1957

FINALIZABA JUNIO. Era el período de exámenes. Hacía un calor espantoso. Los exámenes eran escritos. En la clase de Historia, Cristina intentó sentarse junto a Alicia. De un tiempo a esta parte se había enfriado aquella amistad. Los Brunot habían desaparecido meses atrás. Un amigo de ellos les dijo a las chicas que estaban en Caracas.

—¿Qué hay, Alicia?

Nadie había vuelto a hablar del famoso guateque.

—Estoy muy cansada… —contestó la hija de Lola, levantándose para entregar su ejercicio.

Cristina quiso agarrarla de un brazo, porque había presentido algo. No sabía qué. Pero todo fue demasiado rápido. Alicia cayó al suelo bruscamente. Cuando la levantaron, le sangraba la nariz. Estaba desvanecida.

La llevaron a la enfermería. Durante los veinte minutos de descanso se formó un corro en torno a Mary.

—No me digas… —exclamaban algunas, horrorizadas. Los muchachos se miraban intercambiándose guiños. Cristina, al principio, no comprendió nada. Fue Mary quien se lo aclaró.

—Está encinta. Va a tener un hijo… De buena nos libramos, Cristina.

Cristina se marchó sin examinarse de Ciencias. En su casa almorzó de mala gana. Isabel protestó:

—Pero ¿qué te ocurre? Estos días atrás tenías un hambre de lobo…

—Son los exámenes, mujer. Y este dichoso calor capaz de quitarle el apetito a un oso.

Llamaron al teléfono, Zohra entró en el comedor, que era la sala, el salón y cuarto de estar a la vez.

—Es para usted, señora.

—¿Quién es?

—Una señora…

—Bueno. Otra vez preguntas el nombre, Zohra.

Cristina terminó de mondar un plátano. Isabel volvía al cabo de un rato con el rostro descompuesto:

—Julio… Tengo que hablar contigo.

—Dime…

—No. Aquí no.

—En el despacho hace mucho calor.

—Cristina, haz el favor de subir a tu cuarto.

Aquella tarde la llevaron a un médico. Todo ruego resultó inútil. No creyeron en su palabra. El interrogatorio de Isabel fue de lo más desquiciado. Nunca se sintió más humillada, ni más incomprendida, ni más sola.

Cristina, a medianoche, llamó a casa de Lola para charlar con Alicia. Era una conversación telefónica concertada.

—¿Cómo estás, Alicia?

—Muy rara. Oye… ¿Será verdad eso que dan pataditas?

—Pero ¿tú qué sientes?

—No lo sé. Una especie de bienestar.

—¡Qué locura! ¿Y qué dice tu madre?

—Ahora se le ha pasado. Ya sólo me llama burra.

—¿Quieres que vaya mañana a verte? Salgo con papá a comprarme unos zapatos. Desde la oficina es más fácil escapar a la vigilancia de mi madre.

—Oye… ¿Sabes lo que se me ha ocurrido?

—Alguna burrada…

—Si es niña, se llamará Cristina. Y si es chico… Jaime. Como James.

—Estás loca…

—No. No estoy loca…

—Cuelgo, Alicia. Mi madre ha encendido la luz de su cuarto. Hasta mañana.

Y colgó.