1928

NO PUEDO VIVIR sin Amalia —se queja Lidia—. Amina y Esterica son dos verdaderas calamidades.

—¿Cuándo vuelve?

—Este fin de semana. Mientras tanto, no podremos tener invitados.

—Ni falta que hace —apunta Julio, mientras monda una manzana. Están almorzando. Jaime, sentado en un rincón de la sala, toma café.

—¿Y a qué ha ido Amalia a España?

—Piensa traerse con ella a su hija. Una hija que tiene estudiando no sé dónde…

—¿Es que todavía le hace falta más gente en la cocina? ¡Sería el colmo! —protesta Julio—. Además, la mayoría de los platos que hace yo no puedo probarlos.

—Julio, no te quejes. A ti te hace una comida especial.

—Sí, pero de tan mala gana, que no me extrañaría quedarme muerto envenenado cualquier día de éstos.

—¿A qué viene ahora esa hija, mamá? —quiso saber Jaime.

Las niñas de Arlánzazu terminaban de almorzar en silencio.

—A pasar con ella unas cuantas semanas.

—¿Piensa llevarla a un hotel? —interrogó Julio.

—Yo le he dejado el pabellón para que lo ocupen el tiempo que pase aquí la niña.

—¿Es muy joven? —volvió a indagar Jaime examinándose las uñas de la mano derecha.

—No lo sé. Me dijo la edad, pero no la recuerdo. No sé nada, Jaime.

—Será un monstruo. La vida sexual de Amalia no creo que dé mucho de sí.

Laura se echó a reír. Isabel puso cara larga.

—¿No vais a salir? —preguntó Julio—. Yo voy a la oficina y tengo el coche listo.

Las niñas de Arlánzazu se miraron.

—¿Qué hacemos? —consultó Laura.

Isabel fijó su mirada en Lidia.

—Haced lo que queráis. Yo he pedido un coche de caballos para las cinco. Ahora hace mucho calor. Y a mí el calor me sienta como un tiro.

—Nos vamos contigo, Julio —propuso Isabel.

—Bueno —aceptó Laura sin ganas—. Si usted quiere, Lidia, la esperamos a las cinco en alguna parte.

—En la terraza del Kursaal.

—De acuerdo.

Jaime seguía tumbado.

—¿No vienes? —inquiere Laura al pasar.

Él la agarró por la cintura.

—¡No! ¡Quédate!

—¡Suéltame! No seas libidinoso. Tu madre nos está mirando.

Hablaban en un murmullo. Lidia ya estaba entornando persianas.

—No me dejes solo, Laura. ¡Quédate conmigo! Deja que «los reyes de las galletas se vayan solos».

—Ahora vuelvo. Intentaré convencer a Isabel.

Laura alcanzó a su hermana en el vestíbulo.

—Isabel, me duele mucho la cabeza. Prefiero reunirme contigo más tarde. Yo bajaré con Lidia.

Isabel puso el gesto hosco.

—Como quieras. Pero no hagas locuras. Ya sabes lo que nos dijo mamá.

Laura había ocultado el rostro en un enorme racimo de dalias.

—Las dalias no huelen, Laura —advirtió Isabel ofendida.

Julio desde la terraza, las llamaba:

—Ya voy, Julio —contestó Isabel.

—No vendas muchas galletas esta tarde, Isabel —recomendó Laura con guasa.

La hermana se puso furiosa, y salió huyendo. Laura volvió a la sala. Allí reinaba una grata penumbra. Lidia dormitaba en un enorme sillón de gutapercha. Jaime terminaba de apurar un cigarrillo.

—¿Quieres uno? —ofreció.

—¿Son turcos?

—No, ingleses.

—En esta casa todo es inglés —se quejó Laura.

—Vamos a dar una vuelta, ¿quieres?

Jaime se levantó.

—¿Adónde vais? —preguntó Lidia.

—Mamá, creíamos que estabas dormida.

—Vamos a dar una vuelta. —Con esta solina… En mis tiempos los muchachos no daban vueltas por ninguna parte si no iban acompañados de alguien.

—Llevaremos el galgo ruso. Será nuestra carabina.

—A las cinco está aquí el coche, Laura.

—Estaremos de vuelta mucho antes.

Al atravesar el vestíbulo, Laura arranca una dalia del jarrón y se la coloca en el pecho. El vestido que lleva es de color malva y la dalia amarilla lo convierte en un modelo insólito. Lidia entorna los ojos.