1928

ÉSTA ES LA CASA DE VERANO —señaló Jaime.

Estaba en una hondonada, al otro lado del sendero, frente al mar, que aparecía cubierto por una cortina de castaños y nogales. Al otro lado del camino crecían también diversos árboles: fresnos, olmos, pinos y eucaliptos. Y el suelo, hasta llegar a la misma puerta de la casa, estaba cubierto de hojas secas que crujían al pisar los visitantes. Tenía el bungalow una sola planta. Era perfectamente cuadrado. Provisto de un tejado de cinc cubierto de hiedra. El barandal de la veranda era de hierro. Jaime abrió la puerta. Luego, las persianas. Encima de una mesa había un quinqué. La mesa era redonda, de madera de roble, y estaba cubierta por un mantón de Manila. Laura estaba encantada.

—¡Y yo que encontraba a tu madre démodée!

—No. Mamá no es démodée. Pero sabe que ya no hay en casa (¿cómo te diría yo?), el esplendor de tiempos anteriores. Ya no es el mismo tren de vida. Inteligente, ha decidido estancarse en una moda, la moda de la anteguerra. Y el Monte para eso es ideal.

—Entonces vosotros… Mamá decía que erais una de las grandes fortunas de la ciudad.

—Porque tu madre conocería a mamá de soltera o de recién casada.

—Pues mira, yo me alegro.

—¿Te alegras de qué?

—De que no seáis «tan ricos». Tan inmensamente ricos.

El muchacho se echó a reír:

—¿Por qué dices eso? ¡Ni siquiera somos ricos!

—¡Menudo chasco se va a llevar Isabel!

—¿Tu hermana?

—Sí. Está dispuesta a tomar en serio a Julio. Como tu madre le escribía a mamá unas cartas larguísimas contándole el esplendor de los Cardovan…

—Ya…

—Y al invitarnos… Ya te puedes hacer una idea: mamá se volvió loca de alegría.

—Todo eso es muy divertido —afirmó Jaime con acento frío.

—Lo siento.

—¡Oh, ya sé! ¿Y tú?

Laura enrojeció.

—¿Tú no te hacías ningún proyecto? —prosiguió Jaime.

Laura volvió la cara hacia la pared y se entretuvo deshojando y destrozando algunas hojas de la madreselva con ademanes nerviosos.

—No.

—Te advierto que eres endemoniadamente bonita. Puedes hacértelos.

—Mamá tenía todas sus esperanzas cifradas en mí. Pero yo no valgo para esa clase de comedia.

Jaime la agarró por la cintura y aproximó su rostro al de la muchacha. Tenían los labios cerca el uno del otro. Las palabras de Jaime rozaban la mejilla de Laura.

—¿No estás enamorada de mí?

Laura sentía las manos del hombre vagar por su cuerpo en una desvergonzada operación de reconocimiento.

—Me gustas. Pero no sé si estoy enamorada de ti o no.

Se besaron frenéticamente. Con su cuerpo, Jaime la empujó hacia el diván. Un diván negro, de raso, cubierto de inmensos cojines bordados.

—Puede venir Consuelo, Jaime. Las puertas están abiertas.

—¡Aquí no viene nadie!

La respiración de Laura se hizo bronca. Los senos de la mujer se clavaban en el pecho del hombre.

—No, Jaime. Sería una locura.

Jaime no hablaba. Sus manos eran un inquietante revoloteo. Parecían las alas de un búho al que acabaran de despertar de una siesta. El vestido de Laura fue a parar encima del quinqué. Instantes después estaban los dos desnudos. Fue entonces cuando empezó a llover. Llovía furiosa e intensamente.