—¿SABES UNA COSA, JULIO?
Julio mira a su mujer como si ésta fuera un bicho raro. Como si de pronto fuera a comunicarle que la guerra no ha terminado. Que es mentira. Y que los alemanes van a llegar a la sala de un momento a otro para pedirle cuentas.
—Al ir esta tarde al colegio para recoger a Cristina y llevarla a la costurera, entablé casualmente conversación con una señora que conoce a mi prima Angelines. ¿Te acuerdas de Angelines? La que ahora vive en Santander. Resulta que ella ha vivido en el mismo inmueble. Y se conocen. Es una señora simpatiquísima. Estuvimos charlando un rato. Tiene una hija de la misma edad que la nuestra. Y en la misma clase.
Julio ha terminado por asomar la cabeza por encima de un Boletín Oficial de la Zona.
—¿Va mucho a la iglesia?
—¡Qué cosas tienes! No se lo he preguntado. Tampoco soy una beata de ésas… Ni una cursi, creo yo, que rehúye hablar con la gente.
—No.
—Está bien. Además, tengo edad y experiencia suficiente para conocer y saber distinguir quién es y quién no es una verdadera señora. Ya sabes que el marido de mi prima Angelines es un hombre de muy buena posición.
—¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu prima?
—Pues desde que nos casamos. Poco antes de nuestra boda estuve en Madrid. Unos días. Vivían entonces muy bien porque el tío Gonzalo era ministro de no sé qué…
—Sí, Ministro por un día.
—Recuerdo que, como ya hacía dos años de lo de Laura, insistieron en que fuera con ellos al Real, a una de las últimas funciones.
—Voy a acostarme.
—No se te puede hablar.
—No seas tonta, mujer. Estoy cansado. Mañana invitas a merendar a esa señora y a su hija, y luego os vais al cine.
—Si las invito, será para quedarnos aquí, charlando, en el salón o en la terraza. Ahora que recuerdo… Mañana no puedo. Tenemos Junta.
—Pues mira: no estaría mal que la invitaras a una de tus Juntas. Y que la hicieras miembro de esas sociedades benéficas tuyas, gracias a las cuales ya no hay pobres en el mundo.
—Sin ironías, Julio. Ya lo había pensado. Una mujer que hoy en día tiene un «Packard», con lo cara que está la gasolina…
Isabel tiene un día agitado. Telefonea a la presidenta de la Junta de Damas de no sé qué y llena el auricular de disculpas falsas. Cristina, por ser jueves, no ha ido aquella tarde al colegio.
—¿Dónde estás?
—Estoy aquí, mamá, leyendo.
—Pero ¿todavía estás así?
—Estaba leyendo.
—Mira, ponte el vestido de terciopelo rojo. Dile a Basilia que te lo ponga. Anda, date prisa. Y que te peine.
—¿Vamos a algún lado?
—No. Esperamos para merendar a tu amiga Alicia y a su madre.
Cristina guarda silencio.
—¿No dices nada? ¿No es amiga tuya Alicia?
—No la conozco muy bien. Se sienta en el último banco. Pero es muy bonita.
—Tú tampoco eres fea, hija —confiesa inesperadamente Isabel, mirando con cariño a la chiquilla en uno de sus extraños momentos de extraversión tan poco frecuentes en ella.
—Pero no tanto —explica la niña. Y sube la escalera recitando una poesía recién aprendida en el colegio:
Le vent qui les invite,
jamais n’en trouve assez;
Valsez, valsez plus vite!
Pauvres feuilles, valsez!
Isabel no tiene más remedio que sonreír. Basilia aparece en el salón. Sin prisas.
—Señora…
—¿Qué ocurre, Basilia?
—Que el cuello de encajes que tiene el vestido de la niña está muy arrugado.
—Pues se plancha, mujer. Se plancha.
—Se plancha. Se plancha. Más vale que me paguen como Dios manda y no den tantos consejos. Mucho hablar de los pobres…
—¿Qué murmuras, Basilia?
Basilia, gorda y descarada, mira hacia la terraza por la ventana y contesta con voz alta y clara:
—Nada, señora. Que me parece a mí que va a llover.
—No lo quiera Dios. Le he dicho a Auicha que coloque la mesa en la terraza.
Isabel, como siempre, está sentada, con una carta que acaba de recibir en la mano. De pronto se levanta:
—Voy a cortar unas rosas y preparar un ramo para la mesa. Mire, Basilia, le dice usted a Auicha que ponga en la mesa el mantel adamasquinado que está en el armario del primer piso. Ella sabe cuál es. Aquí tiene la llave. ¿No han mandado un encargo de la confitería?
—Que yo sepa, no, señora.
—No gana una para disgustos. Tendré que volver a llamar. Y las rosquillas le han salido a usted sosas. La otra vez las sacó mejor. Parece que lo hace expresamente para no lucirse cuando tengo invitados.
—Ya sabe la señora que ese azúcar que compra el señorito por sacos, no endulza nada.
Isabel sale al jardín. Y Basilia se marcha por la puerta que lleva al vestíbulo, cantando:
¡Que llueva, que llueva!
La Virgen de la Cueva…
Rosquillas… ¡Rosquillas te iba a hacer yo!
Cristina se mira en el espejo del cuarto de baño sin el menor viso de coquetería. Al contrario, verse con el vestido de terciopelo rojo le hace gracia. Basilia, que la ha peinado de mala gana, como todo lo que ella hace, ha volcado medio tarro de esencia de pino sobre la cabeza de la pequeña. Cristina se considera ya uno de aquellos árboles:
—¿No me caen piñas ni piñones, Basi? —pregunta mientras se retuerce como si fuera un arbolillo azotado por una ventolera.
—¡Para bromas estoy yo! Deja que termine de plancharte «el cuellecito». Ya verá tu mamá lo que es bueno…
Por ser la Virgen de la Paloma,
un mantón de la China, China-na…
Te voy a regalar.
—¿Qué es «chinana»?
—Un bicho muy feo que se come a las niñas preguntonas.
—Pues entonces no sé por qué me lo tienes que regalar.
—Anda, loro; calla, loro.
—¡Corre, Basilia, que ya están aquí!
Por la ventana del cuarto de la plancha, o ropero, o la leonera, o como quiera el demonio que se llame, Cristina descubre la severa silueta de un «Packard» negro, cuyos cómodos neumáticos van pisando la grava. Frena a pocos centímetros de una palmera enana.
Isabel baja los escalones que separan la terraza del jardín, y con una sonrisa abierta de anfitriona a lo gran mundo —que hubiera sor-prendido a Julio— acude a recibir a Lola Quijano. Alicia, que tiene a la sazón cinco años, la cabeza atiborrada de rubios bucles, se ha sollado de la mano de su madre y brinca en torno a un macizo de anémonas. Las dos mujeres se han estrechado la mano. Lola es alta, alta y prodigiosamente delgada. Tiene un rostro pequeño, mal nimbado por una cabellera espesa, teñida de rojo, que aparentemente apenas se peina. La boca de Lola es grande, de labios finos, y los ojos pequeños y vivos. Ojos inquietos. De esos que no paran. Lleva un vestido gris y una estola de piel sobre los hombros. Examina un rosal, con atención fingida. Luego levanta la mirada igual que un pájaro cuando levanta el vuelo, para posarla en la fachada de la casa.
—Estas casas antiguas tienen mucho encanto.
—Y muy poco confort —puntualiza la dueña arrebujándose en un chal imaginario. Isabel parece que tiene siempre frío.
Se han cogido del brazo y ahora suben los escalones de piedra con premeditada lentitud.
—¿Dónde está Cristina? —pregunta Alicia.
Isabel admira.
—Esta niña tiene un cabello precioso —confiesa observando la trepidante cabellera de la chiquilla.
—Una complicación más.
—¿Quién la ha peinado?
—Ese «horror» es obra de una vieja chacha que tenemos en casa.
—No es tan horror, mujer. A mí me recuerda a alguien.
—Claro a la «menina» de Shirley Temple.
Las dos mujeres se echan a reír. Alicia, imperturbable, ajena a tantísimos bucles que pesan sobre su cabeza de niña, pregunta decidida:
—¿Viene por fin Cristina?
—Ahora bajará, hijita.
Llega a un rincón de la terraza en el que Isabel ha hecho preparar la mesa. Los sillones de mimbre tienen colocados sobre los asientos mullidos cojines de felpa. Lola aspira con fuerza el perfume de la madreselva.
—¡Qué delicia!
—He retirado la mesa de esa esquina, aunque hubiéramos estado en ella más protegidas del aire, porque terminaríamos con dolor de cabeza.
—Eso sí.
Se sentaron. Y al hacerlo, Isabel descubrió que las piernas de Lola eran bonitas. Un poco delgadas, pero de tobillos finos y línea perfecta.
—¿Hace mucho tiempo que vives en la ciudad?
—Desde que empezó la guerra. ¡Me encantan los muffins! —exclamó de pronto sin venir a cuento.
—Mamá, yo quiero ver a Cristina.
Isabel indicó:
—Cristina es una niña muy tímida.
—Alicia es todo lo contrario —confesó Lola—. ¡Siéntate bien! No pongas los codos encima de la mesa. ¡Qué espanto de niños!
Cristina apareció seguida de Basilia.
—Saluda a la madre de Alicia, hijita.
—¿Cómo está usted?
La voz de Cristina sonó tan apagada, que Lola se echó a reír. Era una risa que no hacía daño.
—En efecto, es muy tímida.
—Yo no he saludado, mamá —declaró Alicia.
—Como siempre, hijita.
—Os habíais olvidado de mí con tanto charloteo.
Y al decir esto se encara con Cristina, que en aquellos momentos parece un gato asustado.
—¿Has hecho los deberes? Charlemagne, roi de France…
Pero Lola la cortó a tiempo:
—No, por Dios. No nos hagas una exhibición de tu cultura.
—Cristina, enséñale tus juguetes a Alicia, y el jardín. Anda, querida. Haz le tour du propriétaire.
Lola pregunta:
—¿Cómo haces tú los souflés?
Alicia tiende su mano. El rojo vivo del vestido de Cristina contrasta con el tinte apagado y oscuro de las hojas de un limonar. Alicia mueve la cabeza. Los bucles parecen caballitos de un tiovivo.
—Mira lo que hago… Mamá dice que con este peinado parezco un árbol de Navidad. ¿Te gusta mi vestido? Es celeste. A las rubias nos va el celeste. El tuyo tampoco es feo. Bueno. ¿Me vas a enseñar el jardín, sí o no?
Cristina se aferra aterrorizada a las hojas de un laurel. Ya van jardín adelante. De pronto Alicia dice:
—Jesús caminaba sobre las aguas, y no se caía —al decir esto ella misma hace equilibrios sobre la pista de piedra, como si aquella franja fuera el mismísimo mar de Tiberíades. Aquello interesa a Cristina:
—¿Por qué?
—Porque es Jesús.
—Ven. Vamos a tumbarnos en un sitio donde la yerba no manche.
—Petit roi Dagobert —canturrea Alicia—. San Nicolás resucitó a tres niños que un carnicero había descuartizado y guardado en una tina. II était trois petits enfants, qui s’en allaient glaner aux champs.
Tiene una voz bonita. Cristina la oye casi con embeleso. Al menos, arrobada.
—¡Anda, canta conmigo!
—No.
—¿Por qué?
—No sé cantar.
—Sí, anda.
Pero la voz de Cristina es como la de una ranita. Y al cabo de unos segundos deja de cantar y está a punto de que se le salten las lágrimas.
—No sé.
Entonces Alicia, con mucho tacto, exclama:
—Mira: una pasionaria.
—¿Sí?
—Oye, ¿qué flor es ésta?
—Ven —invita Cristina—. Aquí hay un árbol que tiene unas flores rojas pequeñitas. Que se chupan y están dulces.
—Jesús entró en Jerusalén subido en un asno blanco que se llamaba Pituso.
—Eso es mentira.
—No.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha contado mi madre. ¿A ti tu madre no te cuenta la vida de Jesús?
—No. A veces mi padre me cuenta chistes…
—¿Y cómo son?
—Chistes de «caca» para que yo me ría.
—¿Y te ríes?
—Sí. Me río con el de la señora gorda que no quiso tirarse un «fu».
—¿Un qué?
Cristina susurra al oído de Alicia:
—Un peo.
Y las dos se parten de risa, sin venir a qué.
—¿Y a ti tu padre no te cuenta chistes? —quiere saber Cristina.
—Yo no tengo padre.
—¿Se murió?
—¡Cualquiera sabe! Mi madre vive con Elías.
—¿Sabes el cuento de la vieja que vivía en una bota y tenía muchos hijos?
—Lo sé en francés.
—Yo lo sé en inglés. Pero tú lo sabes todo… —se admiró Cristina.
—Mira, hoy en la cocina, Rosario le ha dicho a la nueva, refiriéndose a mamá: «Hay que ver la suerte que tienen algunas».