Isabel no llega

ISABEL NO LLEGA a guardar cama. En pocas semanas se queda como un hilo. Parece más alta. Cuando se ve reflejada en el cristal de un espejo, se acuerda de su viaje de novios, con Julio, por Italia y Francia. Desde entonces no ha vuelto a salir de la ciudad. Durante las comidas suele proyectar intrincados viajes por Europa, viajes que nunca se realizan. Y ahora, cuando ya nadie se lo espera, tiene que ir a Madrid para que la vea un especialista. Nada grave. Ella y Julio estarán de vuelta antes de un mes.

El verano se presenta tardío. Ha estado lloviendo hasta hace poco y de pronto empiezan a cantar las cigarras en lo alto de los pinos y aparecen en el jardín las primeras manchas amarillas. Los geranios rabian de color. Isabel, que aquella mañana lleva el vestido verde con el que Cristina, en un momento de cólera, la había motejado de «mantis religiosa», se detiene un instante frente a un árbol. Luego se vuelve hacia su hija, que le va pisando los talones, y roza con sus labios la mejilla izquierda de la muchacha:

—¡Pórtate bien, querida!

Julio, ya dentro del auto, se impacienta. Zohra, la criada, se obstina en llevar un pesado maletín de piel de cerdo. Harta de esperar, lo deja caer sobre la hierba. Allí queda tumbado, como un viejo soldado de guerra franco-prusiana muerto estúpidamente en leve escaramuza. Isabel echa a andar de pronto por entre los primeros matojos. Cristina acaba de descubrir una lagartija contonéandose por el borde de la balaustrada. Zohra va detrás, otra vez con el famoso maletín. Julio, poco antes de que el chófer arranque, dice adiós con la mano. A Cristina se le llena entonces el alma de un vago sentimiento, mezcla de ansiada y prometedora libertad con algo de tristeza. En las ramas del árbol ha quedado flotando el conocido perfume de su madre. Ese perfume que se hace el remolón en las habitaciones que Isabel frecuenta.