1958

—¿NO TE PARECE que hace frío, David?

Cristina recoge el último montón de papeles.

—Esas dichosas nubes… A lo mejor, llueve.

David salió para volver con la manguera.

—Estamos apagando un incendio —rió Cristina.

—Estamos purificando este recinto de todos los viejos pecados. Apagamos la llama absurda de las pasiones.

—¿Tú crees que se han cometido muchos pecados en este recinto?

—El hombre peca en todos los rincones de la tierra y en todo momento, Cristina. El hombre hace el mal cada minuto de su vida. Sólo en los momentos difíciles de su vida se acuerda de Dios. Y eso, no con frecuencia. Tienen que ser momentos muy difíciles.

—Sí. Es posible.

—Hay un silencio maravilloso en esta parte del Monte.

—Se oye perfectamente el latido de un corazón humano.

—¿De quién?

—El mío —susurró Cristina—. Escucha. Acerca tu oído aquí. En mi pecho…

David desabrochó la blusa del vestido de verano que llevaba Cristina. Introdujo la mano en un seno, mientras la besaba como un loco en el cuello, en la boca, en la espalda.

—¡David! No seas loco…

Cristina iba a gritar. Pero en aquellos instantes apareció Emma.

—¡Loca juventud!

David se volvió y tropezó contra un cajón vacío.

—¡Ten cuidado, mi rey! Cristina, abróchate esa blusa. Tienes un seno precioso, querida. Pero una locura es una locura. Menos mal que he llegado en un momento oportuno.

David salió fuera. Cristina miró sin ningún apuro a Emma.

—Emma, David me dijo que os habían regalado un cocker.

—Sí, mi vida. Tienes que verlo. Vendrás una tarde a merendar a casa.

La mujer cogió de un brazo a la muchacha:

—Hace mucho calor aquí dentro, Cristina. Vamos a dar un paseo hasta la alberca, ¿quieres?

—¿Y Consuelo?

—Está echando una siesta en casa de Alí.

—¿Con Alí?

—Eso quisiera ella —rió Emma—. Y también Alí.

Caminaban juntas pisando hojas secas.

—Dentro de nada tendremos encima el otoño.

—¿Cuándo vuelve tu madre?

—A fines de mes seguramente.

—¿Estás enamorada de David?

Cristina miró fijamente a Emma.

—No; lo que has visto ha sido una consecuencia del calor, de la comida, del champán…

—Es muy peligrosa esa clase de juego, ¿sabes?

—No empecé yo. Empezó David —se disculpó infantilmente Cristina.

Emma se sintió halagada.

—Hay que buscarle una mujer. Es un potro joven.

—No tan potro, Emma.

—Hay que buscarle una mujer con experiencia. Eso, y mucho deporte. Este muchacho no puede permanecer todo el tiempo encerrado en casa.

—Pon un anuncio en el periódico.

Emma se echó a reír.

—Eso tiene gracia. ¡Ah, las pasiones! —y al decir esto dio una patada a una bola de hojas secas que ella misma había confeccionado con sus pies—: Para nosotras las mujeres la cosa ya es más difícil. Lo mejor que una puede hacer es encerrarse en casa. Arreglar armarios. Y trabajar duro de la noche a la mañana.

—Si crees que con eso…

—Monta a caballo. Practica algún deporte.

—No seas tonta, Emma. Eso estaba bien en los tiempos en que los Cardovan tenían mucho dinero.

—Tú tienes que llevar otra clase de vida, Cristina. Tienes que conocer a muchachos de tu edad. Tener amigas… Salir en pandilla.

—Conozco a bastantes muchachos de mi edad. Y todavía algunos suelen llamar a casa para invitarme a una fiesta, o al Yachting Club, o al Country Club. Pero son muchachos que me sé de memoria. No harían ni la mitad de lo que ha hecho David. Y se pasan todo el tiempo coleccionando violaciones imaginadas. Hablando de coches y mujeres. Acostándose entre ellos o con cualquier «caprichoso» que les pague una moto.

—Sí. El mundo anda bastante desquiciado. Mis árboles no me engañan nunca. En eso al menos salgo ganando.

En la alberca, el agua estaba cubierta de plantas acuáticas. Y cuando Cristina removió con un palo la superficie cristalina asomó una cansada serpiente de agua dulce.