1958

HAY UN DAUPHINE de color guinda aparcado a la sombra de un viejo pino, cerca de la terraza. Los gatos, que toman el sol, se levantan al paso de Cristina y la siguen entusiasmados hasta la puerta ventana. Alguien ha llegado. Consuelo lo tiene todo abierto. Todo está lleno de luz. Es una de sus manías. «Que entre la luz», dice con frecuencia. Como si tuviera miedo a la noche. Como si de pequeña la hubieran encerrado en un cuarto oscuro. Todo lo contrario de Isabel, que adora la estudiada penumbra para presumir de «terribles jaquecas». Cristina descubre al visitante sentado en la butaca de su madre. Cuando ella se acerca, él se pone en pie y deja caer sobre una mesita un número atrasado del Life.

Dice algo. Algo que Cristina no oye. Cristina no oye nunca las primeras palabras. Luego, la voz del hombre pregunta:

—¿No te acuerdas de mí?

Y entonces la muchacha se fija, sin querer, en las manos, y sin venir a cuento le late el corazón con violencia.

—Sí…

—Quería saludar a tus padres. Por lo visto andan fuera —al decir esto el hombre esconde las manos en los bolsillos del pantalón, y como está de pie, comienza a dar zancadas y termina deteniéndose frente a una de las puertas, mientras clava asombrado su mirada en la pandilla de gatos que, apostados en el umbral, no se atreven a entrar.

—¿Te acuerdas de la bofetada?

—Claro…

El hombre se vuelve y se apoya con indolencia en el respaldo de un sillón.

—Estás hecha una mujer.

Cristina sonríe.

—¿Por qué no te quedas a almorzar? —invita mientras acaricia el lomo de un libro.

El hombre guarda silencio. Cristina se impacienta.

—Me parece estupendo —exclama. Y al decir esto examina con detenimiento a la muchacha—. Sugiero —añade— que lo mejor sería irnos a almorzar a cualquier playa. ¿Qué te parece? ¿Crees que te dejarán?

—Mis padres están fuera… Ya lo sabes. Puedo hacer lo que quiera. Subo a cambiarme de vestido.

—Está bien. ¿Dónde tienes el teléfono?

—Allí —indica Cristina hacia un rincón de la sala. Un vago rincón de la sala que Consuelo ha inundado de flores.

Ya cerca de la puerta que lleva al vestíbulo, Cristina se vuelve:

—Oye…

—¿Qué?

—¿Cómo te llamas?

—Andrés. ¿Y tú?

—Cristina.

No sabe qué ponerse. Le entran ganas de llorar. Todos sus vestidos le parecen viejos o cursis. Elige uno sencillo, ligero y claro, que se ha puesto muy pocas veces porque le está estrecho. Y unas sandalias de cabritilla blanca. Al fin y al cabo, a ella lo que le importa de Andrés son sus manos. Al pasar frente a un espejo, se mira y hace un gesto. Un gesto que no es suyo. Un gesto que Alicia hacía con frecuencia.

Cuando entra en la sala, el visitante se pone de pie.

—¿Lista?

—Sí… —Pues, ¡hala!, a conquistar el mundo…

Y tomándola de un brazo, la lleva hasta el auto que se esconde del sol y parece que tiene hambre de adelfas, como si fuera un caballo de mucha categoría.

Ya en el coche, Cristina descubre que Andrés no es un muchacho. Que es distinto a David. Lleva un polo verde y unos pantalones de verano color de mostaza.

—¿Haces deporte?

—Sí. Tenis. Y cuando tengo tiempo voy a un gimnasio.

—¿Cuántos años tienes?

—Treinta… ¿Te parezco mayor?

—No…

El hombre se echa a reír.

—Pero no soy tu tipo… vamos.

—No es eso.

—¿Ah, no? ¡Qué interesante!

Cristina se enfada.

—No soporto que me hablen con ironía. No soy una niña.

Andrés frena bruscamente y toma con el pulgar la barbilla de la muchacha, observándola con cierta gravedad:

—No. Ya no eres una niña… Y eso es peligroso.

—Peligroso, ¿por qué? ¿Crees acaso que no he salido con ningún hombre?

En lo provocativo de su tono Cristina descubre aterrorizada la voz de Alicia.

Andrés enciende un cigarrillo y vuelve a poner en marcha el auto.

—Me tomas por una niña tonta de buena familia…

—¿Qué llevas en esa bolsa? —inquiere Andrés, intentando llevar la conversación por otros derroteros.

Cristina se exaspera.

—El bañador, la toalla, un tarro de crema y un libro.

Andrés conecta la radio.

—¿Todo eso se necesita para bañarse?

—Yo al menos, sí.

—Pues yo ni siquiera necesito bañador.

—No me extraña…

Permanecen callados unos minutos. A Cristina, la música que lanza la radio quiere recordarle algo. No sabe qué.

—¿Amigos? —pregunta Andrés.

—Amigos… —acepta Cristina.

—¿Sabes una cosa?

—No.

—Que por aquí no sé adónde vamos…

—Yo sí lo sé. Vamos al «Robinson».

—¿Por dónde cae eso?

—De momento, sigue. Ya te indicaré yo el camino.

—De acuerdo. ¿Y qué tal es?

—Es un sitio tranquilo.

—¿A ti te gustan los sitios tranquilos?

—Sí.

Andrés se ha colocado unas gafas oscuras.

—¿Cómo se llama eso? —quiere saber Cristina.

—¿Qué? —Eso que están tocando.

—No lo sé.

—¡Ah ya está! Se llama «Skokian» —afirma Cristina. «Fue lo que tocaron en la fiesta de Alicia… Tengo que ver a Lola. Tengo que verla antes de que vuelva mamá… Tengo que contarle…».

—¿En qué piensas, Cristina?

—En nada.