1928

LIDIA CARDOVAN se enfrenta con el espejo para entablar el inútil combate de todos los días. La batalla del disimulo. Disfrazar los años con un maquillaje gracias al cual ya ha conseguido que las buenas amigas la llamen Sarah Bernhardt II.

Consuelo, que anda recogiendo las prendas que hay desparramadas por la alcoba, anuncia:

—Ya llegaron…

—¿Quiénes? —pregunta distraída Lidia.

—¿Quiénes querrá usted que sean? Amalia y su hija.

Lidia da un respingo. Las lazadas de su deshabillé tiemblan.

—¿Y cómo es la hija?

—Creerá usted que la Amalia ha tenido la delicadeza de venir a la cocina a saludarnos. Desde que llegó con un baúl más grande que ese armario y dos maletas, se encerraron las dos en el pabellón que usted les ha regalado.

—Que yo les he cedido. No empieces a liar las cosas, Consuelo.

—Yo las vi llegar desde el cuarto de la plancha. Vinieron en un coche de caballos. Sabe Dios lo que les habrá costado. La hija llevaba un capuchón de piel. Y no pudimos verle la cara.

—¿Capuchón de piel?

—Me pareció a mí.

A Lidia empieza a picarle el bichillo de la curiosidad.

—¿Y la madre?

—Como siempre. Como las húngaras.

—¡Anda, vísteme! Me voy a verlas.

—La señora pierde categoría…

—¡Anda, mujer! ¿En qué siglo vives? Amalia es una burra. Pero es una estupenda cocinera. Y además, a mí la cosa me hace gracia.

Consuelo la viste de mala gana. Lidia termina pasándose una cantidad desorbitante de polvos de arroz por la punta de la nariz.

La habitación de Amalia en el pabellón es pequeña. Muy pequeña. Perfectamente cuadrada. Las paredes están encaladas de rosa pálido, cosa que le presta a la luz que se cuela por un ventanuco, una tonalidad mágica. Los cristales de esta ventana convierten en azul el lomo de dos colinas. La cama es enorme. De hierro. Lo llena todo. Hay un baúl. Dos maletas encima del baúl que está forrado de cretona. En un rincón, una silla baja de anea. En la cabecera de la cama, una cruz. Detrás de la puerta, un perchero. Amalia está sentada encima de la cama, con las manos descansando en la falda de una bata de percal. Al entrar Lidia, la mujer alza la vista:

—Cuando se llega de viaje, Amalia, lo primero que hay que hacer es saludar a la señora.

—Iba a hacerlo ahora. Nos estábamos adecentando.

Lidia desconcertada, no sabe qué decir.

—¿Y tu hija?

—Ha salido al pozo. Como aquí no tenemos «ni agua»… Ni un espejo…

—Mañana, o esta misma tarde, te traerán lo que haga falta. A ver si Consuelo baja al pueblo. Bueno —exclama alcanzando la puerta— cuando hayas descansado, sube a verme. Con tu hija.

Lidia sale al jardín, empapado por la primera neblina del otoño. Amalia se encoge de hombros.

Al pasar por el vestíbulo se tropieza con Consuelo, que baja del piso alto.

—¿Cómo está Laura?

—Todavía no he subido a verla.

—¿Ha llegado el doctor?

—Todavía no. Pero no creo que tarde.

—¿Y mis hijos?

—Jaime, en el despacho. Julio salió con la señorita Isabel.

—Esos dos…