HABÍA PASADO unas vacaciones horribles. Larguísimas. Interminables. Aburridas. Sin bajar una sola vez a la playa. Llenando las horas con toda clase de lecturas. Y abundantes espacios en los que se dedicaba a llorar. Intentando entablar un diálogo con una madre en la que todo diálogo que no fuera insulso era rechazado por una extensa cadena de monosílabos. Sólo el momento en que Julio, el padre, le dedicaba una media hora al volver de la oficina, y a veces, en particular los días festivos, cuando salía con él a dar un paseo en coche por el campo, renacía en ella una especie de olvidado optimismo y esperaba que de un momento a otro ocurriera lo imposible.
—¿Conoces a la nueva amiga de tu madre?
Cristina, que de pie, inclinada sobre la chimenea, lee absorta Huracán en Jamaica, contesta:
—No.
—Se llama Daisy Randall.
Julio, que estaba sentado terminando un crucigrama, se pone de pie:
—¿No quieres más whisky?
—No.
Isabel ha ido a Misa. Es domingo. Finales de agosto. El sol juega con los gatos en la terraza. Pero dentro, en la sala, con las persianas sin entornar, la temperatura es casi agradable.
—¿Sales? —Sí, nena. Almuerzo fuera.
Julio se va. Al pasar junto a su hija le da una palmadita en la mejilla. Dos gatos que están haciendo de las suyas a pleno sol se esconden muy formalitos en el arriate de geranios. Al cabo de un rato de andar enfrascada en la lectura, Cristina siente la verja del jardín. Y voces que se acercan. Huye escalera arriba, hacia su alcoba.
Allí se tiende en la cama y con el índice de la mano derecha traza sobre la colcha, con invisibles rasgos, las palabras «Aburrimiento asqueroso».
Se levanta. Abre un armario. Todo en orden. Lo cierra. No hay nada que hacer. Se mira al espejo. El espejo está encima de una cómoda. Se lleva las manos a las sienes y pone los ojos oblicuos. Luego, como los boxeadores que van al fotógrafo, adopta una postura de autodefensa.
«Si fuera un chico sería boxeador y le partía la cara al primer idiota que apareciera por esa puerta».
«El primer idiota» que aparece por aquella puerta es Isabel, que se queda perpleja mirándola:
—Pero ¡Cristina! ¿Qué haces hija?
Cristina adopta una actitud de niña cogida en falta.
—¡Anda, arréglate un poco! Tenemos invitada. Es una amiga que quiere conocerte.
La muchacha no se siente con fuerzas para decir que no.
—Los bancos de coral están infestados de tiburones —dice.
La madre la observa:
—Estás loca. Yo te espero abajo.
Cristina busca en el armario el peor vestido. Uno de popelina verde, que tiene dos años, que ya le está corto. Luego busca por los cuatro rincones de la alcoba el par de zapatos más usados. Son unas zapatillas de gamuza blanca. La piel del pie izquierdo luce en la punta una ostentosa mancha de helado de café. De refilón, al pasar por el espejo de la cómoda, se alisa el cabello con un cepillo. Y silbando, porque está de pésimo humor, baja la escalera.
Es uno de esos días en los que a Isabel le da por levantarse temprano, salir al jardín y luego llenar de flores todo el vestíbulo y la sala. En la sala todo es luz. Las mujeres están en la terraza. Cuando Cristina se acerca al grupo que forman las dos, su madre y la nueva amiga, oye que Isabel lanza a media voz:
—¡Qué facha!
Y ella se siente satisfecha.
—Mira, Daisy, ésta es Cristina.
Cristina observa admirada a la nueva amiga de su madre. Ni siquiera oye las palabras que vienen después. Daisy lleva un sombrero en forma de campana, todo cubierto de margaritas blancas. Tiene el cabello cano. Se parece a Mahalia Jackson. Daisy es negra. Cristina comprende entonces el significado de la pregunta que aquella mañana le había hecho su padre («¿Conoces a la nueva amiga de tu madre? Se llama Daisy Randall»). La muchacha mira entonces a su madre sin poder disimular una curiosidad que contiene no poco de ternura.
Daisy tiene una voz deliciosa. Habla a ratos en francés, a ratos en español. Y habla de su colección de pájaros. De su casa de Funchal, de Puerto Príncipe, en donde había nacido, de la intención de comprar una villa en la ciudad, y también habla de Dios, pero con mucha naturalidad y de una forma distinta a como lo hace Isabel. Sin ningún tremendismo. Sin ningún sentimiento trágico. Sin decir para nada «en la hora de la muerte» como acostumbra a decir Isabel cada vez que en una conversación se habla del Creador. Habla de unas Navidades en Haití, allá en su ciudad natal, cuando ella era niña. Y hace un relato prodigioso de inteligencia y al mismo tiempo de candidez sobre el Nacimiento de Cristo. A Cristina aquel rostro chupado, oscuro y misterioso, escondido dentro de una campana florida, la vuelve loca. Se le pasa la mañana en seguida. Durante el almuerzo, Daisy prepara una ensaladilla de ananás con marrasquino «y un montón de cuentos» que ensimismaron a Cristina en el alejado mundo de su infancia. Y a todo esto, Daisy no deja de fumar, y de dar con los tacones de sus zapatos en el suelo mientras tararea con aire de jazz unos versículos del Antiguo Testamento. Isabel, no se sabe por qué motivo, no pone en ningún momento su tradicional gesto hosco.
—Daisy ha venido desde Funchal para asistir a la boda de su sobrino…
—Un sobrino que no es sobrino —aclara Daisy.
—Freddy Neumann. El hijo de Berta Muriel. Hijo de su segundo matrimonio con Neumann. Muerto en Alemania durante la guerra. El primer marido de Berta fue un hermano de Daisy.
Cristina no sabe qué decir. Ya está Isabel colocando barreras con su charloteo inútil.
—¿Se casa Freddy? Pero ¿no estaba en Lisboa? —pregunta Cristina, sin ganas, llena de cansancio. Sabe que hay que seguir las reglas del juego.
—Sí. Pero se casan aquí porque así lo ha querido Berta.
—Daisy, ¿cómo es posible que esa mujer haya estado casada con un hermano tuyo? Es una racista. Una intolerante.
—Los Randall somos católicos, hija. Y todos somos hijos de Dios.
—Pero Berta no piensa así, Daisy. Ni ella ni mucha gente como ella. Para Berta ni siquiera los pobres son hijos de Dios. Los pobres españoles, o los pobres italianos, o alemanes como su segundo marido. Son sencillamente unos parias que viven en pecado mortal y que no hacen nada por redimirse. Son unos desgraciados a los que hay que tener en cuarentena antes de intentar cualquier caritativa aproximación. Tienen que estar sucios, tener toda clase de enfermedades, vicios… Y vivir en verdaderas covachas. Tienen que pasar hambre de verdad. Hambre que se vea. Hambre aparente. Ir vestidos de sacos. Ser demacrados. Y creer en Dios. Rezar en voz alta, a gritos, un millón de padrenuestros, ir a Misa todos los domingos, aunque sea arrastrándose de hambre, y darse con vigor mil golpes de pecho, hasta que se le salgan las entrañas por la boca. Y entonces, cuando son verdaderos Cristos agonizantes, y crucificados, Berta y sus amigas, y mucha gente como Berta, deciden entregar a la familia un billete de cien pesetas. O regalarles un paquete de arroz y un bote de leche condensada. A eso Berta y su cuadrilla le llaman caridad.
—Berta y su cuadrilla —repite Isabel asombrada (nunca había visto a Cristina tan exaltada)—. Yo soy uno de los componentes de esa cuadrilla, Daisy. ¿No es eso, Cristina?
—Sí, Daisy. Mi madre es una mujer que todavía no comprende muchas cosas. No comprende que no es fácil llegar a Dios. Mi madre es una mujer primitiva. Una mujer que, cuando no entiende una cosa, se limita a no perdonarla. Porque le resulta más cómodo. En una palabra: una insoportable burguesa.
—No le hagas caso, Daisy. Además, Cristina, entre tú y yo habíamos llegado a una especie de entente cordiale y habíamos decidido no discutir. ¿No es eso? Me parece muy poco correcto que delante de una amiga mía te permitas emitir un juicio contra mí o contra mis amistades. También Daisy puede pertenecer muy bien a la cuadrilla de Berta.
Daisy interviene pacificadora y hace cambiar de tema a madre e hija.
Cristina se convence una vez más de que un acercamiento a su madre es cosa imposible. Isabel se limita a pensar en que le ha nacido una hija rara. Daisy pone fin a la discusión sentenciando.
—Tú hija es una inquieta.
—¿Una inquieta? Si sólo piensa en leer porquerías. Y en pasarse todo el tiempo escondida, huyendo de la gente… Cualquier muchacha de su edad ya estaría pensando en el matrimonio. Y ella todavía no ha terminado sus estudios… Perdió el tiempo… Y lo sigue perdiendo. Eso es lo que sabe.
—Tienes unas enredaderas muy bonitas —vuelve a intervenir Daisy.
—Sí, Ya le he dicho al jardinero que corte una gran brazada. El chófer vendrá a recogerlas para llevarlas a la iglesia.
—Berta te quiere mucho.
—Somos muy buenas amigas.
Cristina fuma un cigarrillo que le ha ofrecido Daisy. Isabel lo rechaza. La hora del té llega en seguida. Y al final cae la tarde de pronto y Daisy tiene que marcharse. Como Julio no ha vuelto, tienen que pedir un taxi.
—Ya se siente el otoño… —murmura Isabel arrebujándose, como siempre, en no se sabe qué imaginarios chales.
Cuando llega el taxi, madre e hija acompañan a la invitada hasta la misma verja.
—Cristina, tenemos que pasar una tarde juntas. Ya nos veremos en la boda.
Cuando el taxi arranca, Isabel, por primera vez en su vida, agarra del brazo a Cristina.
—Has estado bastante grosera.
—Lo siento, mamá. De veras que lo siento. Tu amiga es estupenda.
—Ya sabía yo que a ti te iba a gustar. Yo la encuentro un poco rara. Pero claro, pobrecilla, tiene una mentalidad distinta.
—No se parece en nada al resto de tus amistades.
—¡Claro! Como que es riquísima. No se sabe el dinero que tiene. No te puedes hacer idea de la cantidad de collares de perlas cultivadas que hemos comprado juntas para regalárselos a sus amigas de Funchal.
Cristina frunce los labios. Quiere decir algo, pero un gato de pocas semanas que la gata romana ha dejado olvidado bajo las glicinas, la distrae, y ella acude en su auxilio. El animalucho maúlla buscando a su madre.
Isabel piensa: «Cualquier animalito tiene unos instintos filiales mucho más desarrollados que los de mi hija», y refugiándose en la sala comienza a cerrar persianas.
En el jardín queda sólo la voz de Cristina llamando a Escarlata, para que acuda pronto a ocuparse de su hijo. El manchón circular y anaranjado de la luna asoma ya por detrás de una bruma, con ganas de mirarse en el mar.
Cristina no fue a la boda. Por esa maldita costumbre suya de andar descalza. La víspera ya tenía un poco de fiebre. Al día siguiente no había quien la moviera de la cama.
—Eres de una oportunidad… —se quejó Isabel—. ¿Qué va a pensar Daisy?
Y bajó en seguida a telefonear. A llenar el auricular de estúpidas disculpas.
Aquella tarde, Daisy le mandó al chófer con un trozo de pastel de boda y unos alfileres del vestido de novia.
Luego, ya casi de noche, se oía a Isabel en el vestíbulo comentando con Julio los incidentes de la boda. Las puertas de la sala debían de estar abiertas. La de la alcoba de Cristina se hallaba a medio entornar «para que la oyeran abajo cuando pedía algo».
—Lo que es tener dinero, Julio…
El marido la oía como el que oye llover. Debía de estar enfrascado en la lectura de algún periódico.
—Ya le he soltado algunas indirectas cuando varias veces me ha preguntado qué tal te iban los negocios. No vayas a creer. Ella me ha hablado algo de unas acciones… Que tenía que consultar contigo sobre ese particular. Creo que intenta emplear una parte de su dinero en la adquisición de acciones, y desea que tú la aconsejes.
—Dile que compre las de «Cardovan y Compañía» —rió Julio—. Se las vendo todas.
En aquel momento se oyó el teléfono, y el taconeo de Isabel que por lo visto con el entusiasmo de la boda, no había tenido tiempo de quitarse los zapatos y pedir las zapatillas, cosa que había hecho siempre.
Cristina, medio aletargada, se había dejado arrastrar por el charloteo de su madre, que llegaba hasta allí medio tamizado por la curva de la escalera.
La voz de Isabel había sido siempre bastante estridente. Eso sí, hablaba pronunciando bien las palabras, con toda seguridad, con el convencimiento de que no se había de perder una sola sílaba.
—Es Daisy. Preguntando cómo sigue Cristina. Hay que ver el cariño que le ha tomado a nuestra hija. No lo entiendo, porque sólo la ha visto una vez. Y tu hija, Julio, tiene un carácter… ¡Qué error más grande haberla mandado a ese colegio de herejes! Cuantas veces intenté darle una educación religiosa como la que yo había recibido de mis padres, fracasé rotundamente. En eso tienes tú parte de culpa…
—¡Cómo no! —gruñó Julio.
—¡Claro, hombre! Si encima que va a ese dichoso colegio, tú le permites toda clase de libertades. La niña puede beber whisky. La niña puede fumar. La niña puede leerlo todo.
—Claro. Por eso casi no fuma. Por eso no busca a escondidas libros que pueden hacerle un daño puramente mental…
—Está bien, Julio. Tienes razón. No vayamos a discutir ahora. Dice Daisy que en cuanto Cristina se ponga buena se la lleva a pasar unos días al hotel. Quiere que le enseñe bien la ciudad, porque su cuñada, con eso de la boda…
Cristina oculta la cabeza debajo de la almohada. Le basta con el convencimiento de que hay alguien en este mundo que pretende liberarla de su «monstruosa soledad».
Cristina pasó con Daisy los diez mejores días de sus tres largos meses de vacaciones. Iban juntas a todas partes. Hablaban con frecuencia en inglés, y en los bazares la tomaban a ella también por una turista. Pero en cuanto la muchacha confesaba que había nacido en la ciudad y que era hija de Julio Cardovan, cualquier objeto que entusiasmara a la forastera —por ejemplo una tetera de cobre— quedaba reducido a una quinta parte del precio que en un principio estipulara el vendedor, y aquella especie de milagro entusiasmaba a la negra, que no paraba de comprar cacharros inútiles con tal de ver el descenso que la confesión de Cristina producía en una cotización que a ella en realidad no le parecía elevada. Pero que así terminaba por convertirse en verdadera ganga.
Vivían en el Minzah. A la hora del aperitivo, Cristina llamaba a su casa.
—Estoy muy bien, mamá. Daisy es formidable. Nos divertimos con cualquier cosa. Tiene mucho sentido del humor.
Al otro lado de la línea, la voz estridente de Isabel preguntaba:
—¿Y no te ha regalado nada todavía?
A ella le entraban ganas de colgar.
—Saludos de Daisy, mamá.
Y colgaba furiosa.
Por las noches cenaban en el patio del hotel, en el que reinaba una temperatura agradable. En cuanto se alzaba la vista tropezaban con un cielo cuajado de estrellas.
—Esta tarde, mientras tú echabas la siesta, me acerqué a Cook para retirar mi pasaje. Saldré a fines de semana en un barco de la Compañía Paquet. No puedo dejar por más tiempo mi casa abandonada. —Daisy había tomado entre sus manos las manos de Cristina—: Eso sí. El próximo verano te vienes conmigo…
Cristina se deja un helado a medio consumir.
—¿Tan pronto?
Daisy ríe:
—Eres una chiquilla muy particular. ¿Cómo es posible que no te aburras conmigo?
—Porque tú no eres aburrida, Daisy. Si mi madre fuera como tú…
—Tu madre es una señora muy distraída. No deja de hablar un solo momento…
—Por eso.
—Bueno. Ya se lo he dicho a Berta. La he dejado hecha un mar de lágrimas. Detesto las despedidas.
Daisy se pone de pie, abandona la mesa y atraviesa el patio. Cristina, al quedarse sola, enciende un cigarrillo.
La idea de volver al colegio es algo que la aterroriza. Sólo faltan quince días para que empiecen las clases. Está sentada en la sala, forrando un libro de texto, no lejos de su madre.
—Mira que Daisy marcharse de esa manera… No nos ha dado tiempo ni siquiera de invitarla a almorzar… Después de todo, lo que es con nosotros se ha portado del modo más grosero… Yo, que esperaba con toda ilusión mi correspondiente collar de perlas cultivadas…
Cristina no hace ningún comentario. Suena el teléfono.
—Ve a ver quién es, Cristina. Tengo un dolor en las piernas… No vaya a ser algún inoportuno.
Cristina tarda en volver. Isabel aguza el oído, pero hasta ella no llega con claridad la voz de Cristina, porque previamente la muchacha ha cerrado la puerta del vestíbulo que comunica con la sala.
—Será algún hereje de ese dichoso liceo —murmura Isabel.
Cristina, al cabo de un rato, vuelve radiante.
—¿Quién era?
—Lola Quijano.
Isabel da un respingo.
—¿Eh?
—Sí. Hace un mes que ha vuelto de Rabat. Ha estado muy ocupada arreglando su piso. Quiere que la acompañe yo mañana al aeropuerto para recibir a Alicia, que llega de Londres. Quiere también que papá la recomiende a Monsieur Durand, el director del liceo, para que admitan a su hija este curso.
—Otra vez…
—Quiere saludarte.
—¿Le has dicho que estaba en casa?
—Claro…
—Cristina… En fin. Esto es una prueba. No puede ser otra cosa. Es evidente. Sabes que… —pero no termina la frase. Se levanta y acude al teléfono.
Cristina es feliz. Muy feliz. Sólo recuerda de Alicia su trepidante cabellera, sus dotes de improvisación, su iniciativa, su portentosa imaginación, y se siente tremendamente dichosa.
Isabel vuelve hecha ciscos:
—No ha cambiado nada. Debe de tener dinero. Me ha estado hablando de su piso. Pero ten cuidado, Cristina. Ahora ya no eres una niña. Lola no es una mujer muy recomendable. ¿Sabes? No está casada. No creo que lo esté. Y esa hija… Sabe Dios lo que habrá estado haciendo en Londres. Cada vez que pienso que no se sabe quién es el padre… Ten cuidado, Cristina. Yo no pienso invitarlas. Ya lo sabes. Ni tampoco ir por su casa. En eso cada vez me vuelvo más estricta. Si no, ¿adonde iríamos a parar? Si no fuera porque a veces en la junta necesitamos dinero… Y esa clase de gente es la que pretende comprar una honra a fuerza de donativos. Ten cuidado.
Luego, mirando a su hija, casi atemorizada, añade:
—¡Claro, ya sé yo que tú harás lo que te dé la gana! Presiento que la llegada de Lola y su hija no nos va a traer más que quebraderos de cabeza. Menudo pájaro pinto es la tal Lola…
Cristina entorna los ojos. Cristina canturrea. Piensa en la próxima llegada de Alicia. Su amiga Alicia. Alguien con quien compartir los recuerdos del ya borroso mundo de su infancia.
Cuando Julio llega por la tarde, Isabel ya está esperándolo, de pie, apoyada en la balaustrada.
—Julio…
—¿Qué hay, guapa? —El marido hace un conato de caricia, que Isabel rechaza con gesto escueto.
—¿Sabes quién está aquí?
—Ahora me lo dirás. Deja que me refresque un poco. Vamos a la sala, querida. Lo primero que voy a hacer es servirme un whisky…
El chófer viene poco después, portador de un paquete.
—¿Qué es eso?
—No sé. Lo han mandado del hotel Minzah para Cristina. Creo que es un encargo que dejó la millonada negra para la nena.
Isabel se entusiasma:
—Ya decía yo… No era posible que Daisy se olvidara de nuestra gentileza.
Julio mira a su mujer con ojos de mucha risa.
—¡Cristina! —llama Isabel.
Pero Cristina debe de andar entretenida con alguna cuadrilla de gatos, porque nadie responde.
—¡Qué niña ésta! ¿Dónde estará?
Isabel atraviesa la sala, y sigue escalera arriba en busca de su hija. Julio ha entrado por la puerta de la cocina y regresa a la sala con una botella de whisky, un vaso y un cubo de hielo. Con gesto de un lánguido automatismo, pone la radio. Luego enciende un cigarrillo. Poco después regresa Isabel. Viene consternada.
—No la encuentro, Julio. Es desesperante.
—Mujer… Ya vendrá…
—Pero ¿dónde se mete?
—Ya sabes cómo es.
—Tendremos que abrirlo. ¿Qué será?
—No, Isabel. Ahí lo dice bien claro. «Para Cristina».
—Esta hija mía va a volverme loca.
La radio lanza una musiquilla dulce, llena de cansancio, como si las notas tuvieran calor.
—Apaga eso. Me duele la cabeza.
En esto aparece Cristina. Viene del jardín. Trae toda la falda mojada. Y entra descalza.
—¿Otra vez, Cristina?
—¿Dónde has estado, nena?
—¡Hola, papá! Vengo de la alberca…
—Bueno. No entres. No me manches la alfombra.
—¿Y a quién se le ocurre tener la alfombra puesta todo el verano? —protesta Cristina.
—Mira, calla. Que eres una versión barata de «La ninfa constante»…
—Dame un whisky, papá.
—No, Julio.
—Déjala. El whisky es una bebida higiénica.
—Así estás tú.
—¿Qué es eso?
—Un regalo de Daisy, para ti.
—Bueno. Luego lo subiré a mi cuarto.
—Pero ¿no lo abres?
—¿Para qué?
Isabel palidece primero, luego se pone roja:
—Cristina, lo dices para exasperarme… ¿No es eso?
—Sí, mamá. Es eso. La curiosidad es un pecado…
—Cristina…
—¿Lo abro? —suplica Isabel.
—Bueno…
Cristina se ha sentado en el diván con su vaso de whisky, y contempla con entusiasmo la avidez de su madre desempaquetando el obsequio de Daisy. Hay un preludio compuesto por los diferentes tonos que producen el ruido de diversos papeles desenrollados. Luego aparece desnuda una caja de cartón de fondo azul salpicada de florecillas grises.
—Mira… Es una jaula dorada con tres pájaros disecados. Cristina recuerda haber acompañado a Daisy una tarde a una de esas tiendas de objetos de arte y haber sentido un escondido entusiasmo por aquellos ruiseñores deliciosos —pero de pacotilla—, que gracias a una pequeña llavecita lanzaban los más portentosos trinos.
—Y un sobre… Ten. Es para ti también.
Cristina lo abre.
—¿Qué es?
—Un cheque. Para que me compre cosas. Lo que quiera.
—¿De cuánto? —pregunta Isabel.
Julio vuelve a encender la radio después de mirar a su hija. «Bambino».
—Doscientos cincuenta dólares…
—Cristina… ¿No hay nada para mí?
—No, mamá.
—Mañana lo ingresas en tu cuenta, nena. No intentes entregárselo a tu madre. Nos volvería a tapizar toda la sala. O quién sabe… A lo mejor lo entregaba como donativo a su famosa junta.
—¡Julio!
Cristina no durmió nada. Se pasó toda la noche dando vueltas. De vez en cuando daba un salto de la cama y se acercaba a la jaula de los ruiseñores disecados. Les daba cuerda y aquellos bichitos comenzaban a cantar. Ella entornaba los ojos. Y el mundo se convertía en algo distinto.
Lola Quijano tiene una casa fabulosa. Lola Quijano no entiende nada de muebles. Ni de estilos. Tiene buen gusto sin querer. Se deja guiar por los decoradores y los mueblistas que en aquellos años, los años del boom, infectan la ciudad. Pero en cuanto ella siente el menor desgarro, la menor estridencia, el menor loqueo, lanza la voz de alarma. Eso es todo. En Lola Quijano todo es instintivo.
—No, Armand, esos rasos no. Y en capitoné mucho menos. Va a parecer el vestíbulo una comedia de Feydeau. Bastante tiene una con lo que tiene. Yo quiero el raso, de acuerdo. Pero listado. Listas rojas y blancas. Éste, por ejemplo.
Armand, a quien como es de esperar le gustan los hombres, frunce el labio inferior, se siente ligeramente defraudado, pero nunca niega el buen gusto de Lola. Para él, Lola es un hombre.
Y el vestíbulo, estilo «Imperio», con todas las patas de los muebles de «uñas» termina siendo una obra maestra. Lola, que a veces se propasa, lo convierte en una epidemia de jarrones de lirios.
El comedor lo ha copiado Lola de un House & Garden del año 35, y parece el decorado de una película de la Metro. La sillería tapizada de cuero beige, la mesa de buena madera, alargada y brillante; las cortinas de pana color de castaña asada. Algunos originales de Tapiró, Abascal y Regnault, comprados cuando la quiebra de Isaías Salomón, el importador de té de China. Y los jarrones de Rosenthal abarrotados de mimosas. El suelo sabiamente cubierto de moqueta. Y un «Philco» que no desentonaba con el resto del mobiliario, colocado cerca de la ventana. Quedaba el paisaje, visto a través de un ventanal alargado, cargado de colinas, de minúsculos edificios, de cintas blancas de muchas carreteras. Lola podía ser todo lo que se quisiera. Lo era todo. Menos vulgar. Lola hechizaba. Tenía gancho. Y sabía de la gente más que nadie. En cuanto los miraba, los catalogaba. Sin equivocarse. Lola se vestía «Chez Monique», una famosa lesbiana de París que vino a la ciudad por la amistad que la unía al brigadier Rousillon, uno de los personajes más odiosos de la policía internacional. Monique, que se apellidaba Printemps y parecía el vivo retrato de Ivonne Printemps, raptó a la hija de su cocinera, una niña de Cartagena que con el tiempo llegaría a ser modelo, una famosa modelo de Castillo-Lanvin.
Cristina llega a casa de Lola una hora antes de lo previsto. Lola al verla se vuelve loca de alegría.
—Pero, chiquilla, parece mentira… —le dice besándola en ambas mejillas. Luego coloca sus manos sobre los hombros de la muchacha y se aparta para contemplarla mejor.
—Si estás altísima. ¡Y qué interesante! Tienes cara de atormentada…
Cristina termina por echarse a reír. Ella encuentra a Lola elegantísima.
—Cuando Alicia te vea… Bueno, siéntate. Ven. Pasa a esta habitación. Yo voy a echarme una capa de polvos y en seguida estoy contigo. No juzgues ni critiques, que todo anda manga por hombro. Si supieras lo difícil que es bregar con carpinteros y con pintores… Y eso que a mí los hombres… ¿Cómo va tu madre? Ya sé que no soy santo de su devoción. Pero, mujer, no me mires así. Si parece que estás asustada…
—No. No es eso. Hace tanto tiempo que no te veo…
—Claro… Como que eras una ranita. Y más tímida… ¿Sigues igual?
—Pues sí. Puede que no sea tan tímida… Pero huraña…
—¡Claro! Si es muy difícil cambiar. No se cambia así como así. El carácter nos dura toda la vida, digan lo que digan.
—El avión llega a las cinco.
—Ya lo sé, criatura. Y son las cuatro menos veinte. Con el auto nos plantamos en el aeropuerto en un santiamén. ¡Qué calor! Oye, ¿digo en la cocina que te preparen un té helado con unas gotas de coñac del bueno?
A Cristina la palabra «té helado» casi la subyuga. En aquella casa, a pesar de que las persianas de aquella habitación están entornadas, el calor es irritante.
—Sí. Hace un calor horrible. Parece como si el verano fuera a comenzar otra vez.
—Es el verano de San Martín. Este calor es de lluvia.
—Hablé con papá para lo del colegio. No le importa nada hablar con Monsieur Durand.
—Ya lo sé. Gracias, hija. Pero no hace falta. De todos modos, le das las gracias de mi parte. Ayer mismo, como estoy tan nerviosa, me fui a verlo. ¿Quieres creer que se acordaba de mí y de mi hija? Aquello me emocionó. No puedo negarlo, soy una sentimental. ¡Qué memoria! Todo arreglado. Por eso yo echaba de menos esta dichosa ciudad. Aquí, en cuanto hablas con alguien, te lo llevas de calle… Pero allá abajo, ¡vaya gente desconfiada! ¿Qué, te gusta mi casa? Ya verás cuando esté terminada. Ahora no te la enseño. Tengo un decorador que es un loco, pero sabiéndolo manejar… Bueno, discúlpame un momento, nena. Voy a retocarme un poco. Vuelvo en seguida. Si no se pone una un poquitín guapa, los aduaneros no te hacen caso. Y yo no quiero que a mi niña le abran las maletas. Que me trae seis botellas de whisky y dos faldas escocesas que quitan el hipo.
Cristina se quedó sola. En aquella habitación no había un solo mueble. Sólo un intenso olor a pintura fresca, y aquella silla de barco en la que ella estaba sentada. Se oía el ascensor. Era un ruido sordo. Una especie de zumbido que de pronto paraba en seco. Y minutos después, un timbrazo lejano. Alguien que llamaba a otro departamento. Era un quinto piso. Encima debía de estar la terraza, porque el calor era agobiante. A Cristina le entró sueño y empezó a echar de menos su siesta. Sólo la idea de volver a encontrarse con Alicia la tenía un poco despabilada. Lola regresó con todo un maquillaje. La muchacha la encontró estupenda. Con un vestido ligero de crespón estampado. Y aquel rostro enjuto de mirada viva. De mirada que lo decía todo. Cristina se puso en pie.
—No, mujer. No seas impaciente. Deja que nos traigan el té.
—Pero, Lola, si no vamos a tener tiempo…
—Hay tiempo para todo.
Una mujer, baja, regordeta, activa, se presentó con una bandeja y dos vasos repletos de té.
—¿Le has echado el coñac, Carmen?
—Sí, señora. Lo que no le he puesto es azúcar. Porque entonces no quita la sed…
Lola se lo bebió en un santiamén. De pie. Yendo de un lado para otro.
Cristina se atragantó. Lo encontraba demasiado helado.
—¿No te gusta? Claro. Lo supongo. No tiene buen gusto. Pero refrescante sí que lo es. Donde se ponga esto, que se quiten todas las zarzaparrillas americanas…
—Pero, Lola, con el coñac da calor…
—Bueno, tú porque no estás acostumbrada a beber… —y en cuanto Cristina terminó con su vaso, se puso en pie, imitó a Lola dejándolo en el alféizar de la ventana, y ésta, tomándola de un brazo, exclamó:
—¡Andando!
Al sol las esperaba el coche. Era el coche de siempre. El que Cristina había conocido siendo niña.
—Pero si todavía tienes el Packard.
—Un recuerdo de Elías…
—¿Ya no vive contigo?
—¡Huy, no hace años! Eso se terminó.
—Si vieras la que armó mi madre cuando se enteró que tú vivías con un hombre que no era de tu religión, y que ni siquiera estaba casado contigo…
—No me extraña.
Camino del aeropuerto, Lola no paraba de hablar.
—Yo he sido pobre, Cristina. Muy pobre. Y he pasado hambre. ¿Y sabes lo que te digo? ¡Que antes de volver a aquella pobreza, soy capaz de matar a cualquiera! Tú no sabes lo que era aquello… —La voz de Lola se torna bronca mientras aprieta el acelerador—. Tu madre no es quién para juzgarme. Sólo Dios puede hacerlo… Y Dios sabe más de nosotros que nadie.
—Ya lo sé, Lola.
—No vayas a creer que por eso yo le tenga antipatía a Isabel. Tu madre es como es porque no puede ser de otra manera. Se ha criado, o la han criado así. Y eso no es culpa de nadie.
Los campos estaban agostados. El cielo era impúdicamente azul. Ni un solo pájaro en el horizonte.
—Enciéndeme este cigarrillo, ¿quieres? Ese mechero que ves ahí, no funciona. No sé si es cosa de la batería… En aquel rincón encontrarás una caja de cerillas.
Cristina obedeció. De perfil, Lola parecía un Borgia. Su conversación envenenaba.
—Elías, antes de casarse con una de las suyas, una tía con mucho dinero y más fea que un demonio, me firmó un cheque. A mí no se me deja en la calle, nena. ¡Buena soy yo! Me planto en la sinagoga y armo la de San Quintín. ¿Y sabes lo que hice? Cogí el traspaso de un hotel. Con eso de la independencia, a muchos franceses empezó a entrarles miedo… Y yo aproveché el sustazo de un matrimonio que regresaba a Francia para quedarme con un hotelito cercano a una playa, bastante mono y bastante discreto. Nada decente como es de suponer. Con la decencia no se vive… Pero llega un momento en que te cansas… Sí. Tengo dinero. He hecho dinero. Y ahora estoy aquí. Y se acabaron los hombres. Puedo vivir de rentas. Y si me da la gana, mañana me planto en la primera Misa y me siento al lado de tu madre. Bueno, no me mires así.
—Si no te miro, Lola.
—¡Anda! Pero si ya hemos llegado…
El auto frenó cerca de un arbusto de hibiscos.
El avión llegó con una hora de retraso. Lola se había bebido dos whiskies. Cristina, media naranjada. Por unos altavoces dijeron algo relacionado con el avión que llegaba de Londres.
—Bueno, cualquiera os cree —protestó Lola.
—Diez minutos… —aclaró Cristina.
—Sí. El tiempo de fumarme otro cigarrillo.
Y fue verdad. Porque no hizo Lola más que aplastarlo contra un pico de la mesa cuando se oyó el ruido de un motor. Cogidas del brazo, salieron fuera.
—Mira… aquélla es Alicia. Ven. Vamos para dentro. No quiero que le abran las maletas.
Y no se las abrieron. Y cuando Alicia vio a Cristina, la reconoció en seguida. Se dieron la mano. Y se observaron con inquietante curiosidad.
—¿Cómo la encuentras? —preguntó la madre a la hija, refiriéndose a Cristina.
—La encuentro muy cambiada.
—¿Y tú, Cristina?
—Los ojos de Alicia son los mismos. Por lo demás, me sigues pareciendo una inglesa…
—Pues el charrán de su padre era español. Y bien español —sentenció Lola.
—Mamá… A veces tú también eras «bien española»…
—Claro, hija. Y a mucha honra.
Ya en el auto, y durante el trayecto, las tres guardaron un inexplicable silencio. El sol estaba demasiado alto. El calor era aplastante.
—¿Adónde vas, hija?
Isabel se tropezó con Cristina en el vestíbulo. La madre salía de la sala con un libro en la mano. La hija acababa de bajar la escalera.
—De compras…
—¿Tienes dinero?
—Voy a firmar un cheque —explicó Cristina dándose importancia.
—Si te esperas un poco, te vienes conmigo. Papá ha quedado en enviarme al chófer dentro de media hora…
—Lo siento, mamá. Prefiero bajar la cuesta y coger el autobús.
—¿Vas con Alicia?
—Sí, mamá…
—Claro. ¡Cómo no!
Hay un breve silencio. Isabel se entretiene en cambiar de sitio un jarrón con flores.
—¿Y qué tal Lola?
—Muy guapa, mamá.
—Es su oficio.
Cristina se muerde los labios.
—¿Y la niña?
—Viene estupenda de Londres. El «oficio» de la madre da para lo que nunca dio el oficio de mi padre.
—¡Cristina!
—Sí, mamá. Estoy harta de tanta mezquindad. Cuando en esta casa se habla del esplendor de los Cardovan, yo me parto de risa.
—Yo también. Eso del esplendor fue una locura de tu abuela… y de alguien más. Los megalómanos de la familia. Aquí nunca ha habido un céntimo. Pero eso no te da ningún derecho a hablar de ese modo…
—Lo siento, mamá.
—Es posible. Pero siempre estás dispuesta a decir cosas que hacen daño.
—Hasta luego. —Almorzaremos a la una, Cristina.
Cristina, al salir, acaricia la cabeza de un gato medio adormilado.
Alicia, en combinación, tumbada en la cama, lee. Su cuerpo es de una sorprendente madurez. Cristina se queda parada en el umbral de la alcoba.
—Pasa… Mira cómo me pillas. No aguanto el calor.
—¿Qué lees? —Serie negra. Orquídeas para Miss Blandish.
—Es un horror.
—A mí me encantan. Son tan indecentes…
—¡Vístete! —¿Por qué?
—Porque es tarde. Si quieres matricularte… Hoy es el último día.
—Pues es verdad… He pasado una noche malísima. He estado un mes en Inglaterra, y ahora no me acostumbro al clima de aquí.
—Te espero en el salón…
—No seas idiota.
—Es que…
—Anda, ayúdame a vestirme.
Alicia abre un armario.
—Tienes muchos vestidos…
—Sí. ¿Y tú?
—Un espanto. Lo que ya no le gusta a mamá… Me lo arreglan.
—No me digas. Pues yo siempre creí que teníais mucho dinero.
—Sí. Yo también. Los negocios de mi padre van de mal en peor.
Alicia coge un vestido de vichy celeste.
—¿Qué tal anda el colegio de chicos?
—No sé.
—Mujer… —se sorprende Alicia—. No me digas que no te has enamorado de ninguno…
—Pues no…
—Tú no eres normal.
Cristina termina por echarse a reír.
—¿Por qué te ríes?
—Porque estoy harta de que me digan siempre lo mismo. Yo odio el colegio, Alicia. Y en cuanto a los compañeros de clase, la verdad, los encuentro francamente insoportables.
—Ya verás este curso. Lo vamos a pasar bomba.
—¿Tú crees?
—De eso me encargo yo.
—¿Y tú?
—Me enamoro de todos los hombres. A condición de que sean guapos.
—Eres una loca…
—Eso dice mimá. Pero ella no es quién para dar ejemplo. Las mujeres estamos para eso…
—Sí, claro. Pero yo a veces pienso que hay cosas más importantes.
—¿Qué cosas? —No lo sé.
Alicia se peina frente al espejo de un tocador.
—Anda, vamos. ¿No te bañas?
—No. Mamá detesta la playa. Me he pasado todo el verano en la casa.
—Cristina, eres una aburrida. En cuanto terminemos lo de la inscripción vamos a la playa las dos.
—Tengo que estar en casa a la una.
—Telefoneas…
—Sí. Tienes razón. Ya estoy harta.
—¿Has traído bañador?
—No. ¿Cómo iba a traerlo?
—Yo te presto uno de los míos.
—¿Y tu madre?
—En casa del decorador. Lo trae de cabeza. Ahora quiere cambiar la tapicería del comedor.
—Tu madre es estupenda.
—¿Tú crees?