—¿QUÉ ES ESO?
—Un mirlo.
Un automóvil sube la cuesta. La luz de los faros ilumina una parte de los árboles que se divisan al fondo de la balaustrada.
—Este calor es de tormenta —presagia la vieja.
Cristina ha entornado los ojos. Siente como un violento deseo de acariciar toda la tierra. Pero se limita a extender los brazos. Se tumba boca arriba en el suelo, permanece quieta mirando al cielo, tachonado de muchísimas estrellas.
—¿Estás loca? Vas a coger frío. ¡Vamos para adentro!
—¿Sabes de lo qué tengo ganas, Consuelito?
—Algo raro será.
—Tengo ganas de un pedazo de pan con aceite, pero de ésos a los que hay que frotarle mucho ajo…
—¡Menudo problema! Ahora mismo, hija. Y otra noche, si quieres, hacemos un gazpacho fresco. Y otra, pinchitos. No. Si nos vamos a divertir…
—¿De veras?
—Sí. Y otra nos vamos a la ciudad y nos metemos en una tasca, y comemos un montón de sardinas asadas con vino tinto.
Cristina abre la boca, traga una bocanada de aire, aire que sabe a mar y a pinos. De pronto se le ocurre pensar otra vez en Alicia, enterrada allá abajo.
Ha dormido mal. Ha soñado que se paseaba por el jardín de la casa, distinto al de siempre, provisto de amplias avenidas. Se paseaba desnuda, y el sol era tan intenso que le quemaba la piel. Avanzaba por aquellos interminables senderos, sin conseguir alcanzar los bordes, bordes de blando césped, sobre los que crecían solemnes y gigantescos cedros. A la sombra de estos árboles descansaban familias enteras de canguros que tomaban la merienda. Una avioneta —que a Cristina al principio quiso parecerle un buitre— la perseguía desde hacía rato. Cuando alzó la vista —hacia un cielo como de trapo blanco— vio que la tenía muy cerca. Era una avioneta extraña. No era como una avioneta cualquiera. Tenía la forma de un féretro en el que se hallaba recostada su madre, vestida de smoking y chistera, como en las viejas películas musicales americanas. Al pasar junto a ella, casi aplastándola, gritó:
—¡Pórtate bien, Cristina!
Despertó bañada en sudor. El calor era inmenso, y aunque las puertas estaban entornadas, del jardín no llegaba una gota de aire. Los mosquitos la atacaron en el cuello y en los hombros, con la voracidad de vampiros liliputienses. El escozor era insoportable. Tuvo que acercarse a la cómoda y recurrir a un tarro de colonia barata que le arrancó la piel. No obstante, sintió un ligero y grato escalofrío. Pero la sensación pegajosa y estúpida del calor volvió a renacer en seguida. Con más intensidad. Una tormenta había descargado en el otro extremo de la ciudad, y hasta allí sólo llegaba el ruido sordo de algunos truenos, precedido del resplandor de los relámpagos. Era como si en un lugar apartado, desconocido de Cristina, se estuviera celebrando una verbena. Sin embargo, el cielo que protegía aquella parte del Monte aparecía soberbiamente estrellado. No quería enterarse de nada. Tuvo que apoyar la cabeza en el alféizar, empujar bruscamente las persianas, destripándolas contra el muro en un golpe seco, y aspirar con fuerza todo lo que la noche arrancaba de puro y maravilloso. Lo de siempre, porque en aquellos instantes Cristina se convertía en una insaciable devoradora. La lluvia moja el jardín. El ruido que producen las primeras gotas al caer sobre las hojas de las plantas es el de una música dodecafónica que sirviera de fondo a la inusitada sensación de desamparo que en aquellos momentos anda albergada en su cerebro. Con ademán inútil y desdeñoso extiende los brazos hacia fuera, dejándoselos acariciar por aquella agua de verano, con la absurda pretensión de ahogar en la precipitación líquida de unas cuantas nubes un sentimiento que a través de los años se ha convertido en algo harto familiar y angustioso. Sin venir a cuento se acuerda de Consuelo, que duerme en una habitación del piso bajo, perdida en el pasillo de la cocina. Siente entonces un intenso deseo de acudir a su lado, de deslizarse como una viborilla en su lecho. Mujer delgada y misteriosa que habla de un pasado que ella desconoce. Le encantaría pensar que abrazarse a Consuelo es algo así como abrazarse al tronco de uno de los muchos árboles que pueblan su jardín.
Amanece espléndido. De la tierra se alza un perfume penetrante y vago fabricado por la lluvia de la noche. Consuelo, asomada a la ventana de la alcoba de Cristina, descubre en el jardín vecino la presencia de Emma. Cristina debe de andar en algún rincón perdido de la casa, acariciando gatos, o escondida bajo cualquier planta, leyendo con indolencia una novela terrible. La mujer mira con descaro el jardín que desde aquella casa nadie mira. Emma la ha reconocido. Pero no dice nada.
—¿No te acuerdas de mí, Emma?
—¡Claro que me acuerdo de ti! Tú eres Consuelito.
—Pues, hija, di al menos buenos días.
—Yo no saludo a los habitantes de esa casa.
—Los habitantes están de viaje.
La figura de Emma se borra entre las ramas de un jacarandá. Tiene un jardín muy cuidado. Su voz llega de tal modo a compenetrarse con aquella planta, que a veces parece que hablan las ramas. Tiene el tono bronco, dulce y cansado de los viejos arbustos.
—Cuando murió Tommy, mi marido, Isabel dejó de saludarme.
—¿Por qué razón?
—Porque entonces se enteró de que yo era judía.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Los judíos matamos a Cristo.
—¡No hace años de eso, mujer! Y además, Cristo los perdonó en el acto.
—¿Y la niña?
—¿Cristina? Por ahí debe de andar. Es una chiquilla rara. Siempre entre libros o entre gatos.
—De pequeña vino una vez a casa antes de que muriera Tommy. Luego la he visto con frecuencia atravesar el jardín. Se parece mucho a su abuela. Pero tiene en sus gestos un no sé qué de desamparo.
—¿Tú tienes hijos, Emma?
—Uno tengo. Hace un mes que regresó de París.
—Tengo que seguir mi tarea de todos los días.
—Vente una tarde a merendar con Cristina.
Y en esto empezaron a cantar las chicharras. La mañana estaba ya muy avanzada. Consuelo no tuvo más remedio que cerrar definitivamente las persianas.
—¿Con quién charlabas? —preguntó Cristina más tarde.
—Con la mujer que vive en la casa de enfrente.
—¿Con la judía?
—Bueno ¿y qué? Ya quisieran muchos cristianos…
—A veces la he visto pasearse por su jardín durante la noche. Y en las noches de verano me ha parecido alguien del otro mundo. Con frecuencia he deseado ser su amiga, pero ya conoces a mi madre…
Consuelo se encoge de hombros.
—Lo sé. Estamos invitadas a merendar en su casa una de estas tardes. La conozco desde que era joven. Tiene un hijo.
—Sí.
—¿Lo conoces tú?
—No. No mucho. De pequeña estuve invitada a un cumpleaños. Se llama David.
—Eso es, David. Como un rey del Antiguo Testamento —sentenció Consuelo.
—¿Qué haces?
Consuelito se coloca unos pendientes de coral ante el espejo de un armario que hay en su cuarto. Convierte el acto en toda una ceremonia. Lleva un vestido de crespón estampado. Hojas secas en un fondo amarillo. Y se ha pintado los labios en forma de corazón.
—Pero ¿qué haces que estás así todavía?
A Cristina, el verano le parece una cosa maravillosa.
—¿Qué pasa?
Va embutida en una especie de saco. Los cabellos, desparramados por los hombros. Descalza.
—Merendamos en casa de Emma.
—¿Hoy?
—Hoy. Eres terrible. No estás nunca en lo que se te dice.
Cristina sale huyendo hacia su cuarto. La vieja se sienta en una silla abandonada en el porche. Allí se queda con la mirada fija en una parte del mar. Cristina vuelve al rato vestida de blanco. En los pies, unas sandalias. Cuando atraviesan la verja, la muchacha se vuelve y mira hacia el porche, con el temor de que Isabel esté allí.
Emma las recibe en el umbral de su veranda, donde reina la mancha purpúrea de una buganvilla. Lleva un vestido rojo. Su rostro es afilado y perfecto. Nariz aquilina, labios finos, ojos grises y menudos. El cabello dividido en dos lánguidos mazos de azabache. Es una mujer que está por encima de todas las modas. A Cristina le parece entresacada de las revistas viejas que su madre conserva aún en cierto rincón de la casa. A lo mejor, el ático. Consuelo y Emma se besan en las mejillas. Hay en ello una sabrosa espontaneidad. Parece que aquellas dos mujeres son las únicas conocedoras de las reglas de un juego y lo jugaran limpiamente, con las cartas puestas encima de la mesa. Algo ajeno a Cristina, pero que Cristina comprende. No importa que generaciones intermedias la hayan arrastrado hacia un mar de escepticismos, imposibilitándole el acercamiento a un mundo que adivina colmado de innumerables ritos. Hace responsable de aquella incapacidad a su amiga Alicia (ahora descansando allá abajo) y en vida alejándola constantemente de una pertinaz y grave tendencia «a lo antiguo, a lo de otro tiempo, a lo ya pasado de moda, a lo ya caduco». Alicia, en vida, intentó luchar —inútilmente— para que Cristina no se convirtiera en una sombra.
—Ahora vendrá David —anuncia Emma, invitando a las recién llegadas a que se sienten en torno a la mesa.
Una mesa de madera de pino cubierta por un aparatoso mantel de plástico sobre el que se hallan dibujados diversos monumentos de la capital de Francia, como en sanguina, rodeados de intrincadas guirnaldas de anémonas a todo color. Encima de la mesa, unos cuantos periódicos. Y una botella de agua mineral. El sol de media tarde pone pereza. El vuelo de un moscardón. El zumbido de las abejas. El aroma penetrante y empalagoso de los rosales. Y una mancha de mar dibujada entre las ramas de un árbol. Emma ofrece un cigarrillo a Cristina. Cristina, que se ha sentado en una hamaca, apoya la cabeza en el tronco de un naranjo.
—Consuelito y yo somos viejas amigas —explica.
Consuelo parece una momia. Tiesa y modosa, sonríe con sus dientes postizos en apoyo de semejante afirmación. Cristina vomita el humo de su cigarrillo y forma una nube que viene a enlazarse con trágica sensualidad alrededor de una mata. Apenas si hablan. Emma se limita a mirar de reojo a Cristina. Consuelito, a sonreír en frío. En cuanto a Cristina, es tan feliz, sin saber por qué, que siente unos inmensos deseos de echarse a llorar.
—En esta casa no merendamos nunca —aclara Emma—. Desde que murió Tommy, mi marido, dejamos de tomar el té de las cinco. Dime, Consuelo… ¿Qué preferís? ¿Le digo a Auicha que prepare el té, o sacamos de la nevera una botella de «Valpierre» y un «Gervais» y preparamos nosotras mismas unos bocadillos?
Cristina levanta un dedo:
—Voto por el «Valpierre».
—A mí me da igual. El vino cambia las ideas —opina con absoluta indiferencia Consuelo.
—La vida es como una monstruosa tela de araña —dice de pronto Emma.
Cristina se lleva un susto tremendo. Es como si hubieran despertado de un grito su conciencia y adquiriera un clarísimo convencimiento de su horrible indiferencia hacia la tragedia ajena.
Alicia muerta carecía de todo significado. Era una estúpida plancha de mármol extendida allá abajo, en la falda del Monte, a la sombra de los eucaliptos. Ahora que Isabel no estaba, bajaría alguna tarde y se sentaría indiferente cerca de aquel lecho brillante y desnudo. Para Cristina, la muerte de Alicia había acontecido hacía ya bastante tiempo. Cuando ocurrió aquello y por primera vez sintió el escalofrío de un sufrimiento que no era el suyo. Un retazo de la conversación que sostienen las dos mujeres llega entonces a ella.
—… Era un muchacho. Yo era el muchacho de la familia. L’enfant terrible. Pero todos me adoraban. Y todo me lo perdonaban. Hoy no soy más que un despojo de los años aquellos.
—Tú lo que tienes que hacer, Emma, es vender esta casa y tomar un piso en la ciudad. La soledad no se ha hecho para las mujeres. Y la soledad de este Monte es terrible.
Emma se indignó:
—¿Vender la casa de mis padres? ¿La casa de mi marido? ¿Irme a vivir con los fariseos? ¿Con los que me critican? ¿Con los gusanos y serpientes que viven arrastrándose por esos bulevares? ¿Por quién me tomas? Es verdad que hay momentos en los que me siento desfallecer, harta de soledad. Otra clase de soledad. Entonces busco la protección de los árboles. En esos momentos de angustia terrible, de desesperanza inesperada busco la sombra de los fresnos, el contacto de los arrugados troncos, la caricia de las hojas de un abedul, la charla inquieta de las ramas del pino, el aroma penetrante de la flor de eucalipto, cuyo perfume me trae el recuerdo un pedazo de mi infancia en los que estaba siempre resfriada y mamá me obligaba tomar unas inhalaciones de aquellas hojas. Sí, hija, en esos momentos de la vida en los que perdemos a Dios, tenemos que recurrir a su obra. A la naturaleza. Para mí este pedazo de tierra lo es todo. En las primeras lluvias de septiembre, después del calor del verano, toda la tierra huele a Francia. Al abrir las persianas de mi alcoba, entorno los ojos y creo por un momento que he vuelto a nuestro piso de la avenida Folch, en el tiempo feliz de la entreguerra, cuando teníamos dinero y Tommy vivía aún.
Luego de decir esto se llevó a la boca un trozo de brioche —sacado de no se sabía dónde— que había partido en dos con un ademán indefinido, infantil o tal vez bíblico.
Hay un silencio entretejido por el murmullo del mar o los graznidos de una pareja de cuervos que merodea en torno a una palmera. Una mariposa revolotea alrededor del mantel. A Cristina ese interludio le produce una enigmática sensación de daño. Se le clava en las sienes y estalla en su retina el color de la tarde. Su voz rasga el hechizo de aquella pausa.
—Es bonito ese vestido que llevas puesto, Emma.
—Hace un siglo, sólo las cortesanas se vestían de rojo. Éste es el símbolo de mis pecados.
—¿Tus pecados? —se sorprendió Consuelo.
—Los de la soberbia, el egoísmo, la envidia, el aburrimiento, la gula…
Se oyó el ruido que producía el motor de un coche subiendo la cuesta y Emma dejó de enumerar pecados para advertir con una pequeña llama de amor en los ojos:
—Ahí viene David.
Lo esperaron calladas. Volvieron al silencio. Un silencio que era como una complicada labor de artesanía.
Cristina no vio llegar a David porque estaba sentada de espaldas a la entrada de la veranda. Consuelo era miope. Emma, al verlo atravesar el sendero, había adoptado una actitud hierática. Poseía el muchacho una flexibilidad idéntica a la de su madre en todos sus gestos. El azul de los ojos era típicamente inglés, contrastando con una tez morena y un cabello castaño. Alto, erguido, poseía el mágico don de la naturalidad. No había en él un ápice de niño nuevo, recién salido del liceo, y Cristina sintió una profunda tranquilidad porque desde el primer instante temió enfrentarse con uno de aquellos olvidados compañeros de clase que hablaban de cosmonautas, violaciones, marcas de automóviles y de whisky, homosexualidad y rock and roll con un desenfado y una falta de naturalidad despampanantes.
—¿Qué hay, Cristina?
—¡Hola, David! ¿Cómo estás?
Se dieron la mano. El muchacho tomó una silla y se sentó junto a la chica.
—Quiero merendar.
La madre esbozó una sonrisa.
—Le diré a Auicha que te prepare tu taza de té.
—¿Y nuestro «Valpierre»? —protestó Cristina.
Emma se echó a reír.
—Esperábamos a David. Es el único que merienda un poco a la inglesa.
—¿Sabes quién está aquí ahora con nosotros? —indica David mirando a Cristina.
—No…
—Una antigua amiga tuya. Ahora la verás. Voy a decirle que venga.
Al levantarse, la muchacha comprueba que está demasiado delgado.
Emma, con voz cargada de inesperada telepatía, explica:
—Odia las vitaminas.
Ella, Cristina, se echó a reír. Consuelo, en las nubes. Esperando el «Valpierre».
David volvió poco después en compañía de Radia. Traían en una bandeja una botella, dos trozos de queso, unas copas y unas servilletas de papel, y en todo, hasta en la manera de gesticular, había algo cómico y ceremonioso que le quitaba importancia al verano.
—¿Y el té? —inquirió Emma.
—Ahora vendrá —susurró David—. El té requiere también su pequeño ceremonial.
Llega Radia, vestida con un amplio caftán bordado de espigas doradas. Se queda mirando a Cristina. Bien peinada, a la europea, desprendiéndose de todo su cuerpo un olor penetrante de perfume caro, maquillada con asombrosa sabiduría. Perfecta.
—¿No te acuerdas de mí?
Cristina grita alegre:
—¡Radia!
Y se abrazan. Se echan a reír. Se apartan para contemplarse mejor. Las dos rebosantes de una curiosidad puramente femenina.
—¡Cómo has crecido! —se asombra la hija de Isabel.
—Radia no ha renunciado del todo a los trajes típicos…
—¿No te has casado? —le pregunta Radia a Cristina.
—No. ¿Y tú?
—Yo tampoco.
Luego explica que ha venido a pasar unos días con Emma. Que leen juntas. Que charlan. Que con Emma, desde hace infinidad de años, trabaja una prima de su madre. Vieja tradicionalista llena de prejuicios. Que ahora ellos viven en la ciudad. Que el mayor de sus hermanos está en una oficina del Gobierno en Rabat. Que les manda dinero. Que ella terminó sus estudios de comercio en el liceo. Y que ahora, para no perder el tiempo, sigue unos cursillos de enfermera.
—¿Y tú?
Pero Cristina se explica mal.
—Nada. Yo hubiera querido seguir una carrera… Pero mamá se obstinó en que debía hacerlo en Madrid. Y no aquí en Marruecos. Ni en Francia. Hubiera tenido que empezar a estudiar de nuevo el bachillerato. Ya sabes cómo es mamá…
—¿Siempre igual?
—Ahora, en Madrid. Volverá pronto. Ha ido con papá. Tiene que operarse de algo. Un quiste. Nada grave. ¿Te acuerdas de lo bien que lo pasábamos cuando éramos pequeñas? ¿Recuerdas aquellos collares de dompedros que nos hacíamos sentadas en el porche?
—Me acuerdo de todo. No he olvidado que teníamos que vernos a escondidas, aprovechando que tu madre andaba en una iglesia. Yo a tu madre la considero como una despiadada colonialista. De esas que hablan de caridad sin conocer a fondo el sentido de la palabra.
Cristina enrojece.
—Lo siento —se disculpa Radia.
—Calla. Lo comprendo. De pequeña, adiviné que papá intentaba imponerse. Al cabo del tiempo se cansó. Mamá es una mujer llena de prejuicios. Hay muchas mujeres así en toda la ciudad.
—Sí. No creas que sólo los cristianos tenéis prejuicios. Los judíos tienen más. Y entre nosotros a la hora de ponernos al día existe una clase media acomodada —como dicen ustedes— de comerciantes de tejido, que Dios nos libre de ella… Siempre levantarán sus muros para impedir cualquier intento a una llamada evolución.
—Pero… ¿Tú estás contenta con la independencia?
—No lo sé. No seré yo quien vea los resultados.
—Claro… —intervino David—. Pero, al principio, vuestro pueblo tenía una idea muy primitivamente comunista de lo que iba a ser la independencia.
Emma puso su granito de arena:
—Ya es hora de que este país se sacuda las pulgas. Pero no os va a resultar nada fácil acostumbrar un pueblo al trabajo. Inculcarles el espíritu de sacrificio, incomprensible cuando el fruto de ese sacrificio sólo lo recogerán vuestros hijos. Nadie da nada de balde.
—Justamente —aclaró Radia—. Por eso nos estamos dedicando exclusivamente a preparar a esos hijos. Mi hermano menor, que ahora tiene siete años, cuando alguien le pregunta si le gusta jugar, contesta que lo que de verdad le gusta es estudiar. Aprender. Quiere ser médico.
—Un portento de criatura… —afirma Emma—. Yo le estuve preguntando el otro día, que vino con Radia, por qué no jugaba en el jardín, y me contestó con un tonillo de lección aprendida: «Porque no quiero que me engañen como engañaron a mis padres. Yo quiero ser médico, y cuidar a los míos. A los que sean pobres, no les cobraré». Yo no supe si darle un par de besos o un par de bofetadas, porque tampoco es muy normal que un mocoso de siete años piense de ese modo.
—¿No meriendas con nosotros, Radia?
—No. Lo hice con Auicha. No quiero que se sienta humillada.
Al retirar la bandeja, Cristina quiso ayudarla. David se columpió en la silla con gesto de cansancio. Consuelo estaba a punto de quedarse dormida. Emma se llevaba a la nariz un ramo de buganvillas. Cosas de Emma.
—¿Qué te pasa, David, hijo?
Cristina ya había desaparecido con Radia y la bandeja. Consuelo no estaba en este mundo. Las voces eran como cuajos de espuma.
—No me pasa nada, mamá.
—No mientas —atajó la madre—. No tienes por qué ocultarlo, David.
—¡Mamá! —protestó el muchacho.
Volvieron Cristina y Radia.
—Voy a cambiarme —anunció esta última.
—¿Te marchas ya?
—Las clases son a las seis. No quiero perder el autobús.
—No vengas tarde, querida —rogó Emma.
Luego Radia, antes de despedirse, habló de un mechui. De dar una pequeña fiesta en su casa, a la que asistieran todos.
—Todos —subrayó Emma—. Será el mechui de la paz.
Luego, más tarde, Emma propuso:
—David, ¿por qué no enseñas lo que queda de jardín a Cristina?
Consuelo se puso de pie.
—Me marcho. Tengo que preparar la cena.
—¿Y Cristina?
—Yo me quedo.
—Consuelo, ven cuando quieras.
Los cuervos se refugiaron en el alero y empezaron a limpiarse con inusitada coquetería unas cuantas plumas.
—¿Tú crees en algo? —preguntó de pronto Cristina a David.
Los dos estaban sentados a la sombra de un olmo. La tarde había comenzado a caer y el horizonte —ellos le daban la espalda al mar— se perfilaba difuso antes de que llegara la noche.
—No lo sé. No me esperaba esa pregunta. En estos momentos, sólo creo en una cosa: la muerte.
—Yo tenía una amiga que murió hace una semana.
—Mi primo Jacky murió también… ¿No te acuerdas de Jacky?
—Lo recuerdo. Éramos muy pequeños. Pero él era el más pequeño de todos. A una fiesta que dimos en casa se presentó disfrazado de Muchacho de Azul, como en el cuadro de Gainsborough.
David sonrió con cierta melancolía:
—Era maravillosamente decadente.
—¿De qué murió?
—Se ahogó.
—¿Cuándo?
—El verano pasado.
—¿Lo querías mucho?
—Siempre estuvimos juntos. O casi siempre. Él estuvo un tiempo en Inglaterra y luego en Aix-les-Bains. Nos escribíamos. Cuando el año pasado volvimos a estar juntos… Pero… ¿para qué te hablo yo de esto? ¿Y por qué?
—Tal vez porque yo te haya dicho que una amiga ha muerto. Ahora descansa allá abajo. Cerca del Country Club. Y porque ante nosotros deben de levantarse esos dos muertos y acusarnos de nuestra inutilidad.
—Inutilidad… Sí. Eso es. Inutilidad. Yo me he pasado toda mi vida haciendo gestos inútiles. Acciones inútiles. Diciendo palabras inútiles. Leyendo y estudiando libros inútiles. Y ahora tendremos que continuar solos la lucha.
—Luchamos por conseguir no sabemos qué. Es terrible… Intentamos explicar nuestra actitud a unos seres que no nos oyen nunca. Somos como náufragos en una isla desierta que hacemos señales a barcos de tripulación ciega.
—Pero… ¿y los demás, Cristina? ¿Y nuestros compañeros? ¿Y la gente de nuestra edad? ¿O es que acaso tú y yo no somos como los demás?
Cristina se levantó de un salto. David permanecía tumbado en la hierba.
—No, David. Tú y yo… no somos como los demás…
Y salió corriendo hacia la veranda. David la alcanzó antes de que comenzara a subir los escalones.
—¿Nos vemos mañana?
—Como quieras.
—¿Por qué no vienes conmigo a casa de tía Sara?
—De acuerdo.
—Pasaré a recogerte a las seis.
—Hasta mañana, David.
Cristina se acercó a Emma. Sentada. Abstraída en la lectura de un artículo de Le Monde.
—¿Te marchas ya? —preguntó casi sin levantar la cabeza.
—Sí…
—Acompaña a Cristina, David.
—No hace falta…
Cristina dio un beso a Emma en una mejilla. David para verla marchar, se apoyó lánguidamente en uno de los postes de madera que sostenían la entrada de la veranda, al que abrazaban con furia unos racimos de petunias.
—Adiós, Cristina. Hasta mañana… —repitió.
—David, mi rey… —susurró Emma.
David se limitó a arrancar una brazada de aquellas flores, que desparramó con violencia por el suelo de la veranda.
Consuelo plancha en la leonera. Cristina se ha levantado tarde y a mitad del desayuno se refugia en la habitación, a la sombra de aquella mujer que le parece un árbol.
—¡Déjame la llave del cuarto de tía Laura! —pide como la que no quiere la cosa.
Consuelo la mira impasible:
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no. A mí no me gusta desobedecer a nadie. Y donde hay patrón, no manda marinero.
—No me digas que mamá te ha prohibido que me entregues la llave.
—Tu madre no es santo de mi devoción, pero al darme la llave lo primerito que me recomendó es que no se la entregara a nadie.
—Yo soy su hija.
—Para mí, como si tal cosa.
—Eres tonta.
—Soy como soy.
—¿Tanto misterio en torno a ese cuartucho?
—No lo sé. Depende de lo que te hayan contado.
—Nada. Todo lo tengo que ir averiguando yo sola. Pero me faltan piezas para mi rompecabezas.
—No hay que imaginarse nada, niña. Misterio, ninguno. Hay que ponerse sencillamente en el puesto de tu madre.
—Ya. Por lo visto a mamá no le hizo ninguna gracia que tío Jaime se casara con tía Bárbara y dejara plantada a tía Laura, que era su hermana. ¿No? Consuelo la mira sin sorpresa.
—Cabalito.
—Y tía Laura murió del disgusto ¿no? En ese cuarto justamente.
—Más o menos…
—Ya. Y mamá, al cabo de los años, como siempre, sigue sin perdonar a nadie. Y yo sin conocer a la famosa tía Bárbara. Y eso que sé que vive en esta ciudad. ¿Tú sabes dónde, Consuelo?
—No. A mí y a mis años no me tira nadie de la lengua. No tienes más que ver una cosa: le retiró el saludo a Emma porque al morir el marido descubrió que era judía, y los judíos mataron a Cristo.
—¿Por qué es así mi madre, Consuelo?
—Porque así es medio mundo. Una enfermedad como otra cualquiera.
—Las enfermedades tienen un tratamiento.
—Hay enfermedades que no se curan cuando el enfermo no quiere. Y tu madre es una enferma que vive rodeada de enfermas. Y ahora déjame, que estoy estropeando los pliegues de esta falda. ¿Ya se te ha terminado la lectura? ¿Por qué no bajas a la playa? En mis tiempos había un sendero…
—Esta tarde salgo con David.
—¡Alabado sea Dios!
—¿Por qué?
—Contesta: Sea por siempre bendito y alabado.
—Bueno… Pero ¿por qué te asombras? ¿Es que yo no puedo salir con David?
—Sí, hija. Y con el rey de Italia. Digo «Alabado sea Dios» porque abandonas tus libros y mamotretos.
—Cualquiera diría que estoy chiflada…
—No. Pero para llegar a bruja te iba a faltar muy poco. ¿Se puede saber adónde vais? Que si estuviera aquí tu madre, no sé yo si te iba a dar esas libertades.
—Vamos a visitar a su tía Sara. Consuelo ahogó con la palma de su mano izquierda una exclamación de sorpresa. Luego sentenció:
—Está visto que el aire del Monte os sienta como un tiro.
Cristina iba a preguntar algo, pero Consuelo pidió un quitamanchas. Y luego empezó a decir que en cuanto terminara con aquella blusa iba a meterse en la cama, porque estaba baldada y le dolía además la paletilla.
—Eso es el levante. ¿Quieres que te dé una friega con «el tío de los bigotes»?
—No, bendita. No, cariño. ¡Y vosotros, fuera de aquí!
Levantó amenazadora la plancha y espantó a cuatro gatos que se habían asomado al umbral, atraídos por la presencia de Cristina.
Para Cristina, la habitación de Consuelo tiene algo de los insoportables cuentos de Perrault. La cama de hierro, pintada de celeste; el papel de las paredes, borracho de acacias; la ventana, con unos visillos de tul crema; la cómoda de pata coja, abarrotada de amarillentas fotografías; los cromos del Sagrado Corazón de Jesús y de Nuestra Señora del Carmen sacando del purgatorio almas en pena ya purificadas; el armario de luna que multiplicaba mediocremente por dos la mesa camilla, y una vieja butaca que antes había estado en la sala de espera de «Cardovan y Cía». Consuelo, tendida en el lecho, como un tronco derrumbado por una tormenta, embutida en un camisón de vichy con el cuello y las mangas salpicados de absurdos lazos y cubriéndose con una colcha que ella misma se ha confeccionado gracias a infinidad de retazos de viejos tejidos. Junto a la mesilla de noche, una silla de madera, y encima de la mesilla, un vaso lleno de cansinos geranios. Una mariposa apagada a medio consumir y una imagen gastadísima de San Antonio.
—¿A qué vienes? —refunfuña, como si de pronto movieran sus invisibles ramas.
—Si es que te molesta que venga a hacerte compañía…
—Ya que estás aquí, ponme bien la bolsa del agua caliente.
—¿Cómo van esos dolores? Mira que una bolsa de agua caliente en el mes de agosto…
—Y ochenta años a la espalda. Que otras con menos edad andan ya por esos asilos sin saber lo que dicen. Y a mí no se me escapa nada todavía.
—Bueno, no te enfades.
—No me enfado.
—Te voy a traer una taza de caldo.
—¿Tú ya has almorzado?
Cristina dijo que no con la cabeza.
—Quédate conmigo. Tráete aquí el almuerzo. Cuando estoy así de pachucha y me tengo que meter en la cama en pleno día se me llena la cabeza de pensamientos negros.
—Eso son bobadas. Además, todavía es muy temprano y yo tengo mucho quehacer.
Cristina salió de la alcoba. Dejó la puerta abierta. Y volvió con una taza humeante seguida de un gato.
—Le he dicho a Zohra que me traiga aquí el almuerzo. Me buscaré un libro y te haré compañía. ¿Estás contenta?
—Gracias, bendita. —Y fijándose de pronto en el gato que se había sentado a los pies de la cama, gritó—: ¿Y tú qué haces aquí? ¡Hala, fuera! ¡No quiero gatos en mi cuarto!
—A éste déjalo, mujer, que es muy bueno.
Consuelito miró al felino con cara de pocos amigos.
—Buenísimo. Con esos morritos de inocentón que pone, como el que no quiere la cosa, en un tris se me caga debajo de la cama y luego no hay quien soporte el olor ni duerma en todo el verano.
El gato, como ofendido, se planta de un salto encima de la colcha de colorines.
—¡Quítamelo de encima! Está bien, que se quede. Pero lejos de mí.
—Ven aquí, Montgomery —llamó Cristina. Y el gato la siguió a través de los pasillos, obediente, maravillado, sumiso como si Cristina fuera para él una diosa.