano se desprende un calor amable. Calor de hogaza de pan. Una vez más es llevada a través de largos corredores, hasta hacerla entrar en una de aquellas aulas de puerta cerrada, que se abre sin ningún sigilo ante la presencia arrolladora de la franciscana. Es una habitación grande, iluminada por tres ventanas que dan a una especie de patio abierto. Está llena de niñas de uniformes de color azul marino. Niñas sentadas en altísimos pupitres de madera, que se levantan en cuanto aparece la monja en el umbral. De aquel patio abierto llega, atraído por el viento, un intenso aroma a café tostado, y el ruido monótono que produce la máquina del tostadero trae al recuerdo de Cristina el de los vaporcitos que atraviesan el estuario allá en su casa del Monte. Pero en cuanto deja de soplar el viento, huele a tinta, a cadaverina y a orines. Sin contar con las flores secas.
—En ausencia de nuestra madre superiora soy yo la encargada de presentar a la nueva alumna. Di cómo te llamas, hija. Anda. Se lo dices primero a la hermana Concesa, quien va a ser tu profesora. Y luego a todas tus compañeras de clase.
Cristina asiste horrorizada al desprendimiento de aquella mano cálida, convencida de que al perder todo contacto con ella caerá en el vacío.
Sor Concesa es una mancha abstracta sentada ante una mesa. Y la niña no sabe si las palabras que ella pronuncia salen de su boca, si de verdad son sus labios los que se mueven.
—Más alto, hijita. Que te oigan ahora todas tus compañeras.
—Cristina Cardovan.
—¿Cómo?
La puerta, al cerrarse, produce un chirrido que a ella le parece el graznar de una bandada de cuervos cuando emprenden el vuelo.
—Cristina Cardovan —grita sin gritar, desprovista de toda seguridad.
—Cristina Cardovan, siéntate, por ahora, en el banco del fondo. Junto a Laurita Olcedo. Y otra vez que se te pregunte el nombre habrás de decir: Para servir a Dios y a usted… Porque siervos del Señor somos.
Las niñas, con uniformes de un azul que parece negro, lanzan frases cortadas al paso de la nueva. El aula se convierte en un vendaval de murmullos. Frases agudas. Una de ellas tira la primera piedra. Al pasar Cristina junto a su pupitre, de un manotazo le arranca el sombrero, que va a parar al otro extremo de la clase.
—¡Mal educada! Al colegio no se viene con sombrero —le grita con voz de falsete.
—¡Martes de Carnaval! ¡Domingo de Piñata! —chilla otra.
Y mientras la niña busca, atolondrada, su sombrero, las voces repiten alocadas en torno a ella:
—¿Me conoces? ¡Máscara!
A través de las lágrimas, la niña intenta mirarse el «babi» de cuadros azules y siente por primera vez la punzada grave que da la enfermedad del ridículo.
—Cristina Cardovan, venga usted aquí. Venga, venga. Acérquese.
Sor Concesa, al ver el griterío que se ha formado y el alboroto que arman sus alumnas, llama a Cristina antes de que alcance su ansiado puesto en el pupitre. La chiquilla desanda los pasos andados.
Para la niña la monja no es más que una mancha confusa traspasada por la neblina de sus lágrimas, como esos castillos fantasmales que con tanta frecuencia figuran en las láminas de sus libros de cuentos.
—¿Qué significa esto? Traiga ese sombrerito. Las florecillas se las vamos a arrancar para que adornen el vestidito del Niño Jesús. Y le va a decir a su mamá que aquí no se viene a una feria de vanidades, sino a un colegio de religiosas. Que tiene que venir vestida como sus compañeras.
La mañana, la primera mañana del colegio, transcurrió para Cristina larga, muy larga, con frecuentes huidas imaginadas al jardín de su casa, y del jardín al macizo de hortensias y allí, con los ojos entornados, apreciar mejor el ruido de un vaporcito cargado de manzanas que por lo visto se ha quedado estancado en las tranquilas aguas del estuario.
Julio ha estado fuera unos días. A Cristina la llevan y la traen del colegio en taxi. Del extranjero comienzan a llegar a la ciudad, en cantidades desorbitantes, toda clase de productos alimenticios. Isabel, cuando no anda enfrascada en una de sus obras de caridad, se encuentra en la ciudad recorriendo las tiendas de ultramarinos, a la caza de vistosas latas de conservas, brillantes tarros de cristal con el más absurdo contenido, y cartones gigantescos y chillones hinchados de todo lo que en este mundo pueda parir la fécula o el gluten. Luego organiza entre sus amistades —de círculo restringido— las más recalcitrantes cenas frías, con cangrejos del Cáucaso, pollos casher del Canadá, hígado de pato silvestre cazado en las lagunas de Escocia, pepinillos a la vinagreta cosechados en Boston.
Cristina llega cansada del colegio. Harta de ese contacto humano con otras niñas que ella no entiende. Es entonces cuando con más agrado busca refugio en el armario. Nadie se preocupa por ella. A nadie se le ocurre llamarla para que meriende. Algunas veces toma la determinación de echar un vistazo por el office, registrar las alacenas y devorar galletas digestivas que roba de un paquete ya abierto y destripado, en un descuido de Isabel. Con un puñado de galletas y un libro cualquiera mitiga la falta de calor, la ausencia de una voz que responda a sus interrogaciones, a sus monólogos hinchados de preguntas. En la casa no hay nadie que siga las reglas del juego. Cuando menos lo espera, y en particular cuando se enfrenta con el espejo, se le aparece ante los ojos la imagen de una chiquilla con uniforme oscuro. Horrorizada, ahoga un grito y sale de estampía. Julio llega de su viaje hecho polvo. Ha tenido un pinchazo cuando ya estaba cerca de la ciudad. Al oír voces en la terraza, se desliza con sigilo por la parte baja de la balaustrada y entra en la casa por la puerta de servicio. En la cocina, la cocinera, sentada ante la mesa, toma el té. A la niña se la tropieza en el rellano del primer piso. Al pronto no la reconoce.
Las puertas de la ventana que hay al fondo del pasillo están entornadas y la luz es escasa porque la tarde anda ya adelantada.
—¿Eres tú, Cristina?
La niña se echa a reír.
—¿Quién quieres que sea?
El hombre se inclina para dejarse besar una mejilla.
—¿Qué haces aquí sola?
—Mamá tiene visita.
—No es nada nuevo.
—¿Me has traído algo?
—No, hijita. No he tenido tiempo.
—¿Cuándo vas a llevarme contigo?
—La próxima vez.
De pronto Julio, que había iniciado la marcha hacia el dormitorio, se vuelve.
—Oye, nena, ¿qué te pasa?
—No me pasa nada.
—Te noto algo raro.
Julio llega hasta el fondo del pasillo, abre de un solo golpe las puertas y espanta una pandilla de gorriones que brota en bandada de la madreselva. El cielo ha empezado a teñirse de rojo.
—Pero ¡si estás vestida de negro!
—No es negro, que es azul. Es el uniforme del colegio.
—¿Y eso qué es? —inquiere el padre, señalando con el índice las piernas de la niña.
—Son medias —explica la chiquilla con voz ufana—. Tenemos que llevar medias.
—¿Dónde está tu madre?
—Ya te lo dije. Abajo, con unas amigas.
La niña sigue a su padre, que baja la escalera dando zancadas. En el vestíbulo se encuentra con la criada mora, que sale en aquellos momentos del salón con una bandeja cargada de tazas vacías.
—Llame a la señora, Auicha. Dígale que la espero en el despacho.
—Sí, señor —vacila la mujer, sin saber si es preferible dejar antes su cargamento en la cocina. Opta por depositar la bandeja encima de una consola y, arreglándose los pliegues del delantal con la coquetería de un esbozo de Rembrandt, entra en la sala. Julio se ha lanzado al despacho, seguido de Cristina, que se protege tras las anchas espaldas del padre. Poco después llega Isabel, arrebujándose en un chal.
—¿Sabes que ya no se puede estar en la terraza? Se está empezando a sentir el invierno. ¿Qué querías, Julio?
—Isabel —ruge Julio—, ¿puedes decirme qué significa esto? —y al decir «esto» agarra con brusquedad a la niña por la cintura, la atrae hacia él y señala el vestido.
—No sé a qué te refieres, hijo —exclama Isabel desdeñosa, sentándose en el brazo del sillón Morris.
—Esto —insiste Julio.
—¡Ah, ya! Es el uniforme del colegio. Fue una tontería ponerle a la niña un «babi» de cuadritos azules. No habíamos pensado que iba a un colegio de religiosas.
—¿Y esto? —Julio levanta la falda de la niña, que hace enormes esfuerzos por impedirlo, y muestra sus piernecillas, enfundadas en unas medias negras.
—Medias. Medias negras, Julio. Me parece muy natural.
—Pues a mí no. A mí me parece muy inmoral.
—Julio… Mis amigas me están esperando. No vamos a discutir. Sería inútil. No veo la inmoralidad por ninguna parte. En Inglaterra he visto niñas uniformadas así…
—Uniformes. Uniformes y escala de valores. Cada cual en su puesto. Isabel, mi hija no llevará uniforme en lo que le quede de vida. ¿Entiendes? No volverá a llevarlo. Medias negras a una niña de seis años, para que se pongan en su punto los viejos libidinosos que encuentre por la calle. Eso es pornografía…
—¡Qué fastidio! —lanza Isabel frunciendo el entrecejo—. Está visto que la tienes tomada con las monjas. Que ves con malos ojos que tu mujer sea una verdadera creyente.
—Tú no eres una verdadera creyente, Isabel. Tú eres una insatisfecha.
—¡Julio! —grita Isabel.
—Y tus amigas… Yo sé lo que necesitan tus amigas —y el hombre empieza a decir barbaridades. Cristina consigue huir de las garras del padre, con los ojos arrasados de lágrimas. Del despacho salen voces. Luego se oye un portazo. Acurrucada bajo el macizo de hortensias, Cristina piensa en aquella palabra. Pornografía. Palabra que acaba de quedar grabada en su mente de niña como la más terrible de las enfermedades.
Cristina siente un secreto amor por los cuartos oscuros, por los rincones del jardín en que reina la sombra. Por las aguas estancadas de una alberca rodeada de helechos, y en cuya superficie se refleja con misterio el intrincado ramaje de una higuera bereber. Ha sido un secreto amor de siempre. La niña cena en su cuarto. Luego, ella misma se desnuda, se pone un camisón de dormir y se mete en la cama. Todavía queda en el horizonte un fragmento de cielo claro. En el lecho espera, con ese interés que ponen los niños en todo fenómeno que de momento no tiene para ellos explicación lógica, la llegada de la noche. Asiste arrobada al proceso de conversión en personajes maravillosos de casi todos los objetos que pueblan su alcoba. El viejo sillón de estilo Victoriano, el de la abuela, se convierte en un amable gordinflón que la saluda con ceremonia. La cómoda Isabelina tiene algo de solemne carroza que espera la llegada de unas princesas. Y alcanza la plenitud de su mundo cuando, acercándose al hueco de la ventana, si la noche no es de luna, consigue jugar a descubrir el significado de cada árbol de los muchos que pueblan el jardín. Casi siempre, Isabel, al encender la luz de su dormitorio, lo estropea todo.
Estuvieron ocho días sin cruzarse palabra. Julio dormía en la habitación del fondo. La de los huéspedes.
Una noche Cristina oye a su padre golpear con los nudillos en la puerta de la alcoba que hasta hacía poco habían compartido los dos.
—Isabel…
—¿Qué quieres, Julio?
—Quiero acostarme.
—Tú tienes tu habitación, Julio. Una habitación para ti solo.
—No digas bobadas. Ya pasó todo, querida. No me he casado contigo para que tengamos que dormir como si fuéramos unos desconocidos. Además, ya lo sabes, no quiero que luego te vengan con cuentos. Que si voy… O que si no voy. Me molesta tener que recurrir a gente extraña. Tú ya me entiendes. Yo soy un hombre, Isabel. Necesito de ti.
—No grites. Te va a oír la niña. Lo siento, Julio. Pero yo no necesito de ti.
—Además, tengo que hablar contigo. Estamos invitados a una fiesta. Es una fiesta importante. Y no puedo ir solo. Causaría mal efecto.
—¿Dónde? ¿Para qué?
—En casa de Sam. En honor de los banqueros suizos que piensan abrir un establecimiento bancario en la ciudad. Seguramente serán ellos los que nos concedan un crédito para el asunto de los tejidos. Se trata de nuestro porvenir, Isabel. Del porvenir de nuestra hija.
—No, Julio no. Eso es un pretexto. Yo soy una mujer de principios estrictos. ¿Acaso no lo sabes? Tengo un círculo de amistades muy restringido y ningún interés de ampliarlo. Sabes también que me molesta conocer a gente de otra religión o de otra raza. Y no olvides, Julio, que nosotros vivimos en el Monte, y el Monte es un mundo aparte.
Julio, al oírla, sonrió con sarcasmo.
—Por una vez, mujer. No puedo ir yo solo.
—Lo pensaré.
Al decir esto apagó la luz. Se oyeron los pasos de Julio alejándose en dirección a su cuarto. El cuarto de los huéspedes. Cristina aspiró entusiasmada el aire de la noche, ya tranquila porque cada árbol había recuperado su significado de siempre.
Allí estaba su madre. Mirándola. Con un vestido negro y una piel sobre los hombros. Llevaba las manos enguantadas y sostenía una bolsa de malla dorada. Toda ella despedía un intenso perfume a no sé qué.
Y era bastante tarde porque se oía cantar a los gallos.
—Venimos de una fiesta —explicó; la voz no parecía surgir de su garganta. Era como si las palabras brotaran lejos de su cuerpo.
—Queríamos saber si estabas bien arropada.
—¿Me has traído algo?
—Una sombrilla de papel y un gorrito de bruja.
—¿Puedo verlos?
—No. Ahora duérmete —recomendó Isabel alejándose. Pero siempre la voz surgía del rincón más inesperado de la alcoba. Al llegar a la puerta se detuvo y volviéndose ya casi en el umbral, con una sonrisa poco frecuente enmarcándole el rostro, anunció:
—Mañana no tienes que levantarte temprano. No irás al colegio.
Las palabras y el perfume quedaron vagando por el cuarto. La madre ya había desaparecido. Al día siguiente Cristina no fue al colegio. Ni el otro. Ni nunca más. A la semana la mandaron al liceo. Llevaba el «babi» de cuadros amarillos. Sin sombrero, porque hacía un tiempo espléndido. El liceo estaba enclavado en la parte moderna de la ciudad. Allí conoció a Alicia.