1928

—¿Q TE PASÓ AYER?

Laura se ha quedado con una mueca bailando en el aire. Una mueca de decrepitud y cansancio. Como si su cuerpo hubiera absorbido toda la lluvia del Monte. La almohada parece un valle, un valle en miniatura sembrado de espliego. El rostro menudo y fino guarda la palidez de los viejos grabados, y las huellas de una problemática enfermedad aparecen clavadas en la cuenca de sus bonitos ojos.

Jaime, que se ha sentado en la cama, con su abrigo color de tabaco, sus zapatos de charol de punta afilada, y su olor a ron quina, se limita al silencio. Clava como un gavilán la mirada en los ojos de la enferma, y no dice nada. Las manos de Laura son dos pájaros muertos, abatidos en pleno vuelo, que intentarán inútilmente batir unas alas que ya no pueden con el tamaño del cielo. Lidia, que ha subido a verla con Julio, permanece cerca de la ventana de guillotina y contempla el jardín, cegado de lluvia. Consuelo, sentada en una mecedora, borda cabizbaja.

—¿Tú crees, Julio, que de verdad debemos hacer venir a los padres?

—Isabel tiene miedo de que el proceso de ese dichoso enfriamiento termine en algo feo. Parece que Laura no anduvo nunca bien del corazón.

—El médico, desde luego, no es partidario de que se mueva de aquí con este tiempo.

Consuelo, que se ha levantado para tomar la caja de la costura, que se ha quedado olvidada en el alféizar de la ventana, oye los últimos retazos de la conversación y comenta:

—Yo la veo peor cada día. No tiene más que ojos.

Y vuelve a la mecedora y al bordado de punto de cruz.

—¿Quieres una tacita de té, Laura?

Laura hace como que sonríe.

—No.

—Te reconfortará. No debes deprimirte, hijita.

Pero en Laura todo se convierte en una despiadada conformidad.

—Bueno…

Entorna los ojos y aspira el olor, mezcla de naftalina, jabón de afeitar y ron quina de Jaime.

—Eres un canalla —musita con melodramática comicidad.

Jaime, que no consigue disimular su inquietud, pregunta solicito:

—¿Quieres que te suba un poco la almohada?

—Eres un canalla —exclama divertida Laura en voz menos baja.

—Van a oírte, Laura.

—¡Qué importa! ¿Crees que me importa?

—No seas niña. Debes de tener fiebre.

—No, Jaime. Es otra cosa. Tú lo sabes.

Lidia, que da vueltas a uno de sus bucles, portentosos bucles que se han mantenido indemnes a través de los años y que han pasado tras muchísimos tonos a un rubio azulado, conversa con Julio:

—Isabel no se habla con Jaime.

—¿Tú crees, mamá?

—Estoy perfectamente convencida. Lo he comprobado durante los almuerzos.

—Mamá, eres única para crear un clima de mutua antipatía.

—¡Mira como se ha puesto aquella esquina del jardín de champiñones!

—No empieces a jugar con tus trucos…

—Y se agarran al abedul con una pasión llena de vicio.

—Mamá…

—Bueno, Julio. Ñoñeces, no. ¡Cómo te está poniendo Isabel!

Laura vuelve a utilizar su voz:

—Jaime, ayer te oía pasar.

—¿Cómo sabías que era yo?

—Sé cuando eres tú el que pasa por la ventana. ¿Adónde ibas?

—No te agites.

Lidia prosigue:

—No, Julio.

Laura habla con voz que quiere ser bronca:

—La muerte…

—¡Qué tontería!

La habitación se llena de voces entremezcladas.

—Es algo tan importante…

—Una cosecha que puede dar dinero.

—¿De qué?

—Julita se ha separado del marido.

—¡Abrázame!

—¿Has visto lo cariñoso que está Jaime con Laura?

—¡Cálmate, Laura!

—Pon tu mano sobre mis senos.

—Ahí viene Isabel. ¿Dónde estaba?

—Ven luego.

—¡Cierra esa puerta!

—No deja de llover.

—¿Qué se sabe de la hija de Amalia?

—Nada. Vino a verme la madre. Pero la hija, como los mirlos en los cuentos japoneses, se esconde.

—Amalia le ha echado hoy a la salsa carmín bretón.

—Nadie la ha visto.

—Nadie la conoce.

—El día se lo pasa en la ciudad.

—¿Y las noches?

—Por favor, Jaime, vuelve luego. No me abandones.

—Laura, querida, te dejamos. Con este charloteo no me extraña que te duela la cabeza. ¿Quieres algún libro? ¿Quieres algo de la ciudad? ¿Qué se te apetece?

—Nada… Consuelo, que ha levantado la vista, abandonando su labor de punto de cruz, se pincha un dedo. Y empieza a brotar sangre.