—HA SONADO UN TIRO —dice Cristina.
—Es mamá, descorchando una botella de champán, seguro.
Poco después aparece Emma con la botella de champán en la mano.
—¿Dónde están vuestros vasos?
—Mamá, eres terrible…
—¡Déjame! No te burles de mí. Yo hubiera querido traer «nuestras copas».
—Tía Sara es igual.
—¡Pobre Sarita! Mira que le rogué para que viniera con nosotros.
—Mamá, Cristina nos invitó a los dos. No a tía Sara.
Consuelo se acerca, limpiándose las manos en el delantal.
—Esta Emma no me ayuda nada.
—Te he preguntado si querías que te hiciera unos pastelillos de arroz à la mode de Pekin y me has contestado que no.
—Mujer… ¿Pastelillos de arroz en el campo? ¿Y en qué horno ibas a hacerlos?
—En el de barro que tiene Alí allá abajo.
—Bueno, si eso te distrae y me dejas cocinar tranquila…
—Gracias, Consuelito. Gracias, mi bueno. —Emma se pone muy contenta.
—Igualito que Louise Rainer en La buena Tierra —añade.
Un nieto o bisnieto de Alí, con el vientrecillo al aire, descalzo, rubio, con los ojos azules y dos años encima del cuerpo, se acerca a Emma y le ofrece un racimo de mimosas. Emma lo toma en brazos, lo besa como si fuera un muñeco y el niño ríe divertido.
—¿Verdad que parezco una virgen de Ghirlandaio?
Hay algo de cierto en ello. En la personalidad de Emma se tropieza siempre con algo terriblemente simbólico y místico, como en aquel gesto. La mujer deposita al niño en el suelo. Abraza el ramo de mimosas apoyada en el tronco de un árbol. Cristina tiene que entornar los ojos, porqué en aquellos momentos la encuentra soberbia. David acepta un bocadillo que le ofrece Consuelo.
—¡Tómate esto, niño! Que si tuviéramos que vivir de los pastelillos de arroz de tu madre…
—¿No quieres champán, Consuelito? —ofrece David.
—Un poco. Que todavía tenemos que preparar el mechui y se me sube a la cabeza. El champán no es para el campo. El campo es demasiado alegre y el champán es una bebida sosa.
—Eres una adocenada, Consuelito —protesta Emma—. Ahí tienes una botella de solera.
—El champán es una bebida sosa que pone demasiado alegre —expone David. Y trepa cómicamente por el tronco de un olivo.
—No hagas locuras, mi rey.
—¡Ten cuidado!
—La mujer de Alí tiene toda la majestuosidad de una reina —advierte Emma.
La casa de verano de Alí es una barraca de arcilla en cuyo tejado se secan media docena de calabazas. Por un vericueto hecho de enormes piedras, como los antiguos dólmenes, se llega hasta el mar.
—¿Nos bañamos? —propuso David, mirando a Cristina.
Emma se lleva una mano a la boca y ahoga un estudiado grito:
—¡El mar no, David!
Consuelo coge de un brazo a Emma, que se ha doblado como una espiga arrasada por el viento. Ha estado bebiendo champaña toda la mañana.
—Vamos, mujer, aquello ya pasó.