1958

NI UN GATO.

—¿Sabes que no hace calor?

—Cristina, ¿te has dado cuenta? Ni un gato.

—¡Qué raro!

—Porque ha llegado un circo.

Cristina palidece.

—¿Y Montgomery?

Consuelo, ya de pie, comienza a amontonar las tazas sobre una bandeja de madera. La muchacha se siente, de improviso, rodeada de una lamentable soledad.

—¿Qué piensas hacer hoy?

—No lo sé.

—¿No habías quedado con el hijo de Emma?

—No es seguro.

—Yo tengo unas agujetas… Del día de ayer. Y no sé si ha sido el trajín del campo lo que más me ha cansado, o esa dicha Emma.

Cristina se levanta. Ahora ha cogido la costumbre de andar arrastrando los pies. Se pone a buscar a Montgomery. Sale a la terraza. Mira bajo los macizos de hortensias. Recuerda un rincón «muy suyo» (de Montgomery), allí donde el juego de luz y de sombra simula pequeños ratones en premeditada colaboración con las hojas de un ciruelo cercano.

—Un circo… —murmura, intentando cortar unos pensamientos atroces.

Entra en la sala. Allí permanece un instante con la frente apoyada en el cristal de un estante. Un armario de estilo Victoriano, de madera de cerezo, que le trajeron de Aden a la abuela. Y de pronto, como si en una fiesta de gente desconocida acabara por descubrir una cara amiga, sonríe. Abre la puerta del estante y toma un libro. El más escondido de todos. Los cuentos de Andersen. Las hojas están pegadas por la humedad. Ha llovido mucho aquella primavera en el Monte. Más que en la ciudad. Isabel lee poco. Su padre tiene y guarda todos sus libros allá en su despacho. Al intentar despegar una lámina, cae un cromo al suelo. Es un cromo de los antiguos. De los complicados. Un abrazo optimista de rosas de Alejandría y una especie común de pensamientos. Como siempre, asoma por los picos, toda llena de humildad, la violeta. Y todo esto es el sombrero de una señora rubia y pálida de ojos azules y una tisis avanzada, que acaricia con el mentón una paloma blanquísima. Al caer se ha quedado como enganchado en el fleco de la alfombra, y al tomarlo en sus manos Cristina descubre al dorso, con letra abierta, redonda, e insegura de niña de pocos años, que alguien ha escrito: «Para que nunca me olvides. Alicia Quijano. 2-2-47». Y entonces le da por pensar en Montgomery, devorado por famélicos leones en un circo pobre con payaso enamorado de la écuyère. Y también en Alicia, pudriéndose allá abajo.