1958

EN «ROBINSON» no había nadie. Al menos, eso le pareció a Cristina al entrar.

—¿Nos bañamos ahora? —preguntó Andrés.

—No. Yo prefiero hacerlo a la tarde —confesó ella—. Ahora quiero comer…

—Yo no puedo resistir la tentación. Ese mar es tentador como una sirena. Tómate un aperitivo. Yo vuelvo ahora.

—Eres un grosero. Eso no se hace con una mujer…

—Tú no eres una mujer.

—¿No?

—No. Tú eres una niña…

—Dame un cigarrillo…

—Ahí tienes el paquete. Ahora vuelvo. Y no fumes mucho.

Cristina tomó un cigarrillo y al encenderlo alzó la vista. Se había sentado en una mesa cerca de la cristalera. En la mesa del fondo descubrió a David. Estaba con una mujer que llevaba un inmenso sombrero de rafia, ocultándole el cuello. La mujer estaba sentada de espaldas. Cristina no supo qué hacer. El muchacho en cuanto la vio, le hizo una seña cariñosa con la mano a guisa de saludo. Pero la mujer no se volvió. «El potrillo ha encontrado una buena mula», pensó cómicamente Cristina. El camarero se acercó a la mesa.

—¿Se queda a almorzar?

—Sí. Pero almorzaremos un poco más tarde.

—¿No viene sola?

—No, somos dos. Tráigame un whisky, ¿quiere?

La mujer del sombrero de rafia se levantó y, siempre dándole la espalda a Cristina, fue hasta un juke-box y puso un disco. Tenía unas caderas anchas. De buena paridora.