INFANCIA PARA CRISTINA quiere decir «Nanny Cara de Caballo». Nanny, con sus vestidos encargados a unos grandes almacenes de Londres. Fue ella quien le enseñó las primeras poesías en inglés y le llenó el mundo de ratones escondidos en un reloj, de viejas que vivían en una bota, de Alicia en el país de sus maravillas, de espectros pelirrojos que asomaban el rostro a través de los cristales en las tardes de lluvia. Ella fue quien le preparó un rincón del gigantesco armario ropero que había en el piso alto.
En aquel armario, que estaba en el pasillo, tendida sobren un viejo cojín de felpa, a la luz de una linterna comprada en un bakal, jugando a la noche en pleno día, Cristina devora libros que forman su pequeño mundo. En aquel armario Cristina llora desengaños de infancia, mientras su madre, abajo, en la terraza, toma el té con las amigas. Allí estudia sus primeras lecciones y proyecta fantásticas escapadas que nunca pasan de una enloquecedora carrera algo más allá de los pinos.
A Nanny la despidieron una tarde de finales de marzo. Isabel, que la venía vigilando desde hacía algún tiempo, termina por sorprenderla en el garaje con Bebssán, el chófer moro. Ni que decir tiene que la dueña de la casa pone el grito en el cielo. Y que aquella noche la discusión con Julio habría de ser el principio de una ininterrumpida discordia entre ambos esposos.
—¿Lo estás viendo, Julio? Como una perra. Y ni siquiera con uno de los nuestros, la muy desvergonzada. Sino con un hereje. Uno que no es de su religión ni de su raza. Ya te dije yo que no quería inglesas en esta casa.
—Pues bien que te ufanas cuando te invitan a uno de sus aburridos parties.
—¡Claro, porque es distinto! Cornelia Perkins es una señora.
—Habría que tener ganas para acostarse con ella.
—¡Julio!
Isabel entorna los ojos y el cuello se le pone como el de los pavos:
—Ya lo sabes: Nanny queda despedida. Y tú verás lo que piensas hacer con el individuo.
—¿Con Bebssán? Nada. No pretenderás que lo despida. Es un buen chófer, honrado. ¿Qué culpa tiene él de que se le pongan po delante ciertas cosas? Un hombre…
—¡Basta, Julio! —corta Isabel de un manotazo.
Dejaron de hablar unos minutos. El marido rompe el silencio para preguntar:
—¿Y la niña? ¿Qué hacemos con Cristina?
Cristina ha huido al armario. En el cuarto de Nanny la luz está encendida. Por la ventana que hay al fondo del pasillo aparece un cielo cuajado de estrellas. Lejos, allá en la ciudad, se oyen flautas y chirimías, porque es el mes del Ramadán.
Cristina parece un perrito sin amo. Se pasa gran parte del día er la cocina, con Basilia y Auicha. Bebssán se ha marchado sin despedirse. Ha encontrado un puesto de chófer en la Legación inglesa. Julio está furioso. Detesta conducir, y además le han echado una multa por ir despacio. Aquella tarde vuelve a casa antes de las cinco. Al entrar en la sala oye que su mujer dice:
—Esto no puede seguir así.
Isabel se halla sentada en una butaca, con una labor de punte abandonada sobre la falda. Es entonces una mujer gruesa, de mediana estatura, que acostumbra usar zapatos de tacón alto. Tiene el cabello casi rubio, unos ojos claros, de pupilas de un azul líquido; una boca pequeña, una nariz un tanto larga, sin llegar a aquilina, y una papada discreta que presta a su perfil una gravedad monárquica. Abusa de las chaquetas de punto y de las blusas de toda clase. Siente una trágica adoración por las faldas de tejido auténticamente inglés, pero en cuanto llega el buen tiempo se convierte en un pájaro exótico de plumaje alto en colorido. Julio viene cansado. No trae ganas de hablar.
—¿Qué te pasa? —pregunta Isabel.
—Nada. Jaleos. Esos malditos alemanes están perdiendo la guerra.
—¿Y cuándo termina? —inquiere la mujer con premeditado e irónico descuido.
—No creas que ha de tardar mucho. Y hemos cometido la grandísima estupidez de asociarnos con Schüder. Todo por culpa de tu hermanito.
—Cuando las cosas te iban bien, no decías eso —comentó ásperamente Isabel.
—Era diferente. ¿Quién adivinaba lo que iba a ocurrir? Pero ahora… Seguro que nos tienen puestos en la lista negra. Menos mal que ha sido Cogan quien ha dado la cara, porque mira tú que un inglés en la lista negra…
—Tu madre era española, Julio. Y tu padre, al fin y al cabo, había nacido en Gibraltar.
—El pobre Cogan tiene el hígado hecho polvo.
—Un judío…
—Justamente. Un judío haciendo negocio con los del Eje.
—Bueno, con tal de hacer negocio… Él habrá puesto el nombre. Pero el dinero lo has puesto tú.
—Sí. Eso es lo malo.
Julio se pasea por la habitación, con los brazos detrás de la espalda. Es corpulento y alto. Tiene unas manos gordezuelas, con dedos velludos que parecen enanos de mal humor. Unas cejas espesas. Un rostro ancho, de nariz aplastada. Labios gruesos y ojos indefinidos que se esconden tras el cristal de unas gafas. Es un dolicocéfalo de cabellera casi abundante.
Cristina entra seguida de Radia, la hija de Auicha. Radia es una chiquilla espigada y morena, de cabello muy negro, cogido por una larga trenza. Lleva una especie de túnica de organdí atada a la cintura por una faja de seda azul cobalto. Las dos niñas saltan al diván.
—¡Llévatela! —grita Isabel, exasperada—. Me va a llenar el diván de piojos. Ya te he dicho que no quiero que juegues con ella.
Cristina mira, sin comprender, a su madre. Tiene cuatro años largos. Radia la mira también. Un año más que Cristina y mucha fiereza en el mirar. Ella comprende. Se marcha callada, con la cabeza baja.
A Cristina se le saltan las lágrimas. Quiere seguir a su amiga, pero la madre la retiene:
—¡Quédate aquí!
Julio abandona la habitación mascullando cosas.
—Esta niña no sabe rezar —lanza Isabel sin venir a cuento, mientras Julio se pone en el vestíbulo el sombrero y los guantes. Son las nueve de la mañana y ha amanecido nublado. Cristina vaga en torno a sus padres con cara de aburrimiento.
—Sí sé —afirma la niña—. Rezo en inglés. Le rezo al Niño Jesús, que vive en una nube. Y mi cama, de noche, es un barco.
—¿La estás oyendo, Julio? Las estupideces que le ha enseñado la inglesa.
—Mujer, a los cuatro años no se le puede hablar de Dios con la severidad que tú pretendes.
—A los niños hay que inculcarles el temor de Dios.
—El temor…
—Mira, Julio, más te valiera ir a la iglesia. A lo mejor ganaban la guerra los alemanes.
Trajeron una muchacha española para acompañar a Cristina. Se llamaba Araceli y había nacido en un pueblo de la provincia de Málaga. Tenía un acento peculiar, parecido al mejicano, que hacía gracia a Julio y molestaba a Isabel. Pero se la habían recomendado las Adoratrices, y eso bastaba. No era guapa Araceli. Con un color de piel aceitunado, un cabello negro y grasiento muy lacio, que se recogía en un moño. Unos ojos penetrantes, febriles, enmarcados en un rostro ovalado y pequeño. Eran unos ojos de mirada inquieta. Desproporcionada, ancha de caderas y de pecho hundido, sus movimientos y gestos carecían de gracia. Bordaba «como los propios ángeles» y cantaba, bronca de voz, extrañas retahílas folklóricas, leyendas de la sierra que hablaban de lobos, de pastores y de anocheceres andaluces. Era descuidada en el vestir. Se peinaba de mala gana, hasta el punto que Isabel tuvo que llamarle la atención, porque cuando se decidía a hacerlo solía dejar en el peine un racimo de pelo. Más tarde, lo que era peor, por aparentar una limpieza que no sentía, los envolvía en un papel cualquiera, que luego dejaba caer en cualquier parte. Como un día, que lo olvidó encima de la cama de su dueña y señora, quien, sin embargo, consideraba todo aquello mucho menos terrible que la solución que Nanny había dado a su insoportable problema fisiológico.
Por las tardes, Araceli llevaba a Cristina al convento de las Adoratrices. Iban en el auto conducido por el chófer nuevo, Hamú, hasta entonces ordenanza de «Cardovan & Cía». Era Hamú un hombre mayor, de malas pulgas. Julio estaba contento con él porque resultaba un despide-gente. Le quitaba de encima muchos quebraderos de cabeza y muchas latas. En particular a los pobres, a los que venían a pedir favores, porque tenía un excelente olfato para conocer a los hombres. Sabía cuáles eran los que podían resultar interesantes para su amo y cuáles no. Era el clásico musulmán adaptado a la dulce esclavitud del colonialismo.
En el convento enseñaron a rezar a Cristina. A rezar en serio. A rezar como los loritos. A fuerza de pañuelos bordados y tazas de chocolate con pastas que hacían las propias monjas. Luego Araceli la llevaba al jardín de enfrente, un jardín público en el que los niños tomaban el sol comiendo arena. La ciudad tenía pocos jardines, y en cuanto llegaba el verano resultaba imposible estar en ellos porque con la maldita costumbre colonial francesa de no saber lo que es un árbol, el sol hacía de las suyas y algunos niños morían de insolación por no encontrar un banco con una palmera. Por otro lado, Isabel detestaba la playa (hombres y mujeres desnudos juntos, cielo azul y mar).
En aquel tiempo las visitas al armario eran frecuentes, y como ya había empezado a leer en castellano, devoraba con delicia insulsa los cuentos de Pipo y Pipa, y los minúsculos cuadernillos de Calleja que Isabel conservaba absurdamente en un secreter del cuarto de costura.
Igual que el lomo de una rata muerta, se perfila en el horizonte nimbado por la extraña luz del anochecer la fascinadora silueta del Monte. Una parte de cielo se ha teñido de rojo. Declina el sol y aparecen recortadas las copas de los árboles. En la falda de aquella especie de gigantesco roedor chispean las luces de los chalés, de los achatados bungalows, de las residencias suntuosas, mientras los faros de los automóviles salpican con nerviosismo de lentejuela los numerosos vericuetos y la ancha carretera. En un pedazo de cielo queda algo de azul, en tanto que allá, al fondo, por encima de una estrecha franja de color ocre, aparece colgada una estrella.
Cristina asiste con ojo extasiado al espectáculo grandioso y callado de aquella agonía, arrodillada en el asiento frío de un banco de piedra, sosteniendo en una mano el tallo de una pasionaria. Se ha cansado de jugar. En el jardín todo son sombras. Han empezado a cantar algunos grillos. Los niños, los pocos niños que quedan después de la puesta del sol, acuden dóciles y rendidos a las llamadas de las mujeres. Araceli y un quinto, novio de ella, se han convertido en un solo monstruo acurrucado bajo la estrambótica sombrilla de unos adelfos, de los que se desprende un aroma dulce. Toda la tierra huele extrañamente. Exhala una mezcla caliente de algo.
—¡Claudine! ¡Humberto! Vamos. Ya está aquí papá. Andad, que es muy tarde. Anda, Anette, aligera, que va a venir el hombre que saca la mantequilla.
Los chiquillos se apresuran en torno a alguien.
Uno pregunta:
—Mamá, ¿qué tenemos para comer esta noche?
Y la madre, con voz ronca y gesto de cansancio —ese cansancio de las madres pobres— comenta con acritud:
—Eso es lo único que se cría en el campo: ¡hambre! Vamos ya…
Y tira del niño, que se deja arrastrar en silencio.
En el jardín hay un rincón siniestro. Es la caseta del guarda. Los niños huyen de aquel recinto, amedrentados por la voz tormentosa del hombre que, siempre escondido en la penumbra de su refugio, sólo deja entrever su rostro con el brillo de unos ojos viejos y las arrugas enrojecidas de la frente cada vez que lanza una chupada al cigarrillo. Cristina, a sus años, aprovecha el color de la noche para aproximarse con un entusiasmo agigantado a la casuca del guarda. Antes de alcanzar el boj de helechos, oye la voz de alguien que la llama. La chiquilla se vuelve asustada. Es una voz que no se espera.
—Cristina… Darling, ¿no te acuerdas de mí?
La figura que está sentada en un banco de piedra frente a ella quiere recordarle a su vieja institutriz. Aquella Nanny Cara de Caballo.
—¿Eres acaso Nanny?
—Sí.
Cristina se pone de puntillas para besarla. Hay en su gesto de niña un no sé qué de rito.
—¿Qué haces en este jardín tan tarde? —pregunta la antigua institutriz.
—Esperamos al chófer. Siempre viene a las seis por nosotras, pero hoy no sé lo que le pasa —explica la niña.
—Ya… —vacila Nanny.
Y luego permanecen calladas unos instantes, hasta que Cristina pregunta de pronto:
—¿Y Bebssán el moro?
—No lo sé.
—¿No vive contigo?
—No. Se marchó. Tenía otras mujeres.
La respuesta a Cristina le parece estupenda. Hay un misterio en ella. Otras mujeres. Otros juguetes. Otras muñecas. Pero en el rostro de Nanny, desdibujado por la noche, adivina una mal disimulada tristeza.
—¿Qué haces ahora?
—Trabajo en la clínica de míster Lawson. Pero el mes que viene vuelvo a Londres. Ten, darling.
Y al decir esto saca de la bolsa de lona, la que lleva estampada unos monstruosos heliotropos, un caramelo de fresa. La niña lo acepta con entusiasmo. Va a decir algo cuando la llaman.
—Adiós, Nanny —saluda la niña.