1946

LA PUERTA DE LA SALA, como siempre, se ha quedado abierta. El cielo, a finales de enero, adquiere a una determinada hora de la tarde un tinte violáceo. El frío, que no es intenso, recorta la silueta de los árboles dándoles forma de verdaderos cromos pegados en un ciclorama de celofán. La chimenea está encendida, y el silencio en el jardín tiene algo de religioso.

Isabel aparece de pronto. Vuelve de la calle, y lleva todavía puesto un abrigo de astracán que presta a su silueta sin elegancia una elegante consistencia. Cristina se arrebuja en una absurda e interminable bufanda de mohair, y se toca en un sombrero de topé azul eléctrico. Llena de infantil contento, le enseña al padre un libro que le han regalado. No es domingo.

—¿Dónde habéis estado?

—En casa de Lola Quijano. ¡Qué casa!

Isabel se ha sentado en un puf y se quita los zapatos.

—¡No puedo más!

—¿Cómo habéis venido?

—En auto, hombre. Nos ha traído Lola. Ha estado amabilísima. Hay que invitarla a almorzar un día de éstos. Lo que me extraña es que no habla para nada del marido.

Cristina quiere decir algo, pero su padre la ha agarrado de un brazo y juega con ella al burrito.

—¿Qué libro es ése?

—Los cuentos de Andersen. Me los ha regalado Alicia.

—¡Qué calor hace aquí! —se queja Isabel—. Voy a cambiarme. ¿Y tú? ¿No has salido? ¿No pensabas ir a un partido de fútbol?

—Ya sabes que el fútbol no me interesa mucho. Lo que ocurría es que me había invitado Luján. Pero a última hora conseguí rechazar sin peligro la invitación.

—Entonces ¿qué has hecho?

—Nada. Quedarme aquí leyendo.

—¿No ha llamado nadie?

—Creo que sí. Una de tus amigas.

—¿Gloria?

—No lo sé. No cogí yo el teléfono.

—Voy a llamarla. He conseguido sacarle a Lola nada menos que cinco mil pesetas para nuestra tómbola de invierno.

—Mira, papá. Dimos un paseo en auto. El campo está ya todo manchado de lirios. La madre de Alicia sabe conducir.

—Sube a tu cuarto, hijita. Dile a Basilia que te ponga otro vestido.

Cristina obedece. Isabel vuelve a preguntar cosas:

—¿Has merendado?

—A las cuatro me tomé una taza de manzanilla con unas galletas digestivas.

Al pasar junto a la butaca, Julio coge a su mujer de un brazo y la sienta encima de las rodillas.

—¡Estáte quieto, hombre! Me arrugas el vestido.

—¿Por qué eres tan huraña? ¿Acaso no estamos casados, Isabel? ¿No soy tu marido?

—No es por eso, hombre.

—¿Entonces?

—Puede volver la niña. O entrar de pronto Basilia. ¿Qué iba a pensar?

Julio piensa en Nanny. Isabel, su primera noche con Julio. En su terrorífico aspecto de oso.

—Y de noche en la cama, Isabel, ¿también te preocupa lo que puedan pensar los demás?

—Julio, no hablemos de eso.

—Tenemos que hablar. Hay que poner de una vez para siempre las cartas encima de la mesa. Si no lo hacemos, todo terminará mal.

—Mira, suéltame, voy a cambiarme.

—Luego, si te vienen con chismes… no empieces a fabricar dramas.

—Tus problemas sexuales, Julio, me tienen sin cuidado.

—¿Y los tuyos? —se irrita Julio.

—No los tengo.

—Mira qué bonito. Pues me gustaría llevar unos cuernos. Al menos me parecerías más humana.

—No digas barbaridades, hombre. Yo tengo dónde refugiarme. Soy una mujer mayor. Decente. Tengo mi religión. Tengo dónde refugiarme y huir del pecado.

—Entre marido y mujer no hay pecado. Cristo dijo: Creced y multiplicaos.

—A mí me da asco.

—Entonces, pecas. Resulta muy cómodo decir: A mí no me interesa la cuestión porque esa cuestión es pecaminosa. Y además me da asco. Y me resulta comodísimo no pecar. En el momento en que no pecar resulta comodísimo… Dime tú a mí si la cosa tiene algún mérito.

—Bueno, no desbarres. Ya veo que te has bebido media botella de whisky. —Isabel, esta noche. Sólo esta noche.

—No, Julio. Lo siento.

Julio consigue entornar los ojos hasta convertir el fuego que arde en la chimenea en una endeble línea roja.

—¡Papá!

—¿Qué hay, nena? —Léeme uno de estos cuentos.

Pero Julio se niega.

—Estoy muy cansado.

—¿Sabes una cosa, papá?

Julio se mira las uñas de la mano izquierda.

—Alicia no tiene padre. —¿No?

—No. Su madre vive con un hombre que se llama Elías.

—¿Lo sabe eso tu madre?

—No me ha dado tiempo a decírselo.

—Pues no se lo digas. No se lo digas nunca, ¿sabes?

—¿Por qué?

—Porque entonces perderías tu amistad con Alicia. Y además se enfadará mucho.

Cristina se muerde los labios.

—¿No le dirás nada?

—No.

—Lo malo es que ella terminará por enterarse. ¿Tú quieres mucho a tu amiguita?

—No lo sé. Cuando estoy con ella es como si estuviera encerrada en el armario. Pero más grande.

—Julio guarda silencio. Luego comenta a media voz:

—Confía siempre en el olfato de su madre para adivinar quién es y quién no es una señora. ¡Pobre Isabel! Siempre con ese miedo a equivocarse, se equivoca siempre. Lo malo es que en eso, como en todo, «cuestión de matiz».

Julio parece divertido. La que no entiende nada es Cristina.