LA TARDE QUE LLEGARON a la ciudad las niñas de Arlánzazu, Jaime como de costumbre, no estaba en casa. Hacía ya dos días que no aparecía por allí. Fue Julio quien acompañó a Lidia al puerto, a regañadientes, porque no había nada más terrible para él que faltar a la oficina.
—Tengo que dar ejemplo, mamá. Yo no soy como «otros».
—Menudo ejemplar está tú hecho.
El barco llegaba a las cinco. A las cuatro salieron ellos en el automóvil. Entonces no era como ahora. Se necesitaba tiempo para todo. Los caminos eran malos y un automóvil, en fin de cuentas, venía a resultar un artefacto de lujo que necesitaba —en donde, apenas abundaban— muchos preparativos antes de ser puestos en marcha. El chófer —que se llamaba Raúl—, especialista en «mecánica automovilística», recién traído de París, era el hombre más presuntuoso del mundo. Tener un automóvil no era más que eso: un lujo. No una cuestión de velocidad.
¡Quién sabe! A lo mejor si hubieran alquilado unos borricos de los que se alquilaban entonces en un fondac, hubieran llegado antes. Naturalmente, Lidia Cardovan sólo pretendía impresionar. Su ingenuidad era una ingenuidad de anteguerra. Aquel día habían tenido una jornada de monstruoso ajetreo. Ya llevaban una semana de limpieza general. A medianoche, todo el mundo caía en la cama rendido. Se cambiaron los muebles del salón y del comedor por otros recién adquiridos en Londres y el pobre Julio —que entonces debía de andar por los veinticinco— se había quedado en los huesos a fuerza de luchar y discutir con pintores, ebanistas, albañiles, carpinteros y hasta un decorador de origen italiano entonces de moda en la ciudad. Las disputas telefónicas con una agencia de transporte eran la comida del día. Sin contar lo de pagar facturas. Tenía Lidia por aquel tiempo una cocinera llamada Amalia, hija de un turco y una española, nacida en Orán. Mujer corpulenta, vestía larguísimas faldas y se cubría la cabeza con un pañuelo de hierbas. Se adornaba con gruesos aros de cobre. En una palabra, iba vestida como las gitanas. Echaba las cartas y sabía más de hechizos y de brujerías que de recetas de cocina. Preparaba unos platos extraños, condimentados con toneladas de especias. Confeccionaba un licor parecido al aguardiente de higos que hacen los hebreos, pero al que ella añadía no se sabe qué demonio de hierba, y al beberlo o se desmayaba uno o le desaparecían todos los dolores que en aquellos momentos tuviera. Los invitados de Lidia se volvían locos de entusiasmo con todo lo que saliera de sus manos.
Un año, en una cacería en la finca del Agla, Jaime, por capricho, mató apostado detrás de una encina media docena de cuervos. Amalia preparó una sopa —los pajarracos estuvieron hirviendo cerca de dos días en una olla renegrida— y la cosa fue como para chuparse los dedos.
La mañana de aquel día en el que se esperaba a las niñas de Arlánzazu, la casa ofrecía el aspecto de una verdadera colmena. Reinaba por todas partes una intensa agitación.
En la cocina, en la que siguen utilizando el carbón de hulla y cantidades fabulosas de leña, Amalia, despierta desde el alba, anda al pie de los hornos como el jefe de máquinas de un misterioso Titanic. La ayudan dos pinches. Una jovencilla de unos catorce años llamada Amina, hija de los guardas de la finca del Agla. Y otra, más zagalona, a quien llaman Esterica. Judía. Huérfana de madre. El padre, limpiabotas. En aquella cocina se preparan los rellenos, se hace el pan —faena sagrada ya que siempre, mientras vivió Lidia Cardovan, el pan que se comía en aquella casa fue amasado y calentado en aquellos hornos—. También se preparaban los brioches y los bollitos ingleses para la merienda. Los bizcochos de toda clase. Las tartas. Las salsas. En aquel templo del buen comer se molían las almendras, las nueces, las avellanas, para confeccionar luego los piñonates. Se preparaba la crema de helados, y la comida tenía un sabor distinto porque Amalia conocía el mérito del laurel, del orégano, del comino, de la guindilla, de la matalahúva, y todo sabía mejor.
Por aquel tiempo crecía en la carretera vecina a la casa un gigantesco cedro, de una especie poco común por aquellas regiones, aunque bastante similar a los que crecen en las montañas del Rif y del Atlas. Éste era un auténtico cedro del Líbano, majestuoso, inmenso, cuyas ramas rozaban la parte de la casa en que se hallaba la terraza y la cristalera de la sala. Entonces poseía la sala una especie de cristalera corrida con los montantes provistos de vidrios de color. Y a determinadas horas, en particular en las primeras de la mañana o al caer la tarde, el sol se filtraba por entre las ramas del árbol y repartía en finísimos rayos su luz por las paredes y los objetos que poblaban la sala, rayos que al quebrarse contra la superficie del vidrio formaba en el interior una lluvia carnavalesca de puntos de colores.
Luego, cuando Isabel modernizó la casa, ordenó la tala del cedro. La finca, como muchas de la ciudad, en cuanto soplaba el levante se convertía en una especie de barco en alta mar. Las puertas crujían como si fueran viejos mástiles. La caída de cualquier objeto pesado arrancado por la velocidad del viento, por ejemplo, una teja en el alero de los áticos, era suficiente para que pareciera el cañonazo anunciador de la presencia en el horizonte de una galera de piratas.
Poco antes de que Lidia abandonara su casa para salir hacia el puerto, se oyó el teléfono. Era Jaime, preguntando si ya habían llegado las niñas de Arlánzazu. Cuando la madre supo que Jaime no tenía la menor intención de volver aquella tarde a casa, se puso de un humor de perros. Llevaba un vestido de hilo color de ciruela, un sombrero cubierto de tules y un bastón con mango de marfil en forma de cabeza de perro —un setter— y daba bastonazos contra el suelo como si fuera un mariscal con batalla perdida.
Las niñas de Arlánzazu llegaron sanas y salvas. Laura tenía entonces veinte años; Isabel, veintidós. Llegaron cansadas, con unas bandas atadas por la cabeza y terminando en lazada cerca de una oreja, que entonces estaba muy de moda, lo que les daba un aspecto terrible de heridas de guerra. Con todo y con ello resultaban guapas. Isabel era entonces rubia. Rubia natural. Metida en carnes, con su nariz aquilina y picuda de siempre, y los ojos vivos aunque pequeños. Llevaba al cuello un larguísimo collar de ámbar y un vestido malva de seda. Laura iba vestida de blanco, era más alta que su hermana, más delgada, con los ojos de un azul claro, y el rubio de los cabellos más intenso. No lo llevaba cortado como el de Isabel, sino en tirabuzones a lo Mary Pickford, que le caían sobre los hombros. Laura era muy bonita, muy elegante, parecía inglesa, una de aquellas muchachitas que se veían con frecuencia dibujadas en las tapaderas de las cajas de bombones. Con una dentadura perfecta y un modo de andar como el de los gorriones, dando saltitos, o como los ángeles, pues parecía que de un momento a otro iba a echarse a volar. En cuanto llegaron, se encerraron en sus habitaciones y no bajaron hasta la hora de la cena. Una cena fría, en la terraza, a la que Lidia había invitado a todos sus amigos. Hacía una noche suave de fines de septiembre. El jardín estaba iluminado por infinidad de farolillos venecianos, y toda la terraza alumbrada. Habían contratado a un organillero y a un marica andaluz que llamaban «La Perla» y que cantaba fados y tanguillos gaditanos con una gracia inimitable. Pero las niñas de Arlánzazu no parecían impresionarse de nada. Al contrario, Isabel que presumía de vivir en su tiempo, sacaba de quicio a la vieja Cardovan.
—Ya no se necesita ir vestida de forma tan complicada para subir en automóvil —explicaba. Lidia intentaba explicarle que aquello estaría bien para otros lugares en donde las carreteras estaban perfectamente alquitranadas, pero allí, en el Monte, los caminos eran casi senderos polvorientos y había que estarse protegiendo constantemente de la arena y del viento. Además, Lidia siempre estuvo orgullosa de su automóvil, de su «Issotta Fraschini».
—Marcas que estuvieron de moda antes de la guerra. Pero hoy dan mejor resultado los coches americanos o los ingleses. Nosotros el año pasado vendimos una vieja limousine para comprarnos un Ford. Gastan menos gasolina y son más veloces… Y más cómodos. Tampoco se llevan ya los chóferes. Resultan de opereta.
Cuando a la madrugada Lidia subió a su cuarto, allí estaba Consuelo esperando para desnudarla. Y fue con ella con quien comentó sus impresiones.
—Me parece a mí que mi recepción de esta noche ha venido a resultar para las niñas estas algo así como una representación al aire libre de La Viuda Alegre —se quejó incomodada—. Por lo visto estamos pasados de moda; y luego ese estúpido de Julio —con su famosa tacañería— ni siquiera ha permitido que este año renueve la suscripción al Blanco y Negro. Y no digamos nada de The Sketch o Fémina, que por tenerlo que pagar en libras o en francos me puso el grito en el cielo y se negó al abono. ¿Y qué me dices de Jaime? Ten hijos para esto. ¡Qué desfachatez! Hacerle a su madre semejante feo, no apareciendo en toda la noche. Esa franchuta me lo trae de cabeza.
En la cena fría, Isabel había enganchado en seguida con Julio. Se pasaron la noche hablando de negocios. Como que la mayor de Arlánzazu llegó a proponerle a Julio una participación en el negocio de galletas fabricadas por su padre.
—Estoy convencida de que el mercado indígena será un buen negocio. Y además, te vienen a salir tan baratas… ¿A cuánto pagas tú las inglesas?
Julio, admirado, exclamaba:
—Pero, mujer, no vayas a comparar… A tres cincuenta la lata FOB.
—¡Qué barbaridad! Eso es carísimo, Julio.
—Pero ya te digo: son galletas inglesas. Finísimas. Y además, el representar un producto que no tenga la suficiente calidad es quitarle prestigio a mi firma.
—¡No seas tonto, hombre! Nadie tiene que saber que es tu firma la distribuidora… Esas cosas se arreglan. De acuerdo en que las galletas que fabrica papá sean de una calidad menos exquisita. Pero el precio es una gran ventaja. Una cincuenta la lata CIF. Y como además te las vendemos sin etiquetar, tú mismo le puedes poner a las latas una etiqueta que diga «La Favorita», con una turca tumbada en un sofá igual que en El asombro de Damasco. Porque, Julio, tú dirás lo que quieras, pero tus famosas galletas sólo las comen los ricos. Mientras que las nuestras se venderían en cantidades fabulosas. ¿Qué mercado tienes, vamos a ver?
—De momento, y para mis productos, sólo la ciudad. Ya sabes que ésta es una ciudad cosmopolita, en la que se consume mucho producto extranjero…
Isabel Arlánzazu que entonces era una mujer sorprendentemente emprendedora, se indignó:
—¿Lo estás viendo? Mientras que las nuestras podrían venderse en todo el norte de Marruecos. Julio, hijo, son los pobres los que dejan dinero. Con una buena publicidad… Está visto y comprobado que las fortunas se hacen a costa de engañar a los pobres. Y no vendiendo exquisitas galletas inglesas a cuatro chifladas de la buena sociedad, y a los ricachones judíos.
—Probaremos …
—Nada de probaremos. Antes de que yo vuelva con mis padres tienes que hacernos un pedido. Y un pedido importante.
Julio se echó a reír. Por primera o segunda vez en su vida. Parecía otro. Y eso que Isabel hacía sólo unas cuantas horas que había llegado. Lidia Cardovan, cuando se tropezaba con Consuelo, que andaba también repartiendo copas de sangría para ayudar a las otras mujeres del servicio, la llenaba de codazos.
—¡Vaya niña! —le susurraba.
En cambio, la hermana, Laura, era más modosa. Se la oía hablar en inglés, sentada en los escalones de piedra que llevaban al merendero, con uno de esos viejos militares ingleses que viven retirados en el Monte con la misma indiferencia que si vivieran en Bombay. Aquella noche las niñas españolas bailaron el chotis y se presentaron en el momento cumbre de la cena ataviadas con prodigiosos mantones de Manila. Se hicieron aplaudir de todos los invitados con sus monerías.
—Laura me gusta más —confesaba más tarde Lidia a Consuelo, cuando se dejaba desnudar en su cuarto y había llegado la hora de las confidencias—. Es más tranquila.
Pero Consuelo la atajaba:
—Hay un refrán que dice: «Del agua mansa nos libre Dios …».
Lidia quiso contestar algo, cuando llamaron a la puerta.
—¿Quién será?
Era Amalia.
—¿Qué quieres Amalia?
—Vengo a decirte que me marcho.
Lidia frunció el entrecejo.
—¿No estás contenta? ¿Quieres que te aumente el sueldo? Ya conoces a Julio.
—No es eso.
Amalia era una mujer de pocas palabras.
—Tengo que ir a Baeza a recoger una hija que tengo en un colegio de monjas…
—Yo creía que no tenías a nadie.
—Esa hija. Me la quiero traer aquí conmigo unos días. Si a usted no le importa…
—Mujer, claro que no me importa. Pero ahora tenemos la casa llena de invitados. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque sólo ahora es cuando me he decidido a sacarla de allí. Si usted no me da el permiso, yo me marcho y no vuelvo más.
—¡Qué testaruda eres! Claro que te doy ese permiso. ¡Qué le voy a hacer!
—Esterica y Amina están bien enseñadas. Pueden cumplir. Yo sólo voy a estar fuera una semana. El tiempo justo de ir y volver. A condición de que me la deje usted vivir conmigo.
—Sí, Amalia, sí. En el pabellón hay un cuartito en el que muy bien podéis vivir las dos. No sabíamos nada de esa hija.
—Tiene dieciocho años. Lo he sacrificado todo por ella. Hace tres años que no la veo.
—Está bien. Ya sabes que no te puedo decir que no. Para mí eres imprescindible.
Lidia Cardovan sacó de un bolso de terciopelo granate cinco duros de plata.
—Toma. Para que le compres a tu hija lo que más te guste.
Amalia no dijo nada. No decía nunca nada. Parecía como si le costara trabajo hablar. Salió de la alcoba de su señora sin hace ruido.
—Amalia —la llamó Lidia sin alzar mucho la voz. Y Amalia apareció de nuevo en el umbral.
—¿Cómo se llama tu hija?
—Bárbara.
Y se fue.